La explosión ocurrió durante el desayuno. Si bien, por su cargo de comisario de policía, Brunetti estaba más expuesto que un ciudadano corriente a tales hechos, no por ello dejaba de ser insólito el escenario en el que éste se había producido. Porque el lugar de la acción venía determinado por la condición personal de Brunetti, esposo de una mujer de ideas y opiniones apasionadas y un tanto imprevisibles.
– ¿Por qué nos molestaremos en leer esta repugnante basura? -estalló Paola, dejando el Gazzettino del día, doblado, encima de la mesa del desayuno con un golpe seco que volcó el azucarero.
Brunetti se inclinó hacia adelante, apartó el borde del diario con el índice y enderezó el azucarero. Tomó un segundo brioche y le dio un bocado, seguro de que la explicación no tardaría en llegar.
– Escucha esto -dijo Paola, levantando el periódico y leyendo el titular de la primera plana-: «Fulvia Prato relata su terrible calvario.» -Brunetti, al igual que toda Italia, conocía el caso de Fulvia Prato, esposa de un rico industrial florentino, secuestrada hacía trece meses y mantenida por sus secuestradores en un sótano durante todo aquel tiempo. Liberada hacía dos semanas por los carabinieri, la mujer había hablado por primera vez con la prensa el día antes. Brunetti no veía qué podía haber en aquel titular que fuera tan indignante-. Y ahora esto -agregó ella yendo al pie de la página cinco-: «Ministra de la UE confiesa haber sufrido acoso sexual en su anterior puesto de trabajo.» -Brunetti conocía también este caso: una comisaria de la Comisión Europea, no recordaba cuál era exactamente su cargo, sin duda, uno de esos de poca monta que se adjudican a las mujeres, había dicho la víspera, en una conferencia de prensa, que hacía veinte años, cuando trabajaba en una empresa de ingeniería civil, había sido víctima de acoso sexual.
Brunetti, que durante sus más de veinte años de vida conyugal había aprendido a ejercitar la paciencia, aguardaba la explicación de Paola.
– Es inconcebible cómo puede habérseles ocurrido utilizar esa palabra. La signora Prato no tuvo que confesar que había sido víctima de un secuestro, pero esa otra pobre mujer confesó que había sufrido una agresión sexual. Y qué típico de estos trogloditas -añadió Paola, dando un manotazo al periódico- no explicar lo que ocurrió y decir sólo que fue sexual. Dios, no entiendo por qué nos tomamos la molestia de leerlo.
– Sí, es increíble -convino Brunetti. También a él le chocaba la palabra empleada en ese contexto, pero le contrariaba sobre todo el hecho de no haber detectado su improcedencia hasta que Paola se la había señalado.
Hacía años que él ironizaba cariñosamente acerca de lo que llamaba los «sermones del desayuno» de su mujer, las diatribas que inspiraba en Paola la lectura de los periódicos de la mañana, pero, con el tiempo, se había convencido de que su rabia estaba justificada.
– ¿Tú nunca has tenido que tratar con un caso de éstos? -preguntó ella. Le acercaba el periódico doblado mostrándole la mitad inferior, por lo que Brunetti comprendió que no se refería al secuestro.
– Una vez, hace años.
– ¿Dónde?
– En Nápoles. Cuando estaba destinado allí.
– ¿Qué pasó?
– Acudió una mujer diciendo que la habían violado. Quería presentar una denuncia. -Él hizo una pausa, indagando en la memoria-. Había sido el marido.
Paola, a su vez, hizo una pausa, no menos larga.
– ¿Y?
– Del interrogatorio se encargó mi comisario.
– ¿Y?
– Dijo a la mujer que pensara bien lo que hacía, que aquello podía causar muchos problemas al marido.
Esta vez, bastó el silencio de Paola para inducirlo a continuar.
– Ella lo escuchó, dijo que necesitaba tiempo para pensarlo y se fue. -Brunetti aún recordaba el abatimiento que la mujer llevaba marcado en los hombros al salir del despacho en que había tenido lugar el interrogatorio-. No volvió.
Paola suspiró y preguntó:
– ¿Han cambiado mucho las cosas desde entonces?
– Algo.
– ¿Para mejor?
– Mínimamente. Por lo menos, procuramos que el primer interrogatorio lo hagan agentes femeninas.
– ¿Procuráis?
– Si hay alguna de servicio.
– ¿Y si no?
– Tratamos de localizarla por teléfono.
– ¿Y si no puede ir?
Brunetti se preguntaba cómo había podido convertirse el desayuno en un tercer grado.
– Si no puede, se encarga del interrogatorio quienquiera que esté disponible.
– Lo cual significa, supongo, un hombre como Alvise o el teniente Scarpa. -Su repugnancia era patente.
– En realidad, Paola, no es un interrogatorio como el que se hace a un sospechoso.
Ella señaló el segundo titular del Gazzettino, con un impaciente repique de la uña.
– En una ciudad en la que esto es posible, asusta pensar lo que pueda ser cualquier tipo de interrogatorio.
Él iba a protestar cuando ella, que quizá lo intuía, cambió de tono de repente para preguntar:
– ¿Cómo se te presenta el día? ¿Vendrás a almorzar?
Él se sintió aliviado y, consciente de que tentaba la suerte pero sin poder contenerse, respondió:
– Creo que sí. Parece que en Venecia el crimen se ha ido de vacaciones.
– Ojalá pudiera yo decir lo mismo de mis alumnos -suspiró ella con cansada resignación.
– Paola, si no hace más que seis días que has empezado las clases -le recordó él, sin poder contenerse. Le hubiera gustado que alguien le explicara cómo su mujer había podido monopolizar el derecho a quejarse de su trabajo. Al fin y al cabo, él tenía que enfrentarse, si no todos los días sí con lamentable frecuencia, a asesinatos, violaciones y agresiones, mientras que lo peor que podía ocurrir en la clase de ella era que alguien preguntara la identidad de la Dama Morena o se olvidara de lo que pasaba al final de Washington Square. Iba a hacer un comentario al respecto cuando vio la expresión de sus ojos.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
– ¿Eh?
Brunetti detectaba fácilmente la evasiva en la voz y en el gesto.
– Te he preguntado qué ocurre.
– Oh, alumnos difíciles. Lo de siempre.
Nuevamente, él reconoció las señales: su mujer se resistía a hablar. Se levantó, fue hacia ella, le apoyó la mano en el hombro y le dio un beso en el pelo.
– Nos veremos a mediodía.
– Con esa única esperanza viviré -respondió ella, inclinándose para recoger el azúcar.
Al quedarse sola, Paola se enfrentó a la alternativa de acabar de leer el periódico o fregar los cacharros, y optó por los cacharros. Terminada la tarea, miró el reloj, vio que faltaba menos de una hora para la única clase del día y volvió al dormitorio a acabar de vestirse, absorta, como tantas veces, en la obra de Henry James, aunque ahora, concretamente, en la medida en que este autor hubiera podido influir en Edith Wharton, cuyas novelas serían el tema de la lección.
Recientemente, Paola había tratado del tema del honor y la conducta honorable, en torno al que giraban las tres grandes novelas de Wharton, pero la preocupaba si el concepto tendría el mismo significado para sus alumnos. Esa mañana deseaba hablar de ello con Guido, porque respetaba sus opiniones sobre la cuestión, pero la había distraído aquel titular.
Al cabo de tantos años, ya no podía hacer como si no notara la reacción de su marido ante sus sermones del desayuno, aquella prisa por levantarse de la mesa. La hizo sonreír la definición que él había inventado y el afecto con que habitualmente la empleaba. Ella comprendía que sus reacciones frente a ciertos estímulos eran excesivas. Un día, en un momento de viva irritación, su marido le había recitado la negra lista de los temas que tenían el efecto de sublevarla hasta la irracionalidad. Ella prefería no pensar en aquel catálogo, cuya exactitud le producía una leve palpitación nerviosa.
La víspera ya se dejaba sentir el primer fresco del otoño, y Paola sacó del armario una chaqueta de lana fina, tomó la cartera y salió de casa. Aunque se dirigía a clase caminando por Venecia, pensaba en Nueva York, la ciudad en la que, hacía un siglo, se desarrollaban los dramas de la vida de las heroínas de Wharton. Mientras buscaban el rumbo entre los bajíos de los convencionalismos sociales, el dinero -el viejo y el nuevo-, el poder establecido de los hombres y el poder, a veces mayor, de su propia belleza y talento, sus tres protagonistas eran arrastradas por la corriente hacia las rocas sumergidas del honor. Ahora bien, el tiempo, se decía Paola, había borrado de la mente colectiva todo concepto universal de lo que constituye la conducta honorable.
Ni que decir tiene que los libros no sugerían que el honor triunfara: a una de las heroínas le costaba la vida, a otra, la felicidad y si la tercera quedaba indemne era sólo por su incapacidad para percibirlo. ¿Cómo defender, pues, su importancia ante una clase de jóvenes que sólo se identificarían -si los estudiantes aún eran capaces de identificarse con personajes que no fueran de película- con la tercera mujer?
La clase se desarrolló tal como ella esperaba y, al terminar, se sintió tentada de citarles aquel pasaje de la Biblia -libro por el que no sentía especial simpatía- que se refiere a los que tienen ojos y no ven y oídos y no oyen; pero desistió, pensando que sus estudiantes serían tan insensibles al evangelista como habían demostrado ser a Wharton.
Los chicos salían y Paola guardaba papeles y libros en la cartera. Los desengaños de su profesión ya no la amargaban tanto como años atrás, cuando descubrió lo incomprensible que era para sus alumnos lo que ella decía y, probablemente, lo que pensaba. Durante su séptimo año de docencia, hizo una alusión a la llíada que suscitó la perplejidad general, y entonces descubrió que únicamente uno de los alumnos la había leído, pero tampoco él era capaz de comprender el concepto de la conducta heroica. Los troyanos habían perdido, ¿no? ¿A quién le importaba cómo se comportara Héctor?
– Tiempos desquiciados… -susurró para sí, y tuvo un ligero sobresalto al darse cuenta de que a su lado había alguien, una estudiante, que debía de estar pensando que su profesora estaba loca.
– ¿Sí, Claudia? -preguntó casi segura de que ése era el nombre de aquella muchacha bajita, de cabello y ojos oscuros y una piel tan blanca como si nunca le hubiera dado el sol. Ya estaba en la clase de Paola el curso anterior. Hablaba poco, tomaba muchas notas y había hecho un buen examen. Paola tenía la impresión de que era una muchacha inteligente a la que la timidez impedía destacar.
– Me preguntaba si podría hablar con usted, professoressa -dijo la muchacha.
Recordando que sólo con sus propios hijos podía permitirse ser mordaz, Paola se abstuvo de preguntar si no era eso lo que ya estaban haciendo, cerró la cartera, se volvió hacia la joven y lo que preguntó fue:
– Desde luego. ¿Sobre qué? ¿Wharton?
– Bueno, en cierto modo, professoressa, pero en realidad, no.
Nuevamente, Paola tuvo que reprimir la primera frase que acudió a los labios, la de que tenía que ser o lo uno o lo otro.
– ¿Sobre qué entonces? -preguntó, pero sonreía al preguntar, porque no quería que aquella muchacha, siempre tan retraída, decidiera ahora no seguir hablando. Para que no pareciera que tenía prisa por marcharse, Paola retiró la mano de la cartera, se apoyó en la mesa y volvió a sonreír.
– Es sobre mi abuela -dijo la muchacha, lanzando a Paola una mirada inquisitiva, como para preguntar si sabía lo que era una abuela. Entonces miró a la puerta, a Paola y otra vez a la puerta-. Me gustaría hacer una consulta sobre algo que la preocupa. -Dicho esto, la muchacha calló.
En vista de que Claudia no continuaba, Paola agarró la cartera y, lentamente, fue hacia la puerta. La muchacha se adelantó a abrírsela y esperó a que saliera Paola. Complacida por esa deferencia pero también molesta consigo misma por esa complacencia, Paola preguntó, no porque creyera que ello importaba sino porque le pareció que la respuesta podía inducir a la muchacha a dar más información:
– ¿Su abuela materna o su abuela paterna?
– En realidad, ni una ni otra, professoressa.
Prometiéndose una buena recompensa por todas las veces que había tenido que morderse la lengua durante esa conversación, si así podía llamársele, Paola dijo:
– ¿Una especie de abuela honoraria?
Claudia sonrió, respuesta que se manifestó sobre todo en los ojos, lo que la hizo mucho más dulce.
– Eso, sí. No es mi verdadera abuela, pero yo la he llamado siempre así. La nonna Hedi. Porque es austriaca, ¿comprende?
Paola no comprendía, pero preguntó:
– ¿Es familia de sus padres, tía abuela, por ejemplo?
Era evidente que la pregunta violentaba a la muchacha.
– No, nada de eso. -Hizo una pausa, pareció reflexionar y soltó-: Era amiga de mi abuelo, ¿comprende?
– Ah -dijo Paola. Eso estaba resultando mucho más complicado de lo que sugería la pregunta inicial de la muchacha, y Paola inquirió-: ¿Y qué era lo que quería consultar a propósito de su abuela?
– Bueno, en realidad, es sobre su esposo, professoressa.
Paola, sorprendida, no pudo sino repetir:
– ¿Mi esposo?
– Sí. Es policía, ¿no?
– Sí, policía.
– Pues me gustaría saber si podría preguntarle una cosa por mí, bueno, es decir, por mi abuela.
– Por supuesto. ¿Qué quiere que le pregunte?
– Si sabe algo de perdones.
– ¿Perdones?
– Sí. Perdones de delitos.
– ¿Quiere decir una amnistía?
– No; eso es lo que da el Gobierno cuando las cárceles están muy llenas y resulta demasiado caro tener allí a toda la gente. Los sueltan y dicen que es para celebrar algo especial o qué sé yo. Pero no me refiero a eso sino a un perdón oficial, una declaración formal del Estado de que una persona no fue culpable de un delito.
Mientras hablaban, habían ido bajando la escalera desde la cuarta planta, muy lentamente, pero entonces Paola se paró.
– Me parece que yo no entiendo mucho de eso, Claudia.
– Me hago cargo, professoressa. Pero fui a ver a un abogado, que me pedía cinco millones de liras para darme una respuesta, y entonces me acordé de que su esposo es policía y pensé que quizá él pudiera decírmelo.
Paola hizo un rápido gesto de asentimiento para indicar que había comprendido.
– ¿Puede decirme qué es exactamente lo que quiere que le pregunte, Claudia?
– Si existe algún procedimiento legal para otorgar a una persona que ha muerto el perdón por algo por lo que fue procesada.
– ¿Sólo procesada?
– Sí.
Ya empezaban a avistarse los límites de la paciencia de Paola cuando preguntó:
– ¿Ni condenada ni encarcelada?
– En realidad no. Es decir, condenada pero no encarcelada.
Paola sonrió y puso una mano en el brazo de la muchacha.
– Me parece que esto no lo entiendo. ¿Condenada pero no encarcelada? ¿Cómo es posible?
La muchacha miró por encima de la barandilla a la puerta del edificio, abierta, casi como si la pregunta de Paola le hiciera pensar en la fuga. Se volvió hacia Paola y respondió:
– Porque el tribunal dijo que estaba loco.
Paola, absteniéndose escrupulosamente de indagar en la identidad de aquella persona, consideró esa respuesta antes de preguntar:
– ¿Adónde lo enviaron?
– A San Servolo. Allí murió.
Paola, al igual que todos los habitantes de Venecia, sabía que la isla de San Servolo había albergado el manicomio hasta que la legge Basaglia cerró esos establecimientos y liberó a los pacientes o los internó en centros menos siniestros.
Aun intuyendo una negativa, Paola preguntó:
– ¿No quiere decirme cuál fue el delito?
– No; me parece que no -respondió la muchacha, que entonces siguió bajando la escalera. Al llegar abajo, se volvió y gritó-: ¿Se lo preguntará?
– Claro que sí -respondió Paola, consciente de que lo haría tanto para complacer a aquella muchacha como para satisfacer su propia curiosidad.
– Gracias, professoressa. Hasta la próxima semana en clase. -Claudia fue hasta la puerta, se volvió y levantó la mirada hacia Paola-. Me han gustado las novelas. Me dio mucha pena que Lily tuviera que morir de aquel modo. Pero fue una muerte honorable, ¿verdad?
Paola asintió, contenta de que, al parecer, por lo menos uno de sus alumnos hubiera comprendido.