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Y esto fue lo que me dije: "Ahora sigo el camino que lleva al Cielo."


De pronto, me di cuenta de que tendría que enseñar un montón de cosas en el transcurso de mi vida. Como digo, estuve con Japhy antes de irme, paseamos tristemente por el parque de Chinatown, comimos en el Nan Yuen, salimos, nos sentamos en la hierba, era domingo, y súbitamente había un grupo de predicadores negros que se dirigían a grupos dispersos de familias chinas que no mostraban ningún interés hacia lo que decían dejando que sus hijos corretearan por la hierba, y también a vagabundos que no se preocupaban de esos predicadores mucho más que los chinos. Una mujer grande y gorda, como Ma Rainey, soltaba un sermón a voz en grito, con las piernas muy abiertas y fijas en el suelo, y tan pronto hablaba como cantaba un blues. Era hermoso y el motivo por el que esta mujer, que era una magnífica predicadora, no estuviera predicando en una iglesia, era que de vez en cuando tenía que despejarse la garganta y, isplash!, escupía con toda su fuerza contra la hierba.


– Y os digo que el Señor cuida de vosotros si reconocéis que tenéis un nuevo país… Sí. -Y lanzaba un escupitajo a cinco metros de distancia.


– ¿Lo. ves? -le dije a Japhy-. Eso no lo podría hacer dentro de una iglesia, pero ¿has oído alguna vez a un predicador mejor?


– Tienes razón -dice Japhy-. Pero no me gustan todas esas cosas que está contando de Jesucristo.


– ¿Qué hay de malo en Jesucristo? ¿Acaso no habló del Cielo? ¿Es que el Cielo no es lo mismo que el Nirvana de Buda?


– Eso, según tu interpretación, Smith.


– Japhy, había cosas que traté de contarle a Rosie y encontré que no podía decírselas debido al cisma que separa el budismo del cristianismo, Oriente de Occidente. ¿Qué coño importa eso? ¿No estamos ahora todos en el Cielo?


– ¿Quién dijo eso?


– ¿Es esto el nirvana o no?


– Ahora estamos tanto en el nirvana como en el samsara. -Palabras, palabras, ¿qué hay en una palabra? Nirvana. Y, además, ¿no oyes cómo te llama esa mujer y te dice que

tienes una nueva patria, un nuevo país de Buda? -Japhv parecía contento y sonrió-. Países budistas en todas partes para cada uno de nosotros, y Rosie era una flor y dejamos que se marchitara.


– Nunca has dicho nada más cierto, Ray.


La mujer se nos acercó, y se fijó en nosotros, además, y de modo especial en mí. Hasta me llamó querido.


– Puedo ver en tus ojos que entiendes todo lo que estoy diciendo, querido. Quiero que sepas que quiero que vayas al Cielo y seas feliz. Quiero que entiendas todas las cosas que estoy diciendo.


– Oigo y entiendo.


Al otro lado de la calle estaba el nuevo templo budista que trataban de construir unos cuantos jóvenes de la Cámara de Comercio China de Chinatown, y una noche yo había pasado por allí y, borracho, me había unido a ellos y transportado arena en una carretilla. Eran jóvenes Sinclair Lewis idealistas y lanzados que vivían en buenas casas y se ponían pantalones vaqueros para trabajar en la construcción de la iglesia, del mismo modo que hacen en las ciudades del Medio Oeste los chicos del Medio Oeste con un Richard Nixon de rostro radiante como capataz y la pradera alrededor. Aquí, en el corazón de la pequeña y sofisticada zona de San Francisco conocida por Chinatown, hacían lo mismo aunque su iglesia fuera la de Buda. Era extraño, pero a Japhy no le interesaba el budismo de Chinatown porque era un budismo tradicional, y prefería el budismo intelectual y artístico del zen -y eso que yo intentaba conseguir que viera que eran la misma cosa-. En el restaurante habíamos comido con palillos y nos gustó. Ahora me despedía y no sabía cuándo lo volvería a ver.


Detrás de la mujer negra había un predicador que se balanceaba con los ojos cerrados diciendo:


– Así es, así es. Ella nos dijo:


– Que Dios os bendiga, muchachos, por escuchar lo que os tengo que decir. No olvidéis que, para el que ama a Dios, todas las cosas se juntan en el bien, para quienes son llamados de acuerdo con Sus objetivos. Romanos, ocho, dieciocho, chicos. Y hay una nueva patria esperándoos, y estad seguros de manteneros a la altura de vuestras obligaciones. ¿Me oís?


– Sí, señora, estamos atentos. Dije adiós a Japhy.


Pasé unos cuantos días en casa de Cody, en las colinas. Cody estaba tremendamente impresionado por el suicidio de Rosie y decía sin parar que tenía que rezar por ella noche y día en un momento tan concreto como éste cuando, como se había suicidado, su alma andaba en pena por la superficie de la tierra esperando ir al infierno o al purgatorio. -Tenemos que meterla en el purgatorio, tío.


Así que le ayudé a rezar cuando dormía por las noches sobre el césped de la entrada dentro de mi nuevo saco de dormir. Durante esos días recogí en mi libreta de notas los poemitas que me recitaban los niños:


– A a… que vengo ya… I i… te quiero a ti… U u… el cielo es azul… soy más alto que tú… tuturú.


Mientras, Cody decía:


– No bebas tanto de ese vino añejo.


A última hora de la tarde del lunes estaba en las vías de la estación de San José y esperaba al Silbador de la tarde. Pero aquel día no pasaba y tuve que esperar por el Fantasma de Medianoche de las siete treinta. En cuanto se hizo de noche, calenté una lata de macarrones en una pequeña hoguera de ramas que encendí entre los densos matorrales de al lado de las vías, y comí. El Fantasma llegaba. Un guardagujas amigo me dijo que era mejor que no subiera al tren porque en el cruce había un vigilante siniestro con una enorme linterna que miraba si había alguien subido a los vagones y si lo encontraba telefoneaba a Watsonville para que lo echaran.


– Ahora, en invierno -me dijo-, hay gente que abre los vagones cerrados rompiendo las ventanillas y deja botellas por el suelo, jodiendo todo el tren.


Me deslicé hasta el extremo este de la estación con la mochila a cuestas, y cogí el Fantasma casi cuando ya salía, más allá del cruce donde estaba el vigilante, y extendí el saco de dormir y me quité los zapatos, los puse bajo mi chaqueta doblada, me metí en el saco y dormí espléndidamente todo el trayecto hasta Watsonville donde me escondí entre la maleza hasta que el tren se puso en marcha de nuevo, subí otra vez y dormí entonces el resto de la noche mientras volaba hacia la increíble costa y ¡oh, Buda! ¡Tu luz de la luna! ¡Oh, Cristo! ¡Tu resplandor en el mar! El mar, Surf, Tangair, Gaviota, el tren iba a ciento treinta kilómetros por hora y yo calentito dentro del saco de dormir volando hacia el Sur, camino de casa a pasar las Navidades. De hecho, no me desperté hasta las siete de la mañana cuando el tren disminuía la marcha al entrar en Los Ángeles y lo primero que vi, cuando me estaba poniendo los zapatos y preparando mis cosas para bajar en marcha, fue a un ferroviario que me saludaba diciendo:


– ¡Bienvenido a Los Ángeles!


Pero tenía que salir de allí en seguida. El smog era espeso, los ojos me lloraban, el sol calentaba, el aire apestaba, Los Ángeles es un infierno. Los hijos de Cody me habían contagiado un resfriado y tenía ese viejo virus de California y me sentía bastante mal. Con el agua que goteaba de un vagón frigorífico y que recogí en el cuenco de las manos, me lavé la cara y los dientes y me peiné y me dirigí a Los Ángeles para esperar hasta las siete y media de la tarde en que planeaba coger el mercancías de primera clase, el Silbador, hasta Yuma, Arizona. Fue un horrible día de espera. Tomé café en los cafetines del barrio chino, en la calle Mayor de la parte Sur, a diecisiete centavos cada uno.


Al anochecer me puse al acecho del tren. Un vagabundo estaba sentado junto a una puerta observándome con especial interés. Me acerqué a hablarle. Me dijo que había sido marine, que era de Patterson, Nueva Jersey, y después de un rato sacó un papel que a veces leía en los trenes de carga. Lo miré. Era una cita de la Digha Nikaya, las palabras de Buda.


Sonreí; no dije nada. Era un vagabundo muy hablador que no bebía, un vagabundo idealista y dijo:


– Eso es todo y me gusta hacerlo. Salto a los trenes de mercancías y recorro el país y preparo la comida, que son latas que caliento en hogueras. Y prefiero eso a ser rico y tener casa y trabajo. Estoy encantado. Tenía artritis, ya sabes, pasé años en el hospital. Encontré un modo de curarme y entonces me lancé a la carretera y llevo en ella desde entonces.


– ¿Qué hiciste para curarte la artritis? Yo tengo tromboflebitis.


– ¿De verdad? Bueno, también funcionará contigo. Limítate a estar cabeza abajo tres minutos al día o quizá cinco minutos. Todas las mañanas, cuando me levanto, esté en la orilla de un río o en un tren en marcha, o donde sea, me pongo cabeza abajo y cuento hasta quinientos. Son tres minutos, ¿no? -Le preocupaba mucho saber si contar hasta quinientos costaba tres minutos. Era raro. Me figuré que en la escuela sus notas de aritmética no debieron de ser muy buenas.


– Sí, poco más o menos.


– Haz eso todos los días y te desaparecerá la flebitis lo mismo que a mí la artritis. Tengo ya cuarenta años. También te irá bien tomar leche caliente y miel al acostarte, yo siempre llevo un tarro de miel -sacó uno de su hatillo-, y pongo la leche y la miel en una lata y la caliento, y la bebo. Con esas dos cosas basta.


– De acuerdo -respondí prometiéndome seguir su consejo, puesto que era Buda.


El resultado fue que unos tres meses después me desapareció la flebitis y no volvió a manifestarse nunca más, algo realmente raro. En realidad, desde entonces siempre que intento contárselo a los médicos no me dejan seguir porque piensan que estoy loco. Vagabundo del Dharma, Vagabundo del Dharma. Nunca olvidé a aquel inteligente ex marine judío de Patterson, Nueva Jersey, quienquiera que fuese, con su papel que leía por la noche junto a las rezumantes plataformas de los complejos industriales de una Norteamérica que todavía es la Norteamérica mágica.


A las siete y media llegó mi Silbador y los guardagujas lo revisaban cuando me escondí en unos matorrales para subirme a él, parcialmente oculto tras un poste telefónico. El tren se puso en marcha sorprendentemente deprisa, en mi opinión, y cargado con los veintitantos kilos de mochila, corrí tras él hasta que vi una agradable barra y me agarré a ella y salté. Subí hasta el techo del furgón para tener una buena vista del tren entero y ver dónde estaba el vagón plataforma. Sagrado humo y chispas celestiales; pero en cuanto el tren adquiría velocidad y salía de la estación vi que se trataba de un hijoputa mercancías con dieciocho vagones cerrados. Íbamos a unos treinta kilómetros por hora y tenía que saltar o jugarme la vida porque dentro de un momento el tren iría por lo menos a ciento treinta y tendría que mantenerme sujeto a lo que fuera (algo imposible en el techo de un furgón cerrado), así que bajé por las barras metálicas, después de haber soltado la hebilla de mi correa que se había enganchado en el techo, y me encontré agarrado a la barra más baja y dispuesto a saltar…, pero el tren iba demasiado deprisa. Puse a un lado la mochila y la sujeté tranquilamente con la mano y luego tomé la loca decisión de saltar esperando que todo saliera bien y me tambaleé unos cuantos pasos y me encontré sano y salvo en el suelo.


Pero ahora estaba cinco kilómetros dentro de la jungla industrial de Los Ángeles en medio de una noche dominada por el smog que me ahogaba y provocaba náuseas y tuve que dormir toda la noche junto a una cerca de alambre de espino, en una zanja próxima a las vías, despertándome cada poco el follón que armaban los guardagujas del Southern Pacific y.Santa Fe que andaban por allí, hasta que el ambiente se despejó a medianoche y empecé a respirar mejor (pensaba y rezaba dentro del saco de dormir). Pero en seguida volvieron la niebla y el smog y, al amanecer, una espantosa nube húmeda muy blanca, y hacía demasiado calor para dormir dentro del saco y fuera resultaba muy desagradable; la noche entera, pues, fue horrible, si se exceptúa el amanecer en que un pájaro me bendijo con sus trinos.


Lo único que podía hacer era largarme de Los Ángeles. De acuerdo con las instrucciones de mi amigo estuve cabeza abajo, apoyado contra una valla para no caerme. Eso hizo que mejorara de mi resfriado. Luego caminé hasta la estación de autobuses (cruzando vías y calles apartadas) y cogí un autobús barato para hacer los cuarenta kilómetros hasta Riverside. Unos de la pasma miraron recelosamente la mochila que llevaba a la espalda. Todo quedaba lejísimos de la cómoda pureza de estar con Japhy Ryder en aquel prado de la montaña bajo las pacíficas y cantarinas estrellas.

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