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Así que por la mañana me desperté con el sol brillando en un hermoso cielo azul. Salí a la entrada de mi cabaña, y allí estaba todo lo que Japhy me había dicho: cientos de kilómetros de puras rocas cubiertas de nieve y lagos vírgenes y altos bosques, y debajo, en lugar del mundo, un mar de nubes color malvavisco, un mar plano como un techo que se extendía kilómetros y kilómetros en todas direcciones, cubriendo de nata todos los valles; eran lo que se suelen llamar nubes bajas, que para mí, sobre aquel pináculo a dos mil metros de altura, quedaban muy por debajo. Preparé café en el hornillo y salí y calenté mis huesos empapados de niebla al sol, sentado en los escalones de madera.


– Ti, ti -dije a un conejo peludo, y el animalito disfrutó durante un minuto junto a mí del mar de nubes. Freí jamón y huevos, excavé un agujero para la basura a unos cien metros senda abajo, cogí leña e identifiqué los lugares con mis prismáticos y puse nombres a todas las rocas cortadas y mágicas, nombres que Japhy me había cantado tan a menudo: monte Jack, monte del Terror, monte de la Furia, monte del Desafio, monte de la Desesperación, el Cuerno de Oro, et Plantón, pico Cráter, el Rubí, el monte Baker, mayor que el mundo en la distancia, al oeste, monte del Garañón, el pico del Pulgar Doblado, y los fabulosos nombres de los arroyos: los Tres Locos, el Canela, el Confusión, el Rayo y el Congelador. Y todo aquello era mío, no había ningún otro par de ojos contemplando ese inmenso universo panorámico de materia. Tuve una tremenda sensación de ensueño que no me dejaría en todo aquel verano y que, de hecho, se hizo mayor, en especial cuando me ponía cabeza abajo para que me circulara la sangre, en lo más alto de la montaña, utilizando un saco para apoyar la cabeza, y entonces las montañas parecían burbujas en el vacío visto al revés. ¡En realidad me di cuenta de que estaban cabeza abajo lo mismo que yo! No había duda alguna de que la gravedad nos mantiene a todos intactos y cabeza abajo contra la superficie del globo terrestre en un infinito espacio vacío. Y de pronto, me di cuenta también de que estaba solo de verdad y no tenía nada que hacer, excepto comer y descansar y divertirme, y que nadie podría criticarme. Las florecillas crecían por todas partes, entre las rocas, y nadie las había pedido que crecieran, como tampoco a mí.


Por la tarde, el mar de nubes malvavisco se disipó parcialmente y el lago Ross apareció ante mi vista. Un bello estanque cerúleo allá abajo con las pequeñas embarcacio nes de juguete de los excursionistas, unas embarcaciones que quedaban demasiado lejos como para que las viera, pero que dejaban pequeñas estelas en el espejo del lago. Podían verse pinos reflejados cabeza abajo en el lago señalando al infinito. Esa misma tarde me tumbé en la hierba con toda aquella gloria ante mí y me sentí un poco aburrido y pensé:


"Ahí no hay nada porque no me importa nada."


Y luego me puse en pie de un salto y empecé a cantar y a bailar y a silbar, y los fuertes silbidos atravesaban la Garganta del Rayo porque aquello era demasiado inmenso para que se produjera eco. Detrás de la cabaña había un gran campo nevado que me proporcionaría agua fresca para beber hasta septiembre; bastaría con un cubo al día que se fundiría en el interior, y luego metería un vaso de estaño y así siempre tendría agua muy fría. Empezaba a sentirme más contento de lo que me había sentido durante años y años, desde la infancia; sí, me sentía libre y alegre y solitario.


– Buddy-o, tralará, lará, la -canté mientras me paseaba entre las rocas.


Luego llegó la primera puesta de sol y resultó increíble. Las montañas estaban cubiertas de niebla rosa, las nubes quedaban lejos y rizadas y parecían antiguas ciudades remo tas con el esplendor de la tierra del Buda. El viento soplaba incesante, fssssh, fssssh, sacudiendo ocasionalmente mi barco. El disco de la luna nueva era prognático y resultaba secretamente cómico en la pálida tabla azulada de encima de los monstruosos hombros de niebla que se alzaban del lago Ross. Cumbres dentadas surgían como de golpe por detrás de las laderas, semejantes a las montañas que dibujaba de niño. Parecía que en alguna parte se estaba celebrando un festival dorado. Escribí en mi diario:


"¡Oh, qué feliz soy!", pues en los picos, al terminar el día, veía la esperanza. Japhy tenía razón.


La oscuridad iba envolviendo mi montaña y pronto sería otra vez de noche y habría estrellas y el Abominable Hombre de las Nieves merodearía por el Hozomeen. Encendí un buen fuego en el hornillo y me preparé unos deliciosos bollos de centeno y un estofado de carne. Un fuerte viento del oeste batía la cabaña, que estaba bien construida con varillas de acero que se hundían en hormigón: no sería arrancada. Estaba satisfecho. Siempre que miraba por la ventana veía abetos alpinos sobre un fondo de cumbres nevadas, nieblas cegadoras o, allá abajo, el lago todo rizado e iluminado por la luna como un lago de juguete. Me hice un ramillete de altramuces y amapolas y lo puse en un cacharro con agua. La cumbre del monte Jack estaba hecha de nubes plateadas. A veces veía el resplandor de relámpagos a lo lejos iluminando súbitamente los increíbles horizontes. Algunas mañanas había niebla, y mi sierra, la sierra del Hambre, quedaba completamente envuelta en leche.


El domingo siguiente, justo como el primero, el amanecer reveló un mar de brillantes nubes planas a unos trescientos metros por debajo de mí. Siempre que me sentía aburrido me liaba otro pitillo con el tabaco Prince Albert de la lata; no hay nada mejor en el mundo qué un pitillo recién liado que se disfruta sin prisa. Me paseaba en la quietud de brillante plata con horizontes rosados al oeste, y todos los insectos se aquietaban en honor de la luna.


Había días calurosos y desagradables con plagas de langosta y otros insectos, calor, nada de aire, ninguna nube, en los que no conseguía entender que hiciera tanto calor en una montaña del Norte. A mediodía lo único que se oía era el zumbido sinfónico de un millón de insectos, mis amigos. Pero llegaba la noche y, con ella, la luna del monte, la luna que rielaba en el lago, y yo salía y me sentaba en la hierba y meditaba cara al oeste deseando que hubiera un Dios personal en toda esta materia impersonal. Iba a mi campo de nieve, sacaba una jarra de jalea púrpura y miraba la luna a través de ella. Veía que el mundo rodaba hacia la luna. Por la noche, mientras estaba dentro del saco, el venado subía desde los bosques y mordisqueaba los restos de comida que quedaban en los platos de estaño que siempre dejaba a la puerta de la cabaña; machos con grandes cuernos, hembras, y cervatillos preciosos que parecían mamíferos del otro mundo, de otro planeta, con todas aquellas rocas iluminadas por la luna detrás.


Luego podía llegar una turbulenta lluvia lírica del sur traída por el viento, y yo decía:

– El sabor de la lluvia, ¿por qué arrodillarse? -Y también-: Es el momento de tomar un café caliente y fumar un pitillo, chicos -dirigiéndome a mis imaginarios bikhus.


La luna se puso llena y con ella llegó la Aurora Boreal sobre el monte Hozomeen ("Mira el vacío y la quietud es todavía mayor", había dicho Han Chan en la traducción de Japhy); y de hecho todo estaba tan quieto, que lo único que tenía que hacer era variar la posición de mis piernas cruzadas sobre la hierba alpina para oír las pezuñas de los venados que huían asustados. Cabeza abajo antes de irme a la cama encima de aquel techo de roca iluminado por la luna, podía ver claramente que la tierra estaba en realidad cabeza abajo y que el hombre era un bicho raro y vano lleno de ideas extrañas que caminaba al revés presumiendo, y comprendía que el hombre recordaba por qué este sueño de planetas y plantas y Plantagenets había sido construido de materia primordial. A veces me enfadaba porque las cosas no me salían bien: cuando se me quemaba una torta o resbalaba en el campo de nieve al ir a buscar agua, o la vez en que la pala se me cayó al barranco; y me enfadaba tanto que quería morder las cumbres de las montañas, y entonces entraba en la cabaña y daba una patada a la mesa y me hacía daño en un dedo. Pero la mente debe estar vigilante, y eso aunque la carne sufra: las circunstancias de la existencia son plenamente gloriosas.


Todo lo que tenía que hacer era mirar de vez en cuando el horizonte en busca de humo y mantener funcionando el aparato de radio emisor-receptor y barrer el suelo. La radio no me daba mucho trabajo; no hubo incendios tan cercanos como para que tuviera que dar cuenta de ellos y no participé en las charlas de los vigilantes. Me lanzaron en paracaídas un par de baterías nuevas, aunque las que tenía seguían en buen estado.


Una noche, en una visión mientras meditaba, Avalokitesvara, el que Oía y Respondía las Oraciones, me dijo: -Tienes poder para recordar a todo el mundo que son personas completamente libres.


Me puse la mano encima para recordármelo en primer lugar a mí mismo, y luego, sintiéndome alegre, grité:


– Ta -y abrí los ojos y vi una estrella fugaz.


Los mundos innumerables de la Vía Láctea, palabras. Tomé la sopa en una tacita y me supo mucho mejor que tomada en una gran sopera…, mi sopa de guisantes y tocino a lo Japhy. Dormía siestas de un par de horas todas las tardes, me despertaba y comprendía que "nada de esto sucedió nunca" al mirar las montañas de mi alrededor. El mundo estaba cabeza abajo colgando en un océano de espacio sin fin y aquí estaba toda esa gente sentada en el cine viendo películas, allí, abajo, en el mundo al que volvería… Me paseaba por la entrada de la cabaña al anochecer y cantaba "Ah, las horas pequeñas", y cuando llegué a las palabras "cuando el mundo entero esté profundaménte dormido", se me llenaron los ojos de lágrimas.


– Muy bien, mundo -dije-, te amaré.


Por la noche, en la cama, caliente y feliz dentro del saco sobre el acogedor camastro de madera, veía mi mesa y mi ropa a la luz de la luna y pensaba: "¡Pobre Raymond!, su día es tan triste y con tantas inquietudes, sus impulsos son tan efímeros, ¡es tan complicado y molesto tener que vivir!", y luego me dormía como un corderito. ¿Somos ángeles caídos que nos negamos a creer que nada es nada y, por tanto, nacemos para perder a los que amamos y a nuestros amigos más queridos uno a uno, y después nuestra propia vida, para probarnos?… Pero volvía la fría mañana con nubes que surgían de la Garganta del Rayo como humo gigantesco, con el lago abajo siempre cerúleo y neutro, y con el vacío espacio igual que siempre. ¡Oh, rechinantes dientes de la tierra! ¿Adónde lleva todo esto si no es a una dulce y dorada eternidad para demostrar que todo está equivocado, para demostrar que la propia demostración carece de sentido…?

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