CAPÍTULO 11

Vianello lo alcanzó en el rellano.

– ¿Volvemos al apartamento, comisario?

En respuesta, Brunetti empezó a subir la escalera. El agente de uniforme seguía en la puerta y, cuando ellos llegaban a los últimos peldaños, dijo:

– Ya se la han llevado, comisario.

– Puede usted volver a la questura -respondió Brunetti, y entró en el apartamento.

La alfombra seguía en el centro de la habitación, y ahora el descolorido fleco estaba liso, como si lo hubieran peinado. Brunetti sacó los guantes del bolsillo de la chaqueta y volvió a ponérselos. La capa de polvo gris de la superficie de los muebles indicaba que los técnicos habían estado tomando huellas.

Por muchas que fueran las veces que Brunetti había indagado en las pertenencias de una víctima de asesinato, aún sentía escrúpulos ante la tarea. Había que hurgar y revolver, tantear, palpar y forzar el medio material del que la muerte había arrancado violentamente a un ser humano y, por más que se esforzaba en mantener la ecuanimidad, no podía reprimir la excitación cuando descubría el indicio que buscaba. «¿Será esto lo que siente un voyeur?», se preguntaba.

Vianello desapareció en dirección a los dormitorios y Brunetti se quedó en la sala, consciente de que le costaba trabajo dar la espalda al lugar en el que había estado ella. Justo en el sitio apropiado, encima de la guía telefónica de la ciudad, a la izquierda del aparato, encontró una libretita de teléfonos. La abrió y empezó a leer. Hasta llegar a la J no encontró lo que podía ser lo que buscaba: «Jacobs.» Hojeó la libreta hasta el final, pero, aparte de «aspirador» y «ordenador», Jacobs era la única anotación que no correspondía a un apellido terminado en vocal. Además, el número empezaba por 52, no tenía prefijo de otra ciudad, como otros. Durante un momento, pensó en marcar, pero enseguida comprendió que, si esa mujer quería a Claudia, el teléfono no era el mejor medio de darle la noticia.

Entonces abrió el listín telefónico de la ciudad y buscó la J. Entre las pocas entradas que empezaban por esa letra, enseguida encontró: «Jacobs, H.» y una dirección de Santa Croce. Después, la intuición de haber encontrado ya lo más importante le impidió dedicar gran interés al resto de la búsqueda. Vianello, al salir de la habitación de Lucia, sólo dijo:

– Al parecer, la signorina Lucia reparte el tiempo entre el imperio bizantino y la novela romántica.

Brunetti, que ya había puesto en antecedentes a Vianello sobre la visita de Claudia a su despacho y su extraña consulta, dijo:

– Me parece que ya he encontrado a la abuela que nos faltaba.

El inspector, metiendo la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca del telefonino, preguntó:

– ¿Quiere llamarla para anunciarle su visita?

Brunetti rechazó el ofrecimiento con un ademán y resistió la tentación de indicar a Vianello que tenían un teléfono fijo a su lado y que podían prescindir de su móvil.

– No; se alarmaría al saber que la llamaba la policía y tendría que decírselo. Vale más ir a hablar con ella personalmente.

– ¿Quiere que lo acompañe? -preguntó Vianello.

– No, muchas gracias. Vaya a almorzar. Además, quizá sea mejor para ella hablar con uno solo de nosotros. Antes de marcharse, pregunte a los otros vecinos qué saben de las chicas y si vieron u oyeron algo anoche. Mañana empezaremos a preguntar en la universidad; quizá mi mujer pueda decirnos algo sobre la muchacha, quiénes eran sus amigos y sus otros profesores. Cuando vuelva a la questura, pida a la signorina Elettra que vea qué encuentra sobre Claudia Leonardo o esta Hedi… Hedwig, seguramente… Jacobs. Y, de paso, si hay algo sobre Luca Guzzardi.

– Se alegrará del encargo, imagino -dijo Vianello con un tono que quería ser neutro.

– Sin duda. Dígale que me interesa todo lo que pueda haber, aunque se remonte al tiempo de la guerra.

Vianello fue a hacer un comentario, quizá sobre la signorina Elettra, pero pareció cambiar de idea y dijo únicamente:

– Se lo diré.

Brunetti sabía que la dirección de Santa Croce tenía que estar cerca de San Giacomo dell'Orio, por lo que fue andando a Accademia, donde tomó el Uno hasta San Stae. Desde allí, guiándose por el instinto, no tardó en llegar a campo San Boldo. Al observar que los números del campo eran próximos al que buscaba, entró en un estanco a preguntar. El tabaccaio dijo no estar seguro y entonces Brunetti explicó que buscaba a una anciana austriaca, a lo que el hombre respondió con una sonrisa:

– La signora Hedi es una buena clienta, porque fuma como una chimenea y también por mantenerme en forma, pues me hace que le suba el tabaco. Ha pasado usted por delante de su casa. Es la tercera puerta, a mano derecha.

En la tercera puerta de mano derecha, en el rótulo del timbre correspondiente al segundo piso, Brunetti leyó «Jacobs». Al ir a levantar la mano para oprimir el pulsador, tuvo un súbito acceso de agotamiento. Demasiadas veces había tenido que dar esa terrible noticia, y se resistía a repetir la escena. Cuánto más fácil no sería todo si las víctimas no tuvieran familia, si fueran personas solitarias y sin amor, cuya muerte no levantara olas que hacían zozobrar otras vidas.

Sabiéndose incapaz de combatir ese abatimiento, esperó a que la sensación se mitigara y, minutos después, llamó al timbre. Al cabo de un rato, una voz grave, pero de mujer, dijo por el micrófono de la entrada.

– ¿Quién es?

– Tengo que hablar con usted, signora Jacobs -fue lo mejor que se le ocurrió decir.

– Yo no hablo con nadie -respondió ella, y colgó.

Brunetti volvió a llamar, y mantuvo el dedo en el pulsador hasta que oyó gritar a la mujer:

– ¿Quién es usted?

El tono era perentorio, sin el menor asomo de miedo.

– El comisario Guido Brunetti, signora, de la policía. He de hablar con usted.

Siguió una larga pausa, y ella preguntó:

– ¿De qué?

– De Claudia Leonardo.

El sonido que oyó él podía ser un simple parásito, o podía ser un jadeo. La puerta se abrió con un chasquido y él entró. En el zaguán, apenas iluminado por una bombillita en un sucio globo de cristal, el suelo verdeaba de moho. Mientras subía, el comisario observó que el verdín menguaba a medida que crecía la altura. En el primer rellano, otra débil bombilla se reflejaba en un suelo de mármol con dibujo de medallones octogonales. A su izquierda, en el vano de la única puerta, robusta y blindada, había una mujer alta, con la espalda encorvada y el pelo blanco, recogido en una complicada corona de trenzas, un peinado que él había visto en fotografías de los años treinta y cuarenta. La mujer estaba apoyada con las dos manos en el puño de marfil de un bastón. Sus ojos grises, levemente empañados por el velo de la edad, no por ello eran menos suspicaces.

– Lamento traerle una muy mala noticia signora Jacobs -dijo Brunetti parándose frente a la puerta. Observaba la cara de la mujer, escrutando su reacción, pero ella permaneció impasible.

– Vale más que entremos, para que pueda oírla sentada. -Esta frase, ya más larga, revelaba un ligero acento teutónico-. Estoy mal del corazón y las piernas no me sostienen. No puedo estar de pie.

Dando media vuelta, la mujer se metió en el apartamento. Brunetti cerró la puerta y la siguió. Inmediatamente, su olfato le dijo que tenía razón el estanquero: si hubiera podido meterse en un cenicero, no hubiera notado un olor más agrio y penetrante, y se preguntó cuánto tiempo haría que allí no se abría una ventana.

Ella lo precedía por un ancho corredor y, al principio, Brunetti mantenía la mirada fija en la espalda de la mujer, temiendo que el solo anuncio de una mala noticia pudiera hacerle perder el equilibrio. Pero ella parecía caminar con paso firme, aunque lento, y él empezó a prestar atención al entorno. Al mirar en derredor, no pudo menos que pararse, atónito por el derroche de la belleza esparcida a uno y otro lado del corredor.

Las pinturas y dibujos cubrían literalmente las paredes, hombro con hombro, como una multitud que esperase el autobús. Eran cuadros heterogéneos: Brunetti vio lo que tenía que ser un pequeño Degas de la célebre bailarina sentada; lo que parecía una pera, aunque una pera como sólo Cézanne podía pintar una pera; una Virgen de pesados párpados de la escuela de Siena y lo que sin duda era un dibujo de Goya, de un pelotón de fusilamiento.

Brunetti se había quedado petrificado como la mujer de Lot, cuando a su izquierda sonó una voz:

– ¿Va usted a entrar y decir lo que tenga que decirme, comisario?

Él se volvió y, dejando vagar la mirada sobre lo que podía ser un diminuto Memling, una serie de dibujos de Otto Dix y un desnudo inidentificable y nada erótico, siguió a la voz hasta la sala. Allí, nuevamente, fueron asaltados sus sentidos: el olor era más intenso, tan penetrante que le parecía notar cómo le impregnaba la tela de la americana; y los objetos carecían hasta del mínimo orden que se apreciaba en los del corredor. Toda una pared estaba cubierta de miniaturas persas o indias en marcos dorados, una treintena por lo menos. En la pared de su izquierda había tres azulejos iznik que incluso él pudo identificar, además de una extensa colección de platos de cerámica y azulejos de Oriente Próximo y de un crucifijo de madera de tamaño natural. A su derecha, vio dibujos a pluma, pero, antes de que pudiera mirarlos más detenidamente, atrajo su atención la mujer, que se sentaba pesadamente en un sillón de terciopelo.

El sillón estaba situado en el centro de lo que parecía una alfombra de Isfahán: sólo una fina seda podía tener ese brillo que se distinguía en la punta del fondo, porque, en un amplio semicírculo que se extendía en torno al sillón, la ceniza incrustada en el tejido había apagado el brillo y hasta borrado el dibujo. Automáticamente, con un movimiento que parecía tan instintivo y tan rítmico como la respiración, la mujer tomó un paquete de Nazionali de la mesa que tenía al lado y prendió uno con un encendedor de plástico.

Después de inhalar profundamente, dijo:

– ¿Me dice ya lo que tenga que decirme?

– Se trata de Claudia Leonardo -dijo él-. La han matado.

La mano que sostenía el cigarrillo cayó a un lado del sillón, como olvidada. La mujer cerró los ojos y, si las vértebras se lo hubieran permitido, hubiera dejado descansar la cabeza en el respaldo, pero sólo pudo alzarla lo suficiente para mirarlo a la cara. Cuando Brunetti advirtió que debía de estar incómoda, acercó una silla y se sentó frente a ella, para permitirle mirarlo sin forzar la postura.

– Ay, Dios, creí que esto nunca podría ocurrir -murmuró ella, quizá sin darse cuenta. Se quedó mirando a Brunetti, levantó una mano haciendo un esfuerzo y se cubrió los ojos.

Brunetti iba a preguntar qué había querido decir, pero vio elevarse humo al lado de la mujer. Se levantó rápidamente y fue hacia ella, que parecía indiferente a ese movimiento súbito y quizá amenazador. Brunetti recogió el cigarrillo y pisoteó la seda chamuscada.

La signora Jacobs estaba completamente ajena a su presencia y a sus actos.

– ¿Se encuentra bien, signora? -preguntó, poniéndole una mano en el hombro. Ella no daba señales de oírle-. Signora -repitió él, oprimiéndole el hombro con más tuerza.

La mano que ella tenía delante de los ojos cayó en su regazo, inerte, pero los ojos seguían cerrados. Él se apartó ligeramente, deseando verla abrirlos. Cuando por fin los abrió dijo:

– En la cocina. Los comprimidos… en la mesa.

Él corrió hacia el fondo del apartamento, por otro pasillo, éste cubierto de libros. Por una puerta de mano izquierda, vio un fregadero, echó en él el cigarrillo que aún tenía en la mano y agarró el frasco de comprimidos que estaba en la mesa. Llenó un vaso de agua y volvió a la sala. Dio el frasco a la mujer, que lo destapó y se echó en la palma de la mano dos comprimidos del tamaño de aspirinas. Se los metió en la boca y levantó una mano para rechazar el vaso de agua que él le ofrecía. Ella volvió a cerrar los ojos y se quedó quieta. Cuando él vio que la mujer se relajaba y empezaba a recobrar el color, no pudo resistir la tentación de volver a mirar las paredes.

Brunetti estaba habituado a los signos de riqueza, si bien su insistencia, y quizá hasta obstinación, en que su familia viviera exclusivamente de lo que él y Paola ganaban con su trabajo, los mantenía alejados de los lujos de los Falier. No obstante, unos cuantos cuadros, propiedad personal de Paola, como el Canaletto de la cocina, habían conseguido colarse en la casa, como gatos extraviados en una noche de lluvia. Él estaba familiarizado con las colecciones del conde y de algunos amigos de éste, sin contar las obras que había visto en las casas de acaudalados sospechosos a los que había interrogado. Pero nada de lo visto hasta entonces podía equipararse a esa grandiosa aglomeración: pinturas, cerámicas, grabados y estampas se agolpaban como disputándose el terreno. Allí podía no haber orden, pero la belleza era abrumadora.

Se volvió hacia la signora Jacobs y vio que ella lo miraba mientras buscaba a tientas los cigarrillos. Él dio la vuelta al sillón y se sentó mientras ella encendía y aspiraba el humo profundamente, casi con desafío.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Su compañera de piso la ha encontrado esta mañana, al volver al apartamento. Al parecer, la mataron anoche.

– ¿Cómo?

– Con un cuchillo.

– ¿Quién?

– Quizá un ladrón. -Ya al decirlo se daba cuenta de lo poco convincente que era la suposición.

– Aquí no pasan esas cosas -dijo ella. Sin molestarse en mirar si tenía un cenicero al lado, echó la ceniza en la alfombra.

– Por lo general, no, signora. Pero hasta el momento no hemos encontrado otra explicación.

– ¿Qué han encontrado? -inquirió ella.

– Su libreta de direcciones -respondió Brunetti, sorprendido por la rapidez con que la mujer había recobrado la serenidad.

– ¿Y, casualmente, la primera persona que usted visita soy yo? -preguntó ella con una mirada sagaz en sus ojos pálidos.

– No, signora. Si he venido a verla es porque, en cierto modo, ya estaba informado sobre usted.

– ¿Que estaba informado sobre mí? -preguntó ella, tratando inútilmente de disimular la alarma que en Italia tiene que sentir cualquiera a quien la policía dice que tiene información sobre su persona.

– Sabía que Claudia la consideraba su abuela y que usted quería que averiguara si es posible conseguir que sea revocado un veredicto de culpabilidad dictado contra un hombre que murió en San Servolo. -No veía razón para ocultárselo, ya que, antes o después, tendría que interrogarla sobre aquel asunto, y sería mejor empezar ahora, mientras el trauma por lo que acababa de saber podía minar su resistencia a responder preguntas.

La mujer dejó caer el cigarrillo en la alfombra, lo apagó con el pie e inmediatamente encendió otro. Se movía despacio y con precaución. Él le calculaba más de ochenta años. La anciana dio al nuevo cigarrillo tres caladas ávidas, como si no acabara de tirar el anterior. Sin preguntar, Brunetti se levantó, fue a la mesa que estaba detrás de ella, volvió con la tapadera de un jarrón que parecía servir de cenicero y la dejó a su lado.

Ella, sin darle las gracias, preguntó:

– ¿Es usted la persona a quien Claudia preguntó?

– Sí.

– Le dije que fuera a un abogado, que yo lo pagaría.

– Y fue. Él le pidió cinco millones de liras.

Ella sorbió el aire por la nariz, desestimando la suma por insignificante.

– ¿Y entonces fue a verlo a usted?

– No directamente. Antes habló con mi esposa, que era profesora suya en la universidad, y le pidió que me lo preguntara. Pero, al parecer, Claudia no quedó satisfecha con la respuesta que yo di a mi esposa y fue a la questura a hablar conmigo.

– Sí, muy propio de ella -dijo la mujer con una sonrisa que apenas le rozó los labios pero le suavizó la voz-. ¿Y usted qué le respondió?

– En síntesis, lo mismo que había dicho a mi mujer, que no podía dar una respuesta sin tener idea del delito en cuestión.

– ¿Le dijo ella de quién se trataba? -preguntó la mujer, ahora sin poder eliminar la suspicacia de su voz.

– No -respondió Brunetti. Era mentira, pero sacar partido de la situación aprovechándose vilmente de una anciana afligida por la muerte de una persona querida, formaba parte de sus atribuciones.

La mujer desvió la mirada y la posó en la pared de su derecha, la cubierta de cerámicas. A Brunetti le pareció que no las veía, que estaba ajena a todos los objetos de la habitación. Cuando ella llevaba ya un rato sin hablar, empezó a sospechar que ni se acordaba de él.

Finalmente, lo miró.

– Me parece que no hay más que hablar -dijo.

– ¿Perdón? -preguntó él, con toda su cortesía, sinceramente desconcertado.

– Eso es todo. Todo lo que deseo saber y todo lo que pienso decir.

– Me gustaría que fuera tan sencillo, signora -dijo Brunetti con franca simpatía-. Pero me temo que no tenga usted elección. Esto es una investigación de asesinato, y está obligada a responder a las preguntas de la policía.

Ella se rió. Era un sonido que no revelaba diversión ni complacencia, pero parecía la única respuesta que ella era capaz de dar a una explicación, a su modo de ver, tan absurda.

Signor commissario -dijo-, tengo ochenta y tres años y, como habrá podido observar por esas píldoras que tomo, muy poca salud. -Antes de que él pudiera responder, prosiguió-: Si se empeña en obligarme a seguir hablando con usted, no encontrará ni a un solo médico que no certifique que cualquier pregunta que usted me haga sobre este asunto puede poner mi vida en peligro.

– Por su manera de decirlo, parece que no lo cree usted así -observó él.

– Oh, claro que lo creo. Yo me crié en una escuela mucho más rigurosa de lo que ustedes, los italianos, puedan llegar a imaginar, y nunca he sido quejica. Pero si usted pudiera sentir cómo me late el corazón en este momento, comprendería que sus preguntas suponen un grave riesgo para mí. Si he mencionado al médico es sólo para que comprenda hasta dónde estoy dispuesta a llegar para evitar seguir hablando con usted.

– ¿Son las preguntas lo que pondría en peligro su vida, signora, o las respuestas?

Ella, al observar que el cigarrillo que tenía en la mano se había apagado, lo arrojó al suelo y buscó el paquete.

– Disculpe que no lo acompañe a la puerta, comisario -dijo la mujer con el tono imperativo de quien ha vivido en una casa en la que hay muchos criados.

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