CAPÍTULO 8

Aquella tarde, de vuelta en su despacho, ligeramente consciente de que quizá había almorzado más de la cuenta, Brunetti decidió tratar de averiguar más cosas sobre Guzzardi, por Lele Bortoluzzi, otra excelente fuente de la clase de información que, en sociedades de orden más riguroso, podía dar lugar a acusaciones de difamación. Normalmente, Brunetti se hubiera llegado hasta la galería de Lele dándose un paseo por la ciudad, pero hoy sentía el efecto del calvados, por más que se decía que había sido apenas más que un culín, y decidió llamar por teléfono.

– ¿Sí? -contestó Lele a la segunda señal.

Ciao, Lele -dijo Brunetti sin preocuparse de dar su nombre-. Necesito revolver otra vez en tus archivos, ahora en busca de un tal Luca Guzzardi que…

Quel figlio di mignotta -le interrumpió Lele, con una rabia insólita en él.

– Vaya, sí que te acuerdas -dijo Brunetti, tratando de disimular la sorpresa riendo.

– ¡No voy a acordarme! -dijo Lele-. Ese canalla tuvo su merecido. Sólo siento que se muriera tan pronto. Hubieran tenido que conservarlo con vida más tiempo, allí metido como un gusano.

– ¿En San Servolo? -preguntó Brunetti, a pesar de que su amigo no dejaba lugar a dudas.

– Donde se merecía estar. Mejor allí que en una cárcel cualquiera. Sinvergüenza. Me dan pena los otros infelices a los que tenían allí: ninguno de ellos se merecía vivir así, peor que animales. Pero Guzzardi se había ganado eso y más.

Brunetti sabía que no tardaría en oír las razones que habían provocado en Lele esa volcánica erupción, y le dijo, tirándole de la lengua:

– Nunca te había oído hablar de él, y es extraño, si tanto te disgustaba.

– Era un ladrón y un traidor -remachó Lele-, lo mismo que su padre. No tenían escrúpulos en traicionar a quien fuera.

Brunetti observó que la condena de Lele era mucho más violenta que la del conde, pero recordó que su suegro le había dicho que durante la guerra él no estaba en Venecia. Lele sí había estado, de principio a fin, y dos tíos suyos habían muerto, uno luchando al lado de los alemanes; y el otro, contra ellos. Brunetti, cortando la sarta de epítetos que seguía brotando del teléfono, dijo:

– Bueno, bueno, me hago cargo de tus sentimientos. Ahora dime por qué.

Lele aún tuvo la ecuanimidad de reírse.

– Te chocará esta rabia al cabo de tanto tiempo. Hacía… no sé, quizá veinte años que no oía hablar de él, pero ha bastado su nombre, para que me volvieran a la cabeza todos los recuerdos. -Calló un momento-. Es curioso, ¿no te parece?, hay cosas que no se borran. Piensas que el tiempo tendría que suavizarlo. Pero con Guzzardi no.

– ¿Qué es lo que no se ha suavizado? -preguntó Brunetti.

– El odio que le teníamos todos, desde luego.

– ¿Todos?

– Mi padre, mis tíos, hasta mi madre.

– ¿Por qué?

– ¿Seguro que tienes tiempo de escucharlo todo? -preguntó Lele.

– ¿Por qué iba a haberte llamado, si no? -dijo Brunetti, respondiendo con otra pregunta y alegrándose de que a Lele no pareciera interesarle el motivo de su curiosidad por Guzzardi.

Lele preguntó entonces a su vez, a modo de introducción:

– ¿Sabías que mi padre era anticuario?

– Sí -respondió Brunetti. Tenía un vago recuerdo del padre de Lele, un hombre corpulento, con bigote y barba canos, que había muerto cuando Brunetti era niño.

– Era mucha la gente que quería salir del país. Y no es que tuvieran muchos sitios a donde ir, para estar seguros, quiero decir. Lo cierto es que, cuando empezó la guerra, muchos iban a ver a mi padre para preguntarle si podía encargarse de vender cosas por su cuenta.

– ¿Antigüedades?

– Y cuadros, estatuas, libros de coleccionista, cualquier objeto de valor.

– ¿Y él qué hacía?

– Hacía de agente -dijo Lele, como si eso lo explicara todo.

– ¿Qué quiere decir hacer de agente?

– Actuar de intermediario, buscar compradores. Conocía el mercado y tenía una larga lista de clientes. De cada venta se reservaba el diez por ciento de comisión.

– ¿No es lo normal? -preguntó Brunetti, consciente de que se le escapaba el mensaje que Lele pretendiera transmitirle.

– Nada era normal durante la guerra -dijo Lele, nuevamente como si eso lo explicara todo.

Brunetti protestó:

– Lele, aquí hay muchas cosas que no entiendo. Te agradeceré que seas más explícito.

– Está bien, siempre se me olvida lo poco que la gente sabe, o quiere saber, acerca de lo que ocurría entonces. Y ocurría esto. Cuando la gente se veía obligada a vender objetos de valor, cuando no tenía más remedio que vender, podía optar entre hacerlo por sí misma, lo cual siempre es un error, o acudir a un agente. Lo que también era un error.

– ¿Por qué?

– Porque algunos comerciantes, ante el pánico de los vendedores, vieron la ocasión de hacer dinero, mucho dinero, y se volvieron locos.

– ¿Qué hicieron?

– Aumentaron sus porcentajes. La gente estaba desesperada por vender y salir del país. Hacia el final, muchos comprendieron que, si se quedaban, morirían. No -rectificó-, serían asesinados. Deportados y asesinados. Pero a algunos les faltó el valor para marcharse y dejarlo todo: casas, cuadros, ropa, objetos de arte, papeles, recuerdos de familia. Eso debían haber hecho, dejarlo todo y tratar de llegar a Suiza, a Portugal, incluso al norte de África, pero muchos no se resignaban. Al final, sin embargo, no tuvieron alternativa.

– ¿Y entonces? -apremió Brunetti.

– Pues no les quedó más remedio que vender todo lo que tenían, convertirlo en oro, en piedras o en divisas, en algo que creían que podrían llevar consigo.

– ¿Y no pudieron?

– Va a llevar mucho tiempo explicar todo esto, Guido -dijo Lele casi con tono de disculpa.

– Está bien.

– De acuerdo. El proceso, por lo menos, muchas veces, el proceso era éste. El vendedor, ya fuera aquí o en cualquier ciudad importante, acudía a un agente, muchos de los cuales eran anticuarios. Algunos de los grandes coleccionistas incluso trataron de vender sus piezas a los alemanes, a hombres como Haberstock, de Berlín. Se rumoreaba que, en Roma, el príncipe Farnese había conseguido vender muchas cosas a través de Haberstock. En fin, uno acudía a un agente, el agente iba a ver las piezas y hacía una oferta por las que más le gustaban o creía que podría vender. -Nuevamente, Lele calló.

Brunetti, intrigado por descubrir qué podía haber en eso que provocara las iras de Lele, preguntó:

– ¿Y bien?

– Entonces el agente ofrecía una pequeña parte de lo que valían los objetos diciendo que era todo lo que él podría sacar por ellos. -Antes de que Brunetti pudiera hacer la pregunta obligada, Lele explicó-: Todo el mundo sabía que no había que molestarse en preguntar a otro. Habían formado un cartel, y cuando uno daba un precio lo comunicaba a los otros y ninguno ofrecía más.

– Pero, ¿y los que eran como tu padre? ¿Por qué no lo llamaban a él?

– Para entonces mi padre estaba en la cárcel. -La voz de Lele era de hielo.

– ¿De qué lo acusaron?

– ¿Quién sabe? ¿Y qué importa? Fue denunciado por hacer comentarios derrotistas. Y los hacía, desde luego. Todo el mundo sabía que no teníamos ninguna posibilidad de ganar la guerra. Pero esos comentarios los hacía en casa, sólo delante de nosotros. Lo denunciaron los otros agentes, y la policía vino a buscarlo y se lo llevó, y durante el interrogatorio le dieron a entender que no debía volver a trabajar de agente.

– ¿Para los que querían abandonar el país?

– Entre otros. Nunca le dijeron con quién no debía trabajar, pero tampoco hacía falta. Mi padre captó el mensaje. A la tercera paliza, captó el mensaje. Así que, cuando lo soltaron y volvió a casa, nunca más trató de ayudar a esa gente.

– ¿Judíos? -preguntó Brunetti.

– Principalmente, sí. Pero también había familias no judías. La de tu suegro, por ejemplo.

– ¿Hablas en serio? -preguntó Brunetti sin poder ocultar el asombro.

– Éste, Guido, es un tema con el que no bromeo -dijo Lele con insólita acritud-. El padre de tu suegro tuvo que marcharse del país, y fue a ver a mi padre para preguntarle si podía vender algunos objetos por su cuenta.

– ¿Y los vendió?

– Se hizo cargo de ellos. Creo que eran treinta y cuatro pinturas y una gran colección de primeras ediciones de Aldo Manuzio.

– ¿No tuvo miedo de la advertencia?

– No los vendió. Dio una suma de dinero al conde y le dijo que le guardaría los cuadros y los libros hasta que regresara a Venecia.

– ¿Qué pasó?

– Toda la familia, incluido tu suegro, se fue a Portugal y, desde allí, a Inglaterra. Ellos fueron de los afortunados.

– ¿Y los objetos que tenía tu padre?

– Los guardó en lugar seguro y cuando el conde y su familia regresaron después de la guerra se los devolvió.

– ¿Dónde los guardó? -preguntó Brunetti, no porque ello importara sino porque el historiador que llevaba dentro deseaba saberlo.

– Yo tenía una tía que era abadesa del convento de dominicas de Miracoli. Lo puso todo debajo de la cama. -Brunetti, sorprendido, guardó silencio, y entonces Lele explicó-: Había un gran espacio hueco debajo del suelo de la celda, y la abadesa puso la cama encima de la trampilla. Por discreción, nunca pregunté qué podía una abadesa esconder allí, y no sé cuál era la finalidad primitiva de aquel habitáculo.

– Pero podemos imaginarla -observó Brunetti, recordando relatos oídos de niño sobre tropelías de curas y monjas.

– Desde luego. Lo cierto es que allí se quedaron los objetos hasta que terminó la guerra y regresaron los Falier. Entonces mi padre se lo entregó todo al conde y el conde le devolvió el dinero. Además, le regaló un pequeño Carpaccio, que es el que está en nuestro dormitorio.

Después de reflexionar sobre todo ello, Brunetti dijo:

– Nunca, en todos los años que hace que lo conozco, he oído a mi suegro hablar de eso.

– Orazio no habla de lo que ocurrió durante la guerra.

Sorprendido de que Lele hablara con tanta familiaridad de un hombre al que Brunetti, en más de dos décadas, nunca había llamado por el nombre de pila, preguntó:

– ¿Cómo lo sabes? ¿Por tu padre?

– Sí. Por lo menos, una parte. Orazio me contó el resto.

– No sabía que lo conocieras tan bien, Lele.

– Luchamos juntos dos años con los partisanos.

– Pero él dice que era poco más de un niño cuando se marcharon de Venecia.

– Eso fue en 1939. Tres años después, era un joven. Un joven muy peligroso. Uno de los mejores. O de los peores, supongo, si eras alemán.

– ¿Dónde estabais?

– En las montañas, cerca de Asiago -dijo Lele, que agregó después de una pausa-: Si quieres saber algo más, será mejor que se lo preguntes a tu suegro.

Interpretando esas palabras como una orden -lo que eran-, Brunetti volvió al tema objeto de su llamada.

– Háblame de lo que hacía tu padre antes de que lo arrestaran.

– Antes se limitaba a cobrar su diez por ciento y tratar de conseguir lo máximo por los objetos de sus clientes. Y, por si te interesa, él nunca compraba nada por su cuenta. Por muy buen precio que le ofrecieran y por mucho que le gustara la pieza, él se negaba a quedarse con ella.

– ¿Y Guzzardi? -preguntó Brunetti llevando la conversación por donde a él le interesaba que discurriera.

– Eran el equipo perfecto: el padre era el capitalista; el hijo, el artista. -La voz de Lele derramó unas gotas de ácido en la palabra-. Entraron en el negocio de las antigüedades casi por casualidad. Debieron de olerse que podían hacer dinero. Esa clase de gente tiene instinto para estas cosas. Al principio, contrataron a un tasador, y como los dos eran miembros influyentes del partido, no tuvieron la menor dificultad para entrar en el cartel. Y al poco tiempo, la gente de aquí, o de Padua, o de Treviso que tenían cosas que vender y querían venderlas pronto, acudían a los Guzzardi. Y ellos se las quedaban. Los Guzzardi se lo tragaban todo. Como los tiburones.

– ¿Tuvieron algo que ver con el arresto de tu padre?

Lele, con su cautela habitual, nacida de su convicción de que todas las conversaciones telefónicas eran escuchadas por alguna agencia del Gobierno, respondió:

– Siempre ha sido una sabia política comercial eliminar a la competencia.

– ¿Compraban sólo para sí o también para clientes?

– Cuando empezaron, como ninguno de los dos tenía gusto, compraban para clientes, personas que se habían enterado de que salía a la venta una determinada colección y no querían rebajarse a que se les viera comprar directamente. Esos casos eran cada vez más frecuentes hacia el final de la guerra. La gente quería las obras de arte, pero no que se supiera que las había adquirido aprovechándose de las circunstancias.

– ¿Y los Guzzardi?

– Hacia el final, se dice que sólo compraban por cuenta propia. Para entonces Luca ya tenía buen ojo. Hasta mi padre lo reconocía. Luca no era tonto, ni mucho menos.

– ¿Qué compraban?

– El padre, sobre todo, pintura. A Luca le interesaban los dibujos y grabados.

– ¿Luca tenía ojo en eso?

– No mucho. No creo. Pero son piezas más manejables. Además, de los grabados siempre hay más de uno y los pintores suelen hacer varios apuntes o bocetos antes de pintar un cuadro, por lo que son más difíciles de identificar que si fueran piezas únicas. Y se esconden fácilmente.

– No tenía ni idea de todo eso -dijo Brunetti cuando le pareció que Lele había acabado de hablar.

– Pocos la tienen, y aún son menos los que quieren saber algo al respecto. Eso hicimos todos, después de la liberación, decidimos olvidar lo sucedido durante la última década, especialmente desde el comienzo de la guerra. Además, terminamos en el bando de los vencedores, por lo que olvidar resultaba más fácil todavía. Y eso es lo que hemos tenido desde entonces, la política de la amnesia. Es lo que queríamos y es lo que nos dan.

Brunetti pocas veces había oído una definición más acertada.

– ¿Algo que añadir? -preguntó.

– Podría llenar un libro con todo lo que ocurría durante aquellos años. Y luego, en cuanto la guerra terminó, como si no hubiera pasado nada, lo mismo que en Alemania. Bueno, lo mismo no, a ellos les costó un poco más, con todo eso de la desnazificación, aunque para lo que sirvió… Pero esos cerdos, esos agentes, en cuanto terminó la guerra, ya volvían a estar con el morro en el pesebre.

– Hablas como si los conocieras.

– Claro que los conozco. Algunos aún viven. Uno hasta tiene una carpeta de dibujos de los maestros antiguos en la cámara acorazada del banco. La ha tenido allí desde que la adquirió en 1944.

– ¿Legalmente?

Lele soltó un bufido de desdén.

– Si alguien teme por su vida y vende algo, firma una nota de venta, y los Guzzardi tenían buen cuidado en exigirlas. Así, la venta es legal. Pero si alguien entra en la cámara del banco, roba esos dibujos y los devuelve a su primitivo dueño comete un acto ilegal, desde luego. -Lele hizo una larga pausa después de su último comentario y dijo bruscamente-: Te llamaré si me acuerdo de algo. -Y su voz se apagó.

Загрузка...