Mientras volvían a la questura, después de un almuerzo que dejaba bastante que desear, los dos hombres pasaban revista a posibles asociaciones, todavía sin explorar, entre ambas muertes, y a las preguntas aún sin respuesta. Por mucho que se esforzara Rizzardi en buscar indicios de que la signora Jacobs había sido víctima de la violencia, a falta de pruebas concretas, un juez no ordenaría la investigación de su muerte y, menos aún, Patta, siempre refractario a autorizar cosa alguna, a no ser que la víctima hubiera pronunciado con el último aliento el nombre de su asesino.
Al llegar a la questura, se separaron y Brunetti subió al despacho de la signorina Elettra que dijo, al verlo entrar:
– Ya me he enterado.
– Dice Rizzardi que pudo ser un infarto.
– Yo tampoco lo creo -dijo ella, sin pararse a preguntar su opinión-. ¿Y ahora qué?
– Esperaremos los resultados de la autopsia y luego habrá que ver quién hereda todo lo que hay en el apartamento.
– ¿Tan fabuloso es? -preguntó ella.
– Increíble. Si todo es auténtico, una de las mejores colecciones de la ciudad.
– Parece una incongruencia, ¿verdad? Vivir como vivía, y en medio de toda esa riqueza.
– El piso estaba limpio, y le llevaban el tabaco y la comida -respondió Brunetti-. No vivía en la indigencia.
– No; pero a todos nos da por pensar que, con dinero, la gente ha de vivir de otra manera.
– Quizá ella prefería vivir así -dijo Brunetti.
– Quizá sí -concedió la signorina Elettra de mala gana.
– Puede que a ella le bastara con contemplar todas esas cosas -apuntó él.
– ¿A usted le bastaría?
– Yo no tengo ochenta y tres años -dijo Brunetti y, cambiando de tema, preguntó-: ¿Se sabe algo de Londres?
Ella le tendió una hoja de papel.
– Como ya le dije, los británicos son mucho mejores que nosotros para estas cosas.
Rápidamente, Brunetti leyó que Benito Guzzardi, nacido en Venecia en 1942, había muerto de cáncer de pulmón en Manchester en 1995. El nacimiento de Claudia había sido registrado en Londres hacía veintiún años, pero sólo figuraba el nombre de la madre, Petra Leonhard. No constaba matrimonio ni defunción de la madre.
– Eso explica lo del apellido -dijo él.
La signorina Elettra le entregó una copia de la solicitud de ingreso de Claudia en la universidad.
– Fue muy simple: presentó documentos a nombre de Leonhard y escribió Leonardo.
Antes de que Brunetti pudiera hacer más preguntas, la joven agregó:
– En el pasaporte, como persona a la que avisar en caso de accidente, figura el nombre de la tía.
– ¿La de Inglaterra?
– Sí. La he llamado. No le habían notificado la muerte de Claudia. Nadie pensó en decírselo.
– ¿Cómo se lo ha tomado?
– La ha afectado mucho. Ha dicho que Claudia pasaba los veranos con ella desde niña.
– ¿Es hermana de la madre o del padre?
– No -dijo ella, moviendo la cabeza, desconcertada-; ocurre lo mismo que con la abuela. En realidad, aunque Claudia la llamaba tía, no era tía suya. Era la mejor amiga de la madre.
– ¿Era? ¿Ha muerto la madre?
– No. Ha desaparecido. -Y, adelantándose a la pregunta de Brunetti, explicó-: Pero no en el sentido que solemos dar a la palabra. No le ha pasado nada malo. Esa mujer me ha dicho que la madre es uno de esos espíritus libres que andan por la vida a su aire. -Hizo una pausa e introdujo su apostilla-: Dejando que los demás recojan lo que ellos dejan tirado. -Como Brunetti no decía nada, prosiguió-: La última vez que tuvo noticias suyas fue pocos meses después de la muerte del padre, una postal desde Bután, en la que le pedía que no perdiera de vista a Claudia.
De pronto, a Brunetti se le despertó el instinto de protección hacia la muchacha muerta; lo indignaba que la madre se hubiera desentendido de ella de este modo.
– ¿Que no la perdiera de vista? ¿Cuántos años tenía entonces? ¿Quince, dieciséis? ¿Qué podía hacer esa niña mientras su madre andaba buscando la armonía interior o lo que sea que la gente vaya a buscar a Bután?
Como era una pregunta de las que no tienen respuesta, Elettra esperó a que se tranquilizara un poco y entonces explicó:
– Me ha dicho la tía que Claudia vivió con sus padres hasta la muerte del padre, y después decidió venir a Italia, a un colegio privado de Roma. Entonces, según creo, se puso en contacto con la signora Jacobs. En el verano volvía a Inglaterra y vivía con su tía.
Ya más calmado, tras esta explicación, Brunetti dijo, después de una pausa:
– Claudia me contó que sus padres no estaban casados, pero que el padre la había reconocido.
La signorina Elettra asintió.
– Eso me ha dicho también esa mujer.
– Por lo tanto, Claudia era la heredera de Guzzardi -dijo Brunetti.
– Heredera de muy poca cosa -observó la signorina Elettra, que añadió mirándolo con la cabeza ladeada-: A menos que…
– No sé qué dice la ley respecto a los objetos cuya propiedad no está clara, y que una persona tiene en su poder en el momento de su muerte -dijo Brunetti leyéndole el pensamiento-. Por otra parte, no es normal cuestionar la propiedad de los efectos que se hallan en el domicilio del fallecido.
– No, no es normal -convino la signorina Elettra-. Pero en este caso… -no terminó la frase, dejando espacio a la posibilidad.
– Entre sus papeles no había nada. Ni una sola factura de esos objetos -dijo Brunetti.
– Quizá la tenga su notario o su abogado -apuntó ella, siguiendo la dirección de su pensamiento.
Brunetti movió la cabeza negativamente: no había encontrado nada de un abogado ni de un notario entre los papeles, y tampoco dentro de los libros. Fue la signorina Elettra quien dio voz a la conclusión que él había sacado de su propia reflexión:
– Si no hay testamento, hereda la familia.
– Si tiene familia.
Y, a falta de familia, todo pasaría al Estado, dedujeron. Siendo italianos, comprendían que eso era lo peor que podía ocurrirle a una persona: todas sus pertenencias, condenadas a caer en las manos de burócratas sin rostro, robadas antes de ser catalogadas y clasificadas y, lo poco que sobreviviera al pillaje, subastado o arrinconado en el sótano de algún museo.
– Sería mejor sacarlo todo a la calle -dijo la signorina Elettra.
Aunque estaba de acuerdo, a Brunetti no le pareció correcto reconocerlo y dio un giro a la conversación preguntando:
– ¿Qué hay de las llamadas de Claudia a Filipetto?
– Aún no las tengo impresas, comisario -dijo ella-, pero, si quiere, puede echarles una ojeada. -Pulsó varias teclas y unas letras saltaron a la pantalla del ordenador, que se oscureció un momento para encenderse después, llena de cortas columnas de números. La signorina Elettra explicó señalando el encabezamiento de cada columna-: Número marcado, fecha, hora y duración de la llamada. Éstas son las llamadas hechas a Filipetto -dijo, pulsó otra tecla y más columnas aparecieron debajo de las primeras-. Y éstas, las del domicilio de Filipetto al de ella. -Calló para darle tiempo a comprobar los números y preguntó-: ¿No es extraño, siete llamadas entre personas que no se conocían?
Volvió a teclear y nuevas series de números sustituyeron a las anteriores.
– ¿Y éstas?
– Las comunicaciones entre su teléfono y el de la biblioteca. Aún no he tenido tiempo de separarlas, por lo que están mezcladas, por orden cronológico.
Él examinó la columna de números. Las tres primeras llamadas habían sido hechas desde el domicilio de Claudia a la biblioteca. Una desde la biblioteca. Otra desde el domicilio. Después de un intervalo de tres semanas, empezaba una serie de llamadas desde la biblioteca. Se repetían cada cuatro o cinco días durante seis semanas. Al principio, Brunetti pensó que eran llamadas de Claudia a su compañera de piso, pero luego vio que algunas habían sido hechas después de las nueve de la noche, muy tarde para estar trabajando. Examinó la última columna, que indicaba la duración de cada llamada y vio que las más recientes de la serie duraban de cinco a diez minutos pero la última había sido muy breve, menos de un minuto.
La signorina Elettra, que había estudiado la lista al mismo tiempo que él, dijo:
– Reconozco la pauta. También yo lo he sufrido.
– ¿Acoso? -preguntó Brunetti.
– Eso parece.
– ¿Podría imprimir la primera serie? -y, cuando la joven asintió, él explicó-: Me parece que iré a hablar con el dottor Filipetto otra vez. A ver si la lista le refresca la memoria.
La mujer a la que Filipetto había llamado Eleonora abrió la puerta a Brunetti y, sin dignarse averiguar el motivo de la visita, lo condujo al despacho. Si le hubieran preguntado, Brunetti hubiera jurado que el anciano no se había movido desde su visita anterior. También ahora tenía ante sí revistas y papeles.
– Ah, comisario -dijo Filipetto, que parecía muy contento de verlo-, otra vez por aquí. -Invitó a Brunetti a acercarse al tiempo que levantaba una mano para indicar a la mujer que se quedara. Brunetti sentía vagamente su presencia a su espalda, cerca de la puerta.
– Sí, señor; he venido a hacerle unas cuantas preguntas más acerca de esa muchacha -dijo Brunetti sentándose en la silla que le señalaba el anciano.
– ¿Qué muchacha? -preguntó Filipetto, con una expresión de desconcierto que a Brunetti le pareció forzada.
– Claudia Leonardo.
Filipetto miró fijamente a Brunetti y parpadeó varias veces.
– ¿Leonardo? -preguntó-. ¿La conozco?
– Eso es lo que he venido a averiguar. Hace unos días usted me dijo que nunca había oído su nombre.
– Y es verdad -dijo Filipetto ya con una ligera irritación-. Nunca lo he oído.
– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti suavemente.
– Claro que estoy seguro -insistió Filipetto-. ¿Duda de mi palabra?
– No de su palabra. Si acaso, de la fidelidad de su memoria.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó el anciano.
– Simplemente, que a veces se nos olvidan las cosas. Nos ocurre a todos.
– Soy muy viejo… -dijo Filipetto, calló y Brunetti lo vio transfigurarse. Bajó la cabeza, abrió la boca y una de sus manos se arrastró sobre la mesa hasta descansar sobre la otra-. No me acuerdo de todo, ¿comprende? -dijo con una voz que, de repente, se había hecho aguda, voz quejumbrosa de viejo.
Brunetti se sentía como el perro de Ulises, el único que había sido capaz de reconocer a su amo a pesar de su disfraz. Si no hubiera observado cómo Filipetto se transformaba deliberadamente en un anciano desvalido, la compasión le hubiera impedido seguir preguntando. Aun así, la prudencia le hizo reservarse toda alusión al registro de llamadas telefónicas.
Esbozó una sonrisa, que se esforzó en hacer tan afable como crédula y preguntó:
– Entonces, ¿quizá la conoció?
Filipetto levantó la mano derecha y la agitó débilmente en el aire.
– Quizá, quizá… De muchas cosas no me acuerdo. -Alzó la cabeza y preguntó a la mujer que estaba junto a la puerta-: Eleonora, ¿he conocido a una tal…? -Miró a Brunetti, como si la mujer no hubiera podido oír perfectamente el nombre de Claudia-. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
– Claudia Leonardo -dijo Brunetti con voz neutra.
La respuesta de la mujer tardó en llegar. Al fin dijo:
– Sí; me suena el nombre, pero no recuerdo de qué. -No dijo más ni pidió a Brunetti que le explicara quién era Claudia.
Aunque le enfadaba verse superado, mal que le pesara, Brunetti no podía menos que admirar la habilidad con que Filipetto había jugado la baza de su ancianidad y presunta invalidez. Ahora lo más que podría conseguir con el registro de llamadas sería refrescar la memoria del anciano que diría que sí, sí, ahora que Brunetti lo mencionaba, le parecía que quizá había hablado con una muchacha, pero que en modo alguno recordaba de qué.
Brunetti comprendió que no por seguir preguntando iba a ser menos rotunda su derrota. Apoyó las manos en las rodillas, se levantó e, inclinándose sobre la mesa, estrechó la mano de Filipetto.
– Gracias por su ayuda, notaio. Siento haberle molestado con estas preguntas.
La mano de Filipetto estaba floja, inerte, tan insustancial como un puñado de spaghetti secos. El anciano, mudo, no pudo sino inclinar la cabeza en dirección a Brunetti.
El comisario se volvió hacia la puerta y la mujer se hizo a un lado para dejarle paso. Él se paró al extremo del vestíbulo, en la misma puerta del piso y preguntó sin preámbulos:
– ¿Querría decirme cuál es su relación con el dottor Filipetto?
Ella, con una mirada larga y serena, respondió:
– Soy su hija.
Brunetti le dio las gracias y se fue sin ofrecerle la mano.