Mientras volvía a casa andando, Brunetti repasaba mentalmente la conversación mantenida con la signora Jacobs. Lo desconcertaba la incoherencia entre, por un lado, el triste reconocimiento de que Guzzardi sólo era capaz de amarse a sí mismo y, por otro, el profundo amor que ella aún le tenía. El amor te nubla el entendimiento, es cosa sabida, y generalmente, te impide ver las incongruencias de tu conducta. La signora Jacobs, sin embargo, no parecía hacerse ilusiones acerca de su antiguo amante. Qué doloroso debía de ser contemplar tu debilidad y saberte incapaz de vencerla. Guzzardi era guapo, pero al estilo de galán de cine engominado, con el físico que en la actualidad se atribuye a proxenetas y peluqueros más que a los hombres que el gusto de hoy considera guapos, la mayoría de los cuales, por cierto, parecían a Brunetti mediocridades con americana o mocosos rubios que se resistían a entrar en la pubertad.
Pero allí se apreciaban todas las señales del amor perdurable. Ella se había mostrado dispuesta a hablar de Guzzardi, había invitado a Brunetti a admirar su foto -curiosa invitación, por cierto, para ser hecha a un hombre-, le había hablado del juicio y del tiempo -tiempo espantoso tuvo que ser- de su internamiento en San Servolo con evidente dolor, y no había podido disimular el efecto que incluso ahora, al cabo de tanto tiempo, le causaba hablar de su muerte.
La mujer había dicho que los Guzzardi no poseían el don de descansar en paz. Ahora recordaba Brunetti que ella había hecho ese comentario refiriéndose a Benito, el hijo de Luca Guzzardi, pero entonces la conversación se había desviado y Brunetti no había podido enterarse de por qué él no había conseguido encontrar la paz. Pero si hubo un hijo y luego existió Claudia, tuvo que haber una madre. Claudia había dicho que su abuela materna era alemana, y se había referido a su madre hablando en pasado; Lucia le había contado que Claudia decía que su padre había muerto; la signora Gallante había dicho que, si bien Claudia hablaba de su madre en pasado, no tenía la impresión de que hubiera muerto. La madre de Claudia podía estar frisando los cuarenta o pasar de los cincuenta y encontrarse en cualquier lugar del mundo, y lo único que sabía de ella era que su apellido era Leonardo, que no tenía nada de alemán.
Brunetti pasó revista a las posibles fuentes de información. Sabiendo la fecha de nacimiento de Claudia, podrían averiguar en qué lugar de la ciudad residía su madre al dar a luz. Ahora bien, Claudia no tenía acento veneciano, podía haber nacido en el continente y hasta en el extranjero. Pero, su pensamiento, que seguía el ritmo de sus pies, le dijo entonces que esa información podía obtenerse fácilmente, tanto en la universidad como en el Ufficio Anagrafe, donde habría tenido que inscribirse la muchacha. Era tan joven que todos los datos referentes a su persona estarían informatizados y serían fácilmente accesibles para la signorina Elettra. Brunetti levantó la mirada y se sonrió, satisfecho por haber hallado otro encargo que encomendar a la signorina Elettra y recordarle de ese modo que su labor era indispensable para el buen funcionamiento de la questura.
Después de la guerra, la abuela se había marchado con un oficial británico llevándose consigo al padre de Claudia. ¿Cómo había podido entonces la muchacha venir a parar a Venecia, hablando italiano sin asomo de acento y cómo había llegado a ver en la signora Jacobs a una especie de abuela adoptiva? Por más que Brunetti se decía que toda especulación respecto a esas cuestiones era inútil, no podía dejar de darles vueltas.
Estos pensamientos lo acompañaron hasta su casa pero, al empezar a subir el último tramo de la escalera, Brunetti hizo un esfuerzo para dejarlos en el descansillo hasta la mañana siguiente, en que tendría que regresar al mundo de la muerte.
Fue una sabia decisión, porque los que poblaban estos pensamientos no hubieran cabido en una mesa a la que esa noche se sentaban, además de su familia, Sara Paganuzzi, la novia de Raffi, y Michela Fabris, una compañera de clase de Chiara que esa noche se quedaba a dormir en casa de los Brunetti.
Como se había perdido el almuerzo por culpa de Marco, Brunetti se sintió justificado para repetir de las crêpes de espinacas y ricotta que Paola había hecho de primer plato. Ocupado como estaba en saciar el hambre, guardaba silencio, y la conversación se dividió en dos partes, como el coro de un oratorio de Scarlatti. Paola hablaba con Chiara y Michela de un actor de cine cuyo nombre no decía nada a Brunetti pero con el que su hija parecía estar entusiasmada, mientras Raffi y Sara conversaban en la clave indescifrable del amor primero. Brunetti recordaba el tiempo en el que también él podía servirse de aquel lenguaje.
A medida que le disminuía el hambre, Brunetti iba prestando más atención a lo que se decía en la mesa, como el que sintoniza una emisora de radio.
– Yo lo encuentro fabuloso -suspiró Michela, con lo que indujo a Brunetti a buscar la onda de Sara, pero allí tampoco era muy entretenido el programa, a pesar de que el admirado era su propio hijo.
Su salvación llegó de la mano de Paola, que puso encima de la mesa una enorme cazuela de conejo estofado con algo que parecían aceitunas.
– ¿Y nueces? -preguntó él, señalando unos gránulos oscuros esparcidos sobre el guiso.
– Sí -dijo Paola, extendiendo el brazo hacia el plato de Michela.
La niña se lo dio, pero preguntó, un poco nerviosa:
– ¿Es conejo, signora Brunetti?
– No; es pollo -dijo Paola sonriendo con naturalidad mientras le servía un muslo.
Chiara fue a decir algo, pero su padre la silenció tomándole el plato por sorpresa, que pasó a Paola.
– ¿Y qué más le has echado? -preguntó Brunetti.
– Pues un poco de apio, para el sabor, y las especias de siempre.
Al dar el plato a Chiara, Brunetti preguntó a Michela:
– ¿De qué película estabais hablando con Chiara?
Mientras ella se lo contaba, no sin ponderar los encantos del joven intérprete que la fascinaba, Brunetti comía su ración de conejo, sonriendo, moviendo la cabeza de arriba abajo y tratando de adivinar si Paola habría puesto una hoja de laurel, además del tomillo. Raffi y Sara comían en silencio, y Paola volvió a la mesa con una fuente de patatitas y zucchini asados y espolvoreados con almendras en láminas. Michela se puso a hablar de las dos películas anteriores del actor que lo habían catapultado al éxito, y Brunetti se sirvió otro trozo de conejo.
Mientras hablaba, Michela había ido comiendo todo lo que tenía en el plato, y no se interrumpió hasta que Paola le puso otro trozo de conejo, con su salsa correspondiente, para decir:
– Este pollo está buenísimo, signora.
Paola le dio las gracias con una sonrisa.
Después de la cena, Chiara y Michela volvieron a la habitación, donde se las oía reír a ese volumen que sólo las quinceañeras pueden alcanzar, y Brunetti se quedó en la cocina, tomando apenas una gota de licor de ciruela mientras hacía compañía a Paola, que fregaba los cacharros.
– ¿Por qué no querrá comer conejo? -preguntó al fin.
– Cosas de niños. No les gusta comerse a los animales que excitan su sentimentalismo -explicó Paola en tono comprensivo, mientras colocaba los platos en el escurridor situado encima del fregadero.
– Eso no impide a Chiara comer ternera -dijo Brunetti.
– Ni cordero -convino Paola.
– ¿Por qué Michela no ha de querer comer conejo? -porfió Brunetti.
– Porque un conejo es monín, es un animalito que un niño de ciudad puede ver y tocar, aunque sea en una tienda de mascotas. Para tocar los otros animales, hay que ir a una granja, y por eso no te parecen tan reales.
– ¿Crees que por eso no nos comemos los gatos ni los perros? -preguntó Brunetti-. ¿Porque andan siempre alrededor y se hacen amigos nuestros?
– Tampoco nos comemos las serpientes -dijo Paola.
– Sí, pero es por lo de Adán y Eva. Hay un montón de gente que se las come tranquilamente. Los chinos, por ejemplo.
– Y nosotros comemos anguilas -asintió ella. Se acercó, alargó la mano hacia la copa y tomó un chupito.
– ¿Por qué le has mentido? -preguntó él al fin.
– Porque esa niña me cae bien, y no he querido hacerle comer algo contra su voluntad ni obligarla a violentarse rechazándolo.
– Pues estaba estupendo -dijo él.
– Gracias por el cumplido -dijo Paola devolviéndole la copa-. Además, ya lo superará, o se olvidará de sus escrúpulos cuando sea mayor.
– ¿Y comerá conejo?
– Probablemente.
– Me parece que a mí no acaban de convencerme las jovencitas -dijo él finalmente.
– Supongo que debería celebrarlo -respondió ella.
A la mañana siguiente, Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró hablando con el teniente Scarpa. Como el teniente poseía la habilidad de hacer aflorar toda la malicia de la secretaria de su superior, Brunetti, tras englobar a ambos en un «buenos días» general, se retiró prudentemente a la ventana, a esperar a que terminaran la conversación.
– No me consta que usted esté autorizada a sacar carpetas del archivo -decía el teniente.
– ¿Desea que vaya a pedirle autorización cada vez que tenga que consultar una carpeta, teniente? -preguntó ella con la más peligrosa de sus sonrisas.
– Por supuesto que no; pero debe seguir el procedimiento.
– ¿Qué procedimiento, teniente? -preguntó ella tomando un bolígrafo y acercándose el bloc.
– Debe pedir autorización.
– Bien. ¿A quién?
– A la persona que esté autorizada a darla -dijo él, ya en tono destemplado.
– Sí, señor, ¿y podría decirme quién es esa persona?
– Es la persona que figure en la norma que especifica las atribuciones respectivas del personal.
– ¿Y dónde puedo encontrar un ejemplar de esa norma? -preguntó ella golpeando el bloc con la punta del bolígrafo, pero suavemente y una sola vez.
– En el archivo de normas -dijo el teniente, con voz aún más agria.
– Ah -dijo la signorina Elettra con una sonrisa de satisfacción-. ¿Y quién puede autorizarme a consultar ese archivo?
Scarpa dio media vuelta, salió del despacho y se detuvo un momento en el umbral, como si sólo la discreta presencia de Brunetti le impidiera ceder a la tentación de dar un portazo.
Brunetti se acercó a la mesa.
– Ya le he dicho que tenga cuidado con él, signorina -dijo, y consiguió que no hubiera en su voz ni asomo de reprobación.
– Ya lo sé, ya lo sé -dijo ella frunciendo los labios y resoplando con impaciencia-. Pero es muy fuerte la tentación. Cada vez que entra por esa puerta diciendo lo que debo hacer, no puedo dominar el impulso de saltarle a la yugular.
– Eso sólo puede traerle disgustos -advirtió él.
Ella se encogió de hombros, desdeñando el peligro.
– Es como repetir de postre, imagino. Una sabe que no debe, pero está tan bueno que no puede resistir la tentación.
Brunetti, que también había tenido sus trifulcas con el teniente, no hubiera elegido ese símil, pero su talante no era tan combativo como el de la signorina Elettra, y lo dio por bueno. Por otra parte, le parecía que debía felicitarse de cualquier señal de agresividad que ella diera, porque era síntoma de que había recuperado el ánimo, por muy paradójico que ello pudiera parecer a todo el que no la conociera. De modo que, pasando página, Brunetti preguntó:
– ¿Qué ha averiguado de Guzzardi?
– Ya le dije que estaba comprobando las casas que poseía en el momento de su muerte, ¿verdad?
Él asintió.
– Sólo que, cuando él murió, ya no eran suyas. La propiedad fue transferida a Hedi Jacobs cuando él estaba en la cárcel, esperando el juicio.
– Eso ya es más interesante. ¿Transferida, cómo?
– Mediante venta. Todo perfectamente legal; los documentos están en regla.
– ¿Y qué hay del testamento?
– He encontrado una copia en el Colegio de Notarios.
– ¿Cómo supo dónde buscar?
Ella le dedicó la más seráfica de sus sonrisas.
– En todo este asunto sólo ha aparecido un notario -respondió, pero lo dijo con modestia.
– ¿Filipetto? -preguntó Brunetti.
De nuevo, la sonrisa.
– ¿Filipetto era el notario de Guzzardi?
– El testamento fue inscrito en su registro poco después de la muerte de Guzzardi -dijo ella, ya sin poder reprimir la nota de orgullo de su voz-. Y, cuando Filipetto se retiró, todos sus archivos fueron enviados al colegio, donde yo los he encontrado. -Abrió el cajón de arriba y extrajo la fotocopia de un documento extendido en la arcaica tipografía de una máquina de escribir manual.
Brunetti tomó el documento y se fue a leerlo a la luz de la ventana. Guzzardi declaraba que todos sus bienes debían pasar directamente a su hijo Benito o a sus herederos, en el caso de que éste falleciera antes que él. No podía ser más sencillo. No se mencionaba a Hedi Jacobs ni se especificaban los bienes.
– ¿Y la esposa? ¿Ha encontrado indicios de que impugnara esto? -preguntó Brunetti levantando el papel.
– En los archivos de Filipetto no hay nada que lo haga suponer. -Antes de que Brunetti preguntara, agregó-: Y, probablemente, eso significa que se divorciaron antes de que él muriera, o que ella no sabía que él había muerto, o que no le importaba.
Brunetti volvió a la mesa.
– ¿Y qué hay del hijo?
– Sólo lo que usted ya sabe, comisario, que después de la guerra su madre se lo llevó a Inglaterra.
– ¿Nada más? -preguntó Brunetti, sin disimular su irritación porque una persona pudiera desaparecer tan fácilmente.
– He cursado una consulta a Roma, pero todo lo que puedo darles es el nombre, no tengo ni la fecha de nacimiento exacta. -Compartieron un momento de desesperación ante la posibilidad de recibir respuesta de Roma-. También he llamado a un amigo que tengo en Londres -prosiguió ella-. Le he pedido que se informe. Parece ser que los británicos tienen un sistema que funciona.
– ¿Cuándo espera recibir respuesta? -preguntó Brunetti.
– Desde luego, mucho antes que la de Roma.
– Me gustaría que pidiera a la universidad y al Ufficio Anagrafe toda la información que tengan sobre Claudia Leonardo. En la ficha debe de figurar el nombre de los padres, y quizá hasta la fecha de nacimiento, que usted podría enviar a Londres, por si sirve de ayuda. -Brunetti pensó en la abuela alemana, pero, antes de pedir a la signorina Elettra que empezara a investigar las posibilidades que podía ofrecer esa vía, quería ver qué encontraba allí, en la ciudad, y en Londres.
Cuando subía a su despacho, le vino a la memoria un pasaje de una vieja poesía que Paola había insistido en leerle hacía años. Si mal no recordaba, los versos describían un dragón sentado sobre un gran tesoro, que vomitaba fuego sobre todo el que se acercaba. No sabía por qué le había venido eso a la cabeza, pero tuvo una extraña visión de la signora Jacobs agazapada sobre sus obras de arte, tramando la destrucción de todo el que pretendiera llevarse algo de su tesoro.
Antes de llegar a su despacho, Brunetti dio media vuelta, bajó la escalera y salió de la questura. Sabía que era una imprudencia, que no debía volver a casa de la signora Jacobs tan pronto después de haber sido despedido, pero ella era la única persona que podía responder a sus preguntas acerca de los tesoros que la rodeaban. Debía haber dejado recado de adónde iba; debía haberse quedado sentado a su mesa, contestando al teléfono y poniendo su rúbrica en papeles, y también debía haber reprendido a la signorina Elettra por su falta de deferencia para con el teniente Scarpa.
Habida cuenta de la hora y de los enjambres de turistas que abarrotaban los barcos, decidió ir andando, seguro de poder rehuir las peores manadas hasta que se acercara a Rialto y de que su número volvería a menguar cuando dejara atrás la pescheria. Así fue, pero el breve período que pasó empujando y sorteando a gente entre San Lio y el mercado del pescado, fue suficiente para ponerlo de mal humor y exacerbar su siempre latente antipatía hacia los turistas. ¿Por qué eran tan lentos, gordos y letárgicos? ¿Por qué todos tenían que ponérsele delante? ¿Por qué no podían aprender a andar como es debido por una ciudad, en lugar de remolonear como si estuvieran en una feria de ganado y tuvieran que elegir al cerdo más gordo?
El enfado se le pasó en cuanto se vio libre de ellos, caminando por calles desiertas hacia campo San Boldo. Al llegar, llamó al timbre, pero no hubo respuesta. Recordando la técnica que solía utilizar Vianello para despertar a la gente que se dormía con el televisor a todo volumen, apoyó el pulgar en el pulsador y contó hasta cien. Contó despacio. Tampoco hubo respuesta.
El estanquero le había dicho que le subía los cigarrillos, así que Brunetti fue en su busca, le enseñó la credencial y le preguntó si tenía llave del apartamento.
Al hombre que estaba detrás del mostrador del estanco no pareció interesarle lo más mínimo que la policía quisiera hablar con la signora Jacobs. Abrió el cajón del dinero y sacó una llave.
– Es la del portone de la calle. La puerta del piso siempre me la abre la signora.
Brunetti le dio las gracias y prometió devolverle la llave. Abrió con ella el pesado portalón y subió al piso. Pulsó el timbre pero nadie contestó. Llamó con los nudillos y tampoco oyó sonido alguno en el interior. Volvió a emplear la técnica de Vianello.
Después comprendió que ya lo había sabido, lo adivinó en el silencio que se extendió por el descansillo cuando retiró el pulgar del pulsador: que la puerta no estaba cerrada con llave, que se abriría cuando hiciera girar el picaporte. Y le pareció que también sabía ya que la encontraría muerta, caída o arrojada al pie del sillón, con un hilillo de sangre que le salía de la nariz. Si algo lo sorprendió fue comprobar que no se equivocaba y, cuando descubrió que la emoción más fuerte que sentía era ésta, trató de averiguar por qué. Entonces reconoció que aquella mujer no le gustaba, aunque la habitual compasión que despiertan los ancianos era lo bastante fuerte para enmascarar su antipatía y hacerle creer que lo que sentía era la consideración de rigor.
Ahuyentó esas reflexiones, llamó a la questura y preguntó por Vianello, al que explicó lo sucedido y pidió que enviara un equipo al apartamento.
Cuando Vianello colgó, Brunetti juntó las manos en la espalda, y se sintió un tanto incómodo al darse cuenta de que había copiado el gesto de un telefilme policiaco. Se puso a inspeccionar el apartamento, fue hacia la parte trasera y descubrió que, aparte de la sala en la que ella lo había recibido, no había más que un dormitorio, una cocina y un cuarto de baño. Le sorprendió comprobar que esas dos últimas piezas estaban impecables, lo que señalaba que por allí pasaba una mujer de la limpieza.
Las paredes del dormitorio estaban cubiertas por lo que parecían cartas celestes, docenas de ellas, de distintos tamaños, enmarcadas en negro, como si todas procedieran del mismo coleccionista o del mismo enmarcador. Todas estaban dibujadas en blanco y negro y, algunas, iluminadas al pastel. Brunetti encendió la luz para verlas mejor. Estaban colgadas en hileras irregulares, abarcando desde la altura de la rodilla hasta un metro por debajo del techo. Reconoció un Cellarius, contó las que estaban por encima y por debajo y descubrió que formaban dos juegos completos. Sólo un perito podría tasarlas, pero tenían que valer cientos de millones. El mobiliario consistía en una cama estrecha y conventual, un alto armadio y una mesita de noche con una lamparilla, una bandeja con varios frascos de comprimidos y un vaso de agua y un libro que, al acercarse, Brunetti vio que era una biblia en alemán. Al lado de la cama, había una raída alfombrilla de seda y un par de zapatillas perfectamente alineadas bajo el borde de la colcha. No se observaban indicios de que en aquella habitación se fumara. En el armario no había más que dos faldas largas y otro chal de lana.
Brunetti volvió a la sala y, con ayuda de una tarjeta de crédito, abrió el cajón de abajo del escritorio. Después, fue abriéndolos todos, de abajo arriba, y miró su contenido, pero sin tocarlo. En uno había facturas pulcramente amontonadas; en otro, un rimero de lo que parecían álbumes de fotos, con los de tamaño menor encima, y, en el cajón de arriba, más facturas y recortes de periódico.
Brunetti miró en derredor sin saber si calificar la habitación de espartana o de monástica.
Volvió a la cocina y abrió el frigorífico. Un litro de leche, una pella de mantequilla en una fuente de cristal tapada y un pico de pan. Los armarios no estaban mejor provistos: un tarro de miel, sal, mantequilla, bolsitas de té y un bote de café molido. Aquella mujer o no comía o le subían la comida lo mismo que los cigarrillos.
En el cuarto de baño había un estuche de plástico para la dentadura, un camisón de franela colgado detrás de la puerta, productos de higiene y cuatro frascos de comprimidos en el armario. Al volver a la sala, Brunetti se abstuvo de mirar a la muerta, porque bastante tendría que mirarla cuando llegaran los del laboratorio.
Se situó junto a una ventana, de espaldas al exterior, buscando una explicación a lo que veía. Aquella habitación contenía obras de arte por valor de muchos miles de millones de liras, estaba seguro: sólo el Cézanne que estaba frente a él, a la izquierda de la puerta, ya los valía. Contempló las paredes, buscando un rectángulo descolorido que indicara la desaparición reciente de un cuadro. Cualquier ladrón, por ignorante que fuera, tenía que darse cuenta del valor de los objetos que contenía aquella habitación; pero no había señales de que faltara ninguno ni de que la signora Jacobs hubiera muerto a consecuencia de algo que no fuera un ataque al corazón.
Brunetti sabía por experiencia lo peligroso que era iniciar una investigación con ideas preconcebidas; éste era uno de los primeros riesgos contra los que prevenía a los nuevos inspectores. Y, no obstante, ahora él mismo se disponía a rechazar cualquier prueba, por convincente que fuera, que sugiriese que la muerte había sido accidental o natural. Su olfato, su radar, su misma entraña le decían que la signora Jacobs había sido asesinada y, aunque no había señales de violencia, no le cabía duda de que el asesino era el mismo que había matado a su nieta adoptiva. Recordó la respuesta de Galileo a las amenazas lanzadas contra él.
– Eppur si muove -murmuró, y fue hacia la puerta, al encuentro de Vianello y los agentes.
La lógica enseña que, cuanto más frecuente es una tarea, tanto más fácil y rápida será su ejecución. Así pues, el examen del lugar de una muerte se llevará a cabo en cada caso con mayor celeridad que en el anterior, especialmente, si se trata de una anciana que yace al pie de su sillón, sin señales de violencia ni de puertas forzadas. O quizá, se decía Brunetti, el paso del tiempo sea una experiencia totalmente subjetiva y los fotógrafos y los técnicos estuvieran actuando con mayor diligencia de lo normal. Desde luego, cuando les pidió que fotografiaran y sacaran huellas dactilares, percibió su mudo escepticismo ante su decisión de aplicar a ese caso la pauta del escenario de un crimen. ¿Qué podía ser más elocuente que una anciana tendida en el suelo y un frasco de comprimidos que había rodado fuera de su alcance?
Llegó Rizzardi, que mostró extrañeza porque lo hubieran llamado a él y no al médico de la mujer, pero apreciaba mucho a Brunetti para cuestionar su decisión. Confirmó la muerte, hizo un somero examen del cadáver, dijo que, al parecer, la muerte se había producido la noche antes y no dio señal alguna de sorpresa cuando Brunetti solicitó la autopsia.
– ¿Y si me exigen una justificación? -preguntó el médico poniéndose en pie.
– Conseguiré una orden judicial, no se preocupe -respondió Brunetti.
– Ya le informaré -dijo Rizzardi inclinándose para sacudirse la ceniza del pantalón.
– Gracias -respondió Brunetti, deseoso de verse libre incluso de la pasiva curiosidad del médico. Sabía que, por más que se esforzara, no encontraría palabras para describir la sensación que le producía la muerte de la signora Jacobs y comprendía lo vaga que había de resultar cualquier explicación que intentara dar.
Podían haber pasado varias horas cuando Brunetti se quedó a solas con Vianello en el apartamento, pero la luz que entraba por las ventanas era de mediodía. Miró el reloj y comprobó con asombro que aún no era la una, pese a tanto tiempo interior como había transcurrido y a tantas cosas como habían sucedido.
– ¿Quieres que vayamos a almorzar? -preguntó Brunetti complaciéndose en el tuteo. Había en el cuerpo pocas personas a las que con tanto agrado haría objeto de ese reconocimiento de igualdad.
– No vamos a comernos lo que hay en la cocina, ¿verdad? -preguntó Vianello con una sonrisa, y agregó, más serio-: Pero antes echemos un vistazo, si te parece.
Brunetti asintió con un gruñido, pero se quedó donde estaba, contemplando la habitación y pensando.
– ¿Qué hay que buscar? -preguntó Vianello.
– Ni idea. Algo relacionado con los cuadros y todo lo demás -dijo el comisario con un ademán que abarcaba todos los objetos de la habitación-. Una copia del testamento o algo que nos indique dónde puede estar. El nombre de un notario, el recibo de una notaría…
– ¿O sea, papeles? -preguntó Vianello encendiendo la luz del pasillo y apoyándose en una de las estanterías. Brunetti asintió entre dientes, y Vianello alargó el brazo hacia el estante de más arriba y sacó el primer libro. Sosteniéndolo con la mano derecha, lo abrió y, con la izquierda, hizo correr las hojas de atrás adelante, lo cambió de mano y repitió la operación a la inversa. Cuando se hubo cerciorado de que entre aquellas páginas no se escondía nada, se agachó, dejó el libro en el suelo, a la derecha de la estantería, y bajó el siguiente.
Brunetti sacó los papeles del cajón de arriba del escritorio, los llevó a la cocina y los puso en la mesa. Agarró una silla, se sentó y atrajo hacia sí el montón de papel.
Al cabo de un rato -Brunetti ni se molestó en mirar el reloj para averiguar el tiempo transcurrido-, Vianello entró en la cocina, fue al fregadero, se limpió el polvo de las manos al chorro del grifo, dejó correr el agua hasta que salió fría y bebió dos vasos.
Ninguno de los dos habló. Después, Brunetti oyó a Vianello ir al baño. Mecánicamente, leía cada recibo y cada papel y lo dejaba a un lado. Cuando los hubo leído todos, volvió al escritorio, sacó los papeles del cajón de abajo y se sentó a leerlos. Por riguroso orden cronológico, daban testimonio de las ventas de apartamentos propiedad de la signora Jacobs, efectuadas en el transcurso de los años, la primera de las cuales databa de cuatro décadas atrás. Cada doce años aproximadamente, la mujer vendía un apartamento. No había registro de cuentas bancarias, por lo que Brunetti supuso que cobraba en metálico y guardaba el dinero en casa. Tomó una carta de la compañía del gas y le dio la vuelta. Suponiendo que el precio escriturado fuera, como se acostumbraba, aproximadamente la mitad del real y visto lo que gastaba en alquiler y suministros, Brunetti calculó que el producto de la venta de cada casa le habría durado de ocho a diez años. Llamaba la atención que una mujer que era dueña de varios apartamentos viviera en uno de alquiler, pero allí estaban los recibos para demostrarlo.
Brunetti encontró una serie de copias de recibos, extendidos a nombre de la galería Patmos de Lausana, marcados con las iniciales «EL» por la venta de «objetos de valor».
Brunetti se levantó y salió al pasillo, donde Vianello había llegado casi al final del segundo estante. Junto a la pared, a uno y otro lado de las estanterías, había pilas de libros, una de las cuales se había derrumbado en una avalancha que obstruía el paso.
Vianello lo miró.
– Aquí no hay nada. Ni un triste billete de vaporetto, ni la tapa de un estuche de fósforos.
– He encontrado la fuente de la asignación de Claudia Leonardo -dijo Brunetti.
La mirada de Vianello era aguda y curiosa.
– Comprobantes de la venta de «objetos de valor» a la galería Patmos -explicó Brunetti.
– ¿Estás seguro? -preguntó Vianello, a quien ya era familiar el nombre de la galería.
– El primero está fechado un mes antes del primer depósito en la cuenta de la muchacha.
Vianello asintió con gesto de aprobación.
– Deja que te ayude con esto -dijo Brunetti pasando por encima de un montón de libros y agachándose hacia el estante de más abajo. Juntos hojearon libros hasta vaciar la estantería, sin encontrar nada más que aquello que los autores habían puesto en ellos.
Brunetti cerró el último y lo dejó plano sobre el estante que tenía a la altura del codo.
– Ya es suficiente. Vamos a comer.
Vianello no tenía nada que objetar a eso. Salieron del apartamento y Brunetti cerró la puerta de la calle con la llave del estanquero.