Brunetti, por su parte, no pensaba mucho en el honor aquella mañana, ocupado en la tarea de llevar el control de los pequeños delitos en Venecia. A veces, parecía que eso era lo único que hacían: rellenar formularios, enviarlos al archivo, confeccionar listas y jugar con las cifras, para mantener las estadísticas del crimen en un nivel bajo y tranquilizador. Refunfuñaba al sentarse a la mesa, pero, pensando que conseguir cifras exactas exigiría aún más papeleo, alargó la mano hacia los impresos.
Poco antes de las doce, cuando ya empezaba a pensar en el almuerzo con apetito, sintió unos golpecitos en la puerta.
– Avanti -gritó y, al levantar la cabeza, vio a Alvise.
– Una persona pregunta por usted, comisario -anunció el agente con una sonrisa.
– ¿Quién es?
– Oh, ¿tenía que habérselo preguntado? -dijo el joven, sinceramente sorprendido de que pudiera esperarse de él semejante cosa.
– No, Alvise; hágalo pasar, por favor -dijo Brunetti con voz neutra.
Alvise dio un paso atrás y agitó el brazo, emulando el elegante movimiento de los enguantados agentes de tráfico de las películas italianas.
El ademán hizo pensar a Brunetti que en su despacho iba a entrar un personaje de la categoría del presidente de la República, por lo menos, y echó el sillón hacia atrás, disponiéndose a levantarse, a fin de mantener el alto nivel de urbanidad que había marcado Alvise. Al ver entrar a Marco Erizzo, Brunetti dio la vuelta a la mesa, estrechó la mano a su viejo amigo y luego lo abrazó dándole palmadas en la espalda. Al soltarlo miró aquel rostro familiar.
– Marco, qué alegría. ¡Dios, si hacía siglos! ¿Dónde estabas? -Llevaban, ¿cuánto?, un año, quizá dos, sin verse, pero Marco no había cambiado. El cabello conservaba su tono castaño, libre de canas, y aquella abundancia que tanto trabajo daba al peluquero, y la risa seguía marcando una miríada de pliegues en torno a los ojos.
– ¿Dónde crees tú que he estado, Guido? -preguntó Marco, que hablaba veneciano con el cerrado acento giudecchino que, hacía casi cuarenta años, cuando él y Guido estaban en primaria, le valía las burlas de sus compañeros de clase-. Aquí, en casa, trabajando.
– ¿Estáis bien? -se interesó Brunetti, incluyendo en la pregunta a la ex esposa de Erizzo y sus dos hijos, además de su actual compañera y la hija de ambos.
– Todos bien, felices y contentos -dijo Marco, con su respuesta habitual. Todo bien, todos contentos. Entonces, ¿qué lo traía a la questura esta hermosa mañana de octubre, en la que seguramente tendría cosas más importantes que hacer en sus muchas empresas? Marco miró su reloj-. ¿Es hora para un’ombra?
A la mayoría de los venecianos, a partir de las once de la mañana, cualquier hora les parece buena para un’ombra, por lo que Brunetti asintió sin vacilar.
Camino del bar de Ponte dei Greci, hablaban de todo y de nada: de la familia, de los viejos amigos, de lo estúpido que era no verse casi nunca, excepto cuando se cruzaban en la calle y apenas cambiaban unas frases antes de seguir corriendo hacia lo que reclamaba su tiempo y su atención.
Al entrar en el bar, Brunetti iba hacia la barra, pero Marco lo asió del codo y lo llevó a la mesa de un rincón, al lado de una ventana. Brunetti se sentó frente a su amigo, seguro de que ahora descubriría qué lo había llevado a la questura. Ninguno de los dos había pedido nada, pero el camarero, que hacía años que tenía de cliente a Brunetti, les llevó dos copas de vino blanco y volvió a la barra.
– Cin cin -dijeron ambos, y tomaron pequeños sorbos. Marco movió la cabeza de arriba abajo con satisfacción-. Mejor que lo que te dan en la mayoría de los bares. -Bebió otro trago y dejó la copa en la mesa.
Brunetti no decía nada, sabedor de que ésa era la mejor táctica para hacer hablar a un testigo remiso.
– No voy a hacernos perder tiempo, Guido -dijo Marco con una voz distinta, más grave. Tomó la corta pata de la copa entre el índice y el pulgar de la mano derecha y le imprimió una pequeña rotación, gesto que inmediatamente resultó familiar a Brunetti. Siempre, desde que era niño, las manos de Marco delataban su nerviosismo, ya fuera rompiendo la punta del lápiz durante un examen o manoseando el botón del cuello de la camisa mientras hablaba con una muchacha que le gustara-. ¿Vosotros, chicos, sois algo así como los curas? -preguntó Marco levantando los ojos un instante y volviendo a mirar la copa.
– ¿Qué chicos? -preguntó Brunetti, desconcertado.
– Los polis. Aunque seas comisario. Me refiero a que, si te cuento algo, ¿será como cuando éramos chicos y nos confesábamos, y el cura no podía decir nada a nadie?
Brunetti disimuló una sonrisa bebiendo un sorbo de vino.
– Me parece que no es lo mismo, Marco. Los curas tenían la obligación de callar, por gordo que fuera el pecado. Pero, si tú me hablas de un delito, probablemente, yo tenga que hacer algo al respecto.
– ¿Un delito como cuál? -En vista de que Brunetti no respondía, Marco prosiguió-: Quiero decir: ¿cómo tendría que ser de grave el delito para que tuvieras que actuar?
La perentoriedad del tono de Marco denotaba que no se trataba de una especulación gratuita, Brunetti meditó la respuesta:
– No sabría decirte. No puedo hacerte una lista de todo. Veamos, cualquier cosa grave o violenta, imagino.
– ¿Y si aún no hubiera ocurrido nada?
A Brunetti le sorprendió oír esa pregunta de labios de Marco, hombre realista, amigo de lo concreto. Era insólito que planteara una cuestión hipotética; Brunetti no recordaba haber oído a Marco utilizar una estructura gramatical compleja; lo suyo era la exposición clara y escueta.
– Marco, ¿por qué, sencillamente, no confías en mí, me cuentas lo que sea y dejas que vea qué se puede hacer?
– No es que no confíe en ti, Guido. Bien sabe Dios que sí, o no hubiera venido a verte. Es sólo que no quiero causarte problemas al decirte algo que quizá tú no quieras saber. -Miró a la barra, y Brunetti pensó que iba a pedir más vino, pero cuando su amigo se volvió otra vez hacia él comprendió que sólo quería comprobar si alguien podía oír lo que estaban hablando. En la barra había dos hombres, pero parecían enfrascados en su propia conversación-. De acuerdo, te lo contaré -dijo entonces-. Y luego tú decides.
Brunetti advirtió con sorpresa que el comportamiento de Marco y hasta el ritmo de sus frases se parecían a los de muchos de los sospechosos a los que él había interrogado durante tantos años. Siempre llegaba un momento en el que claudicaban y dejaban de resistirse al impulso de contar lo que sucedía o había sucedido o qué les había impulsado a hacer lo que habían hecho. Y ahora Brunetti aguardaba.
– Como ya sabes, o quizá no, he comprado otra tienda cerca de Santa Fosca -dijo Marco, e hizo una pausa, para dar lugar a que Brunetti respondiera.
– No lo sabía -dijo Brunetti, consciente de que debía limitarse a dar respuestas breves. No indagar ni pedir aclaraciones, sólo dejarles hablar hasta que se les acabe la cuerda. Cuando parezca que no tienen nada más que decir es el momento de empezar a hacer preguntas.
– Es la tienda de quesos que era del calvito aquel que siempre iba con sombrero. Un buen hombre. Mi madre compraba a su padre cuando vivíamos allí. Bien, el año pasado le triplicaron el alquiler y decidió retirarse del negocio, yo le pagué la buon’ uscita y me hice cargo del contrato de arrendamiento. -Miró a Brunetti, para comprobar que le seguía-. Ahora bien, como se trata de vender máscaras y souvenirs, hacen falta escaparates, para que la gente vea el género. Él tenía uno solo a la derecha, donde ponía el provolone y el scamorza, pero hay otro a la izquierda, sólo que su padre lo tapió hará unos cuarenta años. Figura en los planos originales, de modo que puede volver a abrirse. Y yo lo necesito. Yo necesito dos escaparates, para que la gente pueda ver todas esas chorradas y llevarse una máscara a Düsseldorf.
Ni él ni Brunetti consideraron necesario comentar semejante tontería, ni aludir a la circunstancia de que muchos de los artículos de «artesanía veneciana» que se venderían en la tienda se fabricaban en países del Tercer Mundo, en los que el único canal que habían visto los artesanos era el que discurría por detrás de sus casas y servía de cloaca.
– Bien, tomé la tienda en traspaso y mi arquitecto hizo los planos. Eso fue hace mucho tiempo, cuando el hombre accedió al traspaso, pero los planos no pueden presentarse al Comune hasta que el contrato de arrendamiento esté a mi nombre. -Volvió a mirar a Brunetti-. Eso fue en marzo. -Marco levantó el puño derecho, extendió el pulgar y repitió-: Marzo -y fue contando los meses-. Siete meses, Guido. Siete meses hace que esos cerdos me tienen esperando. Yo pago el alquiler, el arquitecto va a la oficina de planificación una vez a la semana a interesarse por los permisos, y le dicen que los papeles no están listos, o que tienen que comprobar esto o lo otro antes de concedérmelos.
Marco abrió el puño, apoyó la palma de la mano en la mesa y puso la otra mano al lado, con los dedos extendidos.
– Tú ya sabes lo que ocurre, ¿verdad?
– Sí -dijo Brunetti.
– La semana pasada dije al arquitecto que les preguntara cuánto. -Miró a Brunetti, como si sintiera curiosidad por averiguar si su amigo denotaría sorpresa y hasta quizá asombro por lo que oía, pero el comisario permaneció impasible-. Treinta millones. -Marco hizo una larga pausa, pero Brunetti no dijo nada-. Si les pago treinta millones, la semana que viene tengo los permisos y pueden empezar las obras.
– ¿Y si no? -preguntó Brunetti.
– Sabe Dios -dijo Marco meneando la cabeza-. Pueden tenerme otros siete meses esperando, imagino.
– ¿Por qué no les pagabas antes? -preguntó Brunetti.
– Mi arquitecto dice que no es necesario, que él conoce a los de la comisión y que es sólo que hay muchas peticiones antes de la mía. Además, tengo otros problemas. -Brunetti pensó que ahora le hablaría también de ellos, pero Marco dijo tan sólo-: No; no vienen al caso.
Brunetti recordaba que, varios años atrás, una cadena de restaurantes de comida rápida había hecho grandes reformas en cuatro locales, en los que los obreros habían trabajado día y noche y, casi antes de que el público tuviera tiempo de darse cuenta, ya habían abierto, y los olores de los diversos productos bovinos impregnaban el aire con unos tufos propios de un matadero de Sumatra en verano.
– ¿Piensas pagar?
– No tengo elección, ¿no te parece? -preguntó Marco con fatiga-. Ya estoy pagando al abogado más de cien millones de liras al año, sólo para solventar los pleitos que me pone la gente en mis otros negocios. Si presento una demanda contra funcionarios municipales por poner trabas a la lícita explotación de mi negocio o por lo que a mi abogado se le ocurra imputarles, me saldrá aún más caro, el asunto se alargará durante años y al final me quedaré como antes.
– Entonces, ¿por qué has venido a verme? -preguntó Brunetti.
– Me gustaría saber si tú podrías hacer algo. Me refiero a si yo debería marcar los billetes o algo así… -La voz de Marco se apagó y él apretó los puños-. No es el dinero. En un par de meses puedo recuperarlo, con la de gente que compra todas esas birrias. Es que estoy hasta el gorro de trabajar de esta manera. Tengo tiendas en París y en Zúrich, y allí no se andan con esos cambalaches. Tú pides un permiso, ellos dan curso a tu petición y, terminados los trámites, te dan el permiso y empiezas las obras. Allí nadie se te cuelga de una teta, tratando de chupar. -Dio un puñetazo en la mesa-. No me extraña que esto sea un caos. -Bruscamente, su voz se elevó con un tono agudo y, durante un momento, Brunetti temió que su amigo perdiera los estribos-. Aquí no se puede trabajar. Lo único que quieren esos sinvergüenzas es chuparnos la sangre. -Otra vez golpeó la mesa con el puño. Los dos hombres del mostrador y el camarero los miraron, pero en Italia aquello no era una novedad, y se limitaron a asentir en silencio antes de proseguir su conversación.
Brunetti no sabía si las invectivas de Marco estaban dirigidas a Venecia en particular o a toda Italia en general. No importaba demasiado: en cualquier caso, tendría razón.
– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Brunetti.
Implícito en la pregunta -y así lo comprendían ambos- estaba el reconocimiento de que él nada podía hacer. En su calidad de amigo, podía compadecerse de las cuitas de Marco y compartir su indignación, pero, como policía, estaba impotente. El soborno se pagaría en efectivo, y el dinero contante y sonante no deja huella. Si Marco presentaba una queja formal contra alguien que trabajara en la comisión de planificación, ya podía pensar en cerrar las tiendas y retirarse de los negocios, porque nunca conseguiría otro permiso, por pequeña y por urgente que fuera la obra.
Marco sonrió y se deslizó hacia el extremo de la banqueta.
– Sólo quería desahogarme, imagino. O quizá restregártelo por las narices, Guido, porque trabajas para ellos, en cierto modo, y, si ésta era la razón, lo siento y te pido perdón. -Su voz parecía normal, pero Brunetti le miraba los dedos que ahora doblaban las esquinas de una servilleta de papel en cuatro triángulos iguales.
Brunetti se sorprendió de lo mucho que le dolía que un amigo pudiera pensar que él trabajaba para «ellos». Pero, si no trabajaba para «ellos», ¿para quién?
– No creo que la razón sea ésa -dijo al fin-. O, por lo menos, así lo espero. Y también yo he de pedir disculpas, porque no puedo hacer nada. Podría decirte que presentaras una denuncia, pero sería como decirte que te suicidaras, y no deseo eso. -Se preguntaba cómo podía Marco seguir abriendo tiendas si a cada paso se encontraba con esto. Pensaba en el muchacho inquieto y soñador con el que durante tres años había compartido el pupitre del colegio, y recordaba que Marco no podía estarse quieto mucho rato y, sin embargo, siempre tenía la paciencia necesaria para terminar una tarea antes de lanzarse a otra. Quizá Marco estaba programado como una abeja, y tenía que estar siempre trabajando y, cuando terminaba una cosa, salir volando en busca de otra ocupación.
– Bien -dijo Marco poniéndose en pie. Metió la mano en el bolsillo, pero Brunetti levantó una mano con autoridad. Marco comprendió, sacó la mano del bolsillo y la extendió a Brunetti, que seguía sentado.
– ¿La próxima vez, por cuenta mía?
– Desde luego.
Marco miró el reloj.
– Tengo que marcharme, Guido, estoy esperando una partida de cristal de Murano -comentó, acentuando con una ligera sonrisa la palabra «Murano»-, procedente de la República Checa, y quiero ir a la aduana, para asegurarme de que no hay dificultades.
Antes de que Brunetti pudiera levantarse, Marco ya se había ido, andando deprisa, como había andado siempre, hacia un nuevo proyecto, un nuevo plan.