Al cabo de unos minutos, la signora Gallante salió del dormitorio y fue hacia Brunetti y Vianello.
– Dice el doctor que será preferible que Lucia se quede aquí conmigo hasta que lleguen sus padres de Milán y se la lleven a su casa.
– ¿Ya les ha avisado?
– Sí, en cuanto los llamé a ustedes.
– ¿Sabe cuándo vendrán?
– He hablado con su madre; ya la conocía, porque ha estado aquí varias veces, para ver a Lucia. Ha dicho que llamaría a su marido al trabajo. Después me ha llamado ella para avisarme de que inmediatamente salían para aquí.
– ¿Cómo vienen?
– No se lo he preguntado. -La signora Gallante parecía sorprendida por la pregunta-. En coche, supongo, como las otras veces.
– ¿Cuánto hace que ha hablado con ella? -preguntó Brunetti.
– Hará una media hora, quizá una hora. Nada más subir, encontrar a Lucia y traerla a casa. He llamado primero a la policía y después a sus padres.
Aunque eso limitaba el tiempo del que Brunetti dispondría para hablar con Lucia y complicaría todo futuro contacto con ella, el comisario dijo:
– Ha hecho usted muy bien, signora.
– No tuve más que pensar qué querría yo que se hiciera si se tratara de una nieta mía, y ha sido fácil.
Brunetti, involuntariamente, miró hacia la puerta del dormitorio.
– ¿Qué ha dicho el médico?
– Cuando ha sabido que los padres venían, ha dicho que no le daría un sedante, pero me ha pedido que le prepare una tila con mucha miel. Para el shock, dice.
– Sí, buena idea -dijo Brunetti. Se oían pasos en la escalera y él deseaba hablar con el forense-. Si no tiene inconveniente, el ispettore se quedará aquí mientras tanto -añadió, mirando significativamente a Vianello, que no necesitaba más para disponerse a interrogar a la signora Gallante acerca de Claudia y de las visitas que la joven recibía en su apartamento.
Con una cortés despedida, Brunetti salió a la escalera y subió al segundo piso. El dottor Rizzardi ya estaba arrodillado al lado de la muchacha, palpando con dedos enfundados en plástico la muñeca de su brazo extendido. Al oír entrar a Brunetti, levantó la mirada y dijo:
– No es que hubiera esperanza, pero es lo que exigen las normas. -Miró a la muchacha, retiró la mano y dijo-: Ha muerto. -Dejó que creciera el silencio sobre esas palabras terribles y se levantó. Un fotógrafo que había llegado con el médico se acercó al cadáver y tomó varias fotos. Luego, andando despacio, dio una vuelta completa en torno a la muchacha, fotografiándola desde todos los ángulos. Se alejó, tomó una última instantánea desde la puerta, guardó la cámara en el estuche y salió a esperar al médico.
Como conocía a Rizzardi, Brunetti se abstuvo de hacer sugerencias y de señalarle el tono de la sangre coagulada, y se limitó a preguntar:
– ¿Cuándo, diría usted?
– Probablemente, anoche, pero la hora no la sabré hasta que la vea. -Rizzardi había querido decir la vea «por dentro», los dos lo sabían, pero preferían no puntualizar.
Mirando otra vez a la muchacha, el médico preguntó:
– Querrá saber la causa, ¿no?
– Sí -dijo Brunetti, situándose automáticamente al lado del médico. Rizzardi le dio un par de guantes transparentes y esperó a que Brunetti se los pusiera.
Los dos hombres se arrodillaron al mismo tiempo, pasaron las manos por debajo del cuerpo y, lentamente, con la delicadeza con que los hombres corpulentos manejan a los bebés, lo levantaron primero por el hombro y después por la cadera para ponerlo boca arriba.
Debajo del cadáver no había cuchillo, instrumento ni herramienta alguna, pero los orificios oscuros y viscosos del delantero de la blusa de algodón señalaban la causa de la muerte, con todo su horror. En un principio, Brunetti vio cuatro, pero después descubrió otro más arriba, cerca del hombro. Todas las heridas estaban en el lado izquierdo.
Rizzardi desabrochó los dos botones de arriba y abrió la blusa. Examinó las heridas y hasta separó los bordes de una de ellas, y entonces Brunetti recordó un poema perverso que le había leído Paola, que comparaba las heridas del cuerpo de Cristo con unos labios.
– Alguna parece lo bastante profunda -dijo Rizzardi-. La autopsia nos lo dirá, pero creo que no hay duda. -Cerró la blusa, y la abrochó cuidadosamente, miró a Brunetti, movió la cabeza de arriba abajo y los dos se levantaron.
– Ya sé que es una superstición tonta, pero me alegro de que tenga los ojos cerrados -dijo Rizzardi. Y, sin transición, agregó-: Yo diría que la persona que usted busca no es muy alta, no mucho más que ella.
– ¿Por qué?
– Por el ángulo. La hoja entró en sentido casi horizontal. La trayectoria descendería más cuanto más alto fuera el asesino. Podré hacer un cálculo aproximado cuando tome las medidas, pero ésa es la primera impresión.
– Gracias.
– Es bien poco, me temo.
Rizzardi fue hacia la puerta y Brunetti lo siguió.
– No habrá mucho más que decir, pero de todos modos le llamaré a su despacho cuando haya terminado.
– ¿Tiene el número del telefonino de Vianello?
– Sí -dijo Rizzardi-. ¿Por qué no tiene usted móvil?
– Lo tengo, pero siempre me lo olvido en casa o en el despacho.
– ¿Por qué Vianello no le da el suyo, sencillamente?
– Tiene miedo de que lo pierda.
– Cómo ha prosperado el sargento, con el ascenso a ispettore, ¿eh? -dijo Rizzardi, pero el aparente sarcasmo de la observación dejaba traslucir sincero afecto.
– Bastante le ha costado conseguirlo -dijo Brunetti, con un poso de indignación por los años que había tardado Vianello en recibir su archimerecido ascenso.
– ¿Scarpa? -preguntó Rizzardi, refiriéndose al asistente personal del vicequestore Patta y demostrando conocer perfectamente los entresijos de la questura.
– Desde luego. Desde que llegó ha estado bloqueándole la promoción.
– ¿Y qué ha hecho cambiar las cosas?
Brunetti desvió la mirada y empezó a decir, evasivamente:
– La verdad, no tengo ni…
– ¿Qué hizo usted? -cortó Rizzardi.
– Amenacé a Patta con pedir el traslado a Treviso o a Vicenza.
– ¿Y?
– Cedió.
– ¿Pensaba usted que cedería?
– Al contrario. Yo pensaba que se alegraría de poder librarse de mí.
– Si Patta se hubiera negado a conceder el ascenso, ¿usted se hubiera marchado?
Brunetti alzó las cejas y dobló las comisuras de los labios, en otro intento de evasión.
– ¿Se hubiera usted marchado?
– Sí -dijo Brunetti yendo hacia la puerta-. ¿Me llamará cuando termine?
En el piso de abajo, Brunetti encontró a Vianello en la cocina, sentado frente a la signora Gallante, con una tetera de porcelana blanca y un tarro de miel entre los dos. Cada uno tenía ante sí una taza de infusión amarilla. Al ver a Brunetti, la signora Gallante fue a levantarse, pero Vianello se inclinó sobre la mesa y le puso una mano en el antebrazo:
– No se moleste, signora, yo traeré una taza para el comisario.
Vianello se levantó y, con la soltura que da una larga familiaridad, abrió un armario y sacó una taza y un platillo que puso frente a Brunetti, ya sentado, luego se volvió hacia el cajón de los cubiertos, en busca de una cucharilla. En silencio, llenó la taza de tila y volvió a sentarse frente a la dueña de la casa.
– La signora me hablaba de la signorina Leonardo, comisario -dijo. La signora Gallante asintió-. Era una buena muchacha, muy educada y atenta…
– Oh, mucho -interrumpió la anciana-. De vez en cuando, bajaba a tomar una taza de tisana y siempre me preguntaba por mis nietos y hasta me pedía ver fotos suyas. Ella y Lucia eran unas muchachas muy tranquilas, casi no se las oía. Siempre estudiando y estudiando, eso era todo lo que hacían.
– ¿No venían amigos a verlas? -preguntó Vianello, en vista de que Brunetti callaba.
– No. A veces veías en la escalera a un chico o una chica, pero nunca causaban molestias. A los estudiantes les gusta trabajar juntos. Eso hacían mis hijos, pero ellos alborotaban mucho más, desde luego. -Esbozó una sonrisa, pero entonces, al recordar lo que había llevado a su mesa a aquellos dos hombres, la borró y tomó la taza.
– Ha dicho que conoce a la madre de Lucia, signora -dijo Brunetti-, ¿conoce también al signor y la signora Leonardo?
– No; es imposible. No tenía a ninguno de los dos, ¿comprende? -Ante la mirada de confusión de Brunetti, explicó-: Es decir, su padre murió. Claudia me dijo que había muerto cuando ella era pequeña.
Como la signora Gallante no decía más, Brunetti preguntó:
– ¿Y la madre?
– Oh, la madre no sé. Claudia nunca hablaba de ella, pero yo siempre he tenido la impresión de que se había ido.
– ¿Quiere decir que había muerto, signora?
– No exactamente. Bueno, no sé lo que quiero decir. Claudia nunca dijo que hubiera muerto; sólo que parecía que se había ido para no volver. -Se quedó pensativa, tratando de recordar sus conversaciones con la muchacha-. Ahora que lo pienso, era extraño. Ella siempre hablaba de su madre en pasado, pero una vez lo hizo como si aún viviera.
– ¿Recuerda lo que dijo? -preguntó Vianello.
– No, no lo recuerdo. Lo siento, señores, pero no lo recuerdo. Algo de que le gustaba no sé qué, un color, un guiso, algo por el estilo. No una cosa concreta, como un libro, una película o un actor sino algo en general: ahora que lo pienso, podría ser un color, quizá dijo: «A mi madre le gusta…» y entonces mencionó el color que fuera, quizá el azul. En realidad, no lo recuerdo, pero sé que entonces pensé que era extraño que ella hablara de su madre como si aún viviera.
– ¿Y usted no le preguntó?
– Oh, no. Claudia no era de la clase de chicas a las que se puede hacer preguntas. Si ella quería que supieras una cosa, te la decía. Si no, cambiaba de conversación o hacía como si no te hubiera oído.
– ¿Y eso no la molestaba? -preguntó Vianello.
– Quizá, al principio, pero después comprendí que era su manera de ser y que no había nada que hacer. Además, yo la apreciaba, la apreciaba mucho, y esas cosas no me importaban, no me importaban ni lo más mínimo. -La signora Gallante levantó la taza, se la llevó a los labios e inclinó la cara como para beber, pero no pudo contener las lágrimas y tuvo que dejar la taza y sacar el pañuelo-. No puedo seguir hablando de esto, señores.
– Me hago cargo, signora -dijo Brunetti terminando la tila, que se había enfriado mientras hablaban-. Iré a ver si el doctor ha terminado y si puedo hablar un momento con Lucia.
Era evidente que la signora Gallante no lo aprobaba, pero no dijo nada y se limitó a enjugarse las lágrimas.
Brunetti fue a la puerta del dormitorio, llamó con los nudillos y luego volvió a llamar. Al cabo de unos momentos, la puerta se abrió y el médico asomó la cabeza.
– ¿Sí? -preguntó.
– ¿Podría hablar con la signorina Mazzotti, dottore?
– Se lo preguntaré -dijo el médico cerrando la puerta en las narices de Brunetti. Al cabo de unos minutos, volvió a aparecer su cabeza-. No quiere hablar con nadie.
– Dottore, ¿querría usted explicarle que lo que pretendemos es encontrar a la persona que mató a su amiga? Sé que los padres de la signorina Mazzotti vienen a buscarla para llevársela a Milán y entonces va a ser muy difícil para nosotros hablar con ella. -Brunetti no agregó que la ley lo autorizaba a prohibir a la muchacha salir de la ciudad, pero sí dijo-: Le estaríamos muy agradecidos si accediera a hablar con nosotros ahora. Sería de gran ayuda.
El médico movió la cabeza en señal de asentimiento y, según pensó Brunetti, comprensión, y volvió a cerrar la puerta.
Cuando, por lo menos cinco minutos después, el médico volvió a abrir la puerta, Lucia Mazzotti estaba detrás de él. Era más alta y más delgada de lo que él había supuesto y, vista de frente, mucho más bonita. El médico le sostuvo la puerta y ella salió al pasillo y siguió a Brunetti hasta la sala, donde se sentó en una silla.
– ¿Desea que el doctor esté presente mientras hablamos, signorina? -preguntó Brunetti.
Ella asintió y luego dijo que sí con un hilo de voz.
El médico se sentó en el borde de un sofá, dejó el maletín en el suelo, echó el cuerpo hacia atrás y se quedó inmóvil y callado.
Brunetti tomó otra silla y la puso a un metro de la de Lucia, situándola frente a la ventana, para exponer su propia cara a la luz y dejar la de ella en sombra. Deseaba mostrarse franco para darle confianza, a fin de que se relajara y hablara abiertamente. La miró con una sonrisa que él pretendía tranquilizadora. La muchacha tenía los ojos verdes, tan frecuentes entre las pelirrojas, enrojecidos ahora por las lágrimas.
– Quiero que sepa lo mucho que lamento lo ocurrido, signorina -empezó diciendo Brunetti-. La signora Gallante nos ha dicho lo buena que era Claudia. Debe de ser muy doloroso para usted perder a una amiga como ella.
Lucia inclinó la cabeza y asintió.
– ¿Podría hablarme un poco de su amistad? ¿Cuánto tiempo hacía que vivían juntas?
La voz de la muchacha era muy fina, casi inaudible, pero Brunetti, inclinándose hacia adelante, consiguió oírla.
– Yo vine hace un año. Claudia y yo estudiábamos en la misma Facultad, íbamos juntas a varias clases, y cuando su anterior compañera decidió dejar los estudios, me preguntó si quería su habitación.
– ¿Cuánto tiempo llevaba aquí Claudia?
– No sé, un año o dos cuando yo llegué.
– Venía usted de Milán, ¿verdad?
La muchacha, que seguía mirando al suelo, movió la cabeza afirmativamente.
– ¿Sabe de dónde era Claudia?
– Creo que de aquí.
En un primer momento, Brunetti no estaba seguro de haber oído bien.
– ¿De Venecia? -preguntó.
– Sí, señor. Pero había ido al colegio en Roma.
– ¿Y alquiló un apartamento en lugar de vivir con sus padres?
– No creo que tuviera padres -dijo Lucia, y entonces, como dándose cuenta de que la frase parecía grotesca, miró de frente a Brunetti por primera vez y aclaró-: Me parece que han muerto.
– ¿Los dos?
– El padre, sí, ella me lo dijo.
– ¿Y la madre?
Lucia reflexionó.
– La madre, no estoy segura. Siempre supuse que había muerto, pero Claudia nunca lo dijo.
– ¿No le pareció extraño que, siendo tan jóvenes como debían de ser sus padres, hubieran muerto los dos?
Lucia movió la cabeza negativamente.
– ¿Claudia tenía muchos amigos?
– ¿Amigos?
– Compañeros de clase, gente que viniera a estudiar, a comer algo o a charlar simplemente.
– Chicos y chicas de la Facultad venían a estudiar a veces, pero nadie en particular.
– ¿Claudia tenía algún amigo?
– ¿Quiere decir un fidanzato? -preguntó Lucia con un tono que daba a entender claramente que no lo tenía.
– O alguien con quien saliera de vez en cuando.
Nuevamente, Lucia negó con un movimiento de la cabeza.
– ¿Sabe de alguna persona allegada a ella?
Lucia pensó antes de responder.
– La única persona de la que le oí hablar o con la que hablaba por teléfono era una mujer a la que ella llamaba abuela, pero no lo era.
– ¿Se refiere a Hedi? -dijo Brunetti, preguntándose cuál sería la reacción de Lucia al saber que la policía ya conocía la existencia de esa mujer.
Evidentemente, a Lucia le pareció perfectamente natural, porque respondió:
– Sí, creo que era alemana o austriaca. Por teléfono hablaban en alemán.
– ¿Usted sabe alemán, Lucia? -preguntó Brunetti, utilizando por primera vez su nombre de pila, para, con esa muestra de familiaridad, animarla a responder con más confianza.
– No, señor. Nunca supe de qué hablaban.
– ¿No sentía curiosidad?
Ella pareció sorprendida por la pregunta. ¿Qué interés podía tener una conversación entre su compañera de piso y una extranjera vieja?
– ¿Nunca vio a esa mujer?
– No. Pero Claudia iba a su casa. A veces traía galletas o una especie de pastel con almendras. Yo no preguntaba, pero suponía que se lo daba ella.
– ¿Por qué lo suponía, Lucia?
– Pues no sé. Quizá porque nadie que yo conozca hace esa clase de pasteles. Con canela y nueces.
Brunetti asintió.
– ¿Recuerda algo que Claudia dijera respecto a ella?
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, por qué la consideraba… en fin, su abuela adoptiva. O dónde vivía.
– Creo que debe de vivir en la ciudad.
– ¿Por qué, Lucia?
– Porque, cuando venía con los pasteles, no había estado fuera mucho tiempo, quiero decir, tiempo suficiente como para ir y volver de otro sitio. -Lo pensó un momento-. No podía ser el Lido, bueno, podía ser el Lido, porque se puede ir y volver en poco tiempo, pero recuerdo que Claudia dijo una vez… no sé de qué estábamos hablando… que hacía años que no iba al Lido.
Brunetti fue a hacer otra pregunta, pero Lucia se volvió de repente hacia el médico:
– ¿Doctor, tengo que seguir?
Sin consultar con Brunetti, el joven respondió:
– No, si no quiere, signorina.
– No quiero -dijo ella-. Eso es todo lo que tengo que decir. -Miraba al médico al hablar, desentendiéndose de Brunetti por completo.
El comisario, aceptando con resignación la eventualidad de tener que proseguir el interrogatorio en Milán o por teléfono, se puso en pie diciendo:
– Le estoy muy agradecido por su ayuda -y, mirando al médico, dijo-: Y por la suya, dottore. -Finalmente, dirigiéndose a ambos, añadió-: La signora Gallante ha preparado tila y estará encantada de ofrecerles una taza. -Se encaminó hacia la puerta del apartamento, se volvió un momento, como si fuera a decir algo más, pero cambió de idea y se marchó.