29

La fiesta duró varios días; la mañana del tercer día la gente seguía desperdigada por la hierba cuando Japhy y yo sacamos sigilosamente nuestras mochilas, con unos víveres adecuados, y nos fuimos carretera abajo con las primeras luces anaranjadas de uno de los dorados días de California.


Iba a ser un día maravilloso, estábamos de nuevo en nuestro elemento: las pistas forestales.


Japhy estaba muy animado.


– ¡Maldita sea! Sienta muy bien dejar atrás tanta pasada y largarse al bosque. Cuando vuelva de Japón, Ray, y haga realmente frío, nos pondremos ropa interior caliente y recorreremos el país haciendo autostop. Piensa en el océano, las montañas, Alaska, Klamath…, un denso bosque de abetos adecuado para un bikhu, un lago con un millón de patos. ¡Estupendo! ¡Wu! Oye, ¿sabes lo que significa wu en chino?


– ¿Qué?


– Niebla. Estos bosques de Marin son maravillosos; hoy te enseñaré el bosque Muir, aunque allá en el Norte esté toda esa auténtica zona montañosa del Pacífico, el futuro hogar de la encarnación del Dharma. ¿Sabes lo que voy a hacer? Escribiré un poema muy largo que se titule "Ríos y montañas sin fin", y lo escribiré todo en un rollo que se desenrollará sin parar lleno de nuevas sorpresas con las que se olvide totalmente lo que hay escrito antes, algo así como un río, ¿entiendes? O como una de esas pinturas chinas en seda tan largas con un par de hombrecillos que caminan por un paisaje sin fin con viejos árboles retorcidos y montañas tan altas que se funden con la niebla del vacío de la parte superior de la seda. Me pasaré tres mil años escribiéndolo; contendrá información sobre la conservación del suelo, las autoridades forestales del valle del Tennessee, la astronomía, la geología, los viajes de Hsuan Tsung, la teoría de la pintura china, la repoblación forestal, la ecología oceánica y las cadenas de supermercados.


– Adelante, chico.


Como siempre, yo iba detrás de él y, cuando empezamos a escalar con las mochilas bien sujetas a la espalda como si fuéramos animales de carga y no nos encontráramos bien sin llevar peso, de nuevo empezó el viejo y solitario y agradable zap zap por el sendero, muy despacio, a un kilómetro y pico por hora. Llegamos al final de una carretera empinada donde tuvimos que pasar por delante de unas cuantas casas que se levantaban junto a unos farallones cubiertos de monte bajo con cascadas que se dividían en hilos de agua. Subimos luego por un empinado prado lleno de mariposas y heno y un poco de rocío: eran las siete de la mañana. Luego bajamos por una carretera polvorienta, y después, al final de esta polvorienta carretera que subía y subía, divisamos un hermoso panorama: Corte Madera y Mill Valley estaban allá lejos y, al fondo, distinguimos la roja parte alta del puente de Golden Gate.


– Mañana por la tarde, cuando vayamos camino de Stimson Beach -dijo Japhy-, verás toda la blanca ciudad de San Francisco a muchos kilómetros de distancia, en la bahía azul. Ray, por Dios, en nuestra vida futura tendremos una hermosa tribu libre en estos montes californianos, con mujeres y docenas de radiantes hijos iluminados; viviremos como los indios, en tiendas, y comeremos bayas y brotes.


– ¿Y judías no?


– Escribiremos poemas, tendremos una imprenta y publicaremos nuestros propios poemas; será la Editorial Dharma. Lo poetizaremos todo y haremos un libro muy gordo de bombas heladas para la gente ignorante.


– No. La gente no está tan mal, también sufren. Siempre estamos leyendo que se quemó una chabola en algún lugar del Medio Oeste y que murieron tres niños pequeños y hay fotos de los padres llorando. Hasta se quemó el gato. Japhy, ¿crees que Dios creó el mundo para divertirse un día en que estaba aburrido? Porque si fuera así, sería un ser mezquino.


– Pero ¿qué entiendes tú por Dios?


– Simplemente Tathagata, si quieres.


– Bueno, pues en los sutras dice que Dios, o Tathagata, no creó el mundo a partir de sus entrañas, sino que apareció debido a la ignorancia de los seres vivos.


– Pero él también creó a esos seres vivos y a su ignorancia. Es una pena todo esto. No descansaré hasta que averigüe por qué, Japhy, por qué.


– ¡Oye! ¡No inquietes tanto la esencia de tu mente! Recuerda que en la pura esencia mental, Tathagata nunca se hace la pregunta por qué; ni tan siquiera le proporciona sentido.


– Bien, entonces en realidad nunca pasa nada. Me tiró un palo y me dio en un pie.


– Bien, eso no ha pasado -dije.


– En realidad, no lo sé, Ray, pero comprendo que te entristezca el mundo. Sin duda es muy triste. Fíjate en la fiesta de la otra noche. Todos querían pasarlo bien e hicieron esfuerzos para conseguirlo, y, sin embargo, al día siguiente nos despertamos bastante tristes y alejados unos de otros. ¿Qué piensas de la muerte, Ray?


– Creo que la muerte es nuestra recompensa. Cuando uno muere va directamente al Cielo del nirvana, y se acabó lo que se daba.


– Pero supón que renacieras en el infierno y que los demonios te meten bolas de acero al rojo vivo por la boca. -La vida ya me ha metido mucho acero por la boca. Pero creo que eso sólo es un sueño preparado por unos cuantos monjes histéricos que no entendían la serenidad del Buda bajo el Árbol Bo, o ni siquiera la de Cristo mirando desde lo alto a sus torturadores y perdonándolos.


– ¿De verdad que te gusta Cristo?


– Claro que sí. Y, a fin de cuentas, hay un montón de gente que dice que es Maitreya, el Buda que se había profetizado que aparecería después de Sakyamuni. ¿Sabes? Maitre va en sánscrito significa "Amor", y Cristo todo el tiempo habla de amor.


– ¡No empieces a predicar el cristianismo! Ya te estoy viendo en tu lecho de muerte besando un crucifijo lo mismo que el viejo Karamazov o como nuestro viejo amigo Dwight Goddard que fue budista toda su vida y de repente, en sus últimos días, volvió al cristianismo. ¡Nunca me pasará una cosa así! Quiero estar todas las horas del día en un templo solitario meditando delante de una estatua de Kwannon que está encerrada porque no la puede ver nadie: es demasiado poderosa. ¡Dale duro, viejo diamante!


– Ya verás lo que pasa cuando baje la marea.


– ¿Te acuerdas de Rol Sturlason, aquel amigo mío que fue a Japón a estudiar las rocas de Ryoanji? Fue en un mercante que se llamaba Serpiente Marina, así que pintó una serpiente marina con sirenas en una mampara del comedor y la tripulación quedó encantada y todos querían convertirse en Vagabundos del Dharma inmediatamente. Ahora anda subiendo el sagrado monte Hiei, de Kioto, seguramente con medio metro de nieve, pero sigue sin desviarse por donde no hay senderos, paso a paso, atravesando espesos bambúes y pinos retorcidos como los de los dibujos. Los pies húmedos y sin acordarse de comer. Así es como hay que escalar.


– Por cierto, ¿qué ropa vas a llevar en el monasterio? -¡Hombre! Lo adecuado. Prendas al estilo de la Dinastía Tang. Un largo hábito negro con amplias mangas y extraños pliegues. Para sentirme así oriental de verdad.


– Alvah dice que mientras hay gente como nosotros que anda muy excitada queriendo parecer orientales, ahora los orientales se dedican a leer a los surrealistas y a Charles Darwin, y que están locos por vestirse a la moda occidental.


– En cualquier caso, Oriente se funde con Occidente. Piensa en la gran revolución mundial que se producirá cuando el Oriente se funda de verdad con el Occidente. Y son los tipos como nosotros los que inician el proceso. Piensa en los millones de tipos del mundo entero que andan por ahí con mochilas a la espalda en sitios apartados, o viajando en autostop.


– Eso suena a los primeros días de las Cruzadas, con Walter el Mendigo y Pedro el Ermitaño encabezando grupos harapientos de creyentes camino de Tierra Santa.


– Sí, pero aquello tenía la siniestrez y miseria europeas. Quiero que mis Vagabundos del Dharma lleven la primavera en el corazón con todo él florecido y los pájaros dejando caer sus pequeños excrementos y sorprendiendo a los gatos que hace un momento querían comerlos.


– ¿En qué estás pensando?


– Me limito a hacer poemas mentales mientras trepo hacia el monte Tamalpais. Mira allí arriba, es un monte maravilloso, el más hermoso del mundo. ¡Qué forma tan bella! Me gusta el Tamalpais de verdad. Dormiremos allí esta noche. Nos llevará hasta última hora de la tarde alcanzarlo. La zona de Marin era mucho más frondosa y amena que la áspera zona de la sierra por donde trepamos el otoño anterior: todo eran flores, árboles, matorrales, pero al lado de la senda también había gran cantidad de ortigas. Cuando llegamos al final del alto camino polvoriento, de repente nos encontramos en un denso bosque de pinos y seguimos un oleoducto a través de la espesura, tan umbría que el sol de la mañana penetraba con dificultad y hacía fresco y estaba húmedo. Pero el olor era puro: a pinos y madera húmeda. Japhy no paró de hablar en toda la mañana. Ahora que estaba una vez más en pleno monte, se comportaba como un chiquillo.


– Lo único malo de ese asunto del monasterio japonés es que, a pesar de toda su inteligencia y sus buenas intenciones, los norteamericanos de allí saben muy poco de lo que pasa en Norteamérica y de los que estudiamos budismo por aquí. Y, además, no les interesa la poesía.


– ¿Quiénes dices?


– Pues los que me mandan allí y pagan los gastos. Gastan mucho dinero preparando elegantes escenas de jardines y editando libros de arquitectura japonesa, y toda esa porque ría que no le gusta a nadie y que sólo les resulta útil a las divorciadas norteamericanas ricas en gira turística por Japón. En realidad, lo que debían de hacer era construir o comprar una vieja casa japonesa y tener una huerta y un sitio donde estar y ser budista, es decir, algo auténtico y no uno de esos bodrios habituales para la clase media norteamericana con pretensiones. De todos modos, tengo muchas ganas de encontrarme allí. Chico, hasta me puedo ver por la mañana sentado en la estera con una mesa baja al lado, escribiendo en mi máquina portátil, y con el hibachi cerca y un cacharro de agua caliente y todos mis papeles y mapas, la pipa y la linterna, todo muy ordenado; y afuera ciruelos y pinos con nieve en las ramas, y arriba el monte Heizan con la nieve espesándose, y sugi e hinoki alrededor, y los pinos, chico, y los cedros… Templos escondidos que se encuentran al bajar por senderos pedregosos; sitios fríos muy antiguos con musgo donde croan las ranas, y dentro estatuillas y lámparas colgantes y lotos dorados y pinturas y olor a incienso y arcones lacados con estatuas. -Su barco zarpaba dentro de un par de días-. Pero me da pena dejar California… a lo mejor por eso quiero echarle una ojeada final hoy, Ray.


Desde el umbrío bosque de pinos subimos a un camino donde había un refugio de montaña. Luego cruzamos el camino, y después de andar entre maleza cuesta abajo, llega mos a un sendero que probablemente no conocía nadie, a excepción de unos cuantos montañeros y, de pronto, ya estábamos en los bosques del Muir. Era un extenso valle que se abría varios kilómetros ante nosotros. Seguimos tres kilómetros por una vieja pista forestal y entonces Japhy subió por la ladera hasta otra pista que nadie habría imaginado que se encontraba allí. Seguimos por ella, subiendo y bajando a lo largo de un torrente con troncos caídos que nos permitían cruzarlo y, de vez en cuando, puentes que, según Japhy, habían construido los boys scouts: eran árboles serrados por la mitad con la parte plana hacia arriba sobre la que se podía caminar. Luego trepamos por una empinada ladera cubierta de pinos y salimos a la carretera. Subimos una loma con hierba y salimos a una especie de anfiteatro de estilo griego con asientos de piedra alrededor de algo parecido a un escenario también de piedra dispuesto como para hacer representaciones tetra dimensionales de Esquilo y Sófocles. Bebimos agua y nos sentamos y nos quitamos las botas y contemplamos la silenciosa obra de teatro desde los asientos de piedra. A lo lejos, se veía el puente del Golden Gate y San Francisco todo blanco.


Japhy se puso a gritar y silbar y cantar, lleno de alegría. Nadie le oía.


– Así estarás en la cima del monte de la Desolación este verano, Ray.


– Cantaré con todas mis fuerzas por primera vez en la vida.


– Sólo te oirán los conejos, o quizás un oso con sentido crítico. Ray, esa zona del Skagit donde vas a ir es el sitio mejor de Norteamérica. Ese río que serpentea corriendo y saltando entre gargantas camino del vallé despoblado… Montes nevados que se desvanecen entre los pinos… Y valles profundos y húmedos… como Big Beaver y Little Beaver, algunos de los mejores bosques vírgenes de cedro rojo que quedan en el mundo. Me acuerdo muchas veces de mi casa abandonada de la atalaya del monte Cráter, y yo allí sentado, sólo con los conejos y el viento que aúlla, envejeciendo mientras los conejos, agazapados en sus acogedoras madrigueras de debajo de las piedras, calientes, comen semillas o lo que coman los conejos. Cuanto más te acercas a la auténtica materia, a la piedra y al aire y al fuego y a la madera, muchacho, el mundo resulta más espiritual. Toda esa gente que se considera materialista a ultranza no sabe nada de eso. Se consideran gente práctica y tienen la cabeza llena de ideas y nociones confusas. -Levantó la mano-. Escucha esa ardilla.


– Me pregunto qué estarán haciendo en casa de Sean. -Seguramente se acaban de levantar y están empezando a beber ese vino tan agrio sentados por allí diciendo tonterías. Deberían de haber venido con nosotros, así aprenderían algo.


Cogió su mochila y se puso en marcha. A la media hora estábamos en un hermoso prado, después de seguir por una polvorienta senda a lo largo de arroyos poco profundos, y por fin llegamos a la zona de Potrero Meadows. Era un Parque Forestal Nacional con un hogar de piedra y mesas para merendar y todo lo necesario para acampar; pero no vendría nadie hasta el fin de semana. Unos cuantos kilómetros más allá, nos contemplaba la atalaya de la cima del Tamalpais. Abrimos las mochilas y pasamos una tarde muy tranquila dormitando al sol o con Japhy de un lado para otro mirando las mariposas y los pájaros y tomando notas en su cuaderno, y yo me paseé solo por el otro extremo, al norte, donde una desolada montaña de roca muy parecida a las de las Sierras se extendía hacia el mar.


Al anochecer, Japhy encendió una gran hoguera y se puso a preparar la cena. Estábamos cansados y felices. Aquella noche hicimos una sopa que no olvidaré jamás y, de hecho, fue la mejor sopa que tomé desde la época en que era un joven y famoso escritor en Nueva York y comía en el Chambord o en Henri Cru. Consistió en un par de paquetes de guisantes secos echados en un cacharro de agua hirviendo con tocino frito. Lo revolvimos hasta que volvió a hervir. Estaba rico y sabía de verdad a guisantes, y a tocino ahumado; lo adecuado para tomar al anochecer cuando empieza a hacer frío junto a una crepitante hoguera. Además, mientras pululaba por allí, Japhy había encontrado bejines, unas setas silvestres, pero no de las de sombrilla, sino redondas, del tamaño de pomelos y de carne tersa y blanca. Las cortó y las frió en la grasa del tocino y nos las tomamos aparte con arroz frito. Fue una cena deliciosa. Lavamos los cacharros en el bullicioso arroyo. La crepitante hoguera mantenía alejados a los mosquitos. La luna asomaba entre las ramas de los pinos. Desenrollamos los sacos de dormir encima de la hierba y nos acostamos pronto. Estábamos muy cansados.


– Bien, Ray -dijo Japhy-, dentro de muy poco estaré muy lejos, mar adentro, y tú haciendo autostop costa arriba hacia Seattle, y luego camino de la zona del Skagit. Me pregunto qué será de nosotros.


Nos dormimos pensando en esto. Durante la noche tuve un sueño muy vivo, uno de los sueños más claros que había tenido nunca. Vi claramente un abarrotado mercado chino, sucio y lleno de humo, con mendigos y vendedores y animales de carga y barro y cacharros humeando y montones de basura y verduras que se vendían metidas en sucios recipientes de metal puestos en el suelo, y de repente, un mendigo harapiento había bajado de las montañas; un mendigo chino inimaginable, insignificante, que estaba en un extremo del mercado contemplándolo todo con expresión divertida. Era bajo, fuerte, con el rostro curtido por el sol del desierto y la montaña; vestía unos cuantos harapos; llevaba un hatillo de cuero a la espalda; iba descalzo. Yo había visto tipos como aquél con poca frecuencia, y sólo en México. A veces aparecían por Monterrey salidos de aquellas montañas rocosas; seguramente mendigos que vivían en cuevas. Pero el de ahora era un chino el doble de pobre, el doble de duro; un vagabundo infinitamente más misterioso; y sin duda se trataba de Japhy. Tenía su misma boca grande, sus mismos ojos chispeantes, su misma cara angulosa (una cara como la de la mascarilla mortuoria de Dostoievski, con pómulos prominentes y cabeza cuadrada); y era bajo y fornido como Japhy. Me desperté al amanecer, pensando: "¡Vaya! ¿Le va a pasar eso a Japhy? A lo mejor deja el monasterio y desaparece y no lo vuelvo a ver nunca más. Será el espectro de Han Chan de las montañas orientales, y hasta los mismos chinos le tendrán miedo viéndolo tan harapiento y derrotado."


Se lo conté a Japhy. Ya estaba preparando el fuego y silbando.


– Bueno, no te quedes ahí metido en el saco de dormir. Levántate y trae un poco de agua. ¡Yodelayji, ju! Ray, te traeré unas barritas de incienso del templo de Kiyomizu. Las iré poniendo una a una en un gran incensario de bronce y haré el ritual adecuado. ¿Qué opinas de eso? Sólo es un sueño que tuviste. Si el tipo era yo, pues bien, era yo, ¿y qué? Siempre quejándome, siempre joven, ¡viva! -Sacó su pequeña hacha de la mochila y anduvo a hachazo limpio entre los arbustos y preparó una buena hoguera. Había neblina en los árboles y niebla en el suelo-. Vamos a recoger las cosas. Iremos hasta Laurel Dell. Luego seguiremos por las pistas forestales y bajaremos hasta el mar para nadar un poco.


– Maravilloso.


Para aquella excursión, Japhy había traído una mezcla deliciosa y muy energética; galletas Ry-Krisp, un queso Cheddar curado y un salchichón. Desayunamos todo eso con té recién hecho y nos sentimos maravillosamente bien. Dos hombres pueden vivir durante dos días a base de pan concentrado y salchichón (carne concentrada) y queso, y el conjunto no pesa más de kilo y medio. Japhy estaba lleno de ideas de ese tipo. ¡Qué esperanza, qué energía humana, qué auténtico optimismo norteamericano encerraba su pequeña estructura física! Allí iba delante de mí por la senda y se volvía y gritaba:


– Intenta meditar mientras caminas. Limítate a andar mirando al suelo y sin mirar a los lados, y abandónate mientras el suelo desfila a tus pies.


Llegamos a Laurel Dell hacia las diez. También había allí hogares de piedras, parrillas y mesas, pero los alrededores eran infinitamente más hermosos que en Potrero Meadows. Había auténticos prados. Una belleza de ensueño con suave hierba alrededor y un linde de frondosos árboles. Hierba ondulante y arroyos y nadie a la vista.


– Dios mío, voy a volver aquí y traeré comida y gasolina y un hornillo y prepararé la comida sin hacer humo y así los del Servicio Forestal no vendrán a molestarme.


– Sí, pero si te encuentran cocinando fuera de estos hogares te echarán, Smith.


– Pero ¿qué voy a hacer si no los fines de semana? ¿Unirme a los que vienen de excursión? Me esconderé por ahí, junto a ese hermoso prado. Me quedaré aquí para siempre.


– Y sólo hay tres kilómetros cuesta abajo hasta Stimson Beach y la tienda de comestibles que hay allí.


A mediodía nos pusimos en marcha hacia la playa. Fue una marcha tremendamente agotadora. Subimos hasta los prados más altos, desde donde pudimos ver otra vez San Francisco en la lejanía, y luego bajamos por una senda muy empinada que parecía caer directamente en el mar; a veces había que bajar corriendo y, en una ocasión, casi sentados de culo. Un torrente de agua corría al lado de la senda. Adelanté a Japhy y, mientras cantaba alegremente, empecé a bajar tan deprisa por la senda, que lo dejé casi un par de kilómetros atrás y tuve que esperarle al pie de la cuesta. Japhy se lo tomaba con más calma disfrutando de los helechos y las flores. Dejamos las mochilas encima de unas hojas secas que había junto a los árboles y caminamos libres del peso hasta los prados que caían sobre el mar pasando junto a varias granjas con vacas pastando. Llegamos al pueblo donde compramos vino en la tienda, y en seguida estábamos en la arena y entre las olas. Era un día fresco con momentos ocasionales de sol. Pero no nos importaba. Nos tiramos al agua y nadamos enérgicamente un rato y luego salimos y sacamos el salchichón y los Ry-Krisp y el queso, lo pusimos todo encima de un papel y, sentados en la arena, comimos y bebimos vino y charlamos. Hasta me eché una siestecita. Japhy se sentía muy bien.


– ¡Maldita sea, Ray! Nunca sabrás lo contento que estoy de haber decidido pasarnos estos dos días en el monte. Me siento como nuevo. ¡Sé que de esto tiene que salir algo bueno!


– ¿De esto?


– Bueno, de lo que sea, no lo sé… Del modo en que aceptamos nuestras vidas. Ni tú ni yo vamos a romperle la cara a nadie ni a ahogar a ninguna persona, en sentido económico. Nos dedicamos a rezar por todos los seres vivos, y cuando seamos lo bastante fuertes seremos capaces de hacer las cosas de verdad, como los antiguos santos. ¿Quién sabe? El mundo podría despertarse y abrirse por todas partes en una hermosa flor del Dharma.


Dormitó un poco, se despertó y miró y dijo:


– Fíjate en toda esa extensión de agua que llega hasta Japón.


Cada vez se sentía más triste por tener que marcharse.

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