Ahora estaba realmente asombrado ante la sabiduría de Morley: "¡Y con todas aquellas jodidas fotografias de los Alpes Suizos!", pensé.
Entonces, de repente, todo era justo igual que en el jazz: sucedió en un loco segundo o así: miré hacia arriba y vi a Japhy corriendo montaña abajo; daba saltos tremendos de cinco metros, corría, brincaba, aterrizaba con gran habilidad sobre los tacones de sus botas, lanzaba entonces otro largo y enloquecido alarido mientras bajaba por las laderas del mundo, y en ese súbito relámpago comprendí que es imposible caerse de una montaña, idiota de mí, y lanzando un alarido me puse en pie de repente y empecé a correr montaña abajo detrás de él dando también unos pasos enormes, saltando y corriendo fantásticamente como él, y en cinco minutos más o menos, Japhy Ryder y yo (con mis playeras, clavando los tacones de las playeras en la arena, en las piedras, en las rocas, sin preocuparme dado lo ansioso que me sentía por bajar de allí) bajamos y gritamos como cabras montesas o, como yo digo, igual que lunáticos chinos de hace mil años, de tal manera que pusimos los pelos de punta al meditabundo Morley, que seguía junto al lago y que dijo que levantó la vista y nos vio volando montaña abajo y no podía creer lo que le decían sus ojos. De hecho, en uno de mis mayores saltos y más feroces alaridos de alegría, llegué volando justo hasta la orilla del lago y clavé los tacones de mis playeras en el barro y me quedé sentado allí, encantado de la vida. Japhy ya se estaba quitando las botas y sacando de su interior arena y guijarros. Era maravilloso. Me quité las playeras y saqué de ellas un par de cubos de polvo de lava, y dije:
– ¡Ah, Japhy, me has enseñado la última lección de todas: uno no puede caerse de una montaña!
– Eso es lo que quiere decir el dicho: "Cuando llegues a la cima de una montaña, sigue subiendo, Smith."
– ¡Joder, tío! Aquel grito de triunfo que lanzaste fue la cosa más bella que he oído en toda mi vida. Me habría gustado tener un magnetófono para grabarlo.
– Esas cosas no son para que las oiga la gente de por ahí abajo -dijo Japhy, mortalmente serio.
– Sí, tienes toda la razón. Esos vagabundos sedentarios sentados en almohadones no merecen oír el grito del triunfante azote de la montaña. Pero cuando miré y te vi corriendo por esa montaña abajo de repente, lo entendí todo.
– Vaya, Smith, así que hoy has tenido un pequeño satori, ¿no es así? -dijo Morley.
– ¿Y tú qué has hecho por aquí abajo? -Dormir casi todo el tiempo.
– Bien, maldita sea, no llegué a la cumbre. Ahora me avergüenzo de mí mismo porque al saber cómo se baja de una montaña sé cómo se sube a ella y que es imposible caerse, pero ya es demasiado tarde.
– Volveremos el verano que viene, Ray, y subiremos. ¿Es que no te das cuenta de que ésta es la primera vez que has subido a la montaña y que dejaste al veterano Morley aquí abajo, muy por detrás de ti?
– Claro -dijo Morley-. ¿No crees que deberían concederle a Smith el título de fiera por lo que ha hecho hoy?
– Claro que sí -dijo Japhy, y me sentí orgulloso de verdad. Era un fiera.
– Bien, joder, la próxima vez que vengamos seré un auténtico león.
– Vámonos de aquí, tíos, ahora nos queda un largo trecho, todavía tenemos que bajar por el valle de piedras y después tomar ese sendero del lago. Dudo que poda mos hacer todo ese camino antes de que sea noche cerrada.
– Vamos. -Nos pusimos de pie e iniciamos el regreso. Esta vez, cuando llegué a aquel lecho de piedra que me había asustado, actué con gran soltura y salté y bailé a lo largo de él, pues había aprendido de verdad que uno no puede caerse de una montaña. Si uno puede caerse o no de una montaña, eso no lo sé, pero yo había aprendido que no se puede. Y así lo acepté.
Me alegró, con todo, encontrarme en el valle y perder de vista todo aquel espacio de cielo abierto y, por fin, hacia las cinco, cuando ya atardecía, iba unos cientos de metros detrás de los otros dos y caminaba solo, siguiendo el camino que me señalaban las negras cagarrutas de los venados; cantaba y pensaba, nada me esperaba ni tenía nada de qué preocuparme, sólo seguir las cagarrutas de los venados con los ojos clavados en el suelo y disfrutar de la vida. En un determinado momento miré y vi al loco de Japhy que había trepado para divertirse a la cima de una ladera nevada y se dejaba resbalar, unos cuantos cientos de metros, tumbado de espaldas, gritando encantado. Y no sólo eso: se había vuelto a quitar los pantalones y los llevaba enrollados alrededor del cuello. Hacía esto sólo por comodidad, lo que es cierto, y porque nadie podía verlo entonces, aunque me imagino perfectamente que si fuera a la montaña con chicas haría lo mismo. Podía oír que Morley le hablaba en el grande y solitario valle: incluso tapado por las rocas sabía que era su voz. Terminé por seguir el sendero de los venados de un modo tan constante que me encontré bajando senderos y subiendo riscos totalmente fuera de la vista de los otros, aunque seguía oyéndolos; pero confiaba tanto en el instinto del dulce y milenario venado que, justamente cuando se hacía de noche, su antiguo sendero me llevó directamente a la orilla del arroyo familiar (donde los venados llevaban bebiendo los últimos cinco mil años) y vi desde allí el resplandor de la hoguera de Japhy que daba tonos anaranjados y vivos a la enorme roca. La luna brillaba muy alta en el cielo.
– Bueno, esa luna será nuestra salvación, todavía tenemos que andar unos doce kilómetros cuesta abajo. Comimos un poco y tomamos mucho té y preparamos las mochilas con todas nuestras cosas. Nunca había pasado momentos más felices en mi vida que aquellos solitarios instantes en los que bajaba por el sendero de venados, y cuando cargamos las mochilas, me volví y lancé una última mirada en aquella dirección. Ya había oscurecido y tuve la esperanza de ver alguno de los venados, pero no había nada a la vista y sentí una gran gratitud por todo aquello. Había sido como cuando uno es niño y ha pasado el día entero correteando por bosques y prados y vuelve a casa al atardecer con los ojos clavados en el suelo, arrastrando los pies, pensando y silbando, tal y como debían de sentirse los niños indios cuando seguían a sus padres desde el río Russian al Shasta doscientos años atrás, y como los niños árabes que siguen a sus padres, las huellas de sus padres; era un sonsonete de gozosa soledad, sorbiéndome los mocos como una niña llevando a casa a su hermanito en el trineo y los dos van cantando aires imaginarios y hacen muecas al suelo y son ellos mismos antes de entrar en la cocina y poner la cara seria del mundo de los mayores. Pero ¿puede haber algo más serio que seguir el rastro de unos venados hasta encontrar el agua?
Llegamos a la escarpadura y bajamos por el valle de piedras durante unos ocho kilómetros a la clara luz de la luna, lo que hacía fácil saltar de piedra en piedra, unas piedras ahora blancas, con manchas de negra sombra. Todo era limpio y claro y bello a la luz de la luna. A veces se veía el relámpago de plata de un arroyo. Más abajo estaban los pinos y el prado y la laguna.
En esto, mis pies se negaron a seguir. Llamé a Japhy y pedí disculpas. No podía seguir saltando. Tenía ampollas, no sólo en las plantas, sino a los lados de los pies que carecían de protección. Así que hizo un cambio conmigo y me dejó sus botas.
Con aquellas botas fuertes, ligeras y protectoras, sabía que podría caminar bien. Fue una magnífica sensación nueva ser capaz de saltar de roca en roca sin sentir el dolor a través de las finas playeras. Por otra parte, también fue un alivio para Japhy sentir de repente su ligereza y disfrutó de ella. Nos apresuramos valle abajo. Pero según íbamos avanzando nos inclinábamos más y más: estábamos realmente cansados. Con las pesadas mochilas resultaba dificil controlar los músculos necesarios para seguir montaña abajo, lo que en ocasiones es más dificil que subirla. Y había todas aquellas rocas a las que teníamos que subir y saltar de una a otra; y a veces, tras haber caminado por arena, debíamos escalar o bordear algún risco. También nos encontrábamos a veces bloqueados por malezas infranqueables y era preciso rodearlas o abrirnos paso aplastándolas y en ocasiones se me enganchaba la mochila en esas malezas y me quedaba desenredándola mientras maldecía y soltaba tacos bajo la luz de la luna. Ninguno de nosotros hablaba. Yo también estaba enfadado porque Japhy y Morley temían detenerse a descansar, decían que resultaba peligroso.
– Pero ¿por qué? Hay luna, hasta podríamos dormir por aquí.
– No, tenemos que llegar al coche esta misma noche. -Bueno, pero paremos aquí un minuto. Las piernas ya no me sostienen.
– De acuerdo, pero sólo un minuto.
Pero nunca descansaban lo suficiente y me pareció que iba a ponerme histérico. Incluso empecé a maldecirles y, en un determinado momento, le grité a Japhy:
– ¿Qué sentido tiene matarse de este modo? ¿Llamas divertirse a esto? -(Tus ideas son estupideces, añadí para mis adentros).
Un poco de cansancio cambia muchas cosas. Eternidades de rocas iluminadas por la luna y matorrales y rocas e hitos y aquel terrorífico valle con las dos murallas de monte y finalmente parecía que todo había terminado, pero nada, todavía quedaba… Y mis piernas pedían a gritos un alto, y yo maldecía y daba patadas a las ramas y acabé tirándome al suelo para descansar un minuto.
– Vamos, Ray, que todo termina. -De hecho comprendí que lo que me faltaba eran ánimos, y que lo sabía desde hacía tiempo. Pero estaba gozoso. Y cuando llegamos al prado alpino me tumbé boca abajo y bebí agua y disfruté pacíficamente en silencio mientras Japhy y Morley hablaban y se preocupaban por recorrer el resto del camino a tiempo.
– No os preocupéis de eso, es una noche hermosísima y hemos caminado mucho. Bebed un poco de agua y tumbaos por aquí unos cinco o diez minutos, y todo se arreglará por sí mismo.
Ahora el filósofo era yo. Y de hecho, Japhy se mostró de acuerdo conmigo y descansamos pacíficamente. Aquel largo y maravilloso descanso proporcionó a mis huesos la seguridad de que me llevarían perfectamente hasta el lago. Era maravilloso bajar por el sendero. La luz de la luna se filtraba a través del follaje y moteaba las espaldas de Japhy y Morley que caminaban delante de mí. Adoptamos con nuestras mochilas una buena marcha rítmica y disfrutábamos mientras bajábamos en zigzag por el sendero, siempre con una marcha rítmica. Y aquel rumoroso arroyo era bellísimo a la luz de la luna, aquellos destellos de luna en el agua, aquella espuma blanca como la nieve, aquellos árboles negrísimos, propios de un paraíso mágico de sombra y luna. El aire empezó a ser más cálido y agradable y de hecho pensé que ya podía oler de nuevo a seres humanos. Sentíamos ya el agradable y rancio olor de las aguas del lago, y de las flores, y del polvo blando del llano. Allí arriba sólo olía a nieve y a hielo y a roca muerta. Aquí, en cambio, estaba el olor a madera calentada por el sol, a polvo soleado que descansaba a la luz de la luna, a barro del lago, a flores, a paja, a todas esas cosas buenas de la tierra. Era agradable bajar por el sendero. Hubo un momento en que me sentí más cansado que nunca, mucho más que en aquel interminable valle de piedra, pero ya se podía ver allí abajo el refugio del lago, una agradable luz, v por lo tanto ya no me importaba nada. Morley y Japhy hablaban sin parar y sólo nos quedaba llegar hasta el coche. De pronto, como en un sueño agradable, despertando súbitamente de una pesadilla interminable que se acabó, estábamos caminando por la carretera y había casas y había automóviles aparcados bajo los árboles y el coche de Morley estaba también allí.
– Por la tibieza del aire -dijo Morley, inclinándose sobre el coche una vez que dejamos las mochilas en el suelo-, deduzco que la noche pasada no ha helado. Volví a vaciar el cárter para nada.
– Bueno, a lo mejor heló…
Morley entró en el albergue a comprar aceite y le dijeron que no había helado nada, que había sido una de las noches más calientes del año.
– Tanta molestia para nada -dije. Pero ya no nos preocupaba nada. Estábamos hambrientos y añadí-: Vayamos hasta Bridgeport y tomemos una buena hamburguesa con patatas fritas y café muy caliente en cualquier sitio.
Seguimos la polvorienta carretera que bordeaba el lago bajo la luz de la luna, nos paramos en el albergue y Morley devolvió las mantas, y llegamos a un pueblecito y aparcamos. ¡Pobre Japhy! Fue entonces cuando descubrí su talón de Aquiles. Este hombre duro y pequeño que no se asustaba de nada y podía andar solo por el monte durante semanas enteras y dominar montañas, tenía miedo a entrar en un restaurante porque la gente que había dentro iba demasiado bien vestida. Morley y yo nos reímos y dijimos:
– ¿Qué importa eso? Vamos a entrar y comeremos ahí. Pero Japhy pensaba que el sitio que habíamos elegido parecía demasiado burgués e insistió en que fuéramos a un restaurante con pinta proletaria que había al otro lado de la carretera. Entramos allí y resultó ser un lugar improvisado con camareras perezosas que tardaron más de cinco minutos en venir a atendernos. Me enfadé y dije:
– Vamos al otro sitio. ¿De qué tienes miedo, Japhy? ¿Qué más te da? Quizá sepas muchas cosas de las montañas, pero de comer no tienes ni idea.
De hecho nos sentimos mutuamente un tanto molestos y me sentí mal. Pero entramos en el otro sitio, que era el mejor restaurante de los dos, con una barra a un lado y muchos cazadores bebiendo a la tenue luz del salón, y había muchas mesas con familias enteras alrededor comiendo tras haber elegido de entre una gran variedad de platos. El menú era amplio y apetitoso: había trucha de río y todo. A Japhy, me di cuenta, le asustaba además gastar diez centavos de mas en una buena comida. Fui a la barra y pedí una copa de oporto y la traje hasta donde nos habíamos sentado (y Japhy: "Ray, ¿estás seguro de que puedes permitirte este lujo?") y yo me burlé un poco de él. Ahora se sentía mejor.
– ¿Qué pasa contigo, Japhy? A lo mejor es que eres un viejo anarquista al que le asusta la sociedad. ¿Qué puede importarte todo esto? Las comparaciones son odiosas.
– Bien, Smith, sólo me pareció que este sitio estaba lleno de asquerosos ricachos de la mierda y que los precios serían demasiado altos. Te lo reconozco, me asusta todo este bienestar norteamericano. Sólo soy un viejo bikhu y no tengo nada que ver con este nivel de vida tan elevado, ¡maldita sea!, toda mi vida he sido pobre y no consigo acostumbrarme a ciertas cosas.
– Estupendo, tus debilidades son admirables. Te las compro.
Y cenamos muy bien con patatas al horno y chuletas de cerdo y ensalada y bollos y pastel de frambuesa y guarnición. Teníamos un hambre tan honrada que aquello no fue
una diversión, sino una necesidad. Después de cenar fuimos a una tienda de bebidas y compramos una botella de moscatel y el viejo propietario y un amigo suyo que estaba allí nos miraron y dijeron:
– ¿Dónde habéis estado, muchachos?
– Hemos subido al Matterhorn, hasta arriba del todo -dije orgullosamente. Se limitaron a observarnos atentamente, boquiabiertos. Me sentía muy orgulloso y compré un puro y añadí-: A más de tres mil quinientos metros, sí, señor, y hemos vuelto con tanta hambre y sintiéndonos tan bien que este vino nos va a venir de perlas.
Seguían boquiabiertos. Los tres estábamos quemados por el sol y sucios y con pinta montaraz. No dijeron nada pensando que estábamos locos.
Subimos al coche y nos dirigimos a San Francisco bebiendo y riéndonos y contando largas historias y Morley conducía realmente bien aquella noche y rodábamos en silencio y atravesamos las calles de Berkeley grises al amanecer mientras Japhy y yo dormíamos como troncos en el asiento de atrás. En un determinado momento me desperté como un niño y me dijeron que estaba en casa y me apeé del coche tambaleante y crucé la hierba de la entrada y abrí mis mantas y me acurruqué y quedé dormido hasta muy avanzada la tarde con sueños muy bellos. Cuando me desperté al día siguiente, las venas de -los pies estaban totalmente deshinchadas. Había eliminado los coágulos de sangre. Me sentí muy feliz.