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Entonces, y como si el dedo de Japhy me indicara el camino, inicié mi marcha hacia el norte, camino de la montaña.


Era la mañana del 18 de junio de 1956. Bajé y dije adiós a Christine y le di las gracias por todo y seguí carretera abajo. Me despidió agitando la mano desde la entrada de la casa.


– Nos vamos a sentir muy solos por aquí ahora que todos se han ido y no celebraremos fiestas los fines de semana -había dicho.


Disfrutó de verdad con todo lo que había pasado. Allí se quedó junto a la puerta, descalza con la pequeña Prajna al lado, también descalza, mientras me alejaba por el prado de los caballos.


El viaje hacia el norte fue fácil, como si me acompañaran los buenos deseos de Japhy de que llegara a la montaña que sería mía para siempre. En la 101 me cogió inmediatamente un profesor de sociología, originario de Boston, que solía cantar en Cape Cod y que el día anterior se había desmayado en la boda de un amigo porque llevaba algún tiempo ayunando. Cuando me dejó en Cloverdale compré víveres para el camino: un salchicón, un trozo de queso Cheddar, RyKrisp y unos dátiles de postre, todo cuidadosamente metido en mis bolsas para comida dentro de la mochila. Todavía me quedaban cacahuetes y uvas pasas de la última excursión. Japhy había dicho:


– No necesitaré esos cacahuetes y uvas pasas en el mercante.


Lo recordé con algo de tristeza, y también cómo era de cuidadoso Japhy en lo que se refiere a la comida y yo deseé que todo el mundo se ocupara en serio de las cuestiones alimenticias en lugar de fabricar cohetes y aparatos y explosivos, utilizando el dinero de la comida de todo el mundo en hacerlo saltar todo por los aires.


Anduve como un par de kilómetros después de comer en la parte de atrás de un garaje, y llegué a un puente del río Russian, donde quedé atascado bajo una luz grisácea lo menos durante tres horas. Pero, de repente, me recogió para hacer un trayecto inesperadamente corto un granjero con un tic en la cara que iba con su mujer e hijo hasta un pueblecito, Preston, donde un camionero se ofreció a llevarme hasta Eureka ("¡Eureka!", grité) y en seguida se puso a hablar conmigo y me dijo:

– ¡Maldita sea! No sabes lo solo que me siento en este trasto. Me gusta tener alguien con quien hablar por la noche. Si quieres te llevaré hasta Crescent City.


Quedaba un poco apartado de mi camino, algo más al norte de Eureka, pero dije que muy bien. El tipo se llamaba Ray Breton y me llevó unos cuatrocientos cincuenta kilóme tros bajo la lluvia, hablando sin parar toda la noche de su vida, sus hermanos, sus mujeres, hijos, padre, y en Humboldt Redwood Forest, en un restaurante llamado El Bosque de Arden, cenamos maravillosamente bien mariscos y pastel de fresas y helado de vainilla de postre. Tomamos mucho café y lo pagó todo él. Conseguí que dejara de hablar de sus problemas y empezamos a hablar de las Cosas Importantes, y dijo:


– Sí, los que son buenos van al Cielo porque han estado en el Cielo desde el principio. -Lo que me pareció muy justo.


Viajamos toda la noche bajo la lluvia y llegamos a Crescent City al amanecer. Era un pueblo junto al mar y había niebla. Aparcó el camión en la arena, junto a la orilla, y dormimos una hora. Luego se fue después de invitarme a desayunar: tortitas y huevos. Probablemente se había cansado de pagarme la comida. Entonces anduve hasta las afueras de Crescent City y seguí por una carretera hacia el este. Era la autopista 199 y por ella volví a la 99 que me llevaría a Portland y Seattle más deprisa que la pintoresca, pero más lenta, carretera de la costa.


De repente me sentí tan libre que empecé a caminar por el lado equivocado de la carretera y hacía señales con el dedo andando como un santo chino que no va a ninguna parte mientras me dirigía al monte de mi alegría. ¡Pobre mundo angelical! De pronto, todo dejó de importarme. Iba a caminar sin detenerme. Pero precisamente porque iba bailando por el lado erróneo de la carretera y no me importaba, todo el mundo empezó a cogerme. Primero fue un buscador de oro con un pequeño tractor, y hablamos largamente de los bosques, de los montes Siskiyou (que atravesábamos en dirección a Grants Pass, Oregón), de cómo se prepara un buen pescado al horno. Me dijo que para eso bastaba con encender una hoguera en la arena amarilla de un arroyo, y entonces enterrar el pescado en la arena caliente unas cuantas horas, sacarlo y quitarle la arena. Se interesó mucho por mi mochila y mis planes.


Me dejó a la entrada de un pueblo de las montañas muy parecido a Bridgeport, California, donde Japhy y yo habíamos estado sentados al sol. Caminé un par de kilómetros y eché una siesta en el bosque, justo en el corazón de la sierra de Siskiyou. Me desperté sintiéndome muy raro en medio de aquella desconocida niebla china. Seguí andando por el lado equivocado de la carretera y en Kerby me cogió un vendedor de coches usados, un tipo rubio que me dejó en Grants Pass, y allí, después de que un grueso vaquero con un camión de grava tratara deliberadamente de pasar por encima de mi mochila, conseguí que un melancólico leñador que tenía un casco en la cabeza me llevara muy deprisa, subiendo y bajando por un valle de ensueño hasta Canyonville, donde, como entre sueños, se detuvo un tipo demente con un camión lleno de guantes, y el conductor, Ernest Petersen, me dijo que subiera y se puso a hablar insistiendo en que me sentara en el asiento de cara a él (con lo que iba a toda velocidad de espaldas a la carretera), y me dejó en Eugene, Oregón. Hablaba sin parar y de todo tipo de cosas y compró cerveza y hasta se paró en varias estaciones de servicio para enseñar los guantes. Dijo:


– Mi padre era un hombre estupendo que siempre decía: "En el mundo hay más grupas de caballos que caballos." Era un gran aficionado a los deportes y acudía a las pruebas de atletismo con un cronómetro y conducía de un modo temerario y era un tipo independiente que se resistía a afiliarse a los sindicatos.


Nos despedimos en el rojo atardecer junto a una laguna de las afueras de Eugene. Pensaba pasar la noche allí. Extendí mi saco de dormir debajo de un pino junto a un espeso matorral que estaba al lado de la carretera, un poco alejado de las casas de campo desde las que ni podían ni querían verme porque todo el mundo miraba la televisión, y cené y dormí doce horas metido en el saco. Sólo me desperté en una ocasión en medio de la noche para untarme de loción antimosquitos.


Por la mañana divisé las impresionantes estribaciones de la cordillera de Cascade, en cuyo extremo más septentrional, a unos seiscientos kilómetros, casi en la frontera con Canadá, estaba mi montaña. Por la mañana el arroyo estaba sucio a causa del aserradero que había al otro lado de la carretera. Me lavé en el arroyo y me puse en marcha tras una breve oración con el rosario que Japhy me había regalado en el Matterhorn.


– Adoro la vacuidad de la divina cuenta del rosario del Buda.


Me recogieron inmediatamente un par de rudos jóvenes que me llevaron hasta las afueras de Junction City donde tomé café y anduve tres kilómetros hasta un restaurante de carretera que me pareció bien y tomé tortitas y luego seguí caminando por la carretera y pasaban coches zumbando y me preguntaba cómo conseguiría llegar hasta Portland, por no hablar de Seattle. Me cogió un divertido pintor de brocha gorda con los zapatos salpicados de pintura y cuatro latas de medio litro de cerveza fría, que en seguida se detuvo en un bar de la carretera para comprar más cerveza, y por fin estábamos en Portland cruzando puentes colgantes eternos que se alzaban después de que los pasáramos para dar paso a grúas flotantes que bajaban por aquel río tan sucio rodeado de pinares. En el centro de Portland tomé un autobús que por veinticinco centavos me llevó a Vancouver, Washington, donde comí una hamburguesa Coney Island, luego salí a la autopista 99 y me recogió un agradable Okie, joven, amable y bigotudo, un auténtico bodhisattva, que me dijo:


– Estoy muy orgulloso de haberte cogido y tener alguien con quien hablar.


Nos parábamos continuamente a tomar café y entonces él jugaba a la máquina muy en serio y, además, cogía a todos los autostopistas de la carretera; primero a un tipo enorme, otro Okie de Alabama, y luego a un enloquecido marinero de Montana que habló por los codos y dijo cosas inteligentes; y fuimos como balas hasta Olympia, Washington, a más de ciento treinta kilómetros por hora por una sinuosa carretera que atravesaba los bosques y llegamos a la Base Naval de Bremerton, Washington, donde un transbordador que costaba cincuenta centavos era todo lo que me separaba de Seattle.


Nos despedimos y el vagabundo Okie y yo subimos al transbordador. Le pagué el billete agradecido por la terrible suerte que había tenido en la carretera y hasta le di cacahuetes y pasas que devoró hambriento, por lo que también le di salchichón y queso.


Luego, mientras él se quedaba sentado en la sala principal, subí a cubierta mientras el transbordador emproaba la fría llovizna para disfrutar del canal de Puget Sound. El viaje hasta el puerto de Seattle duraba una hora y encontré una botella de vodka encajada en la barandilla dentro de un ejemplar de la revista Time. Bebí tranquilamente y abrí la mochila y saqué mi jersey grueso y me lo puse debajo del impermeable y anduve por la cubierta vacía debido al frío y la niebla sintiéndome salvaje y lírico. Y, de repente, vi que el Noroeste era muchísimo más de lo que imaginaba a partir de los relatos de Japhy. Había kilómetros y kilómetros de montañas increíbles que se elevaban en todos los horizontes entre jirones de nubes; el monte Olympus y el monte Baker, una gigantesca franja anaranjada en los oscuros cielos de la zona del Pacífico que llevaba, lo sabía, hacia las desolaciones siberianas de Hokkaido. Me arrimé a la cabina del puente oyendo dentro la conversación a lo Mark Twain que mantenían el patrón y el timonel. En la densa y oscura niebla de delante unas grandes luces de neón rojas decían: PUERTO DE SEATTLE. Y de pronto, todo lo que Japhy me había contado de Seattle empezó a colarse en mi interior como lluvia fría. Podía notarlo y verlo, y no sólo imaginarlo. Era exactamente como él había dicho: húmedo, inmenso, cubierto de bosques, montañoso, frío, estimulante, desafiante. El transbordador enfiló hacia el muelle en Alaska Way, y vi de inmediato los tótems de los viejos almacenes y la vieja locomotora estilo 1880 con soñolientos fogoneros que iba clong clog a lo largo del malecón como en una escena de mis sueños. Era una vieja locomotora norteamericana Casey Jones, la única que había visto, aparte de las de las películas de vaqueros. Pero ésta funcionaba de verdad y tiraba de los vagones bajo la tenue luz de la ciudad mágica.


Me dirigí de inmediato a un agradable hotel bastante limpio de la zona del puerto, el Hotel Stevens, cogí una habitación por un dólar setenta y cinco la noche, tomé un baño caliente y dormí muy bien, y por la mañana me afeité y salí a la Primera Avenida y encontré casualmente unos almacenes del Monte de Piedad con jerséis maravillosos y ropa interior de color y desayuné estupendamente con café a cinco centavos en el mercado abarrotado a aquella hora de la mañana y con el cielo azul y• las nubes que pasaban muy rápido por encima y las aguas del canal de Puget Sound brillando y bailando bajo los viejos malecones. Era el auténtico Noroeste. A mediodía dejé el hotel con mis nuevos calcetines de lana y demás prendas bien guardadas y caminando me dirigí encantado a la 99, que estaba a unos pocos kilómetros de la ciudad, y me recogieron en seguida. Siempre breves trayectos.


Ahora empezaba a distinguir las Cascadas en el horizonte, al nordeste; increíbles inmensidades y rocas aserradas y cubiertas de nieve que te hacían tragar saliva. La carretera corría por los fértiles valles del Stilaquamish y el Skagit: unos valles con granjas y vacas pastando ante aquel telón de fondo de cimas cubiertas de nieve. Cuanto más al norte iba, mayores eran las montañas, hasta que empecé a tener miedo. Me recogió un individuo que parecía un pulcro abogado con gafas en un coche muy serio, pero que resultó ser el famoso Bat Lindstrom, el campeón de automovilismo, y su coche tan serio tenía el motor preparado y podía llegar a doscientos ochenta kilómetros por hora. Y se puso a demostrármelo lanzando el coche como una exhalación para que pudiera oír aquel poderoso rugido. Luego me cogió un maderero que dijo que conocía a los guardas forestales del sitio adonde yo iba, y añadió:


– El valle del Skagit sigue al del Nilo en fertilidad.


Me dejó en la 1-G, que llevaba a la 17-A, la cual se metía en el corazón de las montañas, y, de hecho, terminaba en un camino de tierra, en la presa del Diablo. Ahora estaba de verdad en la zona montañosa. Los que me cogían eran madereros, buscadores de uranio, granjeros, y me llevaron hasta el último pueblo grande de Skagit Valley, Sedro Woolley, un pueblo con un importante mercado, y luego seguí por una carretera que cada vez era más estrecha y con más curvas, siempre entre escarpaduras y el río Skagit, que cuando lo cruzamos por la 99, era un río de ensueño con prados a ambos lados, y ahora era un torrente de nieve fundida que corría rápido entre orillas cubiertas de barro. Empezaron a aparecer acantilados a ambos lados. Las montañas cubiertas de nieve habían desaparecido, ya no podía verlas aunque sentía su presencia; y más y más cada vez.

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