Su trabajo había mostrado a Brunetti las muchas formas en las que se manifiesta la desesperación, por lo que no desperdició el tiempo en lo que sabía que sería un intento inútil por convencer a la signora Jacobs para que le hablara de la muchacha asesinada.
Al salir del apartamento, el comisario decidió volver andando a la questura mientras pensaba en la posibilidad de que la anciana y su relación con Guzzardi tuvieran algo que ver con la muerte de Claudia. ¿Por qué unos hechos delictivos cometidos décadas antes de que naciera Claudia habían de estar relacionados con lo que quizá no fuera sino un robo frustrado? Los simples ladrones, le decían la voz de la experiencia y el escepticismo habitual, no llevan cuchillo, y los simples ladrones no asesinan al que los descubre; si acaso, le dan un empujón y tratan de salir corriendo, pero no lo matan a cuchilladas.
Cuando quiso recordar, Brunetti ya estaba delante del campanile de San Giorgio, mirando el ángel de lo alto, restaurado después de que un rayo lo incendiara hacía varios años. Al darse cuenta de que había dejado atrás la questura, retrocedió hacía San Lorenzo. El agente de la entrada lo saludó normalmente, sin dar señales de que hubiera visto pasar a su superior hacía unos minutos.
Brunetti se paró en la puerta del despacho de la signorina Elettra, miró hacia el interior y se alegró de ver flores en la repisa de la ventana. Un paso más, y pudo comprobar con satisfacción que había más flores en la mesa, rosas amarillas, dos docenas por lo menos. Cómo había deseado él durante los últimos meses que la joven volviera a gravar descaradamente el presupuesto municipal con aquellos fastos florales que ella calificaba de gastos de oficina. Cada flor, cada capullo, exhalaba aroma de malversación de fondos públicos. Brunetti lo aspiró profundamente, y suspiró con alivio.
Era una satisfacción volver a verla sentada a su mesa y, más aún, con aquel jersey de cachemira verde. Y leyendo una revista.
– ¿Qué es hoy, signorina? -preguntó-. ¿Famiglia Cristiana?
Ella levantó la mirada, pero no sonrió.
– No, señor; ésa siempre se la doy a mi tía.
– ¿Es religiosa?
– No, señor. Tiene un loro. -Ella cerró la revista impidiéndole ver la portada. Él deseaba que fuera Vogue.
– ¿Vianello se lo ha dicho? -preguntó.
– Pobre muchacha. ¿Cuántos años tenía?
– Exactamente no lo sé. No más de veinte.
Ninguno de los dos hizo el comentario sobre la vida malograda.
– Ha dicho que era alumna de su esposa.
Brunetti asintió.
– Ahora vengo de hablar con una anciana que la conocía.
– ¿Tiene alguna idea de lo que puede haber ocurrido?
– Quizá un robo. -Al observar la reacción de la joven se corrigió-: O quizá algo completamente distinto.
– ¿Por ejemplo?
– Un novio. Drogas.
– Dice Vianello que usted había hablado con ella. ¿Lo cree posible?
– De entrada, diría que no, pero ya no entiendo este mundo. Cualquier cosa es posible. De cualquiera.
– ¿Realmente lo cree usted así, comisario? -preguntó ella, y su tono indicaba que daba a la pregunta un significado más hondo del que él había puesto en su comentario, que había hecho sin pensar.
– No -respondió Brunetti, reflexionando-. Me parece que no. Al final siempre se encuentra alguien en quien confiar.
– ¿Por qué?
Él no tenía idea de cómo se había suscitado ese interrogatorio y adónde podía llevarlos, pero advirtió la seriedad con que ella preguntaba.
– Porque aún hay personas dignas de confianza. Así hemos de creerlo.
– ¿Por qué?
– Porque, si no tenemos por lo menos una persona en la que poder confiar plenamente, entonces… en fin… nosotros mismos quedamos disminuidos. Por no saber lo que es confiar en alguien. -No estaba muy seguro de lo que quería decir exactamente, o quizá no sabía explicarlo, pero sí tenía la convicción de que se sentiría una persona menos válida si creyera que no había nadie en cuyas manos pudiera poner su vida.
Antes de que él pudiera seguir hablando o ella preguntar, sonó el teléfono. Ella contestó.
– Sí, señor. -Miró a Brunetti y ahora sí sonrió-. Sí, señor; acaba de llegar. Ahora mismo lo hago pasar.
Brunetti no sabía si sentir alivio o decepción por la forma en que se había interrumpido la conversación, pero comprendía que no podía quedarse a continuarla una vez que el vicequestore Patta había sido informado de su llegada.
– Si no he salido antes de quince minutos, llame a la policía.
Ella asintió y abrió la revista.
Patta estaba sentado a su mesa, ni satisfecho ni contrariado, con su aspecto de siempre, tan propio de un cargo de responsabilidad y autoridad que su promoción podía ser resultado de una ley natural. Al entrar, Brunetti se sorprendió haciendo lo que había llegado a ser un hábito en él: buscar en la expresión de Patta las señales de lo que se avecinaba, como un augur examinaría los riñones de un pollo recién sacrificado.
– Sí, señor -dijo, dirigiéndose hacia la silla que su superior le señalaba.
– ¿Qué pasa con la muerte de esa muchacha, Brunetti? -Era algo más que pregunta, sin llegar a exigencia.
– Fue muerta por arma blanca anoche, señor. Sabré la hora con más exactitud cuando el doctor Rizzardi me dé su informe.
– ¿Tenía novio? -preguntó Patta.
– No, señor; por lo menos, que supieran la dueña de la casa o su compañera de piso -respondió Brunetti sosegadamente.
– ¿Ha excluido ya la posibilidad del robo? -preguntó Patta, sorprendiendo a Brunetti con la sugerencia de que no deseaba atribuir la muerte a la causa más evidente.
– No, señor.
– ¿Qué es lo que ha hecho? -preguntó Patta, no sin poner énfasis en la última palabra.
Brunetti, considerando que hechos e intenciones eran equivalentes, por lo menos, al hablar con un superior, respondió:
– Tengo a hombres interrogando a los vecinos, sobre si vieron algo anoche; la signorina Elettra está comprobando el registro de llamadas del apartamento; ya he interrogado a la compañera de piso, aunque estaba todavía muy trastornada para ser de gran ayuda. Y también hemos empezado a preguntar a sus compañeros de universidad. -Brunetti esperaba poder poner en marcha todas estas operaciones aquella tarde.
– ¿Trabaja ese inspector suyo con usted? -preguntó Patta.
Brunetti reprimió el comentario que le venía a los labios acerca de la posible propiedad del teniente Scarpa y se limitó a un simple:
– Sí, señor.
– Bien, agilicen las cosas todo lo posible. Seguro que el Gazzettino lo saca en primera página, y ojalá los periódicos nacionales no lo recojan. Bien sabe Dios que en todas partes se mata a las chicas y nadie presta atención. Pero aquí eso aún causa sensación, de modo que tendremos que estar preparados para una mala publicidad, por lo menos, hasta que la gente se olvide. -Suspirando con resignación ante este otro de los quebraderos de cabeza de su cargo, Patta se acercó unas carpetas-. Eso es todo, comisario. -Brunetti se puso en pie, pero no podía decidirse a marchar. Al fin, Patta levantó la cabeza-. ¿Sí, qué sucede?
– Nada, señor. Eso de la mala publicidad, que es una vergüenza.
– Sí, desde luego -convino Patta, concentrando su atención en la primera carpeta. Brunetti concentró la suya en salir del despacho de Patta sin volver a abrir la boca.
Iba pensando en una frase que había oído, con Paola, haría unos cuatro años. Ella lo había llevado a ver una exposición de pinturas del artista colombiano Botero, atraída por la tremenda exuberancia de sus retratos de hombres y mujeres obesos, todos con cara de torta y boquita de piñón. Delante de ellos iba una maestra con un grupo de niños de unos ocho o nueve años. Cuando él y Paola entraron en la última sala de la exposición, oyeron decir a la maestra: «Ahora, ragazzi, nos vamos, pero, como aquí hay muchas personas que no desean ser molestadas con voces ni alboroto, todos pondremos la bocca di Botero», y se señalaba sus propios labios fruncidos. Los niños, divertidos, se llevaron los dedos a los labios que comprimían imitando las figuras de los cuadros, mientras salían de la sala andando de puntillas y conteniendo la risa. Desde aquel día, siempre que él o Paola comprendían que hablar podía ser una indiscreción invocaban «la bocca di Botero», con lo que sin duda se habían ahorrado bastantes disgustos, además de tiempo y energía.
La signorina Elettra debía de haber terminado la revista, porque Brunetti la encontró hojeando una carpeta.
– Signorina -dijo-, hay varias tareas que me gustaría encargarle.
– ¿Sí, señor? -preguntó ella cerrando la carpeta, sin hacer esfuerzo alguno por tapar la ancha etiqueta de confidencial pegada a la izquierda del anverso ni el nombre del teniente Scarpa escrito en la parte superior.
– ¿Una lectura amena? -preguntó el comisario.
– Mucho -respondió ella con audible desdén, empujando la carpeta hacia un lado de la mesa-. ¿Qué quiere que haga, comisario?
– Pregunte a su amigo de Telecom si puede darle una lista de las llamadas hechas y recibidas desde el teléfono del apartamento y decirle si Claudia o Lucia Mazzotti, su compañera de piso, tenían telefonino. Y vea también si hay manera de saber si Claudia tenía tarjeta de crédito o alguna cuenta bancaria. Cualquier información financiera podría ser de ayuda.
– ¿Ha registrado el apartamento? -preguntó ella.
– A fondo, no. Un equipo lo hará esta tarde.
– Bien, les diré que me traigan los papeles que encuentren.
– Sí. Está bien.
– ¿Algo más, comisario?
– De momento, no se me ocurre nada más. Aún no sabemos mucho. Si en los papeles encuentra alguna pista, sígala. -Al ver su expresión, explicó-: Por ejemplo, cartas de algún amigo. Eso, si es que la gente aún escribe cartas. -Y, sin darle tiempo a preguntar, añadió-: Sí, dígales que le traigan también el ordenador.
– ¿Y usted, comisario?
En lugar de responder, él miró el reloj, con una repentina sensación de hambre:
– Tengo que llamar a mi esposa -dijo. Dio media vuelta-. Estaré en mi despacho, esperando a Rizzardi.
El médico no llamó hasta después de las cinco, cuando Brunetti ya desfallecía de hambre y estaba harto de esperar.
– Soy yo, Guido -dijo Rizzardi.
Hablando sin impaciencia, Brunetti sólo preguntó:
– ¿Y bien?
– Dos de las heridas eran mortales, las dos interesan el corazón. La muerte ha debido de ser casi instantánea.
– ¿Y el asesino? ¿Aún cree que era bajo?
– Alto no era, desde luego, no tan alto como usted o como yo, quizá un poco más que la muchacha. Y tampoco era zurdo.
– ¿Significa que pudo ser una mujer? -preguntó Brunetti.
– Desde luego, aunque las mujeres no suelen matar así. -Después de pensar un momento, el forense matizó-: Las mujeres no suelen matar de ninguna manera, ¿verdad?
Brunetti lanzó un gruñido de asentimiento, preguntándose si la observación de Rizzardi podría interpretarse como un cumplido hacia el género femenino y, en tal caso, lo que significaba acerca de la humana naturaleza. La siguiente frase del doctor lo sacó de sus reflexiones:
– Creo que era virgen.
– ¿Qué? -preguntó Brunetti.
– Ya lo ha oído, Guido. Virgen.
Los dos hombres meditaron sobre eso en silencio, y Brunetti preguntó:
– ¿Algo más?
– No fumaba y, al parecer, tenía una salud excelente. -Aquí hizo una pausa, y Brunetti, durante un momento, confió en que no lo dijera. Pero el médico lo dijo-: Hubiera podido vivir sesenta años más.
– Gracias, Ettore -dijo Brunetti, y colgó el teléfono.
Sintiéndose de nuevo irritable, Brunetti comprendió que sólo podría desahogar el mal humor con movimiento, y bajó al laboratorio, donde pidió ver los objetos traídos del apartamento de Claudia Leonardo.
– La libreta de direcciones la tiene la signorina Elettra -dijo Bocchese, el jefe del laboratorio, mientras ponía encima de la mesa varias bolsas de plástico. Al ver que Brunetti las tomaba por una punta, el hombre dijo con indiferencia-: Puede tocarlas tranquilamente, porque ya he sacado las huellas de todo. Pero todas eran de ella y de la compañera.
Brunetti abrió un sobre grande que contenía otros más pequeños y papeles sueltos. Había lo normal: facturas de gas y electricidad, una invitación a la inauguración de una exposición de pinturas, facturas del teléfono y recibos de pagos con tarjeta. Debajo del pequeño fajo de papeles encontró un extracto bancario y repasó las columnas de ingresos y gastos. El primero de cada mes se ingresaban en la cuenta de Claudia diez millones de liras. Brunetti comprobó que el ingreso se había hecho todos los meses desde el comienzo del año. No había que ser un as de las matemáticas para calcular el total anual, una suma increíble para el haber de una estudiante. Pero en la cuenta no estaba aquel dinero: el último saldo era de poco más de tres millones de liras, lo que significaba que, durante los diez últimos meses, aquella jovencita se había gastado casi cien millones de liras.
Brunetti examinó atentamente el extracto: el día 3 de cada mes se hacía una transferencia de la cuenta de Claudia a la de Loredana Gallante, la dueña del apartamento. Los servicios públicos se cargaban directamente.
Y, todos los meses, sin fecha fija, se hacían cuantiosos pagos de importes distintos sin otro título que el de «Transferencia al extranjero».
Los ingresos mensuales eran consignados como «Transferencia del extranjero». Nada más. Brunetti separó el extracto del resto de los papeles y preguntó a Bocchese:
– ¿He de firmar recibo?
– Creo que será preferible, comisario -respondió Bocchese, que abrió un cajón y sacó un grueso libro. Lo abrió, hizo una anotación y lo volvió hacia Brunetti-. Firme aquí, por favor. Ponga también la fecha. -Ninguno de los dos comentó sobre los constantes e infructuosos intentos de Bocchese para que se asignara una fotocopiadora a su departamento.
Brunetti hizo lo que se le pedía, dobló el extracto y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
Los bancos ya estaban cerrados y, cuando volvió al despacho de la signorina Elettra, vio que se había marchado. La revista estaba cerrada y boca abajo encima de la mesa, y Brunetti no se atrevió a darle la vuelta para ver la portada. Pero sí se acercó a un lado de la mesa y, doblando el cuello, leyó el título del lomo. Vogue. Sonrió, satisfecho de ver esta pequeña prueba de que, nuevamente, la signorina Elettra dedicaba al vicequestore Patta exactamente la dosis de atención que consideraba digna.