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Desde el mismísimo momento en que nos reunimos con Morley, éste emitía sin parar repentinos grititos para estar a tono con nuestra aventura. Eran simples "¡Alaiu!" que intentaban sonar a tiroleses, y los soltaba en las situaciones más extrañas, como cuando todavía estaba con sus amigos chinos y alemanes, y cuando después entramos en el coche "¡Alaiu!", y luego, cuando nos bajamos y entramos en el bar, "¡Alaiu!".


Ahora, cuando Japhy se despertó y vio que había amanecido y se levantó y corrió a reunir leña y tiritaba ante un tímido fuego, Morley se despertó de su inquieto sueño, bostezó y soltó un "¡Alaiu!" que el eco multiplicó a lo lejos. Yo me levanté también, y todo lo que podíamos hacer para calentarnos era dar saltitos y mover rápidamente los brazos lo mismo que habíamos hecho el viejo vagabundo y yo en el furgón, en la costa meridional. Pero Japhy en seguida consiguió más leña y pronto chisporroteaba una espléndida hoguera y de espaldas a ella gritábamos y hablábamos.


Era una hermosa mañana. Los rayos del sol, de un rojo primigenio, aparecieron sobre las cumbres y atravesaban la espesura del bosque como si pasaran a través de los vitrales de una catedral, y la neblina subía al encuentro del sol y por todas partes llegaba hasta nosotros el rugido secreto de los torrentes que probablemente llevarían películas de hielo arrancadas de sus remansos. Un sitio extraordinario para pescar. En seguida estaba gritando "¡Alaiu!" yo mismo, pero cuando Japhy fue a coger más leña y no lo vimos durante un rato y Morley gritó "¡Alaiu!", Japhy respondió con un simple "¡Jau!" que, según dijo, era el modo en que los indios se llamaban en la montaña y resultaba mucho más bonito; así que empecé a gritar también "¡Jau!".


Luego subimos al coche y partimos. Comimos el pan y el queso. No había diferencia entre el Morley de esa mañana y el de la noche pasada, excepto que su voz, con aquel tono divertido y culto, sonaba quizá más de acuerdo con la frescura de aquella mañana, un sonido que recordaba al de los que se levantan muy pronto, ese deje un tanto ronco y anhelante, como el del que se lanza al nuevo día. El sol calentó en seguida. El pan negro estaba bueno, había sido preparado por la mujer de Sean Monahan; Sean que tenía una casa en Corte Madera, donde todos podíamos ir sin pagar ningún alquiler. El queso era un Cheddar curado. Pero no me gustó demasiado, y en cuanto estuvimos en pleno campo sin ver casas ni gente empecé a echar de menos un buen desayuno caliente y de pronto, después de haber cruzado un puentecillo sobre un torrente, vimos un pequeño albergue junto a la carretera bajo impresionantes enebros y salía humo por la chimenea y tenía un anuncio de neón en la puerta y un cartel en la ventana donde decía que servían tortitas y café.


– ¡Vamos a entrar ahí, necesitamos un desayuno de adultos si vamos a estar escalando montes el día entero! Nadie se opuso a mi iniciativa y entramos y nos sentamos y una mujer amable nos atendió con esa alegre locuacidad de la gente que vive en sitios apartados.


– ¡Qué, chicos! De caza, ¿eh?


– No -respondió Japhy-. Sólo vamos a subir el Matterhorn.


– ¡El Matterhorn! Yo no lo haría aunque me pagaran mil dólares.


Entretanto fui al servicio que había en la parte trasera y me lavé con agua del grifo deliciosamente fría y me hormigueó la cara, luego bebí unos tragos y fue como si me entrara hielo líquido en el estómago y me senté allí realmente contento y bebí más. Unos perros de lanas ladraban a la dorada luz del sol que llegaba a través de las ramas de abetos y pinos de más de treinta metros de altura. Distinguí unas cumbres coronadas de nieve en la distancia. Una de ellas era el Matterhorn.


Volví a entrar y las tortitas estaban listas, calientes y humeantes, y eché sirope sobre las mantecosas tortitas y las corté y tomé café caliente y comí. Henry y Japhy hicieron lo mismo, y por una vez no hablábamos. Luego bebimos aquella incomparable agua fría mientras entraban cazadores con botas de montaña y camisas de lana. Pero no cazadores borrachos como los de la noche anterior, sino cazadores muy serios dispuestos a ponerse en marcha en cuanto desayunaran. Nadie pensaba en beber alcohol aquella mañana.


Subimos al coche, cruzamos otro puente sobre un torrente, cruzamos un prado donde había unas cuantas vacas y cabañas de troncos, y salimos a un llano desde el que se distinguía claramente el Matterhorn alzándose por encima de todas las demás cumbres. Era el más impresionante de todos los dentados picos de la parte sur.


– ¡Ahí lo tenéis! -dijo Morley auténticamente orgulloso-. ¿No es hermoso? ¿No os recuerda a los Alpes? Tengo una colección de fotos de montañas cubiertas de nieve que os enseñaré en alguna ocasión.


– Me gustan las cosas reales -dijo Japhy, mirando con seriedad hacia las montañas, y en aquella mirada distante, aquel suspiro íntimo, vi que se encontraba de nuevo en casa.


Bridgeport es un pequeño pueblo dormido que recuerda curiosamente a Nueva Inglaterra y se encuentra en el llano. Dos restaurantes, dos estaciones de servicio, una escuela, todo bordeando la carretera 395 que pasa por allí bajando desde Bishop y luego subiendo todo el rato hasta Carson City, Nevada.

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