Al fin llegó agosto con ráfagas que sacudieron mi cabaña y auguraron poco de augusto. Hice mermelada de frambuesas de color rubí al ponerse el sol. Puestas de sol enfurecidas que lanzaban espumosos mares de nubes a través de cortadas inimaginables, con todos los matices rosados de la esperanza detrás, y yo me sentía justo como ellas, brillante y lúgubre más allá de las palabras. Por todas partes terribles campos de hielo y de nieve; una brizna de hierba bailando en los vientos de la infinitud, anclada a una roca. Hacia el este estaba gris; hacia el norte, espantoso; hacia el oeste, en enloquecido furor, dementes frenéticos luchaban en siniestra lobreguez; hacia el sur, la neblina de mi padre. El monte Jack, con su sombrero de trescientos metros de roca dominando un centenar de campos de fútbol nevados. El arroyo Canela era una fantasía de niebla escocesa. El Shull se perdía entre el Cuerno Dorado. Mi lámpara de petróleo ardía en el infinito.
"Pobre carne tan débil -me dije-, no hay solución."
Ya no sabía nada de nada y tampoco me importaba nada en absoluto, y de repente me sentía auténticamente libre. Luego llegaron las mañanas realmente frías y crepitaba el fuego y cortaba leña con el hacha y la gorra puesta (una gorra con orejeras), y me sentía maravillosamente bien y perezoso en el interior de la cabaña, empujado dentro por las nubes heladas. Lluvia, truenos en las montañas, pero delante de la estufa leía mis revistas ilustradas occidentales. Por todas partes aire de nieve y humo de leña. Finalmente llegó la nieve en un remolino amortajado procedente del Hozomeen, junto al Canadá. Llegó tempestuosa enviando blancos heraldos radiantes a través de los que miraba, lo vi perfectamente, el ángel de la luz. Y el viento se levantó y se alzaron oscuras nubes como si procedieran de una fragua. Canadá era un mar de niebla_ sin sentido. Y aquello llegó en un ataque en abanico anunciado por el cantar del tubo de mi estufa, y avanzó impetuoso y se tragó mi viejo cielo azul que había estado lleno de nubes doradas; a lo lejos, el retumbar de los truenos canadienses; y hacia el sur otra tormenta mayor y más negra cerrándose como una pinza. Pero el Hozomeen se mantenía firme rechazando el ataque con un hosco silencio. Y nada podría inducir a los alegres horizontes dorados del nordeste, donde no había tormenta, a cambiar su puesto con el Desolación. De pronto, un arco iris verde y rosado se situó justo encima de la sierra del Hambre a menos de trescientos metros de mi puerta, como una centella, como una columna; viniendo entre nubes arremolinadas y sol anaranjado y tumultuoso.
– ¿Qué es un arco iris, Señor? Un collar para los humildes.
Y se encajó justo en el arroyo del Rayo, y lluvia y nieve cayeron simultáneamente y el lago era de un blanco de leche dos kilómetros más abajo y todo era una auténtica locura. Salí y de repente mi sombra fue rodeada por el arco iris mientras caminaba por la cima y un misterio con halo hizo que deseara rezar.
– ¡Oh, Ray, el transcurso de tu vida es como una gota de lluvia dentro del océano ilimitado que es el despertar eterno! ¿Por qué seguir preocupado? Escribe a Japhy y cuéntaselo todo.
La tormenta pasó y se fue tan rápidamente como había llegado, y al caer la tarde, el lago brilló cegadoramente. La caída de la tarde y mi estropajo secándose encima de la roca. La caída de la tarde y mi espalda helada mientras en la cima del mundo lleno de nieve mi cubo. La caída de la tarde, y era yo y no el vacío lo que había cambiado. Un anochecer cálido y rosado y yo meditando bajo la media luna amarilla de agosto. Siempre que oía el trueno en las montañas era como la plancha del amor de mi madre.
– ¡Trueno y nieve! ¿Cómo seguiremos hacia adelante? -canté.
Y de pronto, habían llegado las lluvias torrenciales, noches enteras lloviendo, millones de hectáreas de árboles lavados y lavados, y en el desván ratas milenarias durmiendo sabiamente.
La mañana. Llegaba la clara sensación del otoño, llegaba el final de mi trabajo. Ahora los días eran ventosos y con rápidas nubes: un claro aspecto dorado entre la bruma del mediodía. La noche, preparar chocolate caliente y cantar junto al fuego. Llamaba a Han Chan por los montes: no obtuve respuesta. Llamaba a Han Chan en la niebla de la mañana: silencio, se me dijo. Llamaba: Dipankara me instruía sin decir nada. Nieblas que desfilan al viento y yo cierro los ojos y habló el hornillo.
– ¡Wuu! -grité, y el ave en perfecto equilibrio sobre la copa del abeto se limitó a mover la cola; luego se fue y la distancia se hizo inmensamente blanca. Noches negras con señales de osos: allí abajo, en el agujero para la basura, las oxidadas latas de leche agria y solidificada y evaporada mordidas y destrozadas por poderosas garras: Avalokitesvara el Oso. Nieblas gélidas con terribles agujeros. En mi calendario arranqué el día cincuenta y cinco.
Mi pelo había crecido, mis ojos eran de un azul puro en el espejo, mi piel estaba tostada. Otra vez temporales de lluvia la noche entera, las lluvias del otoño, y yo caliente como una tostada dentro del saco de dormir soñando con movimientos de la infantería que exploraba las montañas; frías y duras mañanas con viento, ráfagas de niebla, ráfagas de nubes, súbitos soles resplandecientes, la prístina luz en las laderas y tres leños crepitando en el fuego mientras yo, exultante, oía a Burnie Byers decir por la radio que todos los vigilantes bajaran aquel mismo día. La temporada se había terminado. Paseé por los alrededores de la cabaña con una taza de café colgada del pulgar cantando:
– Montaña, montañita, en la hierba está la ardillita.
Y allí estaba mi ardilla, en el aire brillante y claro y soleado, de pie encima de una piedra, muy derecha, juntaba las manos con un grano de avena entre ellas. Lo mordisqueó y se marchó: era la pequeña deuda de todo lo que allí había. Al anochecer se acercó por el norte una gran pared de nubes.
– Brrrr -dije. Y canté-: Sí, sí, pero ella estuvo aquí. -Y me refería a mi cabaña y a cómo el viento no pudo con ella, y seguí-: Pasa, pasa, pasa, tú que pasas a través de todo.
Encima de la montaña perpendicular había visto el giro completo de sesenta soles. La visión de la libertad eterna era mía para siempre. La ardilla se perdió entre las rocas y surgió una mariposa. Así de sencillo era. Los pájaros revoloteaban alegres por encima de la cabaña; contaban con un camino de dos kilómetros de moras hasta la línea de bosques. Fui por última vez hasta el borde de la Garganta del Rayo. Aquí, sentado el día entero a lo largo de sesenta días, entre la niebla o a la luz de la luna o del sol o,en la oscuridad de la noche, había contemplado los retorcidos y nudosos arbolillos que parecían crecer en el aire, en la pura roca.
Y de pronto, me pareció ver a aquel inimaginable vagabundo chino allí mismo, entre la niebla, con aquel humor inexpresable en su rostro arrugado. No era el Japhy de la vida real, el de las mochilas y el estudio del budismo y las enloquecidas fiestas de Corte Madera, era el Japhy más real que la vida, el Japhy de mis sueños, y estaba allí sin decir nada.
– ¡Fuera de aquí, ladrones de la mente! -gritó hacia abajo, en dirección a las oquedades de las increíbles Cascadas. Era el Japhy que me había aconsejado subir aquí y que ahora, aunque estaba a más de diez mil kilómetros de distancia, en Japón, respondiendo a la campanilla de la meditación (una campanilla que más tarde mandaría por correo a mi madre, simplemente porque era mi madre y quería hacerle un regalo), aparecía encima del pico de la Desolación junto a los retorcidos árboles de las rocas certificando y justificando todo lo que allí había.
– Japhy -dije en voz alta-, no sé cuándo nos volveremos a ver o lo que sucederá en el porvenir, pero el Desolación, el Desolación… ¡No sabes lo que debo al Desolación! Gracias, te estaré agradecido siempre por guiarme hasta este lugar donde lo he aprendido todo. Ahora ha llegado el triste momento de volver a las ciudades y soy un par de meses más viejo y existe toda esa humanidad y los bares y los espectáculos y el amor valiente, todo cabeza abajo en el vacío. ¡Dios lo bendiga todo! Pero Japhy, tú y yo lo sabemos para siempre.
¡Oh, juventud eterna! ¡Oh, eterno llorar! -Abajo, en el lago, aparecieron reflejos rosados de vapor celestial y dije-: ¡Dios mío, te amo! -Y volví la vista al cielo y sentí de verdad lo que decía-. Me he enamorado de ti, Dios mío. Cuida de todos nosotros. No importa como sea.
A los niños y los inocentes todo les da igual.
Y siguiendo la costumbre de Japhy de doblar una rodilla y dedicar una breve oración al lugar que dejaba, como cuando dejó la sierra, y en Marin, y cuando ofreció una oración de gratitud al dejar la cabaña de Sean el día en que iba a embarcarse, del mismo modo yo, al bajar de la montaña con la mochila a cuestas, me volví y me arrodillé en el sendero y dije:
– Gracias, cabaña.
– Y en seguida añadí-: ¡Bah! -haciendo una mueca, porque sabía que aquella cabaña y aquella montaña comprenderían lo que quería decir.
Después di la vuelta y seguí sendero abajo de vuelta a este mundo.
Los Vagabundos del Dharma es una de las obras capitales de Jack Kerouac, el escritor paradigmático de la generación beat. Situada en California, expone el descubrimiento del budismo y su primera ley, "la vida es sufrimiento", durante la época en que su autor se sentía un fracasado porque no encontraba editor para sus libros. Pero además de un modo filosófico de encarar el fracaso y de la búsqueda del auténtico significado -el Dharma-, por parte de unos jóvenes desharrapados y febriles, expresa la comunión con la naturaleza en la cima de altas montañas, la fraternidad y la poesía. Y todo entre vino, marihuana y orgías, donde Kerouac aparece como Ray Smith, aunque el auténtico protagonista sea el poeta y budista Gary Snyder, que figura bajo el nombre de Japhy Ryder. Junto a ellos pueden también identificarse fácilmente Allen Ginsberg y Laurence Ferlinghetti, entre otros participantes en el llamado "renacimiento de San Francisco", narrado con suma brillantez en el libro.
Los Vagabundos del Dharma elevó a Kerouac a representante esencial del resurgir de una espiritualidád que también era un nuevo modo de relacionarse entre los seres humanos y que hoy, cuando se imponen las realidades virtuales y las rutas cibernéticas, supone un soplo de aire puro y un impulso hacia otros mundos igual de poco sustanciales, pero donde los sentimientos adquieren proporciones insólitas. Su lectura no dejará a nadie indiferente e impulsará a explorar dimensiones hasta entonces sólo atisbadas, pero que su autor sabe convertir en cotidianas.
Nacido en Lowell (Massachusetts), en 1922, en el seno de una familia de origen franco-canadiense, Jack Kerouac estudió en un colegio católico de su ciudad natal. Fue famoso jugador de fútbol norteamericano y se matriculó en la Universidad de Columbia, aunque no llegó a graduarse. Recorrió Estados Unidos trabajando en múltiples empleos. Después de alcanzar el reconocimiento literario, se retiró a Lowell, se casó y abandonó toda actividad pública. Con la salud destrozada por el alcohol, murió en 1969. Además de autor de poemas y ensayos, publicó, entre otras novelas, En el camino y Los subterráneos (ya editadas en esta misma colección), que han hecho que siga siendo leído masivamente y considerado uno de los narradores norteamericanos más apasionantes.