Saltando a un mercancías que iba a Los Ángeles un mediodía de finales de septiembre de 1955, me instalé en un furgón y, tumbado con mi bolsa del ejército bajo la cabeza y las piernas cruzadas, contemplé las nubes mientras rodábamos hacia el norte, a Santa Bárbara. Era un tren de cercanías y yo planeaba dormir aquella noche en la playa de Santa Bárbara v a la mañana siguiente coger otro, de cercanías también, hasta,San Luis Obispo, o si no el mercancías de primera clase directo a San Francisco de las diecinueve. Cerca de Camarillo, donde Charlie Parker se había vuelto loco y recuperado la cordura, un viejo vagabundo delgado y bajo saltó a mi furgón cuando nos dirigíamos a una vía muerta para dejar paso a otro tren, y pareció sorprendido de verme. Se instaló en el otro extremo del furgón y se tumbó frente a mí, con la cabeza apoyada en su mísero hatillo, y no dijo nada. Al rato pitaron, después de que hubiera pasado el mercancías en dirección este dejando libre la vía principal, y nos incorporamos porque el aire se había enfriado y la neblina se extendía desde la mar cubriendo los valles más templados de la costa. Ambos, el vagabundo y yo, tras infructuosos intentos por arrebujarnos con nuestra ropa sobre el hierro frío, nos levantamos y caminamos deprisa y saltamos y movimos los brazos, cada uno en su extremo del furgón. Poco después enfilamos otra vía muerta en una estación muy pequeña y pensé que necesitaba un bocado y vino de Tokay para redondear la fría noche camino de Santa Bárbara.
– ¿Podría echarle un vistazo a mi bolsa mientras bajo a conseguir una botella de vino?
– Pues claro.
Me apeé de un salto por uno de los lados y atravesé corriendo la autopista 101 hasta la tienda, y compré, además del vino, algo de pan y fruta. Volví corriendo a mi tren de mercancías, que tenía que esperar otro cuarto de hora en aquel sitio ahora soleado y caliente. Pero empezaba a caer la tarde y haría frío en seguida. El vagabundo estaba sentado en su extremo del furgón con las piernas cruzadas ante un mísero refrigerio consistente en una lata de sardinas. Me dio pena y le dije:
– ¿Qué tal un trago de vino para entrar en calor? A lo mejor también quiere un poco de pan y queso para acompañar las sardinas.
– Pues claro.
Hablaba desde muy lejos, como desde el interior de una humilde laringe asustada o que no quería hacerse oír. Yo había comprado el queso tres días atrás en Ciudad de México, antes del largo y barato viaje en autobús por Zacatecas y Durango y Chihuahua, más de tres mil kilómetros hasta la frontera de El Paso. Comió el queso y el pan y bebió el vino con ganas y agradecimientos. Yo estaba encantado. Recordé aquel versículo del Sutra del Diamante que dice:
"Practica la caridad sin tener en la mente idea alguna acerca de la caridad, pues la caridad, después de todo, sólo es una palabra."
En aquellos días era muy devoto y practicaba mis devociones religiosas casi a la perfección. Desde entonces me he vuelto un tanto hipócrita con respecto a mi piedad de boca para afuera y algo cansado y cínico… Pero entonces creía de verdad en la caridad y amabilidad y humildad y celo y tranquilidad y sabiduría y éxtasis, y me creía un antiguo bikhu con ropa actual que erraba por el mundo (habitualmente por el inmenso arco triangular de Nueva York, Ciudad de México y San Francisco) con el fin de hacer girar la rueda del Significado Auténtico, o Dharma, y hacer méritos como un futuro Buda (Iluminado) y como un futuro Héroe en el Paraíso. Todavía no conocía a Japhy Ryder -lo conocería una semana después-, ni había oído hablar de los "Vagabundos del Dharma", aunque ya era un perfecto Vagabundo del Dharma y me consideraba un peregrino religioso. El vagabundo del furgón fortaleció todas mis creencias al entrar en calor con el vino y hablar y terminar por enseñarme un papelito que contenía una oración de Santa Teresita en la que anunciaba que después de su muerte volvería a la tierra y derramaría sobre ella rosas, para siempre, y para todos los seres vivos.
– ¿Dónde consiguió eso? -le pregunté.
– Bueno, lo recorté de una revista hace un par de años, en Los Ángeles. Siempre lo llevo conmigo.
– ¿Y se sienta en los furgones y lo lee? -Casi todos los días.
No habló mucho más del asunto, ni tampoco se extendió sobre Santa Teresita, y era muy humilde con respecto a su religiosidad y me habló poco de sus cuestiones personales. Era el tipo de vagabundo de poca estatura, delgado y tranquilo, al que nadie presta mucha atención ni siquiera en el barrio chino, por no hablar de la calle Mayor. Si un policía lo echaba a empujones de algún sitio, no se resistía y desaparecía, y si los guardas jurados del ferrocarril andaban por allí cerca cuando había un tren de mercancías listo para salir, era prácticamente imposible que vieran al hombrecillo escondido entre la maleza y saltando a un vagón desde la sombra. Cuando le conté que planeaba subir la noche siguiente al Silbador, el tren de mercancías de primera clase, dijo:
– ¡Ah! ¿Quieres decir el Fantasma de Medianoche? -¿Llamáis así al Silbador?
– Al parecer, has trabajado en esa línea.
– Sí. Fui guardafrenos en la Southern Pacific.
– Bueno, nosotros, los vagabundos, lo llamamos el Fantasma de Medianoche porque se coge en Los Ángeles y nadie te ve hasta que llegas a San Francisco por la mañana. Va así de rápido.
– En los tramos rectos alcanza los ciento treinta kilómetros por hora, tío.
– Sí, pero hace un frío tremendo por la noche cuando enfila la costa norte de Gaviotv v sigue la línea de la rompiente.
– La rompiente, eso es, después vienen las montañas, una vez pasada Margarita.
– Margarita, eso es; he cogido ese Fantasma de Medianoche muchas más veces de las que puedo recordar.
– ¿Cuántos años hace que no va por casa?
– Más de los que puedo recordar. Vivía en Ohio.
Pero el tren se puso en marcha, el viento volvió a enfriarse y cavó la neblina otra vez, y pasamos la hora y media siguiente haciendo todo lo que podíamos y más para no congelarnos y dejar de castañetear tanto. Yo estaba acurrucado en una esquina y meditaba sobre el calor, el calor de Dios, para combatir el frío; después di saltitos, moví brazos y piernas y canté. Sin embargo, el vagabundo tenía más paciencia que yo y se mantenía tumbado casi todo el rato, rumiando sus pensamientos y desamparado. Los dientes me castañeteaban y tenía los labios azules. Al oscurecer vimos aliviados la silueta de las montañas familiares de Santa Bárbara y en seguida nos detuvimos y nos calentamos junto a las vías bajo la tibia noche estrellada.
Dije adiós al vagabundo de Santa Teresita en el cruce, donde saltamos a tierra, y me fui a dormir a la arena envuelto en mi manta, lejos de la playa, al pie de un acantilado donde la bofia no pudiera verme y echarme. Calenté unas salchichas clavadas a unos palos recién cortados y puestos sobre una gran hoguera, y también una lata de judías y una de macarrones al queso, v bebí mi vino recién comprado y disfruté de una de las noches más agradables de mi vida. Me metí en el agua y chapoteé un poco y estuve mirando la esplendorosa noche estrellada, el universo diez
veces maravilloso de oscuridad y diamantes de Avalokitesvara.
"Bien, Ray -me dije contento-, sólo quedan unos pocos kilómetros. Lo has conseguido otra vez."
Feliz. Solo con mis pantalones cortos, descalzo, el pelo alborotado, junto al fuego, cantando, bebiendo vino, escupiendo, saltando, correteando -¡esto sí que es vida!- Completamente solo y libre en las suaves arenas de la playa con los suspiros del mar cerca y las titilantes y cálidas estrellas, vírgenes de Falopio, reflejándose en el vientre fluido del canal exterior. Y si las latas están al rojo vivo y no puedes cogerlas con la mano, usa tus viejos guantes de ferroviario; con eso basta. Dejé que la comida se enfriara un poco para disfrutar un poco más del vino y de mis pensamientos. Me senté con las piernas cruzadas sobre la arena e hice balance de mi vida. Bueno, allí estaba, ¿y qué?
"¿Qué me deparará el porvenir?"
Entonces, el vino excitó mi apetito y tuve que lanzarme sobre las salchichas. Las mordí por un extremo sujetándolas con el palo por el otro, y ñam ñam, y luego me dediqué a las dos sabrosas latas atacándolas con mi vieja cuchara y sacando judías y trozos de cerdo, o de macarrones y salsa picante, y quizá también un poco de arena.
"¿Cuántos granos de arena habrá en esta playa? -pensé-. ¿Habrá tantos granos de arena como estrellas en el cielo? -ñam, ñam-. Y si es así, ¿cuántos seres humanos habrán existido? En realidad, ¿cuántos seres vivos habrán existido desde antes del comienzo de los tiempos sin principio? Bueno, creo que habría que calcular el número de granos de arena de esta playa y el de las estrellas del cielo, en cada uno de los diez mil enormes macrocosmos, lo que daría un número de granos de arena que ni la IBM ni la Burroughs podrían computar. ¿Y cuántos serán? -trago de vino-; realmente no lo sé, pero en este preciso momento esa dulce Santa Teresita y el viejo vagabundo están derramando sobre mi cabeza un par de docenas de trillones de sextillones de descreídas e innumerables rosas mezcladas con lirios."
Después, terminada la comida, secados los labios con mi pañuelo rojo, lavé los platos con agua salada, di patadas a unos terrones de arena, anduve de acá para allá, sequé los platos, los guardé, devolví la vieja cuchara al interior del saco húmedo por el aire del mar, y me tendí envuelto en la manta para pasar una buena noche de descanso bien ganado. Me desperté en mitad de la noche.
"¿Dónde estoy? ¿Qué es ese baloncesto de la eternidad que las chicas juegan aquí, a mi lado, en la vieja casa de mi vida? ¿Está en llamas la casa?"
Pero sólo es el rumor de las olas que se acercan más y más con la marea alta a mi cama de mantas.
"Soy tan duro y tan viejo como una concha", y me vuelvo a dormir y sueño que mientras duermo consumo tres rebanadas de aliento de pan… ¡Pobre mente humana, y pobre hombre solitario de la playa!, y Dios observándolo mientras sonríe y yo digo… Y soñé con mi casa de hace tanto tiempo en Nueva Inglaterra y mis gatitos tratando de seguirme durante miles de kilómetros por las carreteras que cruzan América, y mi madre llevando un bulto a la espalda, y mi padre corriendo tras el efímero e inalcanzable tren, y soñé y me desperté en un grisáceo amanecer, lo vi, resoplé (porque había visto que todo el horizonte giraba como si un tramoyista se hubiera apresurado a ponerlo en su sitio y hacerme creer en su realidad), y me volví a dormir.
"Todo da lo mismo", oí que decía mi voz en el vacío que se abraza tan fácilmente durante el sueño.