32

En una vieja taberna vi a un viejo decrépito que casi no podía moverse detrás del mostrador cuando le pedí una cerveza.


"Prefiero morir en una cueva glacial a pasar una tarde eterna en un sitio polvoriento como éste", pensé.


Una pareja muy amartelada me dejó junto a una tienda de comestibles de Sauk y allí hice el trayecto final con un chuleta de largas patillas morenas, un loco y borracho guitarrista del Skagit Valley que conducía como un demonio y que se detuvo entre una nube de polvo delante de la Estación Forestal de Marblemount. Estaba en casa.


El ayudante del guardabosques estaba de pie mirándonos.


– ¿Es usted Smith? -Sí.


– ¿Y ése? ¿Es amigo suyo?


– No, sólo me recogió y me trajo hasta aquí.


– ¿Quién se cree usted que es para andar a esa velocidad por propiedades del gobierno?


Tragué saliva, había dejado de ser un bikhu libre. No lo volvería a ser hasta que me encontrara en mi montaña la semana próxima. Tenía que pasar una semana entera en la Escuela de Vigilantes de Incendios con un montón de jóvenes, todos llevando cascos; unos lo llevaban muy derecho, y otros, como yo, ladeado. Abrimos cortafuegos en el bosque o talamos árboles o provocamos pequeños incendios experimentales. Y allí conocí al antiguo guardabosques y leñador Burnie Byers, el "hachero" al que Japhy imitaba siempre con su voz profunda y extraña.


Burnie y yo nos instalábamos en el bosque dentro de su camión y hablábamos de Japhy.


– Es una vergüenza que Japhy no haya vuelto este año. Era el mejor vigilante de incendios que he tenido nunca y, además, el mejor montañero que he visto en la vida. Siem pre dispuesto a subir, deseando llegar a las cumbres. Sin duda el mejor chaval que he conocido nunca. No le tenía miedo a nadie y siempre daba su opinión. Eso era lo que más me gustaba de él. Si llega un momento en que uno no puede decir lo que piensa, entonces debe perderse en lo más profundo del bosque y dejarse morir en una choza. Y una cosa más sobre Japhy: esté donde esté, en todo lo que le queda de vida y por muy viejo que sea, siempre lo pasará bien.


Burnie tenía unos sesenta y cinco años y de hecho hablaba en tono paternal de Japhy. Algunos de los otros chicos le recordaban también y me preguntaron cuándo volvería. Aquella noche, como era el cuarenta aniversario de Burnie en el Servicio Forestal, los demás guardabosques le hicieron un regalo, que consistía en un cinturón de acero. Burnie siempre tenía problemas con los cinturones y en aquella época llevaba una cuerda sujetándole los pantalones. Así que se puso el cinturón y dijo algo divertido de que lo mejor sería que no comiera mucho, y todos aplaudieron y rieron. Me dije que Burnie y Japhy probablemente eran las dos personas mejores y más trabajadoras de todo este país.


Después del cursillo en la escuela pasé cierto tiempo subiendo a las montañas que había detrás del puesto forestal o simplemente sentado a orillas del Skagit con la pipa en la boca y una botella de vino entre las piernas; tardes y noches enteras a la luz de la luna, mientras los otros se iban a beber cerveza al pueblo. El río Skagit, en Marblemount, era un claro arroyo de nieve líquida de un verde purísimo; arriba, los pinos del noroeste se amortajaban entre nubes; y más allá, había cumbres con nubes desfilando por delante de ellas que a veces dejaban pasar los rayos del sol. Era una creación de las tranquilas montañas; sin duda lo era este torrente de pureza que tenía a los pies. El sol brillaba en los rablones y algunos troncos hacían frente a la corriente. Los pájaros revoloteaban por encima del agua, buscando a los sonrientes peces escondidos que sólo muy raramente daban un salto fuera del agua, arqueados sus lomos, y caían de nuevo al agua, que borraba toda huella y seguía corriendo. Troncos y tocones pasaban flotando a cuarenta kilómetros por hora. Supuse que si trataba de cruzar el río nadando, aunque fuera tan estrecho, no alcanzaría la otra orilla hasta un kilómetro más abajo. Era un río maravilloso con un vacío de eternidad dorada, olor a musgo y corteza y ramas y barro, todo haciendo desfilar misteriosas visiones ante mis ojos y, sin embargo, tranquilo y perenne como los árboles de las laderas y el sol que bailaba. Cuando miraba hacia las nubes, éstas adquirían, según me dije, rostros de eremitas. Las ramas de los pinos parecían contentas bañándose en el agua. Las copas de los árboles parecían encantadas de que las nubes les sirvieran de sudario. Las hojas acariciadas por el viento del nordeste y besadas por el sol parecían hechas para el goce. Las nieves de las alturas del horizonte, libres de toda senda, parecían acogedoras y cálidas. Todo parecía libre para siempre y agradable; todo más allá de la verdad, más allá del azul del espacio vacío.


– Las montañas son poderosamente pacientes, hombreBuda -dije en voz alta y tomé un trago.


Hacía frío, pero cuando el sol alcanzaba el tronco en el que estaba sentado, éste se convertía en un horno al rojo vivo. Cuando volvía bajo la luz de la luna a ese viejo tronco, el mundo era como un sueño, como un fantasma, como una burbuja, como una sombra, como el rocío que se evapora, como el resplandor de un relámpago.


Por fin había llegado el momento de prepararme para subir a la montaña. Compré comida a crédito por valor de cuarenta y cinco dólares en la pequeña tienda de Marble mount y lo cargamos todo en el camión -Happy el mulero y yo-, y fuimos cuesta arriba hasta la presa del Diablo. A medida que avanzábamos, el Skagit se hacía más estrecho y más parecido a un torrente y, finalmente, empezó a saltar sobre las rocas alimentado por cascadas que caían de las boscosas paredes de piedra que lo flanqueaban, y cada vez se hacía más peñascoso y salvaje. Habían represado el río Skagit en Newhalem, y también en la presa del Diablo, donde un gigantesco ascensor estilo Pittsburgh te llevaba hasta una plataforma al nivel del lago del Diablo. Cuando hacia 1890 la fiebre del oro llegó a esta región, los buscadores construyeron un sendero entre los riscos de sólida roca de la garganta que iba de Newhalem hasta lo que es hoy el lago Ross, donde estaba la última presa, y habían llenado los arroyos Ruby, Granite y Canyon de yacimientos que nunca merecieron la pena. Ahora la mayor parte de esta senda quedaba debajo del agua. En 1919 un incendio había devastado la región alta del Skagit, y toda la zona que rodeaba Desolación, mi montaña, había ardido y ardido durante dos meses, llenando el cielo de la parte septentrional de Washington y la Columbia Británica de humo que ocultaba el sol. El gobierno intentó combatirlo enviando mil hombres con recuas de mulas que tardaron en llegar tres semanas desde Marblemount, así que sólo las lluvias pudieron con el incendio y apagaron las llamas, aunque, según me dijeron, todavía se veían troncos carbonizados en el pico de la Desolación y en algunos valles. Ésa era la razón del nombre: Desolación.


– Chico -dijo el viejo y pintoresco Happy, que todavía llevaba un viejo sombrero de vaquero de su época de Wyoming y se liaba sus propios cigarrillos y gastaba bromas todo el tiempo-, a ver si no eres como el tipo que tuvimos hace unos cuantos años en el Desolación. Lo subimos hasta allí y era el tipo más inútil que he visto nunca; lo metí en la atalaya y quiso freírse un huevo para cenar y rompió la cáscara y se le escapó de la sartén y el fogón y fue a parar encima de su bota. No sabía si cagarse o mearse, ¡vaya tío! Y encima, cuando me fui y le dije que no se enfadara demasiado consigo mismo, el mamón va y me contesta: "Sí, señor, sí, señor."


– Eso no me preocupa, lo único que quiero es estar allí arriba solo todo este verano.


– Ahora dices eso, pero ya verás cómo cambias de copla en seguida. Todos son así de valientes. Pero luego empiezan a hablar solos. Y eso no es lo malo, lo peor es cuando empiezas a responderte.


El viejo Happy llevaba las mulas de carga por el sendero de la garganta, mientras yo iba en el bote desde la presa del Diablo hasta el pie de la presa de Ross, desde donde se veían inmensas extensiones hasta el monte Baker y las otras montañas del Servicio Forestal en un amplio panorama que, desde los alrededores del lago Ross, se extendía brillando al sol hasta el mismo Canadá. En la presa de Ross, las balsas del Servicio Forestal estaban amarradas un poco apartadas de la escarpada orilla cubierta de árboles. Resultaba bastante duro dormir en aquellas literas, se balanceaban con la balsa y los troncos y las olas combinadas, y hacían un ruido que te mantenía despierto.


La noche en que dormí allí había luna llena que bailaba sobre las aguas. Uno de los vigilantes dijo:


– La luna está justo encima de la montaña, y cuando veo eso siempre me imagino que estoy viendo la silueta de un coyote.


Al fin había llegado el día lluvioso y gris de mi partida para el pico de la Desolación. Uno de los guardas forestales estaba con nosotros, y los tres íbamos a subir y no iba a ser nada agradable cabalgar el día entero bajo aquel diluvio.


– Chico, debiste haber incluido un par de botellas de brandy entre los víveres, vas a necesitarlas allí arriba para luchar contra el frío -dijo Happy, mirándome con su gran narizota roja.


Estábamos de pie junto al corral; Happy daba de comer a los caballos sujetándoles sacos de pienso alrededor del cuello: los animales comían sin importarles la lluvia. Fuimos pesadamente hasta la puerta de troncos y la abrimos y dimos un rodeo bajo los inmensos sudarios de los montes Sourdough y Ruby. Las olas chocaban contra la lancha y nos salpicaban. Entramos en la cabina del piloto y éste nos preparó una taza de café. Los abetos de la orilla, escasamente visibles, eran como filas de fantasmas entre la neblina del lago. Aquello era el auténtico rostro amargo y ceñudo y miserable del Noroeste.


– ¿Dónde está el Desolación? -pregunté.


– Hoy no lo verás hasta que estemos prácticamente en su cima -dijo Happy-, y entonces no te va a gustar demasiado. Ahora allí arriba está nevando y granizando. Chico, ¿estás seguro de que no tienes escondida una botellita de brandy en algún sitio de la mochila?


Ya nos habíamos liquidado una botella de vino de moras que él había comprado en Marblemount.


– Happy, cuando en septiembre baje de esa montaña, te invitaré a un litro de whisky escocés.


Me iban a pagar bien por estar en el monte que buscaba. -Lo has prometido, no te olvides de ello.


Japhy me había contado un montón de cosas de Happy el Empaquetador, como le llamaban. Happy era un buen hombre; él y el viejo Burnie Byers eran los mejores veteranos de aquel sitio. Conocían la montaña y sabían cargar a los animales y, sin embargo, no ambicionaban convertirse en inspectores forestales.


Happy también recordaba a Japhy con nostalgia.


– Ese chico sabía un montón de canciones muy divertidas y muchas cosas así. Fíjate que hasta le gustaba hacer sendas. En una ocasión tuvo una novia china allá en Seattle. La vi en la habitación de su hotel; te digo que ese Japhy era una fiera con las mujeres.


Casi podía oír la voz de Japhy cantando alegres canciones con su guitarra mientras el viento aullaba en torno a la lancha y las olas grisáceas salpicaban las ventanas de la cabina del piloto.


"Y éste es el lago de Japhy, y ahí están las montañas de Japhy", pensé, y tuve muchas ganas de que Japhy estuviera aquí y de que me viera hacer lo que él quería que hiciera.


Dos horas después nos acercamos a la orilla escarpada y frondosa del lago, unos doce kilómetros o así más arriba. Desembarcamos y amarramos la lancha a unos tocones y Happy le dio un palo a la primera mula que se lanzó bosque arriba con su carga a cuestas y trepó por la resbaladiza orilla, con las patas poco firmes y a punto de caerse al lago con toda mi comida, pero siguió trepando entre la neblina hasta un sendero donde se paró a esperar a su amo. Luego las otras mulas, cargadas con baterías y otro equipo variado, la siguieron, y después Happy, que se puso en cabeza sobre su caballo, y luego yo en Mabel, la yegua, y finalmente Wally, el guarda forestal.


Dijimos adiós con la mano al tipo del remolcador e iniciamos una triste jornada bajo la lluvia, trepando por aquella zona ártica entre neblina y lluvia siguiendo estrechos senderos de roca con árboles y matorrales que nos calaban hasta los huesos cuando los rozábamos. Yo llevaba mi impermeable de nailon atado al pomo de la silla de montar y en seguida me lo puse: un monje amortajado a caballo. Happy y Wally no se taparon con nada y se limitaron a cabalgar empapados y con la cabeza baja. El caballo a veces resbalaba en las piedras del sendero. Seguimos y seguimos, siempre más y más arriba, y por fin encontramos un tronco que había caído atravesando el sendero y Happy desmontó y sacó su hacha de doble filo y empezó a golpear maldiciendo y sudando hasta que consiguió abrir una nueva senda que rodeaba al árbol caído. Todo con ayuda de Wally, mientras a mí se me encomendaba la tarea de vigilar a los animales, cosa que hice sentado cómodamente debajo de un arbusto y liando un pitillo. Las mulas se asustaron ante lo escarpado y estrecho de la senda que habían hecho, y Happy me dijo enfadado:


– ¡Maldita sea, agárralas por las crines y llévatelas de aquí! -Luego, como la asustada era la yegua, añadió-: ¡Agarra bien esa jodida yegua, cojones! ¿Es que voy a tener que hacerlo yo todo?


Por fin, conseguimos seguir y trepamos y trepamos, y en seguida dejamos el monte bajo y entramos en nuevas cimas alpinas con prados pedregosos llenos de altramuces azules y amapolas rojas que atravesaban la neblina grisácea con un color desvaído mientras el viento soplaba muy fuerte y ahora con aguanieve.


– ¡Mil quinientos metros ya! -gritó Happy, desde delante, dándose la vuelta con su viejo sombrero agitado por el viento mientras se liaba un cigarrillo, cómodamente instala do en la silla con toda la experiencia de una vida a caballo. Los prados de brezos florecidos subían y subían entre la niebla y nosotros seguíamos la senda en zig zag con el viento soplando cada vez más fuerte, hasta que por fin Happy volvió a gritar:


– ¿Ves esa enorme roca de ahí delante? -Miré y entre la niebla vi una roca gris semejante a una mortaja allí mismo delante de nosotros. Happy dijo entonces-: Está a más de trescientos metros, aunque creas que puedes tocarla ya. Cuando lleguemos allí casi habremos terminado. Sólo quedará otra media hora.


Un minuto después me gritó:


– ¿Estás seguro de que no te has traído una botellita extra de brandy, muchacho?


Estaba empapado y hecho una pena, pero no le importaba y pude oírle cantar en el viento. Poco a poco íbamos subiendo prácticamente por encima del nivel de los árboles; el prado dejó paso a rocas y, de pronto, en el suelo había nieve a derecha e izquierda y los caballos hundían las patas en ella casi hasta el corvejón. Podían verse los agujeros con agua que dejaban sus cascos. De hecho, ya estábamos muy arriba. Con todo, alrededor no conseguía distinguir nada, excepto niebla y blanca nieve y jirones de neblina que pasaban rápidamente. En un día despejado habría visto los profundos precipicios a uno de los lados del sendero y sin duda me habría asustado temiendo que el caballo resbalara y cayera. Pero ahora lo único que veía abajo eran leves sugerencias de copas de árboles que parecían matas de arbustos.


"¡Oh, Japhy! -pensé-. ¡Y tú surcando el océano en un barco seguro, caliente en tu camarote, escribiendo cartas a Psyche, a Sean y a Christine!"


La nieve se hizo más profunda y el granizo empezó a azotar nuestros rostros enrojecidos por la intemperie, y por fin Happy gritó desde adelante:


– ¡Ya casi hemos llegado!


Yo tenía frío y estaba calado. Me bajé de la yegua y me limité a conducirla por la senda mientras el animal lanzaba una especie de gruñido de alivio al sentirse liberado de la carga y me seguía obedientemente. Aun sin mí, iba bastante cargado.


– ¡Ahí está! -gritó Happy, y entre la niebla que se arremolinaba en aquel techo del mundo, vi una curiosa cabaña con tejado en punta, de aspecto casi chino, entre puntiagudos abetos y rocas, encima de una gran piedra desnuda y rodeada de campos nevados y manchas de hierba empapada y de florecillas.


Tragué saliva. Resultaba demasiado lóbrego y triste para que me gustara.


– ¿Va a ser esto mi casa y refugio durante todo el verano?


Avanzamos trabajosamente hasta el corral de troncos construido por algún viejo vigilante de los años treinta y atamos a los animales y descargamos los bultos. Happy subió y quitó la puerta protectora y sacó las llaves y abrió; dentro estaba oscuro, y el suelo cubierto de barro y las paredes húmedas y en un siniestro camastro de madera había un somier hecho de cuerda (así no atraía los rayos) y las ventanas eran opacas a causa del polvo, y lo peor de todo, el suelo estaba cubierto de revistas rotas y roídas por los ratones y de restos de comida también y de innumerables bolitas de las cagadas de los ratones.


– Bien -dijo Wally, enseñando sus grandes dientes-, te va a llevar bastante tiempo limpiar todo esto, ¿verdad? Puedes empezar ahora mismo retirando todas esas latas viejas del estante y pasando una bayeta mojada por encima para quitar la suciedad.


Y lo hice, y tenía que hacerlo, estaba a sueldo.


Pero el bueno de Happy encendió un alegre fuego en la rechoncha estufa y puso sobre ella un cacharro con agua y echó dentro media lata de café y gritó:


– No hay nada como un café realmente fuerte. En esta región, chico, nos gusta que el café ponga los pelos de punta. Miré por la ventana: niebla.


– ¿A qué altura estamos?


– A dos mil metros, más o menos.


– ¿Y cómo voy a distinguir los incendios? Ahí fuera sólo hay niebla.


– Dentro de un par de días la barrerá el viento y podrás ver cientos de kilómetros, no te preocupes.


Pero no le creí. Recordé a Han Chan hablando de la niebla de Montaña Fría, una niebla que nunca se iba; empecé a apreciar la osadía de Han Chan. Happy y Wally salieron conmigo y pasamos cierto tiempo colocando el mástil del anemómetro y haciendo otras tareas. Luego Happy entró y preparó una cena estupenda en el hornillo: jamón y huevos, acompañados de un café muy fuerte. Wally desempaquetó el aparato de radio receptor-emisor que funcionaba con baterías de coche y se puso en contacto con las balsas del Ross. Después, desenrollaron sus sacos de dormir disponiéndose a pasar la noche en el suelo, mientras yo dormí en el húmedo camastro metido en mi propio saco.


Por la mañana todavía nos rodeaba una niebla gris y hacía viento. Prepararon los animales y antes de irse se volvieron y me dijeron:


– Bien, ¿qué te parece el pico de la Desolación? Happy añadió:


– No olvides lo que te dije de responder a tus propias preguntas. Y si se acerca un oso y mira por la ventana, limítate a cerrar los ojos.


Las ventanas aullaban mientras se alejaban fuera de mi vista entre la niebla y los retorcidos árboles de la cumbre, y en seguida dejé de verlos y ya estaba solo en el pico de la Desolación, y me parecía que por toda la eternidad, convencido de que no saldría vivo de allí. Trataba dé distinguir las montañas, pero los ocasionales huecos que se abrían entre la niebla sólo revelaban unas formas vagas y distantes. Renuncié a ver nada y entré y me pasé el día entero limpiando la cabaña.


Por la noche me puse el impermeable encima de la chaqueta y la ropa de abrigo y salí a meditar en el brumoso techo del mundo. Aquí estaba la Gran Nube de la Verdad, Dharmamega, el fin último. Empecé a ver mi primera estrella a eso de las diez; de pronto se disipó parte de la niebla y creí ver montañas, inmensas e imponentes formas que cerraban el paso, negras y blancas con nieve en la cima y, tan cerca que casi di un salto. A las once pude ver el lucero de la tarde por encima del Canadá, hacia el norte, y creí distinguir una franja naranja de puesta de sol detrás de la niebla, pero todo esto se me fue de la cabeza ante el ruido que hacían las ratas arañando la puerta del sótano. En el desván, los ratones corrían sobre sus patitas negras entre granos de arena y arroz y trastos dejados allí por generaciones enteras de perdedores del Desolación.


"Vaya, vaya -pensé-, ¿conseguiré que me llegue a gustar? Y si no, ¿cómo me las arreglaré para largarme?"


Lo mejor sería irse a la cama y hundir la cabeza dentro del saco.


En mitad de la noche, mientras estaba medio dormido, abrí los ojos un poco, y de repente me desperté con los pelos de punta: acababa de ver un enorme monstruo negro ante mi ventana. Lo miré y vi que tenía una estrella encima. Era el monte Hozomeen que estaba a muchos kilómetros de distancia, en el Canadá, y se inclinaba sobre mi cabaña para atisbar por la ventana. La niebla había desaparecido por completo y era una noche estrellada. ¡Joder con la montaña! Tenía la misma forma inolvidable de una torre de brujas que Japhy la había dado con su pincel cuando la dibujó en aquel cuadro que colgaba de la arpillera de las paredes de Corte Madera. Era una elevación de rocas que daban vueltas y vueltas en espiral hasta alcanzar la cumbre donde una perfecta torre de brujas terminada en punta señalaba al infinito. Hozomeen, Hozomeen, la montaña más siniestra que había visto nunca. Y la más hermosa también en cuanto llegué a conocerla bien y vi detrás de ella la Aurora Boreal reflejándose en todo el hielo del Polo Norte desde el otro lado del mundo.

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