CAPÍTULO 17

Paola ya dormía cuando él llegó y, aunque abrió los ojos lo justo para preguntar cómo había ido la visita, la vio tan atontada que sólo le dijo que habían hablado. Le dio un beso y fue a ver si los chicos estaban en casa y en la cama. Abrió la puerta de Raffi, después de dar unos discretos golpes y encontró a su hijo tendido boca abajo, despatarrado en una «X» gigante, con un brazo y un pie colgando. Brunetti pensó en la herencia del muchacho: un abuelo que había perdido en Rusia seis dedos de los pies y la moral, y el otro verdugo voluntario de muchachos indefensos. Cerró la puerta y se asomó a la habitación de Chiara, que dormía plácidamente bajo una manta lisa. Ya en la cama, estuvo un rato pensando en su familia, y se durmió profundamente.

Al día siguiente, fue directamente al despacho de la signorina Elettra, a la que encontró sitiada por regimientos de papeles que avanzaban sobre la mesa.

– ¿Puedo ver en eso una señal prometedora? -preguntó al entrar.

– ¿Qué fue lo que dijo Howard Carter cuando por fin pudo mirar al interior de la tumba? Veo cosas, cosas maravillosas.

– Pero seguro que usted no ve máscaras de oro ni momias, signorina -respondió Brunetti.

Como un crupier que recogiera las cartas, ella se acercó varios de los papeles que tenía a su derecha e hizo un montón.

– Mire esto. He impreso los archivos del ordenador.

– ¿Y los estados de cuentas? -preguntó él acercando una silla, donde se sentó.

Ella, con ademán displicente, señaló un montón de papeles de un ángulo de la mesa.

– Es lo que me suponía -dijo con la falta de interés con la que se menciona lo que es evidente-. Ni el banco declaró los depósitos ni los de la Finanza se molestaron en preguntar al banco.

– ¿Y eso quiere decir…? -preguntó él, aunque ya se hacía una idea.

– Lo más probable es que la Finanza, simplemente, no se tomara la molestia de cotejar sus ingresos con la relación de las transferencias de fondos que entraban en el país.

– Lo cual significa…

– O negligencia o soborno, diría yo.

– ¿Es posible?

– Como ya le he dicho más de una vez, comisario, tratándose de bancos, todo es posible.

Brunetti aceptó su autorizada opinión y preguntó:

– ¿Le ha sido difícil conseguirlo?

– Habida cuenta de la encomiable reticencia de los bancos suizos y de la instintiva falsedad de los nuestros, diría que sí, que fue más difícil de lo habitual.

Brunetti, sabedor de la extensa red de amistades de la signorina Elettra, optó por no hacer más preguntas, aunque no podía sustraerse a cierta inquietud cuando pensaba que un día sus fuentes podían pedir información a cambio, y se preguntaba si ella la daría.

– Todo esto son cartas -dijo la signorina Elettra entregándole el montón de papeles-. Las fechas y las cantidades que se indican coinciden con las transferencias hechas con cargo a su cuenta.

Brunetti leyó la primera, dirigida al orfanato de Kerala, en la que la muchacha decía que esperaba que su aportación contribuiría a mejorar las condiciones de vida de los niños, y otra a un hogar para mujeres maltratadas de Pavía, en la que se expresaba, poco más o menos, en los mismos términos. En todas las cartas se explicaba que el donativo se hacía en memoria de su abuelo, aunque no daba su nombre, como tampoco el suyo propio.

– ¿Son todas como ésta? -preguntó Brunetti levantando la mirada del papel.

– Prácticamente. No da su nombre ni el de él y siempre expresa el deseo de que el cheque adjunto ayude a las personas a tener una vida mejor.

Brunetti palpó el fajo de papel.

– ¿Cuántas son?

– Más de cuarenta. Todas parecidas.

– ¿La cantidad es siempre la misma?

– No; varía, aunque parecía tener preferencia por los diez millones de liras. El total se acerca al importe ingresado en su cuenta.

Brunetti pensó en la fortuna que cualquiera de aquellas transferencias suponía para un orfanato indio o para un hogar de mujeres maltratadas.

– ¿Hay donativos repetidos?

– Al orfanato de Kerala y al hospital para enfermos de sida. Parece que eran sus instituciones benéficas favoritas, pero las demás varían.

– ¿Qué más tenemos? -preguntó Brunetti.

Ella señaló el montón más próximo.

– Todo esto son los ejercicios que escribía para sus clases de literatura. No he tenido tiempo de leerlos todos, pero puedo decir que sentía una aversión por Gilbert Osmond francamente feroz.

Brunetti había oído el nombre en boca de Paola, que parecía compartir la antipatía de Claudia.

– ¿Qué más? -preguntó.

Señalando un montón de papeles que tenía a la izquierda del ordenador, la signorina Elettra dijo:

– Correspondencia personal. Nada interesante.

– ¿Y eso? -preguntó él, señalando la única hoja restante.

– Esto haría llorar a las piedras -dijo ella entregándosela.

«Yo, Claudia Leonardo -leyó él-, deseo que, a mi muerte, todos los bienes materiales que poseo sean vendidos, y el producto, distribuido entre las obras que indico al pie. Aunque ello no baste para reparar toda una vida de rapaz adquisición, valga, por lo menos, la intención.» Al pie se daban los nombres y direcciones de dieciséis instituciones benéficas, entre ellas, los orfanatos de la India y el hogar para mujeres maltratadas de Pavía.

– ¿«Rapaz adquisición»? -preguntó él.

– Tenía al morir tres millones seiscientas mil liras en el banco -dijo por toda respuesta la signorina Elettra.

Brunetti volvió a leer el testamento hasta «rapaz adquisición».

– Se refería a su abuelo -dijo, percibiendo al fin lo evidente.

La signorina Elettra, que sabía por Vianello parte de la historia de la familia de Claudia, asintió inmediatamente.

Al ver que el papel no estaba firmado, él preguntó:

– ¿Esto lo ha impreso usted?

– Sí. -Antes de que él pudiera preguntar, ella explicó-: No había copia entre sus documentos.

– Es natural. La gente tan joven no piensa que vaya a morir.

– Normalmente, no se muere -repuso la signorina Elettra.

Brunetti dejó el papel en la mesa.

– ¿Qué había en la correspondencia personal?

– Cartas a amigos, a antiguos condiscípulos, a una tía en Inglaterra (éstas, en inglés). En general, habla de lo que hacía, de sus estudios, pregunta por los hijos de su tía y por los animales de la granja. No creo que haya en ellas algo de particular, pero puede echarles un vistazo.

– No es necesario; confío en su criterio. ¿Más correspondencia?

– Lo normal, la universidad, el borrador de lo que parece una solicitud de empleo, pero sin dirección…

– ¿Un empleo? -cortó Brunetti-. Con más de cien millones al año, ¿qué falta le hacía un empleo?

– El dinero no es el único motivo por el que la gente trabaja -le recordó la signorina Elettra con repentino énfasis.

– Estaba estudiando.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Que no tenía tiempo para trabajar, por lo menos, durante el curso.

– Quizá no -concedió la signorina Elettra con un escepticismo que sugería cierta familiaridad con las exigencias académicas de la universidad-. Desde luego, en sus cuentas no se reflejan otros ingresos -agregó, hojeando los papeles hasta encontrar los extractos bancarios de Claudia Leonardo-. Mire, cuando murió aún recibía la misma cantidad mensual. No tenía otros ingresos.

– También podía tener un empleo no remunerado, un trabajo voluntario o de prácticas.

– Usted mismo ha dicho que era una estudiante, comisario, que no tendría tiempo.

– Podría ser un trabajo a jornada parcial -insistió Brunetti-. ¿Ha encontrado en las cartas alguna alusión a un trabajo?

La signorina Elettra reflexionó un momento antes de contestar.

– No, señor; nada. Pero cuando he leído las cartas no buscaba algo concreto. -Sin preguntar, tomó el montón de cartas de Claudia Leonardo, lo dividió en dos mitades y dio una a Brunetti.

Él apartó la silla de la mesa, estiró las piernas y empezó a leer. Mientras leía el testimonio de la vida truncada de Claudia, Brunetti recordó el regalo que, décadas atrás, le había hecho en Navidad una tía suya. Cuando, al abrir la caja de fósforos, no encontró en su interior nada más que lo que parecía una alubia hecha de papel, se llevó una desilusión. Sin poder disimular el disgusto, preguntó a su tía para qué servía aquello, y ella, en respuesta, llenó de agua una cacerola y le dijo que metiera en ella la alubia.

Él así lo hizo, el objeto quedó flotando y entonces, ante sus ojos admirados, empezó a agitarse y a retorcerse, a medida que el agua abría lo que parecían cientos de pequeños pliegues, cada uno tirando del siguiente, hasta que el niño se encontró mirando un clavel blanco perfecto, del tamaño de una manzana. Antes de que el agua lo empapara y lo echara a perder, su tía lo sacó de la cacerola y lo puso en el alféizar de la ventana, al pálido sol del invierno, donde estuvo días y días. Cada vez que Brunetti lo miraba, recordaba el prodigio de aquella mágica transformación.

Un proceso similar se insinuaba mientras el comisario leía las palabras de Claudia y oía su voz sin afectación. «Pobres albaneses. La gente los odia en cuanto se entera de dónde vienen, como si su pasaporte (si pasaporte tienen los desgraciados) fuera un par de cuernos.» «No soporto oír a mis amigos quejarse de lo poco que tienen. Todos nosotros vivimos mejor que los emperadores de Roma.» «Cuánto me gustaría tener un perro, pero ¿cómo obligar a un perro a vivir en esta ciudad? Quizá fuera preferible adoptar de mascota a un turista.» Nada de lo que ella había escrito era muy profundo ni el lenguaje especialmente brillante, pero tampoco aquella bolita de papel llamaba la atención y, sin embargo, ¡cómo había florecido!

Al cabo de un buen rato, Brunetti levantó la mirada y preguntó:

– ¿Ha encontrado algo?

Ella negó con la cabeza y siguió leyendo.

Minutos después, él comentó:

– Al parecer, pasaba mucho tiempo en la biblioteca.

– Era estudiante -dijo la signorina Elettra, que alzó la cara y agregó-: Pero tiene razón, iba mucho a la biblioteca.

– Aunque no da la impresión de que estuviera haciendo algún trabajo de documentación en concreto -dijo Brunetti, que volvió a la página anterior y leyó: «Esta mañana tenía que estar en la biblioteca a las nueve, y ya sabes lo horrible que estoy tan temprano, horrorosa total.»

Brunetti dejó la hoja en la mesa.

– Parece una curiosa preocupación: estar horrorosa.

– Especialmente, si iba a la biblioteca a leer o a estudiar. ¿Por qué había de importar? -Aunque la pregunta de la signorina Elettra era retórica, ambos la sometieron a consideración.

– ¿Cuántas bibliotecas hay en la ciudad? -preguntó Brunetti.

– Está la Marciana, la Querini Stampalia, la de la propia universidad, las de los barrios y quizá cinco más.

– Vamos a preguntar -dijo Brunetti alargando la mano hacia el teléfono.

Con la misma rapidez, la signorina Elettra abrió el cajón de abajo de su mesa, sacó el listín y buscó «Comune di Venezia». Brunetti fue llamando, una a una a las bibliotecas de Castello, Canareggio, San Polo y Giudecca; en ninguna de ellas trabajaba una empleada ni una voluntaria llamada Claudia Leonardo, como tampoco la Marciana, la Querini Stampalia ni la de la universidad.

– ¿Y ahora qué hacemos? -preguntó ella, cerrando la guía. Brunetti se acercó el tomo y lo abrió por la B.

– ¿No ha oído hablar de la Biblioteca della Patria? -preguntó.

– ¿De la qué?

– Patria -repitió él, y leyó la dirección-. Me suena que tiene que estar por Castello.

Ella apretó los labios y movió la cabeza negativamente.

Brunetti marcó el número y al hombre que contestó al teléfono le preguntó si trabajaba allí Claudia Leonardo. El hombre, que tenía un leve acento extranjero, le pidió que repitiera el nombre, le rogó que esperase un momento y dejó el teléfono. Al cabo de un minuto, volvió para preguntar:

– ¿De parte de quién, por favor?

– Del comisario Guido Brunetti -respondió, y preguntó a su vez-: ¿Y Claudia Leonardo?

– Sí; trabajaba aquí -dijo el hombre, sin hacer referencia a su muerte.

– ¿Y usted es…? -preguntó Brunetti.

– Maxwell Ford -respondió el hombre. De su voz se esfumó toda la itálica suavidad, dejando al descubierto el áspero sustrato anglosajón. En respuesta al inquisitivo silencio de Brunetti, explicó-: Codirector de la Biblioteca.

– ¿Dónde está esa biblioteca exactamente?

– Al extremo de Via Garibaldi, al otro lado del canal de Sant' Anna.

Brunetti conocía el lugar, pero no recordaba haber visto una biblioteca por aquellos alrededores.

– Me gustaría hablar con usted -dijo Brunetti.

– Desde luego -respondió el hombre, con un tono de voz ya mucho más cálido-. ¿Sobre su muerte?

– Sí.

– Qué horror. Nos dejó consternados a todos.

– ¿Todos? -preguntó Brunetti.

Una breve pausa, y el hombre explicó:

– Todo el personal de la biblioteca. -Cuando Ford hablaba en italiano, el acento era casi imperceptible.

– Tardaré unos veinte minutos en llegar -dijo Brunetti colgando el teléfono.

– ¿Y bien? -preguntó la signorina Elettra.

– El signor Ford es director adjunto de la biblioteca, pero al principio no parecía estar muy seguro de si ella trabajaba allí o no.

– Cualquiera se pone nervioso si la policía le pregunta por una persona que ha sido asesinada.

– Es posible -dijo Brunetti-. Iré a hablar con él. ¿Qué hay de Guzzardi? -preguntó.

– Varias cosas. Estoy buscando datos sobre varias casas que tenía cuando murió.

Brunetti, que ya iba hacia la puerta, volvió sobre sus pasos.

– ¿Eran muchas?

– Tres o cuatro.

– ¿Qué ha sido de ellas?

– Aún no lo sé.

– ¿Cómo ha sabido que existían?

– Pregunté a mi padre. -Ella esperaba oír qué decía Brunetti al respecto, pero ahora el comisario no tenía tiempo de hablar de eso: no quería hacer esperar al signor Ford. Es más, ya le pesaba haber llamado a la biblioteca y anunciado su visita: con frecuencia, la reacción de la gente a la inesperada aparición de la policía ante su puerta era tan reveladora como todo lo que pudieran decir después.

Brunetti se encaminó hacia el Arsenale, doblando esquinas y cruzando puentes instintivamente, mientras dejaba que la intrincada historia de Claudia Leonardo y su abuelo se dibujara en su mente para borrarse después y volver a tomar forma. Hechos, fechas, detalles y rumores giraban alrededor de él sustrayéndolo de su entorno de tal manera que hasta que se encontró frente a la entrada del Arsenale, con los ingenuos leones alineados a su izquierda, no volvió al presente. Al llegar a lo alto del puente de madera, se paró un momento a mirar por el portalón al interior de lo que en tiempos fuera el núcleo del poder de Venecia, la fuente de su riqueza y su dominio. Sólo con músculos, martillos y sierras y todas esas herramientas de nombres extraños que usan los carpinteros de ribera, los venecianos habían conseguido construir un barco cada día y poblado los mares de una poderosa flota. Y hoy, con grúas, perforadoras y un sinnúmero de potentes máquinas, aún no había el menor indicio de que el incendiado Fenice fuera a reconstruirse.

Brunetti dio la espalda al portalón y a esos pensamientos y siguió su sinuoso camino hasta Via Garibaldi, donde, con el canal a su izquierda, bajó hacia Sant' Anna. Al ver la fachada de la iglesia, descubrió que no recordaba haber entrado nunca en ella; quizá, como tantas otras de la ciudad, ya no se utilizaba para el culto. Se preguntaba durante cuánto tiempo podrían seguir siendo las iglesias lugares de oración, ahora que quedaban tan pocos orantes, y los jóvenes se aburrían, como se aburrían sus hijos, por la incongruencia de lo que la Iglesia predicaba. No sería Brunetti quien lamentara su ocaso, pero lo inquietaba pensar en lo poco que había para llenar aquel vacío. Una vez más, tuvo que volver de sus divagaciones.

Brunetti cruzó el pequeño puente de su izquierda y vio, a su derecha, un largo edificio aislado situado de espaldas a la iglesia. Entró en la calle Sant' Anna y se encontró frente a un gran portone verde. A la derecha, había dos timbres: «Ford» y «Biblioteca della Patria». Pulsó el de la biblioteca.

La puerta se abrió con un chasquido y Brunetti se encontró en un vestíbulo que debía de tener cinco metros de alto. Por las cinco ventanas con barrotes que daban al canal se filtraba suficiente claridad para iluminar las enormes vigas, casi tan gruesas como las del Palazzo Ducale, que cruzaban el techo. El pavimento era de ladrillo colocado en forma de espiga. Brunetti observó que hacia la puerta del fondo, y especialmente en los escalones que bajaban al embarcadero, los ladrillos estaban relucientes y resbaladizos con una fina capa de musgo oscuro.

Había un solo tramo de escalera. Frente a la puerta del rellano aguardaba un hombre bajo y fornido, que vestía un caro traje gris oscuro. Era un poco más joven que Brunetti y tenía un pelo pobre y rojizo, que encanecía a motas, como acostumbra en los pelirrojos.

– ¿El comisario Brunetti? -preguntó extendiendo la mano.

– Sí, ¿signor Ford? -preguntó Brunetti a su vez, y le estrechó la mano.

– Pase, por favor. -Ford retrocedió y sostuvo la puerta mientras entraba Brunetti.

El comisario miró en torno. Una hilera de ventanas daban al canal y a la iglesia del otro lado. A su izquierda, al extremo de la sala, había más ventanas orientadas hacia lo que Brunetti sabía que tenía que ser la Isola di San Pietro.

Había en la sala cuatro o cinco mesas largas, provistas de lámparas de lectura con pantalla verde, y librerías acristaladas cubrían las paredes situadas entre las ventanas. De las otras paredes colgaban fotografías y documentos enmarcados y, en un ángulo, había una vitrina en la que se exhibían, en tres estantes, unos objetos que Brunetti no podía identificar.

El techo de la sala era tan alto como el del vestíbulo y de las vigas colgaban banderas y estandartes que Brunetti no supo reconocer. Una mesa larga, cubierta de cristal, como las de los museos, situada a la izquierda de Brunetti, contenía numerosos cuadernos, abiertos, para que pudieran leerse sus páginas.

– Celebro que haya venido -dijo Ford, mientras iba hacia una puerta de la derecha-. Pase a mi despacho, por favor. Allí podremos hablar.

Como en la sala de lectura no había nadie, Brunetti no veía la necesidad, pero siguió a Ford tal como se le pedía. El despacho, ubicado en el ángulo del edificio opuesto a Isola di San Pietro, tenía ventanas en dos de sus paredes, pero las de la más corta daban a las persianas de la casa del otro lado de la calle.

También allí, entre las ventanas, las paredes estaban cubiertas de estanterías hasta la altura de un hombre, pero en lugar de libros contenían archivadores.

Brunetti, tomando el asiento que se le ofrecía, empezó a preguntar:

– ¿Dijo usted que Claudia Leonardo trabajaba aquí?

– En efecto -respondió Ford. Se sentó frente a Brunetti, declinando la oportunidad de situarse en una posición de autoridad, detrás del escritorio. Tenía los ojos castaño claro, la nariz recta y era bien parecido; por lo menos, según los cánones ingleses.

– ¿Cuánto tiempo?

– Unos tres meses, quizá algo menos.

– ¿En qué consistía su trabajo?

– Catalogaba las adquisiciones, ayudaba a los visitantes en sus consultas… las funciones normales de una bibliotecaria. -La voz de Ford era llana, como para dar a entender que las preguntas de Brunetti le parecían naturales y previsibles.

– Pero, siendo estudiante universitaria, no estaría preparada para esta clase de trabajo. ¿Cómo podía saber ella lo que tenía que hacer?

– Claudia era muy lista -dijo Ford con su primera sonrisa. Se le entristecieron los ojos cuando se oyó a sí mismo elogiar a la muchacha-. En realidad, una vez conoces los principios básicos del trabajo de documentación, todo se reduce a lo mismo.

– ¿No han cambiado esas cosas con Internet? -preguntó Brunetti.

– En algunos campos, sí, desde luego. Pero la información que tenemos en la biblioteca y la clase de cosas que interesan a nuestros visitantes, bien, no se encuentran en la Red.

– ¿Qué clase de cosas?

– Relatos personales de los hombres que sirvieron en la guerra o en la Resistencia. Nombres de las víctimas. Lugares en los que se libraron pequeñas batallas o escaramuzas. Esas cosas.

– ¿Y a quién interesa esta información?

La voz de Ford se animaba a medida que la conversación derivaba hacia el tema que él dominaba: la muerte de hombres jóvenes ocurrida más de cincuenta años atrás, y se alejaba de la muerte reciente de una muchacha.

– Recibimos muchas consultas de familiares de hombres a los que se dio por desaparecidos o capturados por el enemigo. A veces, en los diarios o en las cartas de compañeros, se menciona a los desaparecidos. La mayor parte de la información que nosotros tenemos está inédita, únicamente se puede encontrar aquí. Sólo aquí puede la gente averiguar qué ha sido de sus familiares.

– ¿No da esa información el Archivio di Stato? -preguntó Brunetti.

– Por desgracia, los Archivos facilitan muy poca información de esta clase. Y digo facilitan adrede, porque tienen la información pero parecen reacios a darla. O la dan con una lentitud exasperante.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.

– Sabe Dios -respondió Ford, sin tratar de disimular la impaciencia-. Yo sólo puedo decirle cómo van las cosas o, mejor dicho, cómo no van. -Como el historiador estimulado por su tema, Ford se animaba evidentemente-. Imprimen en todo el proceso de consulta una complejidad innecesaria y el Archivo debe trabajar a un ritmo muy lento. -Brunetti no pidió aclaración de este último extremo, pero Ford se la dio de todos modos-: Aquí han venido personas que habían presentado solicitudes oficiales hacía treinta años. Un hombre hasta traía una carpeta de toda la correspondencia generada por su intento de averiguar lo que había sido de su hermano, desaparecido en 1945. La carpeta estaba llena de cartas formulario del Archivo que decían que se había dado curso a la solicitud por la vía correspondiente. -Brunetti hizo un sonido con la garganta que denotaba interés, y el inglés prosiguió-: Lo más triste de este caso es que las primeras cartas que pedían la información estaban firmadas por el padre, que había muerto hacía quince años sin averiguar nada, y el hijo se había hecho cargo de las pesquisas.

– ¿Por qué acudió a ustedes?

Ford parecía incómodo.

– No me gusta jactarme de lo que hacemos, y trato de evitarlo, pero nosotros hemos proporcionado datos a muchas personas que no los habían conseguido del Archivo, y ha cundido la voz.

– ¿Cobran algo por sus servicios?

Ford pareció francamente sorprendido por la pregunta.

– Nada en absoluto. La biblioteca recibe una pequeña subvención del Estado, pero la mayor parte del dinero lo recibimos de aportaciones particulares y de una fundación. -Titubeó un momento y agregó-: La pregunta es ofensiva, comisario, perdone que se lo diga.

– Comprendo, signore -dijo Brunetti con una ligera inclinación de la cabeza-, pero comprenda que, en cierto modo, también yo he venido en busca de documentación, y por ello he de preguntar todo lo que se me ocurra. Pero no era mi intención ofenderlo.

Ford aceptó estas palabras inclinando la cabeza a su vez y el clima se hizo más cálido.

– ¿Y Claudia Leonardo? -preguntó Brunetti-. ¿Cómo vino a trabajar aquí?

– En un principio, vino a documentarse y, cuando descubrió la tarea que estábamos haciendo, preguntó si podría trabajar con nosotros en calidad de voluntaria. En realidad, sólo venía unas horas a la semana. Si lo desea, podríamos ver mis notas -dijo Ford empezando a levantarse. Brunetti lo detuvo con un ademán-. Enseguida se familiarizó con nuestros archivos -prosiguió el inglés- y se ganó la simpatía de nuestros visitantes. -Ford se miró las manos, buscando la manera de expresar lo que deseaba decir-. Muchos son personas muy mayores, y creo que agradecían encontrar a una persona que no sólo era competente sino muy…

– Creo que le comprendo -dijo Brunetti, que también se sentía incapaz de utilizar palabras que hicieran justicia a la integridad, franca y juvenil, de Claudia sin provocarse dolor-. ¿Tiene idea de cómo se enteró de la existencia de la biblioteca?

– En absoluto. Un día entró a preguntar si podía consultar nuestros archivos, el material le interesó, volvió varias veces y luego, como le decía, preguntó si podría ayudarnos. -Rememoraba el momento en que la muchacha le había hecho la petición-. La subvención que recibimos del Estado es pequeña, y muchos de nuestros consultantes son gente modesta, de modo que nosotros aceptamos encantados su ofrecimiento.

– ¿«Nosotros»? -preguntó Brunetti-. Dijo usted que era codirector. ¿Podría decirme quién es el otro director?

– Por supuesto -dijo Ford, sonriéndose de su olvido-. Es mi esposa. En realidad, esta biblioteca la fundó ella, y cuando nos casamos me propuso compartir sus funciones.

– Comprendo -dijo Brunetti-. Volviendo a Claudia, ¿hablaba de sus amigos? ¿Nunca mencionó a alguien en particular?

Ford reflexionó.

– No que yo pueda recordar con exactitud. Quizá hablara de un chico… o será que me gusta suponer que es lo que hacen las jóvenes, pero nadie en concreto.

– ¿Y de su familia? ¿O de otras personas?

– No, nada. Lo siento, comisario. Ella era muy joven, y debo confesar que, a no ser que hablen de historia o de algún tema que me parezca interesante, no acostumbro a prestar mucha atención a lo que dicen los jóvenes. -La sonrisa del hombre era tímida, casi contrita, pero Brunetti, que compartía su opinión acerca de la conversación de los jóvenes, no veía por qué tenía que disculparse.

Como no sabía qué más preguntar, Brunetti se puso en pie y extendió la mano.

– Gracias por su tiempo y su ayuda, signor Ford.

– ¿Tiene alguna idea…? -preguntó el hombre, sin poder terminar la pregunta.

– Proseguimos la investigación -fue la respuesta estereotipada de Brunetti.

– Bien. Es terrible. Era una muchacha encantadora. Todos la apreciábamos.

Brunetti no encontró nada que decir a eso, y salió detrás de Ford a la desierta sala de lectura. Ford se ofreció a acompañarlo hasta la puerta, pero Brunetti rehusó cortésmente diciendo que bajaría solo. Salió a la pálida luz de un día de finales de otoño, sin otra cosa que hacer que irse a casa a almorzar, con la sensación, reavivada por la entrevista con Ford, del absurdo clamoroso de la pérdida de una vida joven.

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