No fue sino una semana después cuando, en medio del papeleo rutinario que generaba la investigación de la muerte de las dos mujeres, surgió una novedad, que llegó por un conducto eminentemente veneciano: revelación de información por amistad y dentro de un sistema de intercambio de favores. Un funcionario del Registro de Documentos Públicos, recordando que la signorina Elettra, hermana de la doctora de su esposa, se había interesado por Claudia Leonardo y Hedwig Jacobs, la llamó una mañana para decirle que el testamento de esta última había sido registrado hacía dos días.
La signorina Elettra preguntó si sería posible recibir por fax una copia del testamento, a lo que el hombre respondió que eso sería «tan irregular como factible». Ella se rió y le dio las gracias, con lo que tácitamente le manifestaba que podía contar con cierta benevolencia si un día se topaba con la policía. Nada más colgar el teléfono, la joven llamó a Brunetti y le sugirió que bajase a su despacho.
Él así lo hizo, intrigado por lo que pudiera querer decirle la signorina Elettra y, desde la misma puerta, oyó el ruido del fax. Ella, sin decir nada, se levantó, fue hacia la máquina y, cuando ésta empezó a sacar su lengua de papel, hizo una profunda reverencia invitando con un ademán a Brunetti a mirar el documento que salía. Él se inclinó, curioso, y se puso a leer lo que escupía el aparato: «Yo, Hedwig Jacobs, ciudadana austriaca, pero residente en Venecia, Santa Croce, 3456, declaro no tener parientes vivos que puedan reclamar mi patrimonio.» Después de leer la primera frase, Brunetti lanzó una mirada a la signorina Elettra, que lo observaba sin dejar traslucir su autocomplacencia más que con una leve sonrisa. El papel avanzó con una sacudida y él volvió a inclinarse. «Por consiguiente, deseo que, a mi muerte, todos mis bienes sean entregados a Claudia Leonardo, también residente en esta ciudad, nieta de Luca Guzzardi. Si, por alguna razón, este legado no pudiera serle entregado, deberá pasar de manera irrevocable a sus herederos. Dispongo también que seis dibujos de Tiepolo que se hallan en mi poder sean entregados al director de la Biblioteca della Patria, en memoria de Luca Guzzardi, para ser utilizados como juzgue conveniente al servicio de los fines de la biblioteca.» El testamento estaba firmado y fechado unos diez días antes de la muerte de Claudia Leonardo. Al no ver sino un espacio en blanco debajo de la firma, él miró a la signorina Elettra, pero entonces la máquina expulsó varios centímetros más de papel, y ante sus ojos emergieron el nombre y la firma del notario que había legalizado el testamento. «Massimo Sanpaolo.» Las firmas de los dos testigos eran ilegibles.
Brunetti extrajo el papel de la máquina y lo entregó a la signorina Elettra. Ella lo leyó y, al igual que él, levantó la mirada, sorprendida al ver el nombre del notario.
– ¡Madre mía! -exclamó, y agregó-: Qué coincidencia.
– Desde luego -dijo Brunetti-. La familia Filipetto aparece por todas partes.
Antes ya de que él pudiera sugerirlo, ella propuso, volviendo a la mesa:
– ¿Quiere que echemos un vistazo?
No había familia más fácil de localizar a través de los archivos de las diversas oficinas e instituciones de la ciudad que los Filipetto. Gianpaolo, a quien Brunetti consideraba ya «su» Filipetto, era hijo único de notario y, a su vez, había tenido un solo hijo varón, muerto de cáncer. Una de sus hijas había contraído matrimonio con un Sanpaolo, otra conocida familia de notarios, y su hijo, Massimo, se había hecho cargo de la notaría Filipetto a la muerte de su tío. Massimo estaba casado y era padre de dos hijos que, sin duda, con seis y siete años, pensó Brunetti, ya estarían siendo iniciados en los arcanos notariales, a fin de heredar y transmitir a su vez la riqueza y posición de la familia. La hija menor se había casado con un extranjero, pero pasados los cuarenta de largo, por lo que no había tenido descendencia.
La notaría Sanpaolo estaba situada en una callejuela cercana al teatro Goldoni. Brunetti decidió presentarse sin avisar, y así lo hizo, al cabo de veinte minutos. Dio su nombre a una de las secretarias que estaban en el antedespacho, y ella le dijo que el notario acababa de entrar en un rogito, la transferencia del título de propiedad de una casa. Brunetti sabía que pronto se produciría un inciso durante el cual se haría efectivo el pago. El notario se excusaría pretextando que tenía que atender a un tecnicismo y, en su ausencia, los compradores entregarían a los vendedores el importe real de la casa, que solía ser el doble del escriturado y, por lo tanto, sujeto a gravamen. Como el pago se hacía en efectivo y generalmente había que contar cientos de millones de liras, el notario debía dejar solas a las partes un buen rato antes de volver para dar fe de la firma del contrato. Lo esencial era que no estuviera presente en el acto de entrega del dinero, a fin de poder declarar sin faltar a la verdad, en calidad de representante legal del Estado en la transacción, que él no había visto cambiar de manos cantidad alguna.
Tal como Brunetti suponía, Sanpaolo salió de su despacho al cabo de unos diez minutos, vio a Brunetti, fingió no reconocerlo y se acercó a hablar con una de las secretarias. La mujer señaló a Brunetti diciendo que aquel señor deseaba hablar con él.
Sanpaolo era alto y corpulento, tenía una barba muy poblada y necesitaba un corte de pelo. Probablemente, de más joven había sido guapo, pero la buena vida le había abotargado las facciones y ensanchado la figura, y ahora, más que un notario, parecía un atleta retirado y con varios kilos de más. Brunetti pensaba que aquel hombre sería un mal embustero; los padres de familia solían serlo, aunque no sabía por qué. Quizá los coartaban las responsabilidades familiares.
– ¿Sí? -preguntó acercándose a Brunetti, con los brazos caídos, sin asomo de cortesía.
– Es sobre el testamento de la signora Hedwig Jacobs -dijo Brunetti con voz llana, sin identificarse.
– ¿Qué pasa con el testamento? -preguntó Sanpaolo, sin pedir a Brunetti que repitiera el nombre.
– Me gustaría saber cómo llegó a su poder.
– ¿A mi poder? -inquirió Sanpaolo con notable aspereza.
– Por qué lo redactó y lo legalizó usted -aclaró Brunetti.
– La signora Jacobs era clienta mía y yo redacté y di fe de su firma y de las de los dos testigos.
– ¿Quiénes son?
– ¿Con qué derecho me hace estas preguntas? -El nerviosismo de Sanpaolo se trocaba ya en impaciencia y el hombre empezaba a embravecerse. Razón de más para que Brunetti extremara su flema.
– Estoy investigando un asesinato, y el testamento de la signora Jacobs es una pieza importante para la investigación.
– ¿Cómo es eso posible?
– No estoy autorizado a revelarlo, pero le aseguro que tengo derecho a interrogarlo sobre el testamento.
– Ya veremos -dijo Sanpaolo, dando media vuelta y volviendo hacia el mostrador. Dijo unas palabras a una de las mujeres y desapareció por una puerta situada a la izquierda de la de su despacho. La mujer abrió una gran agenda negra, buscó un número y marcó. Escuchó unos momentos, dijo unas palabras, oprimió un pulsador del teléfono y colgó. Entre tanto, ninguna de las dos mujeres miró a Brunetti. Con toda naturalidad y una expresión mezcla de aburrimiento e impaciencia, Brunetti miró el reloj y, mentalmente, tomó nota de la hora: le sería de gran ayuda cuando pidiera a la signorina Elettra que comprobara las llamadas hechas por Sanpaolo.
Minutos después, se abrió la puerta del despacho y un hombre se asomó y dijo que el notario ya podía volver. La secretaria que había marcado el número le respondió que el notario acababa de recibir una llamada de América del Sur y que enseguida estaría con él. El hombre desapareció en el despacho cerrando la puerta.
Pasaron unos minutos. El hombre volvió a abrir la puerta del despacho y preguntó qué ocurría. La secretaria dijo que, si lo deseaban, les llevaría algo de beber. Sin responder a su ofrecimiento, el hombre desapareció y cerró la puerta, ahora con más fuerza.
Por fin, al cabo de diez minutos largos, Sanpaolo salió del segundo despacho. Parecía ahora un poco más bajo que al entrar. La secretaria le dijo algo, pero él agitó la mano, como para ahuyentar a un insecto impertinente.
El notario se acercó a Brunetti.
– Fui a su casa el día en que se firmó el testamento. Yo le llevé el documento y me acompañaban mis dos secretarias, que actuaron como testigos de la firma. -Hablaba en voz lo bastante alta como para que las mujeres lo oyeran, y ambas, mirando primero a Sanpaolo y después a Brunetti, movieron la cabeza afirmativamente.
– ¿Y por qué fueron ustedes a su casa? -preguntó Brunetti.
– Porque ella me llamó y me lo pidió -respondió Sanpaolo poniéndose colorado.
– ¿Ya había trabajado antes para la signora Jacobs? -preguntó Brunetti y, en aquel momento, volvió a abrirse la puerta del despacho de Sanpaolo y esta vez asomó la cabeza otro hombre.
– ¿Ya? -preguntó a Sanpaolo imperiosamente.
– Dos minutos, Carlo -dijo Sanpaolo con una amplia sonrisa que no le llegó a los ojos.
Esta vez ya hubo portazo.
Sanpaolo se volvió de nuevo hacia Brunetti, quien, con toda calma, repitió la pregunta, como si no hubiese habido interrupción.
– ¿Ya había trabajado antes para la signora Jacobs?
La respuesta tardó en llegar. Brunetti observó cómo el notario sopesaba la posibilidad de falsificar anotaciones o entradas en la agenda y abandonaba la idea.
– No.
– ¿Y por qué lo eligió a usted entre todos los notarios de la ciudad, dottor Sanpaolo?
– No lo sé.
– ¿No será que alguien lo recomendó?
– Quizá.
– ¿Su abuelo?
Sanpaolo cerró los ojos.
– Quizá.
– ¿Quizá o sí, dottore? -inquirió Brunetti.
– Sí.
Brunetti hizo un esfuerzo para reprimir el desprecio que le inspiraba Sanpaolo por haber claudicado tan fácilmente. Comprendía que nada podía ser más perverso que desear mejores adversarios. Eso no era un juego, una especie de competición entre machos por el dominio de un territorio, sino el intento de descubrir quién le había clavado un cuchillo en el pecho a Claudia Leonardo y la había dejado desangrarse.
– Ha dicho que le llevó usted el testamento.
Sanpaolo asintió.
– ¿De quién eran los términos?
– No entiendo qué quiere decir -dijo el notario, y Brunetti supuso que estaba tan asustado de los posibles efectos de sus anteriores evasivas que ya no era capaz de coordinar ideas.
– ¿Quién le dijo los términos en los que debía redactar el testamento? -preguntó.
Nuevamente, el comisario observó cómo Sanpaolo recorría el laberinto de las consecuencias que podía acarrear una mentira. El notario miró de soslayo a las dos mujeres, ahora ostensiblemente concentradas en sus ordenadores, y Brunetti vio que estaba calculando la medida en la que ellas lo secundarían si decidía mentir y qué deberían hacer con tal fin. Y Brunetti le vio abandonar la idea.
– Mi abuelo.
– ¿Cómo?
– La víspera me llamó por teléfono, me dijo a qué hora me esperaba ella, y entonces dictó a Cinzia el texto del documento que yo llevé a la firma.
– ¿Sabía usted algo de esto antes de que su abuelo lo llamara?
– No.
– ¿Ella firmó voluntariamente?
Sanpaolo se indignó porque su anterior comportamiento hubiera podido hacer pensar a Brunetti que él era capaz de violar las reglas de su profesión.
– Por supuesto -afirmó. Se volvió y señaló a las dos mujeres, que tecleaban afanosamente en sus ordenadores-. Pregúnteles a ellas.
Y Brunetti preguntó, con lo que sorprendió tanto a las mujeres como a Sanpaolo, quizá porque era la primera vez que se dudaba de su palabra de modo tan evidente.
– ¿Es verdad eso, señoras?
Ellas levantaron la mirada de los teclados y una pareció escandalizarse.
– Sí, señor.
– Sí, señor.
Brunetti miró de nuevo a Sanpaolo.
– ¿Le dio su abuelo alguna explicación?
Sanpaolo movió la cabeza negativamente.
– No. Sólo llamó, dictó el testamento y me dijo que se lo llevara a ella al día siguiente, que lo hiciera firmar por testigos y lo anotara en mi registro.
– ¿Sin darle ninguna explicación?
Nuevamente, Sanpaolo denegó con la cabeza.
– ¿Ni usted se la pidió?
Ahora Sanpaolo no pudo disimular la sorpresa.
– Nadie pide explicaciones a mi abuelo -dijo como si estuviera en clase de catecismo y le hubieran preguntado uno de los Diez Mandamientos. La pueril simplicidad de sus palabras siguientes hizo que todo vestigio de desprecio que Brunetti pudiera sentir por él se trocara en compasión-. Al nonno no se le discute.
Aquí Brunetti dio por terminada la visita y emprendió el camino de vuelta a la questura, dejando que sus pies buscaran el rumbo, mientras él reflexionaba sobre la legendaria astucia y rapacidad de Filipetto. El viejo no se arriesgaría a hacer que su nieto apareciera como beneficiario de un testamento que él mismo legalizara; pero, ¿por qué la Biblioteca della Patria? Brunetti llegaba ya a San Marcos sin haber podido encontrar el punto en el que habían de converger todas las líneas. Algunas se cruzaban, desde luego: Claudia y la signora Jacobs; Filipetto y la signora Jacobs; la política que Claudia aborrecía y su abuelo amaba. Y luego estaba la línea que había sido cortada con un cuchillo.
Brunetti se paró delante de los agentes de las oficinas del juez de paz, sacó el telefonino y marcó el número directo de la signorina Elettra. Cuando ella contestó, le dijo:
– Me interesa todo lo que pueda encontrar sobre Filipetto, personal o profesional, y sobre la Biblioteca della Patria.
– ¿Información oficial?
– Sí, y también lo que diga la gente.
– ¿Cuándo llegará, comisario?
– Dentro de veinte minutos a más tardar.
– Ahora mismo empezaré a llamar por ahí -dijo ella, y cortó la comunicación.
Él siguió caminando junto al bacino, sin apretar el paso, aprovechando el paseo para contemplar, a la luz de un día plateado, la vista de San Giorgio, que se alzaba al otro lado, y luego, dándose la vuelta, las cúpulas de las iglesias que bordeaban el agua en la orilla opuesta del canal. La Virgen había salvado a la ciudad de la peste, y ahora tenían una iglesia. Los norteamericanos habían salvado al país de los alemanes, y ahora tenían McDonald's.
Al llegar a la questura, Brunetti fue directamente al despacho de la signorina Elettra.
– ¿Ha habido suerte? -preguntó al entrar.
– Sí; he hecho un par de llamadas.
– ¿Y? -preguntó él, curioso por descubrir el resultado de sus averiguaciones.
– Hace un par de años la hija menor se casó con un extranjero que trabajaba en la ciudad -dijo ella, levantando una hoja del bloc-. Poseía una fortuna considerable, heredada de su madre y la empleó en crear un trabajo para su marido, un trabajo muy bien remunerado. Él es bastante más joven y, según dicen, no deja que las promesas del matrimonio sean obstáculo en su vida personal. En realidad, me han dicho que hace unos meses los echaron de un restaurante.
Aunque no estaba especialmente interesado en la anécdota, Brunetti preguntó:
– ¿Por qué?
– El que me lo ha contado dice que a la Filipetto no le gustaba la forma en que su marido miraba a una joven de la mesa de al lado. Al parecer, empezó a insultar.
– ¿Al marido? -preguntó Brunetti, sorprendido de que Eleonora Filipetto fuera capaz de manifestar emoción alguna.
– No; a la muchacha.
– ¿Qué pasó?
– Los dueños tuvieron que pedirles que se marcharan.
– Pero ¿qué hay de Filipetto y la biblioteca? -preguntó Brunetti, irritado por aquella afición, tan veneciana, por el chismorreo.
La joven suspiró.
– Sería preferible seguir con este último tema, comisario.
– ¿Qué tema?
– El del marido.
Cansado de aquel juego, él cortó secamente:
– No me interesan los chismes. Quiero saber qué hay de Filipetto.
Ella no trató de disimular lo mucho que la ofendían sus palabras y, por toda respuesta, le entregó un papel.
– Quizá esto sí le interese, comisario -dijo con suma cortesía, volviéndose hacia el ordenador.
Él dio un paso adelante y tomó el papel, pero, antes de mirarlo, dijo:
– Perdone, Elettra. No he debido hablarle en ese tono.
En la sonrisa de ella había alivio y también una infantil vivacidad.
– Mire el apellido de casada de la mujer.
Él lo hizo.
– Gesú Bambino -dijo, aunque no era ése el nombre escrito en el papel-. Está casada con Maxwell Ford. -Mientras lo decía, le parecía percibir un rumor creciente en su cerebro, iban activándose engranajes que, finalmente, encajaban entre sí con estrépito.
– ¿A qué se dedicaba él cuando se casaron?
– Era colaborador de uno de los periódicos ingleses. La biblioteca la fundaron poco después de la boda.
– ¿Con el beneplácito paterno?
– El dottor Filipetto no es aficionado a dar beneplácitos, y este matrimonio se llevaba de su casa a la mujer que lo cuidaba desde que murió su esposa, veinticinco años atrás.
– Pero ella sigue allí.
– Sólo va dos tardes a la semana, cuando libra la empleada.
– ¿Por qué no toma a otra mujer para esas tardes?
– No lo sé, pero a los Filipetto no les gusta gastar su dinero. Y así él no la pierde de vista y puede seguir dominándola.
– ¿Y qué hace ella el resto del tiempo?
– Trabaja en la biblioteca.
A Brunetti se le ocurrió de pronto preguntar:
– ¿Y usted cómo sabe todas esas cosas?
– He preguntado por ahí -dijo ella vagamente.
– ¿A quién?
– A mi tía Ippolita, por ejemplo. La mujer que cuida a Filipetto va a planchar a su casa dos tardes a la semana.
– ¿Y a quién más? -preguntó Brunetti, que conocía sus tácticas dilatorias.
– A su padre político -dijo ella con voz neutra.
Brunetti la miraba fijamente.
– ¿Le ha preguntado a él?
– Verá, sé que es paciente de mi hermana, y él sabe que trabajo aquí, y mi padre me dijo que habían estado juntos en la Resistencia. Así que me he tomado la libertad de llamarlo para hablarle del encargo que usted me había hecho. -Calló un momento, quizá para darle ocasión de volver a fustigarla y, como él no decía nada, prosiguió-: Me pareció que se alegraba de poder decirme lo que sabía. No da la impresión de sentir un gran afecto por los Filipetto.
– ¿Qué le ha contado?
– Que hace veinte años la hija tenía novio, pero él la dejó o se fue de Venecia. El conde no estaba seguro, pero le parecía que el padre había tenido algo que ver, quizá dio dinero al novio para que se fuera o para que cortara.
– ¿No dice que no les gusta gastar?
– Seguramente, ése sería un caso especial, porque afectaba a su autoridad y a su conveniencia. Si ella se casaba, él hubiera tenido que tomar a una criada, y ya se sabe que las criadas no se muerden la lengua, y se empeñan en cobrar.
– Entonces, ¿cómo se atrevió a desobedecerle al fin? -preguntó Brunetti, recordando la abyecta sumisión de Sanpaolo.
– El amor, comisario, el amor. -Lo dijo en un tono que daba a entender que no pensaba únicamente en Eleonora Filipetto.
Brunetti se abstuvo de ahondar en la cuestión, y dijo:
– Ford me dijo que su esposa era directora de la biblioteca.
– Que es donde trabajaba Claudia -puntualizó ella, dejando la frase y la idea abierta a cualquier especulación.
– Esas llamadas -dijo él-. Déjeme verlas otra vez.
Ella maniobró en el ordenador y, antes de un minuto, aparecía en la pantalla la lista de todas las llamadas de Claudia. Respondiendo a una petición implícita de Brunetti, la joven pulsó varias teclas y de la pantalla se borró toda la información excepto las llamadas entre Claudia Leonardo y la Biblioteca della Patria. Ambos la repasaron: las llamadas breves del principio, las siguientes, más y más largas, y la última, fulminante, veintidós segundos.
– ¿Le parece que ella habrá sido capaz? -preguntó la signorina Elettra.
– Tendré que ir a preguntárselo al marido -dijo Brunetti.