CAPÍTULO 5

Como la noche antes Paola le había dicho que la muchacha deseaba hablar con él directamente, cuando el agente de la entrada de la questura le dijo por teléfono que una joven preguntaba por él, Brunetti se figuró quién era.

– ¿Cómo se llama?

Al cabo de unos instantes, el agente dijo:

– Claudia Leonardo.

– Acompáñela a mi despacho, por favor -dijo Brunetti y colgó el teléfono. Terminó de leer un párrafo de un inane informe sobre propuestas de gastos, dejó el papel a un lado y empezó a leer otro, consciente de que, cuando entrara la muchacha, con ello daría la impresión de que estaba trabajando.

Oyó un golpe en la puerta y vio la manga de un uniforme que se retiraba rápidamente para dejar paso a una jovencita. Parecía muy niña para ser una estudiante universitaria que se preparaba para el examen final, como le había dicho Paola.

El comisario se levantó, señalando la silla situada frente a él.

– Buenos días, signorina Leonardo. Encantado de recibir su visita -dijo, tratando de imprimir en su voz un tono benévolo.

La mirada fugaz que ella le lanzó le dio a entender que estaba habituada al paternalismo de las personas mayores y que no le gustaba nada. La muchacha se sentó y otro tanto hizo él. Era bonita como lo son casi todas las muchachas: cara ovalada, cabello oscuro y corto, y cutis fino. Pero parecía más viva y despierta que la mayoría.

– Me ha dicho mi esposa que desea usted hacerme una consulta -dijo Brunetti al comprender que la muchacha esperaba que él iniciara la conversación.

– Sí, señor. -Su mirada era directa y paciente.

– Que le interesa averiguar si es posible obtener un perdón por algo que ocurrió hace mucho tiempo y por lo que, si no he entendido mal, un hombre fue declarado culpable.

– Sí, señor -repitió ella, que mantenía tan fija la mirada que Brunetti se preguntó si no estaría esperando nuevas muestras de paternalismo, curiosa por ver la forma que tomaban.

– También me dijo que lo internaron en San Servolo y que murió allí.

– Eso es. -No había señales de emoción ni impaciencia en la cara de la joven.

Al comprender que no iba a vencer su reserva con esas preguntas, él dijo:

– Me ha contado que está usted leyendo la biografía de Mussolini de Mack Smith.

Su sonrisa descubrió dos hileras de dientes inmaculados y le agrandó los ojos hasta que los iris castaño oscuro quedaron completamente rodeados de un blanco brillante y sano.

– ¿Usted la ha leído? -preguntó ella con viva curiosidad en la voz.

– Hace años -respondió Brunetti, y añadió-: Habitualmente, no leo mucha historia contemporánea, pero en una cena tuve una conversación con alguien que empezó a decir que con él todos estaríamos mejor, que sería una suerte si él pudiera…

– Infundir disciplina en los jóvenes -prosiguió ella sin una pausa- y restaurar el orden en la sociedad. -Claudia imitaba perfectamente el tono rotundo del hombre que hablaba en defensa del Duce y de la disciplina que había logrado infundir en el carácter italiano.

Brunetti, echando atrás la cabeza, soltó una carcajada, encantado y animado por el desdén que, con su imitación, manifestaba ella hacia aquel hombre y sus pretensiones.

– No recuerdo haberla visto allí -rió-, pero desde luego da la impresión de que estaba usted en aquella mesa, oyéndolo hablar.

– Es lo que oigo continuamente, hasta en clase -dijo ella con impaciencia-. Está bien que la gente se queje del presente. Al fin y al cabo, es uno de los principales temas de conversación. Pero, en cuanto mencionas las cosas del pasado que han hecho que el presente sea lo que es, la gente te echa en cara tu falta de respeto por el país y su tradición. Nadie está dispuesto a tomarse la molestia de pensar en el pasado, pensar realmente, y en lo funesto que fue aquel hombre.

– No sabía que los jóvenes supieran siquiera quién era el Duce -dijo Brunetti, consciente de que exageraba, aunque no demasiado, a juzgar por la amnesia casi total que observaba en personas de distintas edades con las que trataba de hablar de la guerra y sus causas. O, lo que era peor, por la historiografía sesgada y maquillada que vendía la imagen de un pueblo italiano afable y generoso al que los malvados vecinos teutónicos del norte habían llevado por el mal camino. La voz de la muchacha lo sacó de sus cavilaciones.

– La mayoría no lo sabe. Pero yo me refiero a los viejos. Una se imagina que ellos tendrían que saber o recordar cómo eran las cosas entonces, cómo era él. -Meneó la cabeza en otro gesto de exasperación-. Pues no, no oyes más que esas tonterías de que los trenes llegaban con puntualidad, de que no había problemas con la Mafia y de lo contentos que estaban los etíopes de ver a nuestros valientes soldados. -Calló, como tanteando el terreno frente a ese hombre de ojos amables, vestido de modo conservador. Lo que descubrió debió de alentarla a continuar-. Nuestros valientes soldados iban equipados con sus gases asfixiantes y sus ametralladoras, que les enseñaban las virtudes del fascismo.

Tan joven y ya tan cínica, pensó él, y qué harta debía de estar de oír estas cosas.

– Me sorprende que no se matriculara en Historia.

– Oh, me matriculé. Pero al cabo de un año tuve que dejarlo, no aguantaba las mentiras, los libros hipócritas, la resistencia de la gente a definirse respecto a todo lo ocurrido en los cien últimos años.

– ¿Y entonces?

– Pasé a Filología Inglesa. Lo peor que pueden hacer es obligarnos a aguantar sus estúpidas teorías sobre el significado de la literatura y si el texto existe o no. -Brunetti tenía la sensación de estar oyendo a Paola en uno de sus momentos más exaltados-. Pero los textos en sí no pueden tocarlos. Los que gobiernan eliminan documentos comprometedores de los archivos del Estado, pero no pueden hacer eso con Dante ni con Manzoni, ¿verdad? -inquirió como quien plantea una pregunta que realmente exige respuesta.

– No -convino Brunetti-. Pero sin duda ello se debe a que existen ediciones clásicas de los textos originales. Estoy seguro de que, si pensaran que podían retocarlas, lo intentarían. -Vio que ella lo escuchaba con interés y prosiguió-: Siempre me ha dado miedo esa gente que toma posesión de lo que ellos creen la verdad. No tiene reparos en tergiversar los hechos para acomodarlos a sus aberraciones.

– ¿Usted estudió Historia, comisario?

Brunetti lo tomó como un cumplido.

– No; me parece que tampoco hubiera pasado del primer curso. -Él se detuvo y ambos sonrieron al advertir la inmediata y universal simpatía que se establece entre las personas que encuentran su solaz en las páginas de los libros. Él prosiguió, sin detenerse a pensar en si sería prudente decir eso a alguien que no era miembro de las fuerzas del orden-: Yo tengo que pasarme la mayor parte del tiempo escuchando mentiras, pero por lo menos es de suponer que algunas de las personas que me las dicen mienten porque son criminales. No es como tener que escuchar una mentira de labios de la persona que ocupa la cátedra de Historia en la universidad. -Y a punto estuvo de agregar: «o del ministro de Justicia» pero se contuvo a tiempo.

– Eso hace sus mentiras más peligrosas, ¿verdad? -preguntó la muchacha casi al instante.

– Efectivamente -corroboró él, satisfecho de que ella hubiera advertido las consecuencias tan rápidamente. Casi de mala gana, él llevó de nuevo la conversación al punto en el que se hallaba antes de convertirse en un examen de la verdad histórica-. Pero, ¿qué es lo que deseaba usted preguntarme? -Como ella no decía nada, prosiguió-: Creo que mi esposa ya le adelantó que no puedo darle información hasta que conozca los detalles.

– ¿No se lo dirá usted a nadie? -soltó la muchacha. El tono de la pregunta recordó a Brunetti que su visitante no era mucho mayor que sus propios hijos y que su sofisticación intelectual no suponía madurez en otras facetas de su personalidad.

– No, a no ser que existan indicios de actividad delictiva actual. Si los hechos ocurrieron en un pasado lejano, es probable que hayan prescrito o sido objeto de una amnistía general. -Como la información que le había dado Paola era muy vaga, Brunetti no dijo más, dejando que fuera ella la que diera más detalles, si quería.

Se hizo una pausa. Brunetti no tenía idea de lo que podía estar pensando ella. Tanto duraba el silencio que el comisario desvió la mirada, y sus ojos, automáticamente, fueron hacia las palabras impresas en el papel que tenía delante. Casi sin querer, se puso a leer.

Iba pasando el tiempo. Finalmente, ella dijo:

– Como ya le conté a su esposa, se trata de una anciana a la que siempre he considerado una tercera abuela. Necesito la información para ella. Es austriaca, pero durante la guerra vivía con mi abuelo. Mi abuelo paterno. -Miró a Brunetti, para descubrir si bastaría esta explicación, y él sostuvo su mirada con interés pero sin gran expectación.

– Después de la guerra, mi abuelo fue detenido. Hubo un juicio en el que la acusación presentó copias de unos artículos que él había publicado en diarios y revistas condenando las «formas y prácticas del arte ajenas». -Brunetti reconoció la fórmula fascista con que se designaba el arte judío o creado por judíos-. A pesar de la amnistía, fueron aceptadas como prueba.

Ella calló. Cuando se hizo evidente que, si no la azuzaba no seguiría, él preguntó:

– ¿Qué ocurrió en el juicio?

– Como después de la Amnistía Togliatti no se le podía acusar de crímenes políticos, lo acusaron de extorsión. Por otras cosas que ocurrieron durante la guerra -explicó-. Por lo menos, eso me ha contado mi abuela. Cuando vio que iban a declararlo culpable, sufrió una especie de depresión, y su abogado decidió alegar demencia. -Adelantándose a la pregunta de Brunetti, explicó-: Yo no sabía qué pensar, pero mi abuela dijo que fue una depresión auténtica, no simulada como las de ahora.

– Comprendo.

– Y los jueces también lo creyeron. Por eso cuando lo condenaron lo enviaron a San Servolo.

Hubiera sido preferible la cárcel, pensó Brunetti involuntariamente, pero decidió reservarse el comentario. San Servolo había sido cerrado hacía décadas y quizá fuera preferible olvidar los horrores que allí habían ocurrido durante tantos años. Lo pasado, pasado, y ya nadie podía cambiar los sufrimientos del abuelo de la joven ni de los otros internos. Ahora bien, un perdón, si fuera viable, sí podría cambiar la manera en la que la gente lo recordaba. Eso, le pareció oír que decía una voz cínica, si alguien se molestaba en pensar en esas cosas o le preocupaba lo que pudiera haber sucedido durante la guerra.

– ¿Y qué es lo que desea usted obtener para él? O lo que desea obtener su abuela -precisó, tratando con ello de inducirla a ser más explícita acerca de la promotora de la petición.

– Cualquier cosa que lo rehabilite, que le devuelva el buen nombre. -Entonces, bajando la cabeza y el tono de voz, agregó-: Es lo único que yo puedo hacer por ella. -Y, en tono más bajo todavía-: Lo único que ella quiere.

Ése era un aspecto de la ley con el que Brunetti no estaba familiarizado, por lo que sólo podía plantearse su petición en términos de principios del Derecho. Pero no tenía valor para decir a la muchacha que no siempre se aplicaba la ley conforme a tales principios.

– Creo que, en ese caso, procedería solicitar una revocación de la sentencia. Una vez se determinara que el veredicto fue incorrecto, su abuelo sería declarado inocente a todos los efectos.

– ¿Públicamente? -preguntó ella-. ¿Con un documento oficial que yo pudiera enseñar a mi abuela?

– Si el tribunal emitiera un fallo, debería hacerlo constar por escrito -fue lo único que él supo responder.

Ella estuvo tanto tiempo considerando esa respuesta que al fin Brunetti preguntó, para romper el silencio:

– ¿Su apellido era el mismo que el de usted?

– No; el mío es Leonardo.

– ¿No era su abuelo paterno?

– Mis padres no estaban casados -respondió ella con sencillez. Mi padre no me reconoció inmediatamente, y yo conservé el apellido de mi madre.

Pensando que lo más prudente sería no hacer comentarios al respecto, Brunetti se limitó a preguntar:

– ¿Él cómo se llamaba?

– Luca Guzzardi.

Ese nombre despertó un eco lejano en la memoria de Brunetti.

– ¿Era veneciano?

– No; la familia era de Ferrara. Pero estaban aquí durante la guerra.

El nombre de la ciudad no acercaba el recuerdo. Mientras hacía como si reflexionara sobre su respuesta, Brunetti ya estaba pensando en quién podría informarle sobre hechos ocurridos en Venecia durante la guerra. De inmediato, se le ocurrieron dos nombres: el de su amigo el pintor Lele Bortoluzzi y el del conde Orazio Falier, su suegro, ambos pertenecientes a la generación que había vivido la guerra en su juventud y ambos poseedores de una memoria excelente.

– Pero hay algo que no entiendo -dijo Brunetti, pensando que quizá una muestra de confusión fuera un mejor medio para obtener información que la franca curiosidad-. ¿Qué objeto puede tener emprender ahora una acción legal? La sentencia hubiera tenido que apelarse en su día.

– Ya se apeló, y se confirmó el fallo, lo mismo que la decisión de enviarlo a San Servolo.

Brunetti asumió una expresión de desconcierto.

– Entonces no se me ocurre cómo va a poder obtenerse ahora una revocación del fallo ni quién pueda desearla.

La mirada que ella le lanzó le borró de la cara su expresión de falso candor, y Brunetti se sintió violento por haber tratado de inducirla a revelar el nombre de aquella abuela que deseaba obtener un perdón, intento que él sabía que obedecía a simple curiosidad.

Ella abrió la boca para contestar, se contuvo, lo miró como recordando que había tratado de sonsacarla con hipocresía y finalmente dijo con una aspereza impropia de sus pocos años:

– Lo siento, pero no estoy autorizada a decirle eso. Lo único que le pido -prosiguió, impresionándolo por la dignidad con que se atribuía el derecho de hablarle como a un igual, basándose en la complicidad que se había establecido entre ellos durante su conversación acerca de los libros- es que me diga si es posible rehabilitar su nombre. -Y, antes de que Brunetti pudiera preguntar, ella zanjó la cuestión-: Nada más.

– Comprendo -dijo él levantándose. Dudaba de poder ayudarla, pero su juventud y su sinceridad hacían que deseara intentarlo.

Ella también se levantó. Él dio la vuelta a la mesa, pero fue ella la primera en extender la mano. Después del saludo, la muchacha rápidamente dio media vuelta y salió del despacho, dejando a Brunetti con la mortificante sensación de que se había comportado torpemente, pero también con el deseo de averiguar cuál era el recuerdo que había despertado el nombre de Guzzardi.

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