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Entretanto, Japhy estaba esperándome en su agradable y pequeña cabaña de Corte Madera, California. Se había instalado en la finca de Sean Monahan, en una cabaña de troncos construida detrás de una hilera de cipreses sobre una escarpada colina cubierta de hierba, y también de eucaliptos y pinos, detrás de la casa principal de Sean. La cabaña había sido levantada por un viejo para morir dentro de ella, años atrás. Estaba bien construida. Fui invitado a ir a vivir allí y quedarme todo el tiempo que quisiera, y sin pagar alquiler. La cabaña la había hecho habitable, tras años de abandono, Whitey Jones, cuñado de Sean Monahan, un tipo joven y muy buen carpintero, que había puesto arpillera cubriendo las paredes de madera e instalado una buena estufa de leña y una lámpara de petróleo y luego nunca vivió allí, pues tuvo que irse a trabajar lejos del pueblo. Conque Japhy se trasladó allí para terminar sus estudios y llevar una maravillosa vida solitaria. Si alguien quería verlo, tenía que subir la empinada pendiente. En el suelo había esteras de esparto y Japhy me dijo en una carta:


"Me siento y fumo una pipa y tomo té y oigo al viento azotar las delgadas ramas de los eucaliptos semejantes a látigos, y rugir a las hileras de cipreses."


Se quedaba allí hasta el 15 de mayo, fecha en que zarparía para Japón, donde le había invitado una fundación norteamericana para que estuviera en un monasterio y estudiara con un maestro.


"Entretanto -escribía Japhy-, puedes venir a compartir la lóbrega cabaña de un salvaje, con vino, y chicas los fines de semana y buena comida y un fuego de leña. Monahan nos dará dinero para comer a cambio de que le cortemos unos cuantos árboles de su cercado y hagamos leña con ellos y te enseñaré a ser leñador."


Durante aquel invierno, Japhy había ido en autostop a su pueblo natal del Noroeste; había atravesado la nieve Portland arriba, más allá de la zona de los glaciares azules, y finalmente estuvo en la granja de un amigo, en el norte de Washington, un sitio llamado Nooksack Valley, donde se quedó una semana en una destartalada cabaña de recogedor de fresas escalando, además, algunos de los montes próximos. Nombres como "Nooksack" y "Parque Nacional del Monte Baker", excitaban mi imaginación al evocar las hermosas y cristalinas visiones de nieve y hielo y pinos del lejano Norte de mis sueños infantiles… Pero ahora estaba allí de pie, en una carretera bajo el calor de abril, en Carolina del Norte, esperando que me cogiera alguien. En seguida pasó un estudiante que me llevó hasta un pueblo llamado Nashville, en pleno campo, donde me asé al sol durante media hora antes de que me recogiera un taciturno, aunque amable, oficial del ejército que me llevó directamente hasta Greenville, en Carolina del Sur. Tras todo aquel invierno y parte de la primavera de increíble paz durmiendo en el porche y descansando en el bosque, las molestias del autostop me resultaban peores que nunca, un auténtico infierno. De hecho, en Greenville tuve que caminar inútilmente unos cinco kilómetros bajo el ardiente sol, perdido en un laberinto de calles, buscando una determinada autopista, y pasé delante de una especie de fragua donde había tipos de color muy negros y sudorosos y cubiertos de carbón, y grité: " ¡De repente estoy otra vez en el infierno!" cuando noté la oleada de calor.


Pero en la carretera empezó a llover y tras unas cuantas etapas me encontré, en plena noche de lluvia, en Georgia, donde descansé sentado encima de la mochila bajo el alero de unos viejos almacenes y bebí media botella de vino. Era una noche lluviosa, nadie me recogió. Cuando apareció el autobús Greyhound, lo paré y fui en él hasta Gainesville. En Gainesville pensé dormir junto a la vía del tren un rato, pero estaba a casi dos kilómetros, y justo cuando decidí dormir en la estación, pasó una cuadrilla de ferroviarios camino del trabajo y me vieron, así que me retiré a un sitio apartado de las vías, pero el coche de la policía andaba por allí (probablemente le habían hablado de mí los ferroviarios, o no le habían hablado), y tuve que irme; en cualquier caso había muchos mosquitos, y volví a la ciudad y me quedé esperando a que me recogiera alguien a las luces brillantes de los restaurantes del centro, y los policías sin duda me veían y sin embargo no me hicieron preguntas ni me molestaron.


Pero nadie me cogía, y como empezaba a amanecer, me fui a dormir por cuatro dólares a un hotel y me duché y descansé. Pero ¡otra vez sentí la sensación de abandono y soledad que tuve en Navidades durante mi viaje de vuelta al Este! De lo único que estaba de verdad orgulloso era de mis nuevas medias suelas y de mi mochila. Por la mañana, después de desayunar en un siniestro restaurante con ventiladores en el techo y muchas moscas, me dirigí a la ardiente carretera y conseguí que un camionero me llevara a Flowery Branch, Georgia; unos cuantos viajes más me llevaron a través de Atlanta hasta un pueblecito llamado Stonewall, donde me recogió un sureño enorme y muy gordo con sombrero de ala ancha que apestaba a whisky y todo el tiempo contaba chistes y se volvía a mirarme para ver si me reía, mientras lanzaba el coche contra los blandos terraplenes que bordeaban la carretera y dejaba grandes nubes de polvo a nuestra espalda, así que bastante antes de que llegara a su destino, le rogué que parara y le dije que quería bajarme a comer algo.


– Estupendo, muchacho, comeré algo también y luego otra vez en marcha. -Estaba borracho y conducía muy deprisa.


– Bien, tengo que ir al retrete -dije arrastrando las palabras.


La experiencia me había jodido, así que decidí mandar a la mierda el autostop. Tenía bastante dinero para coger un autobús hasta El Paso, y desde allí me dedicaría a saltar a los mercancías de la Southern Pacific que son diez veces mas seguros. Además, la idea de ir directamente hasta El Paso, Texas, bajo los claros cielos azules del seco Sudoeste y los interminables desiertos donde dormir, sin bofia, me decidió. Estaba ansioso por encontrarme lejos del Sur, lejos de aquella Georgia de esclavos.


El autobús llegó a las cuatro en punto y estábamos en Birmingham, Alabama, en plena noche, y allí esperé el próximo autobús en un banco tratando de dormir con los brazos apoyados en la mochila, pero permanecí despierto contemplando cómo pululaban los pálidos fantasmas de las estaciones de autobuses norteamericanas: de hecho, una mujer pasó a mi lado como una voluta de humo, y quedé definitivamente seguro de que no existía. En la cara se le reflejaba la fe fantasmal en lo que estaba haciendo… Y en la mía, por la misma razón, también. Después de Birmingham, en seguida se hallaba Luisiana y luego los campos petrolíferos del este de Texas, luego Dallas, luego un día entero de viaje en un autobús abarrotado de reclutas a través de la inmensa extensión de Texas hasta El Paso, adonde llegamos hacia medianoche, y por entonces yo estaba tan agotado que lo único que quería era dormir. Pero no fui a un hotel, tenía que mirar por el dinero, y me eché la mochila,a la espalda y me dirigí directamente hacia la estación de ferrocarril para extender mi saco de dormir en algún sitio cerca de las vías. Fue entonces, aquella noche, cuando comprendí el sueño que me había hecho comprar la mochila totalmente equipada.


Fue una noche maravillosa y tuve el sueño más maravilloso de mi vida. Primero fui hasta las vías y anduve por allí cautelosamente, detrás de las hileras de vagones, y al llegar al extremo oeste de la estación seguí caminando porque, de pronto, en la oscuridad, vi un desierto allí delante. Distinguía rocas, arbustos secos, montañas cercanas; todo vago a la luz de las estrellas.


"¿Por qué andar por viaductos y raíles? -pensé-. Lo único que tengo que hacer es caminar un poco y estaré fuera del alcance de los vigilantes de la estación y, por lo mismo, de los vagabundos."


Seguí caminando por la senda principal unos cuantos kilómetros y en seguida estuve a campo abierto en pleno desierto. Mis gruesas botas eran perfectas para caminar entre maleza y piedras. Era cerca de la una de la madrugada y deseaba dormir para dejar atrás el largo viaje desde Carolina. Por fin vi una montaña a la derecha y me gustó, después de haber pasado por un largo valle con muchas luces, sin duda una cárcel o penal. "No te acerques por ahí, chaval", pensé, y luego subí por el cauce seco de un arroyo; a la luz de las estrellas, la arena y las rocas eran blancas. Subí y subí.


De pronto, me sentí encantado al darme cuenta de que estaba completamente solo y a salvo y de que nadie me iba a despertar en toda la noche. ¡Una revelación asombrosa! Y además, en la mochila tenía todo lo que necesitaba; había llenado de agua fresca mi botella de plástico en la estación de autobuses antes de ponerme en marcha. Seguí subiendo por el cauce, así que cuando al fin me di la vuelta y miré hacia atrás, distinguí todo México, todo Chihuahua, el reluciente desierto de arena brillando bajo una luna que se ponía y que era enorme y brillaba justo encima de las montañas de Chihuahua. Las vías de la Southern Pacific corren paralelas al Río Grande hasta más allá de El Paso, así que desde donde estaba, en el lado norteamericano, distinguía justo hasta el río que separa los dos países. La arena del arroyo era suave y sedosa. Desplegué mi saco de dormir y me descalcé y bebí un trago de agua y encendí la pipa y me crucé de piernas y me sentí contento. Ni el menor sonido; en el desierto todavía era invierno. Muy lejos, sólo el ruido de la estación donde maniobraban con los vagones haciendo tremendos poms que despertaban a todo El Paso, pero no a mí. Mi única compañía era aquella luna de Chihuahua que se iba hundiendo más y más según la miraba, perdiendo su blanca luz y poniéndose más y más amarilla. Sin embargo, cuando me di la vuelta para dormirme, brillaba como un foco en la cara y tuve que esconderla para poder dormir. Siguiendo con mi costumbre de poner nombre a los sitios, llamé "Quebrada del apache" a éste. De hecho, dormí bien.


Por la mañana descubrí el rastro de una serpiente de cascabel en la arena, pero podría ser del verano anterior. Había bastantes pisadas de botas de cazador. El cielo era de un azul resplandeciente aquella mañana, el sol calentaba, había muchas ramas secas para encender una hoguera. Tenía latas de cerdo y judías en mi espaciosa mochila. Desayuné como un duque. El único problema era el agua, pensé, pues me la había bebido toda y el sol calentaba y tenía sed. Subí por el seco arroyo arriba para explorarlo y llegué hasta su nacimiento, una sólida pared de roca a cuyo pie la arena era todavía más blanda y suave que la de la noche anterior. Decidí acampar allí aquella noche, después de un día muy agradable en el viejo Juárez disfrutando con las iglesias y las calles y la comida mexicana. Durante un rato pensé en dejar la mochila escondida entre las piedras, pero aun siendo poco probable, podía pasar por allí un viejo vagabundo o un cazador y encontrarla, así que me la eché a la espalda y bajé por el cauce seco del arroyo hasta la senda y caminé por ella los cinco kilómetros hasta El Paso, y dejé la mochila por veinticinco centavos en la consigna de la estación del ferrocarril. Luego crucé la ciudad caminando y llegué a la frontera, pagué veinte centavos y pasé al otro lado.


Terminó por ser un día enloquecido, aunque empezó de un modo bastante sensato en la iglesia de Santa María de Guadalupe, luego di un paseo por el mercado indio y me senté en los bancos del parque entre los alegres e infantiles mexicanos, pero después vinieron los bares y unas cuantas copas de más y grité en español a los bigotudos peones mexicanos:


– ¡Todas las granas de arena del desierto de Chihuahua son vacuidad!


Y finalmente me uní a un grupo de siniestros apaches mexicanos muy raros que me llevaron a su churretosa chabola de piedra y me pasaban yerba a la luz de unas velas e invitaron a sus amigos y todo era un montón de cabezas difuminadas por la luz de las velas y el humo. De hecho me desagradó el sitio y recordé mi perfecta quebrada de arena blanca y el sitio donde dormiría aquella noche y me despedí. Pero no querían que me fuera. Uno de ellos me robó unas cuantas cosas de mi bolsa de la compra, pero no me importó. Uno de los chicos mexicanos era marica y se había enamorado de mí y quería acompañarme a California. En Juárez ya era de noche; todos los clubs nocturnos resonaban. Fuimos a tomar una cerveza a uno donde sólo había soldados negros despatarrados con chicas en sus rodillas, un bar demencial, con rock and roll en la máquina de discos, algo así como un paraíso. El chico mexicano quería que saliéramos a la calle y chistara a los chavales norteamericanos y les dijera que sabía dónde había chicas.


– Y entonces, yo me los llevo a mi habitación, chisss, ¡y nada de chicas! -dijo el mexicano.


No pude deshacerme de él hasta la frontera. Nos dijimos adiós. Pero aquélla era la ciudad del mal y yo tenía a mi santo desierto esperándome.


Crucé la frontera caminando ansiosamente y atravesé El Paso y fui a la estación de ferrocarril, recogí la mochila, lancé un gran suspiro, y anduve sin pausa aquellos cinco kilómetros hasta el arroyo, que era bastante fácil de reconocer a la luz de la luna, y subí, mis pies haciendo aquel solitario zuap zuap de las botas de Japhy, y me di cuenta que sin duda había aprendido de Japhy el modo de expulsar a los demonios del mundo y la ciudad y de encontrar mi alma auténtica y pura, siempre que tuviera una mochila decente a la espalda. Volví a mi campamento y extendí el saco de dormir y di las gracias al Señor por todo lo que me estaba dando. En aquel momento, el recuerdo de toda aquella larga y siniestra tarde fumando marihuana con mexicanos de sombrero ladeado en un sórdido cuarto a la luz de unas velas era como un sueño, un mal sueño, igual que uno de mis sueños sobre la paja en el Arroyo del Buda, Carolina del Norte. Medité y recé. No existe en el mundo ningún lugar donde se pueda dormir tan bien como de noche en el desierto, en invierno, provisto de un buen saco de dormir caliente de pluma de pato. El silencio es tan intenso que uno puede oír rugir a su propia sangre en los oídos, aunque más fuerte que eso, y con mucho, es el misterioso ruido que yo siempre identifico con el ruido del diamante de la sabiduría, el misterioso sonido del propio silencio que es un gran Chsssssss que recuerda algo que parece haberse olvidado a causa de la tensión, algo que remite a los días del nacimiento. Me gustaría poder explicárselo a las personas a quienes quiero, a mi madre, a Japhy, pero no existen palabras que describan su nada y su pureza.


"¿Existe una verdad indudable y definida que se pueda enseñar a todos los seres vivos?", era la pregunta que probablemente se hacía Dipankara, el de grandes cejas nevadas, y su respuesta era el rumoroso silencio del diamante.

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