La canción que estaba de moda por entonces era una de Roy Hamilton: "Everybody's Got a Home but Me" ("Todos tienen casa menos yo"). Yo iba cantándola mientras atrave saba Riverside. En el otro extremo de la ciudad me situé en la autopista y me recogió una pareja de jóvenes que me llevaron hasta un aeropuerto que estaba a unos ocho kilómetros, y desde allí fui con un tipo bastante callado hasta Beaumont, California, pero me dejó a unos seis o siete kilómetros del centro, en una autopista de dos direcciones donde nadie se paraba, así que decidí caminar en aquel aire hermoso y resplandeciente. En Beaumont comí perritos calientes, hamburguesas y una bolsa de patatas fritas y bebí un batido de fresa entre jóvenes estudiantes. Luego, en el otro extremo de la ciudad, me recogió un mexicano que se llamaba Jaimy y que me dijo que era hijo del gobernador de Baja California, México, pero no le creí. Era un borrachuzo y quiso que le comprara vino que terminó vomitando por la ventanilla sin dejar de conducir: un triste, hundido y desamparado joven de ojos melancólicos y muy bonitos, algo loco. Se dirigía a Mexicali que quedaba un poco apartado de mi camino, aunque estaba lo bastante cerca de Arizona como para que me viniera bien.
En Calexico la gente andaba haciendo las compras de Navidad por la calle Mayor y había increíbles bellezas mexicanas asombrosamente perfectas que iban mejorando tanto que cuando las primeras volvían a pasar habían quedado borradas en mi mente. Yo andaba por allí mirándolo todo, tomando un helado, y esperando a Jaimy que dijo que tenía que hacer una gestión y que luego me recogería de nuevo y me llevaría personalmente a Mexicali, México, donde me presentaría a sus amigos. Planeaba cenar bien y barato aquella noche en México, y luego seguir viaje. Jaimy no volvió a aparecer, claro. Crucé la frontera andando y doblé a la derecha por una calleja estrecha para evitar la calle de los vendedores ambulantes, y fui inmediatamente a cambiar el agua al canario en una obra, pero un vigilante mexicano loco con uniforme consideró que aquello era una gran infracción y me dijo algo, y cuando le dije "No sé" (en español), respondió: "No sabes, ¿policía?" (también en castellano); ¡y el tipo amenazaba con avisar a la pasma sólo Porque yo había meado en aquellos escombros! Pero luego me di cuenta, y me entristeció, de que había meado justo en el sitio donde él solía hacer fuego por la noche: había restos de madera carbonizados. Seguí por la calle embarrada sintiéndome realmente mal y triste, con la enorme mochila a la espalda, mientras el vigilante me miraba con expresión tristísima.
Llegué a una colina y vi grandes cauces llenos de barro, con hedores y charcos y espantosos senderos con mujeres y burros renqueando al atardecer; un viejo mendigo chino mexicano me llamó la atención y nos detuvimos a charlar, v cuando le conté que quería dormir por allí (de hecho estaba pensando en ir un poco más allá, a la ladera de las montañas), me miró horrorizado y, como era sordomudo, hizo gestos de que podían robarme la mochila y matarme si lo hacía, y me di cuenta en seguida de que tenía razón. Ya no estaba en Norteamérica. A uno u otro lado de la frontera, en cualquier parte donde metiera las narices, un hombre sin hogar estaba con el agua al cuello. ¿Dónde encontraría un bosquecillo tranquilo en el que meditar y vivir para siempre? Después de que el viejo intentara contarme su vida por señas, me alejé agitando la mano y sonriendo y crucé la llanura y un estrecho puente sobre las aguas amarillentas y llegué al barrio pobre de casas de adobe de Mexicali, donde como siempre la alegría mexicana me encantó, y comí una deliciosa cazuela de sopa de cocido con trozos de cabeza y cebolla cruda, pues en la frontera había cambiado veinticinco centavos por tres pesos en billetes y un montón de monedas enormes. Mientras comía en el pequeño mostrador de barro de la calle, observé a la gente, los perros miserables, las cantinas, las putas, oí la música, pasaban tipos indolentes por la estrecha carretera y al otro lado de la calle había un inolvidable Salón de Belleza con un espejo sin marco en una pared vacía y sillas y una belleza de diecisiete años con el pelo con rulos soñando delante del espejo, pero tenía al lado un viejo busto de yeso con una peluca, y detrás un tipo enorme con bigote y un jersey de esquí hurgándose los dientes y un chaval delante del espejo de la silla de al lado comiendo un plátano, y en la acera había unos cuantos niños reunidos como delante de un cine y pensé: "Vaya, Mexicali entero un sábado por la tarde. Gracias, Señor, por devolverme las ganas de vivir, por tus formas siempre recurrentes en Tu Vientre de Fertilidad Exuberante."
Todas mis lágrimas no eran en vano. Al fin todo funcionaba.
Después callejeé y compré una especie de rosquilla caliente, luego dos naranjas a una chica, y volví a cruzar el puente al caer la tarde y me dirigí contento a la frontera. Pero allí me detuvieron tres desagradables guardias norteamericanos y registraron hoscos toda la mochila.
– ¿Qué ha comprado en México?
– Nada.
No me creían. Siguieron registrando. Después de manosear los paquetes de patatas fritas de Beaumont que me habían sobrado y las uvas pasas y los cacahuetes y las zanahorias, y las latas de cerdo y judías compradas para el camino, y los bollos de pan integral, se asquearon y me dejaron seguir. Era divertido, de verdad; esperaban encontrar una mochila llena de opio de Sinaloa, seguro, o yerba de Mazatlán, o heroína de Panamá. A lo mejor creían que venía caminando desde Panamá. No conseguían situarme.
Fui a la estación de los autobuses Greyhound y compré un billete hasta El Centro y la autopista principal. Pensaba coger el Fantasma de Medianoche para Arizona y estar en Yuma aquella misma noche y dormir en el cauce del Colorado, que hacía tiempo que me atraía. Pero las cosas se estropearon; en El Centro fui a la estación y anduve por allí, y por fin hablé con un maquinista que hacía señales a una máquina en maniobras.
– ¿Dónde está el Silbador?
– No pasa por El Centro.
Me sorprendió mi estupidez.
– El único mercancías que puedes coger pasa antes por México, luego por Yuma, pero te encontrarán y te echarán a patadas y terminarás en un calabozo mexicano, tío.
– Ya tengo bastante de México, gracias.
Así que me fui al cruce del pueblo donde los coches doblan hacia el este, camino de Yuma, y empecé a hacer autostop. Durante una hora no tuve suerte. De repente, un gran camión se paró al lado; el chófer se bajó y se puso a rebuscar en una maleta.
– ¿Va hacia el este? -pregunté.
– En cuanto me divierta un poco en Mexicali. ¿Conoces algo de México?
– Viví allí años.
Me miró de arriba abajo. Era un buen tipo, gordo, alegre, del Medio Oeste. Le gusté.
– ¿Qué te parece si me enseñas algo de Mexicali esta noche y luego te llevo a Tucson?
– ¡Estupendo!
Subimos al camión y volvimos directamente a Mexicali por la carretera que acababa de recorrer en autobús. Pero merecía la pena llegar hasta Tucson. Aparcamos el camión en Calexico, que ahora estaba tranquilo, eran las once, v pasamos a Mexicali y le aparté de las casas de putas para turistas y le llevé a los auténticos y viejos salones mexicanos donde había chicas que bailaban por un peso y tequila de verdad v diversión a montones. Fue una noche estupenda; el camionero bailó y se divirtió, se hizo una foto con una chica y se bebió unos veinte tequilas. En un determinado momento de la noche se nos unió un tío de color que era algo marica pero terriblemente divertido y nos llevó a una casa de putas, y luego, cuando salíamos, un policía mexicano le quitó su navaja automática.
– Es la tercera navaja que estos hijoputas me quitan este mes -dijo.
Por la mañana, Beaudrv (el camionero) y yo volvimos al camión con los ojos hinchados y resaca y él no perdió tiempo v se dirigió directamente -a Yuma sin volver a El Centro por la estupenda autopista 98 sin tráfico y recta durante más de ciento cincuenta kilómetros llegando a Gray Wells a ciento treinta por hora. En seguida llegaríamos a Tucson. Habíamos tomado un almuerzo ligero en las afueras de Yuma y ahora decía que tenía ganas de una buena chuleta.
– Lo malo es que en estos sitios para camioneros nunca tienen las grandes chuletas que a mí me gustan.
– Bueno, pues sólo tienes que aparcar el camión delante de uno de esos supermercados de Tucson que hay junto a la autopista y te compro una chuleta de cinco centímetros de grosor y nos paramos en el desierto y enciendo una hoguera y te preparo la mejor chuleta de tu vida.
No me creía, pero así lo hice. Dejadas atrás las luces de Tucson en un atardecer rojo fuego sobre el desierto, se detuvo y encendí una hoguera con ramas de mezquite, añadiendo ramas mayores y luego troncos según se iba haciendo de noche, v cuando las brasas estuvieron listas traté de poner la carne encima sujeta en un espetón, pero éste se quemó, así que freí las enormes chuletas en su propia grasa en mi maravillosa sartén nueva y le di mi navaja y se la zampaba diciendo:
– Ñam, ñam, es la mejor chuleta que he comido en mi vida.
También había comprado leche, así que teníamos sólo chuletas y leche, un gran banquete de proteínas, sentados allí en la arena mientras los coches pasaban zumbando por la autopista junto a nuestra pequeña hoguera.
– ¿Dónde aprendiste todas estas cosas tan divertidas? -me dijo, riendo-. Bueno, va sabes que cuando digo divertidas no las desprecio para nada, sé lo que valen. Aquí me tienes matándome con este trasto yendo y viniendo de Ohio a Los Ángeles y gano más de lo que tú has tenido en toda tu vida de vagabundo, pero eres el único que disfruta la vida Y, no sólo eso, además lo haces sin trabajar ni necesitar un montón de dinero. Vamos a ver, ¿quién es más listo, tú o yo?
Y tenía una preciosa casa en Ohio, y mujer, hija, árbol de Navidad, dos coches, garaje, césped, cortadora de césped, pero no podía disfrutar de nada de eso porque de hecho no era libre. Era la triste verdad. No quiero decir que yo fuera mejor que él, nada de eso, era un tipo estupendo y yo le gustaba y él me gustaba y dijo:
– Bien, voy a decirte una cosa, ¿qué te parece si te llevo hasta Ohio?
– ¡Estupendo! Así casi me dejarás en casa. Voy al sur de allí, a Carolina del Norte.
– Al principio dudaba en proponértelo por los tipos del seguro Markell, ¿sabes que si te encuentran viajando conmigo perderé mi empleo?
– Vaya, coño… Es algo realmente jodido.
– Sin duda lo es, pero te digo una cosa, después de esta chuleta que me has preparado, aunque haya tenido que pagarla yo, pero que tú has cocinado y aquí estás lavando los platos con arena, sólo puedo decirte que se metan el empleo en el culo, pues ahora eres mi amigo y tengo derecho a llevar a un amigo en el camión.
– De acuerdo -dije-, y rezaré para que no nos paren esos tipos del seguro Markell.
– Si tenemos buena suerte no lo harán, pues ahora es sábado y estaremos en Springfield, Ohio, hacia el amanecer del martes si piso a fondo este trasto y eso es más o menos lo que dura su fin de semana.
¡Y vaya si pisó a fondo el trasto! Desde aquel desierto de Arizona zumbamos a través de Nuevo México, tomamos el atajo que lleva de Las Cruces a Alamogordo, donde hicieron explotar la primera bomba atómica y donde yo tuve una extraña visión cuando pasábamos a toda velocidad: al ver las nubes por encima de las montañas de Alamogordo parecía que tenían impresas en el cielo estas palabras: "Esto es la Imposibilidad de la existencia de todo."
¡Extraño lugar para aquella visión realmente extraña! Y luego se lanzó a través de la hermosa comarca india de Atascadero, en las alturas de Nuevo México, y había hermosos valles verdes y pinos y ondulados prados como en Nueva Inglaterra, y luego bajamos a Oklahoma (en las afueras de Bowie, Arizona, echamos un sueñecito al amanecer, él en el camión, yo en mi saco de dormir sobre la fría arcilla roja sin más techo que el brillo de las estrellas y alrededor el silencio y en la distancia un coyote), y en seguida atravesamos Arkansas y devoramos ese estado en una tarde y luego Missouri y San Luis, y por fin el lunes por la noche atravesamos Illinois e Indiana como una exhalación y entramos en el querido y nevado Ohio con todas las luces de Navidad en las ventanas de viejas granjas que llenaron mi corazón de alegría.
"Uf -pensé-. Todo el largo camino desde los cálidos brazos de las chicas de Mexicali hasta las nieves navideñas de Ohio de un tirón. "
Beaudry tenía una radio en el salpicadero y la tuvo funcionando a tope durante todo el viaje también. No hablamos mucho, de vez en cuando él gritaba contándome una anécdota, y tenía una voz tan potente que llegó a perforarme el tímpano (el izquierdo) y me dolió, haciéndome pegar un salto de medio metro en el asiento. Era fabuloso. Hicimos un montón de buenas comidas también en varios de sus restaurantes favoritos de la carretera, una de ellas en Oklahoma, donde comimos cerdo al horno y boniatos dignos de la propia cocina de mi madre, comimos y comimos, él siempre tenía hambre, y yo también, estábamos en invierno y hacía frío y era Navidad en los campos y la comida era buena.
En Independence, Missouri, hicimos nuestra única parada para dormir en una habitación; era un hotel de casi cinco dólares por persona, lo que resultaba un robo, pero él necesitaba dormir y yo no podía esperarle en el camión bajo cero. Cuando me desperté por la mañana, miré afuera y vi a todos los jóvenes ambiciosos con traje que iban a trabajar a las compañías de seguros esperando llegar a ser algún día como Harry Truman. Hacia el amanecer del martes Beaudry me dejó en las afueras de Springñeld, Ohio, en medio de una terrible ola de frío, y nos dijimos adiós un tanto tristes.
Fui a un bar, tomé un té, hice balance, fui a un hotel y dormí profundamente agotado. Después adquirí un billete para Rocky Mount, puesto que era imposible hacer autostop
de Ohio a Carolina del Norte por toda aquella región montañosa en invierno atravesando Blue Ridge y todo. Pero me impacienté y decidí hacer autostop de cualquier forma y pedí al autobús que se detuviera en las afueras y volví caminando a la estación de autobuses para que me devolvieran el importe del billete. No quisieron darme el dinero. La conclusión de mi loca impaciencia fue que tuve que esperar más de ocho horas el siguiente autobús a Charleston, en el oeste de Virginia. Empecé haciendo autostop en las afueras de Springfield esperando coger el autobús en un pueblo de más adelante, era sólo para divertirme, pero se me congelaron los pies y las manos esperando de pie en pequeños pueblos melancólicos al ponerse el día. Un vehículo me llevó a un pueblecito y allí me quedé esperando junto a la oficina de telégrafos que también hacía de estación, hasta que llegó mi autobús. Resultó que el autobús iba abarrotado y marchó lentamente por la zona montañosa durante toda la noche y al amanecer subió a las alturas de Blue Ridge, una bella región con muchos árboles entonces bajo la nieve; luego, tras un día entero de detenerse y seguir, detenerse y seguir, bajamos las montañas hasta Mount Airy, y por fin, al cabo de siglos, llegamos a Raleigh donde cambié a mi autobús local y di instrucciones al conductor de que me dejara en una carretera de segundo orden que serpentea unos cinco kilómetros a través de bosques de pinos hasta la casa de mi madre en Big Easonburg Woods, que es un cruce cercano a Rocky Mount.
Me dejó allí hacia las ocho de la tarde y anduve los cinco kilómetros por la helada y silenciosa carretera de Carolina bajo la luna, observando a un reactor que pasó por encima, su estela derivó a través de la cara de la luna y cortó en dos el círculo de nieve. Era maravilloso haber vuelto al Este con nieve, en Navidad, con lucecitas ocasionales en las ventanas de las granjas, los bosques silenciosos, los calveros de los pinares tan desnudos y lúgubres, la vía del tren alejándose entre los bosques gris azulado hacia mi sueño.
A las nueve en punto cruzaba tambaleante con todo mi equipo el patio de mi madre y allí estaba ella junto al fregadero de azulejos blancos de la cocina, fregando los platos y esperándome con expresión acongojada (llegaba con retraso), preocupada por si llegaría alguna vez y probablemente pensando:
"Pobre Raymond, ¿por qué tiene que andar siempre por ahí haciendo autostop y preocupándome tanto? ¿Por qué no es como las demás personas?"
Y yo pensaba en Japhy mientras estaba allí de pie en el frío patio mirándola y me decía:
"¿Por qué le molestan tanto a Japhy los azulejos blancos del fregadero y los "aparatos de cocina" como él los llama? La gente tiene buen corazón, tanto si viven como Vagabundos del Dharma como si no. La compasión es el corazón del budismo."
Detrás de la casa había un gran bosque de pinos donde podría pasarme todo el invierno y la primavera meditando bajo los árboles y descubriendo por mí mismo la verdad de todas las cosas. Era muy feliz. Anduve alrededor de la casa y miré el árbol de Navidad junto a la ventana. A unos cien metros carretera abajo, las dos tiendas del pueblo constituían una brillante y cálida escena en el, por lo demás, frío vacío del bosque. Fui hasta la caseta del perro y me encontré al viejo Bob temblando y resoplando de frío. Lloriqueó de alegría al verme. Lo desaté y ladró y saltó a mi alrededor y entró conmigo en la casa donde abracé a mi madre en la caliente cocina y mi hermana y mi cuñado vinieron del cuarto de estar y me dieron la bienvenida, y mi sobrinito Lou también, y estaba en casa de nuevo.