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Sin embargo, a la noche siguiente, hacia las doce, Coughlin y Alvah y yo nos reunimos y decidimos comprar un garrafón de cuatro litros de borgoña e irrumpir en la cabaña de Japhy.


– ¿Qué estará haciendo esta noche? -pregunté.


– Bueno -respondió Coughlin-, seguramente estudiando, vamos a verlo.


Compramos el garrafón en la avenida Shattuck y bajamos todavía más y volví a ver su pobre bicicleta en el césped. -Japhy se pasa el día entero Berkeley arriba y Berkeley abajo en bicicleta con la mochila a la espalda -dijo Coughlin-. También solía hacer lo mismo en el Reed College de Oregón. Allí era toda una institución. Luego montábamos fiestas tremendas y bebíamos vino y venían chicas y terminábamos saltando por la ventana y gastando bromas a todo el mundo.


– ¡Extraño! ¡Muy extraño! -dijo Alvah, poniendo cara de asombro y mordiéndose el labio.


El propio Alvah estudiaba con mucho cuidado a nuestro amigo, alborotador y, al tiempo, tranquilo. Llegamos a la puertecita. Japhy levantó la vista del libro que estudiaba, en esta ocasión poesía norteamericana, con las piernas cruzadas y las gafas puestas, y no dijo nada excepto "¡ah!" con un tono curiosamente civilizado.


Nos quitamos los zapatos y caminamos por los dos metros de estera hasta ponernos junto a él. Fui el último en descalzarme y tenía el garrafón en la mano y se lo enseñé desde el otro extremo del cuarto, y Japhy sin abandonar su postura, soltó:


– ¡Bieeeen! -Y saltó directamente hacia mí aterrizando a mis pies en postura de luchador que tuviera un puñal en la mano. Y de pronto lo tenía y tocó el garrafón con él y el cristal hizo "¡clic!".


Era el salto más extraño que había visto en mi vida, exceptuados los de los acróbatas, algo así como el de una cabra montesa. También me recordó a un samurai, un guerrero japonés: el grito, el salto, la postura y aquella expresión de cómico enfado en los ojos saltones mientras hacía una mueca divertida. Me dio la impresión de que, de hecho, se trataba de una queja porque habíamos interrumpido su estudio, y también contra el propio vino que lo emborracharía y haría que echara a perder una noche de lectura. Pero sin más alborotos descorchó el garrafón y bebió un trago larguísimo y todos nos sentamos con las piernas cruzadas y pasamos cuatro horas gritándonos cosas unos a otros, y fue una de las noches más divertidas. Algunas de las cosas que dijimos eran de este tipo:


JAPHY. Bueno, Coughlin, viejo asqueroso, ¿qué has estado haciendo últimamente?


COUGHLN. Nada.


ALVAH. ¿Qué son todos esos libros de ahí? ¡Hombre, Pound! ¿Te gusta Pound?


JAPHY. Si no fuera porque confundió el nombre de Li Po y le llamó por su nombre japonés y armó todo aquel lío, está muy bien… de hecho, es mi poeta favorito.


RAY. ¿Pound? ¿Quién puede tener como poeta favorito a ese loco pretencioso?


JAPHY. Bebe un poco más de vino, Smith, estás diciendo tonterías. ¿Cuál es tu poeta favorito, Alvah?


RAY. ¿Por qué no me pregunta nadie a mí cuál es mi poeta favorito? Sé más poesía que todos vosotros juntos. JAPHY. ¿De verdad?


ALVAH. Posiblemente. ¿No habéis leído el nuevo libro de poemas de Ray que acaba de escribir en México: "la rueda de la temblorosa idea carnal gira en el vacío despidiendo contracciones, puercoespines, elefantes, personas, polvo de estrellas, locos, insensatez…".


RAY. ¡No es así!


JAPHY. Hablando de carne, ¿habéis leído el nuevo poema de…?


Etc., etc. Luego, todo terminó desintegrándose en un follón de conversaciones y gritos y con nosotros revolcándonos de risa por el suelo y finalmente con Alvah y Coughlin y yo subiendo por la silenciosa calle de la facultad cogidos del brazo cantando "Eli Eli" a voz en grito y dejando caer el garrafón vacío que se hizo añicos a nuestros pies. Pero le habíamos hecho perder su noche de estudio y me sentí molesto por ello hasta la noche siguiente, cuando Japhy apareció en nuestra casa con una chica bastante guapa y entró y le dijo que se desvistiera; cosa que ella hizo de inmediato.

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