Brunetti tuvo toda la tarde para meditar sobre lo que le había contado Lele. Había leído muy poco acerca de la historia de la última guerra, pero otros países aportaban ejemplos de pillaje y rapiña suficientes para ilustrar todo lo que había dicho Lele. Después de los saqueos de Roma y de Constantinopla, ¿no habían cambiado de manos grandes riquezas y tesoros artísticos y sido destruidos otros muchos? Roma quedó arrasada y Bizancio ardió durante semanas, mientras los vencedores saqueaban a placer. Sin ir más lejos, los caballos de bronce que ahora coronaban la puerta de la basílica, formaban parte del botín que los venecianos habían traído a casa. Antes de que cayeran aquellas ciudades, debió de cundir la histeria entre sus habitantes, desesperados por escapar. En definitiva, por bello o precioso que sea un objeto, ¿qué valor puede tener, comparado con la vida? Hacía años, había leído la crónica de un cruzado francés que había estado en el sitio y saqueo de Constantinopla, que decía: «Nunca, desde que el mundo existe, se había obtenido en ciudad alguna semejante botín.» Pero, ¿qué importancia tenía eso, frente a la pérdida de tantas vidas?
Poco después de las siete, Brunetti ahuyentó esas cavilaciones, pasó distraídamente varios papeles de un lado al otro de la mesa, para que pareciera que aquella tarde había hecho algo más que tratar de encontrarle sentido a la historia de la Humanidad y se fue a casa.
Encontró a Paola, como era de prever, en su estudio y se unió a ella dejándose caer en el viejo sofá del que su mujer se negaba a desprenderse.
– No me habías dicho lo de tu padre -dijo, a modo de introducción.
– ¿No te había dicho qué de mi padre? -preguntó ella. Intuyendo, por el tono y la actitud de su marido, que la conversación sería larga, abandonó las notas que estaba preparando.
– Lo que hizo durante la guerra.
– Hablas como si acabaras de descubrir que fue un criminal de guerra -comentó ella.
– Todo lo contrario -concedió Brunetti-. Hoy me han dicho que estuvo en la montaña con los partisanos, cerca de Asiago.
– Pues ya sabes tanto como yo -sonrió ella.
– ¿En serio?
– Completamente. Sé que combatió y que entonces era muy joven, pero nunca me ha hablado de eso y yo no he tenido valor para preguntar a mi madre.
– ¿Valor?
– Por su tono y su manera de reaccionar siempre que yo sacaba el tema, años atrás, comprendí que ella no deseaba hablar de eso y que tampoco debía preguntarle a él. De modo que me callé y, con el tiempo, se me pasó la curiosidad o el afán de enterarme de qué había hecho exactamente. -Antes de que Brunetti pudiera hacer algún comentario a esto, agregó-: Supongo que es lo que te ocurrió a ti con tu padre. Lo único que me has contado es que estuvo en África y en la campaña de Rusia y que cuando regresó de allí, al cabo de varios años, todos los que lo habían conocido decían que no era el mismo hombre que se fue. Pero nunca me has dicho más. Y tu madre, cuando hablaba de aquello, sólo decía que él había estado ausente cinco años, nada más.
Aquellos cinco años habían marcado la niñez de Brunetti, por los accesos de violencia que, sin causa aparente, acometían a su padre. Una palabra o un gesto inocentes, un libro olvidado encima de la mesa de la cocina, podían provocar en él un furor que sólo su esposa podía aplacar. Como si poseyera la virtud de los santos, le bastaba con ponerle una mano en el brazo para, con ese leve contacto, hacerlo salir del infierno en el que hubiera caído.
Cuando no estaba invadido por esa cólera súbita y espectacular, su padre era un hombre tranquilo, callado y solitario. Lo habían herido varias veces en el frente y cobraba una pensión del ejército, de la que trataba de vivir la familia. Brunetti nunca había llegado a comprenderlo, ni siquiera a conocerlo realmente, porque la madre no se cansaba de repetir que su verdadero marido era el que se había ido a la guerra, no el que había vuelto a casa. Ella, por la gracia de Dios, o del amor, o de ambos, quería al uno y al otro.
En una sola ocasión Brunetti había visto un reflejo del hombre que debía de haber sido su padre. Fue el día en que, al llegar del colegio, anunció a sus padres que él era el único de su clase que había sido admitido en el Liceo Classico. Lo decía procurando disimular que reventaba de orgullo y temiendo la reacción de su padre, que se levantó, apoyando las manos en la mesa junto a la que estaba ayudando a su mujer a desgranar guisantes, se acercó a él y, poniéndole una maño en la mejilla, le dijo: «Guido, tú haces que vuelva a sentirme como un hombre. Gracias.» El recuerdo de la sonrisa de su padre bastaba para hacer bailar las estrellas en el firmamento y, por primera vez desde que era niño, Brunetti sintió que rezumaba amor por aquel hombre taciturno y bueno.
– ¿Me escuchas, Guido? -preguntó Paola haciéndolo volver al estudio y a su presencia.
– Sí, sí. Es sólo que estaba pensando en una cosa.
– Así pues -prosiguió ella, como si no hubiera habido interrupción-, yo sé de lo que hizo mi padre tanto como tú puedas saber del tuyo. Los dos lucharon y volvieron a casa, y ninguno de los dos quería hablar de lo ocurrido mientras habían estado fuera.
– ¿Crees que tan terrible fue lo que hicieron?
– O les hicieron -respondió Paola.
– Pero hay una diferencia.
– ¿Qué diferencia?
– Tu padre volvió a Italia para combatir voluntariamente. Eso está claro, porque Lele me ha dicho que la familia llegó a Inglaterra sana y salva, o sea que él debió de volver porque quiso.
– ¿Y tu padre?
– Mi madre siempre decía que él no quería alistarse en el ejército. Pero no tuvo elección. Los reunían como ganado y, después de enseñarles a marchar juntos sin tropezar unos con otros, los enviaban a las campañas de África, de Grecia, de Albania o de Rusia, calzados con botas de cartón, porque un amigo de un amigo de un ministro se había hecho rico con el contrato.
– ¿Y nunca contaba nada?
– No; por lo menos, a mí o a Sergio. Nada -dijo Brunetti.
– ¿Crees que pudo haber hablado con sus amigos?
– No creo que tuviera amigos -dijo Brunetti, reconociendo lo que siempre le había parecido una gran carencia en la vida de su padre.
– La mayoría de los hombres no los tenéis, ¿verdad? -preguntó ella, y había tristeza en su voz.
– ¿Qué dices? Claro que tenemos amigos -se indignó Brunetti, molesto por aquella conmiseración.
– Creo que la mayoría de los hombres no los tienen, Guido, y tú sabes que eso es lo que pienso, porque lo he dicho muchas veces. Vosotros tenéis lo que los norteamericanos llaman pals, colegas, con los que habláis de deportes, de política o de coches. -Reflexionó sobre lo que acababa de decir-. Bien, como tú vives en Venecia y trabajas en la policía, pon pistolas y lanchas en lugar de coches. Cosas, siempre cosas. Unas cosas u otras, pero nunca habláis de lo que sentís ni de lo que teméis, como hablamos las mujeres.
– ¿De qué se trata aquí, de que los hombres no tenemos amigos o de que no hablamos de lo mismo que las mujeres? Me parece que hay que distinguir.
Era una vieja polémica, y esa noche Paola no estaba dispuesta a enzarzarse otra vez en ella, con Brunetti tan irritable y con una larga lección que preparar para la mañana siguiente.
– Ya no quedarán muchas noches templadas como ésta, ¿no crees? -preguntó, como el que enarbola bandera blanca-. ¿Nos sentamos en la terraza a tomar una copa?
– Ya se ha puesto el sol -dijo él, reacio a rendirse fácilmente y dolido por la insinuación de que no tenía amigos.
– Podemos contemplar el crepúsculo. Me apetece sentarme a tu lado sosteniendo tu mano entre las mías.
– Pava -dijo él, enternecido.
Claudia no acudió a clase al día siguiente. Paola observó su ausencia aunque sin prestarle especial atención. Los estudiantes eran inconstantes por naturaleza, si bien reconocía que Claudia parecía la excepción. La causa de su falta de asistencia le fue revelada por una llamada telefónica de su marido que recibió en su despacho de la universidad aquella misma tarde.
– Tengo que darte una mala noticia -le anunció, provocándole un calambre de angustia por la seguridad de su familia. Él, que lo adivinó, agregó procurando imprimir en su voz la mayor serenidad posible-. No; no se trata de los chicos. -Le dio tiempo para que lo asimilara y prosiguió-: Es Claudia Leonardo. Ha muerto.
Paola tuvo una visión fugaz de Claudia en la puerta, volviéndose para decirle que le había dado mucha pena la muerte de Lily Bart. Ojalá alguien sintiera mucha pena por la muerte de Claudia, aún tuvo tiempo de pensar antes de que Brunetti añadiera:
– Alguien entró a robar en su apartamento y la mató.
– ¿Cuándo?
– Anoche.
– ¿Cómo?
– Con un cuchillo.
– ¿Qué pasó?
– Lo único que me han dicho es que esta mañana su compañera de piso la ha encontrado al llegar a casa. Claudia estaba en el suelo. Parece ser que sorprendió al ladrón y él se asustó.
– ¿Con un cuchillo en la mano? -preguntó Paola.
– No lo sé, es sólo una primera impresión.
– ¿Dónde estás?
– En la casa. Acabo de llegar. Tengo el telefonino de Vianello.
– ¿Por qué me llamas?
– Porque la conocías y no quería que te enterases por otros medios.
Paola dejó que entre ellos se hiciera un silencio largo.
– ¿Ha sido rápido?
– Eso espero -fue la única respuesta que él pudo dar.
– ¿Y la familia?
– No lo sé, ya te he dicho que acabo de llegar. Aún no hemos entrado en el piso. -Se oían ruidos de fondo, una voz, dos, y Brunetti dijo-: Tengo que colgar. No me esperes hasta la noche. -Y cortó.
Se había apartado del sonido de la voz de su mujer, pero no de la presencia de la muerte en aquel apartamento de Dorsoduro, cerca de la Pensione Seguso, dos calles más allá del Canale della Giudecca.
Devolvió el telefonino a Vianello, que lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. No era la primera vez que Brunetti se sorprendía al ver a Vianello de paisano, consecuencia de su ascenso a ispettore que desde hacía tanto tiempo se le debía. Ahora bien, aunque el envoltorio había cambiado, el contenido seguía siendo el mismo: el leal, honrado e inteligente Vianello había acudido a la llamada de Brunetti, que lo pilló a punto de salir de casa, cuando iba a dedicar su día de permiso a realizar compras en el continente con su esposa. Brunetti agradecía la instintiva disposición de Vianello a ayudarlo. La compañía de ese hombre corpulento, firme y sosegado le sería de gran ayuda en esos momentos.
Vianello no fingió no haber oído la conversación de Brunetti.
– ¿Su esposa la conocía, comisario?
– Era alumna suya -explicó Brunetti.
Si a Vianello le sorprendió que Brunetti supiera esa circunstancia, no lo demostró, y propuso:
– ¿Subimos ya, comisario?
Había un agente de uniforme en la puerta de la calle y otro en lo alto del segundo tramo de escalera, delante de la puerta del apartamento, que estaba abierta. El resto del edificio, en el que había otros tres apartamentos, podía perfectamente haber estado vacío, por el silencio que emanaba de sus puertas cerradas. Sin embargo, en uno de ellos estaba la compañera de piso de Claudia, porque así lo había dicho la dueña de la casa cuando llamó por teléfono.
Brunetti entró en el apartamento sin detenerse en la puerta. Lo primero que vio fue la mano que, con los dedos agarrotados por la muerte, asía el fleco de la alfombra color cereza. Era turca, con un motivo central de ghuls blancos hexagonales sobre el fondo rojo. El motivo era nítido y geométrico, con las estilizadas flores bien alineadas, y unas franjas blancas arriba y abajo centrando el dibujo. Una de las franjas se interrumpía donde la sangre había empapado la alfombra, tiñendo el blanco de un rojo un punto más claro que el fondo. Brunetti vio que una de las flores había desaparecido, la había borrado la vida al huir del cuerpo de Claudia.
Él volvió los ojos hacia la derecha y vio la cabeza y la nuca, blanca e indefensa. La muchacha estaba de espaldas y él, pisando con cuidado, dio la vuelta para situarse al otro lado de la habitación y verle la cara. También estaba muy blanca y parecía extrañamente relajada. No había en ella expresión alguna, como no la hay en la de una persona dormida. Brunetti pensó que ojalá él pudiera hacer que aquella falta de expresión se debiera al sueño.
Sin moverse, el comisario buscó con la mirada señales de violencia en el apartamento y no pudo ver ninguna. En el centro de una mesita baja, un plato con unos gajos de manzana, ahora secos y ennegrecidos; al lado de la mesa, una butaca con funda floreada y, en el brazo de la butaca, un libro abierto, boca abajo. Brunetti se acercó a leer el título: El pacto de Fausto. No le dijo nada: tan incongruente como la aparente calma con que ella había recibido a la muerte.
– De robo, nada -dijo Vianello.
– No -convino Brunetti-. Entonces, ¿qué?
– ¿Pelea de enamorados? -apuntó Vianello, aunque era evidente que no lo creía. Allí no había habido pelea.
Brunetti salió a la puerta y preguntó al joven agente:
– ¿La compañera de piso ha dicho algo de la puerta? ¿Si estaba abierta o cerrada? -Observó que el joven se había cortado en el mentón al afeitarse, aunque no parecía que pudiera tener barba todavía.
– No lo sé, comisario. Una vecina ya se la había llevado abajo cuando he llegado.
Brunetti asintió dándose por enterado, y preguntó:
– ¿Y el cuchillo? O lo que fuera.
– No lo he visto, comisario -dijo el muchacho con tono de disculpa, y sugirió-: Quizá esté debajo.
– Sí, puede ser -dijo Brunetti, y volvió a donde estaba Vianello-. Vamos a ver las otras habitaciones.
Vianello metió las manos en los bolsillos del pantalón y Brunetti lo imitó. Los dos habían olvidado traer guantes desechables, pero sabían que podrían conseguirlos cuando llegara el forense.
Los dormitorios, la cocina y el cuarto de baño no indicaban sino que una de las muchachas era más ordenada que la otra y que la ordenada era aficionada a la lectura. Brunetti ya sabía quién era quién.
Cuando volvieron a la sala, Vianello preguntó:
– ¿La compañera?
Nuevamente Brunetti fue a la puerta, donde se paró sólo para decir al agente que, tan pronto como llegara el forense, bajara a avisarle, y abrió la marcha escalera abajo.
Evidentemente, se esperaba su visita: en la puerta de uno de los apartamentos del primer piso había una mujer mayor.
– Está aquí, comisario -dijo dando un paso atrás para que entrasen Brunetti y Vianello.
Al ver que estaban en un pequeño recibidor, Brunetti preguntó en voz baja:
– ¿Cómo está?
– Mal. He llamado a mi médico, que ha dicho que vendrá en cuanto pueda. -Era una mujer baja, tirando a gruesa, con ojos azul claro y un cutis que parecía que tenía que ser tan fresco y suave al tacto como el de una niña.
– ¿Hacía tiempo que vivían aquí? -preguntó Brunetti.
– Claudia, tres años. El apartamento es mío y lo alquilo a estudiantes, porque me gusta oír a gente joven a mi alrededor. Pero sólo a chicas. Ponen la música más baja y a veces, por la tarde, entran a tomar una taza de té. Los chicos, no -dijo, sin más explicación.
Brunetti tenía a un hijo en la universidad, por lo que nadie podía contarle nada nuevo acerca del volumen al que los chicos escuchan música y su poca inclinación a entrar a tomar una taza de té por la tarde con una anciana.
El comisario sabía que tendría que hablar extensamente con esa mujer, pero quería interrogar antes a la muchacha, para ver si podía decirle algo que los ayudara a empezar la búsqueda del asesino.
– ¿Cómo se llama esa joven, signora?
– Lucia Mazzotti -dijo la mujer-. Es de Milán -precisó, como si eso pudiera ayudar a Brunetti de algún modo.
– ¿Hará el favor de acompañarme? -preguntó él, e hizo una pequeña señal a Vianello para pedirle que aguardara allí. Aunque ya no iba uniformado, podía bastar su corpulencia para intimidar a la muchacha.
La mujer dio media vuelta y, cojeando ligeramente de la pierna derecha, llevó a Brunetti por una salita, por delante de la puerta abierta de la cocina y la puerta cerrada de lo que debía de ser el cuarto de baño, hasta la última puerta.
– Le he dicho que se echara -explicó-, aunque no creo que duerma. No dormía hace un momento, cuando los oí a ustedes en la escalera.
Dio unos golpecitos en la madera y, al oír un leve sonido en el interior, abrió la puerta.
– Lucia -dijo con suavidad-, un señor desea hablar contigo, es policía.
La mujer fue a retirarse, pero Brunetti la asió del brazo.
– Creo que será preferible que se quede, signora.
Ella, desconcertada, miró de Brunetti a la habitación.
– Será menos violento para la muchacha -susurró el comisario.
La mujer, aunque no parecía muy convencida, accedió, entró en la habitación y se quedó a un lado de la puerta, dejando adelantarse a Brunetti.
Una chica de pelo rojo estaba echada encima de la cama, con la cabeza apoyada en una mullida almohada. Tenía los brazos extendidos a cada lado del cuerpo, con las palmas de las manos hacia arriba, y los ojos fijos en el techo.
Brunetti fue hacia la cama, se acercó una silla y se sentó, para situarse más a su nivel.
– Lucia, soy el comisario Brunetti. Me envían para que averigüe lo ocurrido. Sé que usted ha encontrado a Claudia y que ha tenido que sufrir una impresión terrible, pero hemos de hablar ahora, porque quizá pueda ayudarnos.
La muchacha volvió la cabeza y lo miró. Sus finas facciones estaban extrañamente flácidas.
– ¿Ayudarles, cómo? -preguntó.
– Diciéndonos qué ocurrió cuando llegó a casa, qué vio, qué recuerda. -Antes de que ella pudiera decir algo, él continuó-: Y también necesito que me diga acerca de Claudia todo lo que crea que pueda estar relacionado de algún modo con lo sucedido.
– ¿Se refiere a lo que le ha sucedido a ella?
Brunetti asintió.
La muchacha desvió la mirada y volvió a fijarla en la pantalla amarilla colgada del techo.
Brunetti dejó pasar por lo menos un minuto, pero la muchacha seguía mirando la lámpara. Él se volvió hacia la anciana y levantó las cejas interrogativamente.
La mujer se adelantó hasta situarse a su lado y, cuando él fue a levantarse, le puso en el hombro una mano firme para impedírselo.
– Lucia -dijo-, me parece que es conveniente que hables con este policía.
Lucia miró a la mujer y a Brunetti.
– ¿Está muerta?
– Sí.
– ¿La han matado?
– Sí -dijo él.
La muchacha lo asimiló y dijo:
– He llegado a casa a eso de las nueve. Esta noche he dormido en Treviso y venía para cambiarme y recoger los libros. Esta mañana tengo una clase. -Parpadeó varias veces y miró a la ventana-. ¿Aún es por la mañana?
– Son las once -dijo la anciana-. ¿Quieres que te traiga algo de beber, Lucia?
– Un vaso de agua, por favor.
La mujer volvió a oprimir el hombro de Brunetti y salió de la habitación cojeando. Entonces la muchacha prosiguió:
– He llegado al edificio, he subido la escalera, he abierto la puerta del apartamento y he entrado. Entonces la he visto en el suelo. Al principio, he pensado que se había desmayado o algo así, pero entonces he visto la alfombra. Me he quedado quieta, sin saber qué hacer. Debo de haber gritado, porque ha subido la signora Gallante y me ha traído aquí. Es todo lo que recuerdo.
– ¿La puerta estaba cerrada con llave? -preguntó Brunetti-. La del apartamento quiero decir.
Ella lo pensó un momento, y Brunetti advirtió su resistencia a tener que evocar el recuerdo de aquella escena. Finalmente, dijo:
– No; me parece que no. Es decir, no recuerdo haber usado la llave. -Un largo silencio-. Pero puedo estar equivocada.
– ¿Ha visto a alguien fuera?
– ¿Cuándo?
– Cuando ha vuelto a casa.
– No -respondió ella con un rápido movimiento de la cabeza-. No había nadie.
– ¿Ni algún conocido, algún vecino? -preguntó Brunetti y al observar su rápida mirada de suspicacia, explicó-: Podrían haber visto a alguien.
Una vez más ella movió la cabeza negativamente.
– No; nadie.
Brunetti comprendía que, probablemente, esas preguntas eran inútiles. Había observado el color de la sangre de la alfombra, que indicaba que Claudia llevaba muerta bastante tiempo. El forense le diría cuánto con mayor exactitud, pero no le sorprendería que la joven hubiera estado allí toda la noche. Pero quería que la muchacha asimilara la importancia de responder a todas sus preguntas, a fin de que, cuando le hiciera las que podían conducirle a quienquiera que hubiera hecho aquello, ella las contestara sin pensar en las consecuencias que podía tener su respuesta, acaso para algún conocido.
La signora Gallante volvió a entrar.
– Ha llegado el doctor, comisario.
Brunetti se levantó, dijo a Lucia unas palabras que trató de hacer tranquilizadoras y salió de la habitación. La signora Gallante se adelantó con un vaso de agua en la mano. Detrás de ella entró un hombre que parecía muy joven para ser médico, y la única prueba de ello era el maletín negro, nuevecito, por supuesto, que traía en la mano.