CAPITULO 6

Cuando la muchacha se fue, Brunetti se acercó el montón de papeles que tenía a su derecha, puso sus iniciales en cada uno de ellos sin molestarse en leer ni una palabra y los pasó al lado izquierdo de la mesa, desde donde seguirían deambulando por la questura. No tenía ningún reparo en despacharlos de ese modo y pensó que quizá fuera una medida inteligente la de llegar a un acuerdo con alguno de los otros comisarios a fin de establecer turnos semanales para la lectura de los informes. Durante un momento, consideró la posibilidad de incluir en el plan a todos los colegas de confianza con objeto de reducir al mínimo esa estúpida pérdida de tiempo, pero desistió, al descubrir cuán pocos serían los nombres que podría poner en la lista: Vianello, la signorina Elettra, Pucetti y Sara Marino, una comisaria nueva.

En un principio, la circunstancia de que Marino fuera siciliana, hizo que la mirara con prevención y, después, la revelación de que su padre, juez, había sido asesinado por la Mafia, lo indujo a temer que fuera una fanática. Pero la mujer había demostrado honradez y entusiasmo por el trabajo. Además, el que tanto Patta como el teniente Scarpa la mirasen con antipatía era también un punto a su favor. Aparte de estas cuatro personas -y si el nombre de Sara estaba en la lista era porque el instinto le decía que era una persona honrada-, no había en la questura nadie en quien Brunetti pudiera tener confianza ciega. Antes que poner su seguridad en manos de sus colegas, todos los cuales habían jurado defender la ley, confiaría su vida, carrera y fortuna en las de alguien como Marco Erizzo, el hombre al que acababa de aconsejar que cometiera un delito.

Brunetti decidió no perder más tiempo allí sentado haciendo listas estúpidas. Sería preferible ir a ver a su suegro, otro hombre en el que había llegado a confiar, aunque aquélla era una confianza que no dejaba de producirle cierta intranquilidad. A veces, Brunetti veía en el conde Orazio Falier a una especie de oráculo, porque estaba seguro de que la miríada de relaciones que el conde había formado a lo largo de su vida había de permitirle dar respuesta a cualquier pregunta que Brunetti pudiera hacer sobre los habitantes y los entresijos de la ciudad. El conde había contado a Brunetti secretos acerca de los grandes de este mundo que ponían en tela de juicio tal grandeza. Pero nunca le revelaba sus fuentes, lo que no impedía a Brunetti creer implícitamente todo lo que decía el conde.

Llamó a su suegro al despacho y le preguntó si podía ir a verlo. El conde respondió que, como tenía una cita para almorzar e inmediatamente después salía de la ciudad, lo mejor sería que Brunetti fuera enseguida a campo San Barnaba, donde podrían hablar de lo que Brunetti deseara saber, sin que nadie los estorbara. Al colgar el teléfono, Brunetti descubrió que la intuición del conde lo ponía nervioso. Había dado por descontado que el deseo de Brunetti de hablar con él no tenía otro motivo que el de obtener información, aunque la alusión estaba hecha con tanta naturalidad que, en rigor, Brunetti no podía sentirse ofendido.

Tras dejar una nota en la puerta que decía que había salido a interrogar a una persona y que regresaría después del almuerzo, Brunetti se marchó. El día estaba más gris y más frío, por lo que decidió tomar el vaporetto en lugar de ir andando. El Uno, procedente de San Zaccaria, venía cargado de turistas, un grupo inmenso, rodeado por una muralla de equipajes, seguramente, camino de la estación del tren o de piazzale Roma y el aeropuerto. Brunetti subió a bordo y fue hacia las puertas de la cabina, pero le cerró el paso una mochila enorme, colgada de los hombros de una mujer más enorme todavía. Le parecía que, durante los últimos años, los turistas norteamericanos habían duplicado su tamaño. Grandes siempre lo habían sido, pero antes eran grandes como los escandinavos: altos y musculosos, mientras que ahora, además de grandes, eran pesados y fofos, conglomerados de miembros rollizos que le daban la impresión de que, si los tocaba, le dejarían la mano pringosa.

Aunque él sabía que la fisiología humana no cambia sino al ritmo de las glaciaciones, sospechaba que debían de haberse producido profundas transformaciones en las condiciones esenciales para el mantenimiento de la vida humana: aquella gente parecía no poder sobrevivir sin una frecuente absorción de agua o de bebidas carbónicas, pues todos asían su botella de litro y medio como si fuera un salvavidas.

Brunetti, reincidente, desplegó el Gazzettino, fue a la segunda sección y estuvo deleitándose con sus muchas perlas hasta que el vaporetto paró en Ca' Rezzonico.

Al llegar al final de la larga y estrecha calle, torció a la derecha por delante de la iglesia y se metió por un callejón que lo condujo hasta el enorme portone del palazzo Falier. Llamó al timbre y se acercó al lado derecho del portal, situándose delante del micrófono para anunciarse, pero la puerta se abrió casi al instante, accionada por Luciana, la más antigua de los servidores del palazzo que, por méritos de devoción y veteranía, había llegado a ser como una prolongación de la familia.

– Ah, dottor Guido -dijo la mujer sonriendo y poniéndole la mano en el brazo para hacerlo entrar, expresando, con ese ademán instintivo, alegría de verlo, interés por su salud y vivo afecto-. ¿Y Paola? ¿Y los niños?

Brunetti recordó entonces que, para esa mujer menuda, sus hijos habían sido «los chiquitines» hasta hacía sólo un par de años, cuando ellos le sacaban ya toda la cabeza.

– Todos están bien, Luciana, y esperando la miel de este año. -El hijo de Luciana tenía una granja cerca de Bolzano y todos los años, en Navidad, ella obsequiaba a la familia con cuatro tarros de un kilo, de las distintas variedades de miel que él producía.

– ¿Ya se ha terminado? -preguntó ella rápidamente con inquietud en la voz-. ¿Quieren un poco más?

Si le decía que sí, él ya la veía tomando el primer tren de la mañana siguiente, camino de Bolzano.

– No, Luciana, aún no hemos abierto la de acacia. Y de castaño queda la mitad. Nos alcanzará hasta Navidad. Eso, suponiendo que Chiara no la encuentre.

Ella sonrió, recordando el voraz apetito de Chiara. No del todo convencida, dijo:

– Si se les acaba, dígamelo, y Giovanni les mandará más. No hay inconveniente. -Con otra palmada en el antebrazo de Brunetti, la mujer agregó-: Il signor conte está en su despacho. -Brunetti asintió y Luciana se volvió hacia la escalera que conducía al primer piso y a la cocina, donde ella reinaba desde tiempo inmemorial.

La puerta del despacho estaba abierta, y Brunetti entró con sólo un formal golpecito en el marco. El conde levantó la cabeza y lo saludó con una sonrisa tan cordial que hizo sospechar a Brunetti si su suegro no desearía alguna información a cambio de la que pudiera darle él.

Brunetti no sabía qué edad podía tener el conde, ni era fácil adivinarla por su aspecto. Aunque el pelo, que llevaba muy corto, era completamente blanco, el contraste con su cara curtida por el sol producía una impresión de vitalidad y vigor que disipaba la idea de que aquellas canas fueran indicio de vejez. El día en que Brunetti preguntó a Paola qué edad tenía su padre, ella le contestó que, si le interesaba averiguarlo, mirara el pasaporte del conde, y añadió riendo que su padre tenía cuatro pasaportes, de cuatro países diferentes, con cuatro fechas y cuatro lugares de nacimiento distintos.

Brunetti estaba seguro de que en los cuatro aparecería la misma nariz ganchuda y la misma mirada azul y penetrante, pero Paola no le dijo si el nombre era el mismo en todos los pasaportes y él no se atrevió a preguntarlo.

El conde cruzó el despacho y saludó a su yerno con una sonrisa y un firme apretón de manos.

– Me alegro de verte. Siéntate. ¿Qué quieres tomar? ¿Un café? ¿Un’ombra?

– Nada, gracias -dijo Brunetti sentándose-. Sé que tienes una cita, de modo que iré directamente al grano y procuraré terminar cuanto antes.

Sin mirar el reloj, el conde dijo:

– Aún dispongo de media hora, hay tiempo de sobra para tomar una copa.

– No, de verdad -insistió Brunetti-. Cuando terminemos, si hay tiempo.

El conde volvió a su mesa y se sentó.

– ¿De quién se trata? -preguntó, demostrando conocer bien a Brunetti.

– De un italiano, Luca Guzzardi, procesado después de la guerra, no sé por qué delito, pero que, en lugar de ir a la cárcel, fue enviado a San Servolo, donde murió. -Brunetti optó por no mencionar a Claudia Leonardo ni expuso las razones de su consulta. De todos modos, el conde nunca le pedía explicaciones; el que Brunetti estuviera casado con su hija era razón suficiente para brindarle toda la ayuda posible.

El conde escuchaba impasible y, cuando Brunetti terminó de hablar, frunció los labios y ladeó la cabeza, como atento a un sonido que llegara de uno de los palazzi del otro lado del Gran Canal. Luego, mirando a Brunetti, dijo:

– Ah, realmente, la vida es larga.

Brunetti sabía que el conde, al igual que su hija, no resistiría la tentación de explayarse con el relato. Al cabo de un momento, empezó:

– Luca Guzzardi era hijo de un hombre con el que mi padre había tenido tratos comerciales. Se consideraba pintor. -Al advertir la confusión de Brunetti, explicó-: El hijo, no el padre.

Al parecer, el conde estaba ordenando los hechos en su memoria, a fin de contar la historia con claridad.

– En realidad, Luca no tenía nada de artista, si acaso, cierto talento como ilustrador. Eso le fue muy útil, porque el partido que estaba en el poder antes y durante la guerra le encargaba murales y carteles. -Había momentos en los que Brunetti no podía por menos de admirar la arrogancia del conde: del mismo modo en que un gran señor nunca llamaba a los criados por el nombre de pila, así también el conde se negaba a pronunciar el nombre del partido político que había llevado a la ruina a su país.

Brunetti, que conocía bien i fascisti, recordó entonces de qué le sonaba el nombre de Guzzardi. Lo había leído en un libro sobre arte fascista: una tediosa sucesión de páginas y más páginas de obreros bien alimentados y muchachas de ojos brillantes y largas trenzas que, dibujados en vivos colores, laboraban por el triunfo de un pueblo que era como ellos.

– Luca Guzzardi estuvo muy activo durante toda la guerra -prosiguió el conde-, tanto en Ferrara, de donde procedía su familia… tengo entendido que trataban en productos textiles… como aquí, donde tanto él como su padre ocupaban cargos de cierta importancia.

Hacía mucho tiempo que Brunetti había renunciado a preguntar a su suegro cómo conseguía la información que le daba, pero esta vez el conde no se calló ese detalle:

– Como te habrá contado Paola, en 1939 tuvimos que marcharnos, por lo que ninguno de nosotros estaba aquí durante los primeros años de la guerra. Yo era casi un niño, pero mi padre tenía muchos amigos que se quedaron, y cuando la familia regresó a Venecia, después de la guerra, él se enteró, lo mismo que yo, de lo que había ocurrido mientras estábamos fuera. Y poco era bueno.

Después de esa breve explicación, el conde prosiguió:

– Guzzardi padre suministraba al ejército tejidos para uniformes y, según creo, tiendas de campaña. Con ello hizo una fortuna. El hijo, por sus dotes artísticas, hacía trabajos de propaganda, dibujaba carteles con escenas edificantes de la vida de nuestra gran nación. También era una de las personas a las que se encomendó la tarea de decidir qué obras de arte decadente debían ser eliminadas de galerías y museos.

– ¿Eliminadas? -preguntó Brunetti.

– Fue una de las epidemias que nos llegaron del norte -dijo el conde secamente, y prosiguió-: Había una larga lista de pintores que fueron declarados perniciosos: Goya, Matisse, Chagall y los expresionistas alemanes. Y otros muchos: bastaba con que fueran judíos. O que sus temas no fueran bonitos o que no reflejaran los mitos del partido. Todas estas obras debían retirarse de las paredes de los museos, y también muchos particulares, por precaución, descolgaban los cuadros de las paredes de sus casas.

– ¿Y adonde iban a parar esas obras?

– Buena pregunta -dijo el conde-. Con frecuencia, los cuadros eran lo primero que vendía la gente que necesitaba el dinero para sobrevivir o quería marcharse al extranjero, aunque era muy poco lo que conseguían por ellos.

– ¿Y los de los museos?

El conde sonrió apretando los labios en aquel rictus cínico que su hija había heredado.

– Guzzardi figlio era la persona a la que se encargó la tarea de decidir qué obras debían retirarse.

– ¿Y también la tarea de decidir adonde se enviaban y la de llevar el registro de donde se encontraban? -preguntó Brunetti, que empezaba a tener una visión de conjunto.

– Me alegra comprobar que todos esos años en la policía no han afectado al funcionamiento de tu cerebro, Guido -dijo el conde con cordial ironía.

Brunetti hizo caso omiso del comentario, y el conde continuó:

– En el caos desaparecieron muchas cosas, desde luego. Pero, al parecer, él llegó demasiado lejos. Creo que fue en 1942. Una familia suiza vivía en una vieja casa del Gran Canal que les pertenecía desde hacía varias generaciones. El padre, que tenía no sé qué título -dijo el conde, desechando con indiferencia cualquier supuesta aristocracia que no tuviera mil años de antigüedad-, era el cónsul honorario, y el hijo siempre estaba buscándose problemas con sus críticas contra el Gobierno, pero nunca lo arrestaban porque su padre tenía amistades influyentes. Hasta el día en que encontraron al hijo en la buhardilla con dos aviadores ingleses que tenía escondidos. El caso no estaba claro, pero parece ser que los Guzzardi se enteraron y uno de ellos lo delató a la policía.

El conde calló y Brunetti le vio tratar de evocar recuerdos de más de medio siglo atrás.

– La policía se llevó a los tres -prosiguió-. Aquella misma noche, los dos Guzzardi hicieron una visita al palazzo del padre durante la que se acordó que el chico volvería a su casa y no habría cargos.

– ¿Y los aviadores?

– No tengo ni idea.

– ¿Así que los Guzzardi…?

– A los Guzzardi se les vio salir del palazzo con un gran paquete.

– ¿Arte decadente?

– No se sabe. El cónsul era un gran coleccionista de dibujos de los maestros antiguos: Tiziano, Tintoretto, Carpaccio. También era un gran amigo de Venecia y donó muchas obras a los museos.

– ¿Pero no los dibujos?

– Los dibujos ya no estaban en el palazzo cuando acabó la guerra -dijo el conde.

– ¿Y los Guzzardi? -preguntó Brunetti.

– Parece ser que el cónsul había sido condiscípulo de un inglés que, después de la guerra, fue nombrado embajador de Gran Bretaña en Italia, y el inglés decidió que había que hacer algo respecto a los Guzzardi.

– ¿Y?

– El hijo fue procesado. No recuerdo cuál era exactamente la acusación, pero desde el primer momento se vio cuál sería el veredicto. El embajador era un hombre muy rico y también muy generoso, lo que le daba mucho poder. -El conde fijó la mirada en la pared de detrás de Brunetti, en la que había tres dibujos de Tiziano en hilera, como pidiéndoles que le refrescaran la memoria.

– Que yo sepa, los dibujos no han aparecido. Corrían rumores de que el abogado de Guzzardi había hecho un trato por el que su cliente sería indultado si los dibujos eran devueltos, pero entonces Guzzardi sufrió un ataque o un desmayo durante el juicio, no sé si real o falso, y al final los jueces lo declararon culpable, me parece que de extorsión, si mal no recuerdo, y lo enviaron a San Servolo. Decía la gente que todo era una farsa, para librarlo de la cárcel, que lo tendrían en el manicomio unos meses y luego lo soltarían, curado milagrosamente. Así se complacía al embajador y Guzzardi salía bien librado.

– ¿Pero murió?

– Sí, murió.

– ¿Hubo algo sospechoso en su muerte?

– No que yo recuerde. San Servolo era un antro de muerte. -El conde reflexionó-. Aunque la forma en la que ahora se organizan las cosas no es mucho mejor.

La ventana del despacho de Brunetti daba a la residencia de ancianos de San Lorenzo y lo que él veía allí bastaba para confirmar sus sospechas sobre el triste destino de los viejos, los locos o los desamparados que iban a parar a las instituciones públicas. Sustrayéndose a estas reflexiones, Brunetti miró el reloj. El conde debía marcharse ya, si no quería llegar tarde al almuerzo. Se puso en pie.

– Muchas gracias. Si recuerdas algo más…

– Te lo haré saber -atajó el conde, terminando la frase por él. Sonrió sin alegría-. Resulta extraño volver a pensar en aquellos tiempos.

– ¿Por qué?

– Nosotros, lo mismo que los franceses, nos dimos buena prisa en olvidar lo ocurrido durante los años de la guerra. Ya sabes cuáles son mis sentimientos respecto a los alemanes -dijo, y Brunetti asintió, recordando el invencible desagrado con que el conde veía aquella nación-. Pero hay que reconocer que ellos asumieron lo que habían hecho.

– ¿Es que tenían elección? -preguntó Brunetti.

– Con los comunistas dueños de la mitad del país, la Guerra Fría en marcha y los norteamericanos asustados por el camino que pudieran tomar, claro que tenían elección. Los aliados, una vez terminados los procesos de Núremberg, no hubieran seguido restregándoles la guerra por las narices. No obstante, los alemanes optaron por examinar los años de la guerra, en cierta medida por lo menos. Eso nosotros no lo hemos hecho nunca, y por eso no hay una historia de esos años, por lo menos, una historia fidedigna.

Brunetti se sorprendió de que las ideas del conde coincidieran con las de Claudia Leonardo, a pesar de que los separaban más de dos generaciones.

Ya en la puerta, Brunetti se volvió para preguntar:

– ¿Esos dibujos…?

– ¿Sí?

– ¿Cuánto valdrían ahora?

– Imposible de calcular. Nadie sabe cuáles eran ni cuántos, ni hay pruebas de lo ocurrido.

– ¿De que los Guzzardi se los llevaran?

– Sí.

– ¿Tú qué crees?

– Que se los llevaron, desde luego -dijo el conde-. Eran de esa clase de gente. Canallas. Codiciosos y arribistas, la gente que se siente atraída por esas ideas políticas. Es su único medio para conseguir poder o riqueza, y por eso se reúnen en manada como las ratas y arramblan con lo que encuentran. Luego, si vienen mal dadas, son los primeros en decir que, por principio, ellos eran contrarios a esas doctrinas, pero temían por la seguridad de sus familias. Es curioso cómo esa gente siempre encuentra nobles pretextos para sus actos. Y, en la primera ocasión, se ponen del lado de los vencedores. -El conde agitó una mano en ademán de enojado desdén.

Brunetti no recordaba haber visto al conde pasar tan rápidamente de un desprecio distante e irónico a la indignación. Se preguntó qué experiencias podían hacerlo reaccionar con aquel apasionamiento por unos hechos tan lejanos. Pero no era el momento de tratar de satisfacer su curiosidad, por lo que se contentó con reiterar las gracias y estrechar la mano del conde antes de salir del palazzo Falier para regresar a su más modesta morada, en busca del almuerzo.

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