CAPÍTULO 13

Hasta la mañana siguiente Brunetti no pudo empezar a satisfacer su curiosidad acerca del flujo de dinero que entraba y salía de la cuenta de Claudia Leonardo. Para ello, le bastó con llamar por teléfono a la sucursal de la Banca di Perugia. Hacía años que intrigaba a Brunetti el que, entre todas las personas a las que ponía nerviosas una llamada de la policía, los banqueros se llevaran la palma, y se preguntaba qué podían estar haciendo detrás de sus grandes escritorios o entre las gruesas paredes de sus cámaras acorazadas. No pudo seguir especulando, porque enseguida lo pusieron con el director, quien, a su vez, lo remitió a una cajera, la cual le preguntó el número de la cuenta y, al cabo de un momento, le informó de que las transferencias procedían de un banco de Ginebra y que llegaban el primero de cada mes desde que se había abierto la cuenta, hacía tres años, seguramente, cuando Claudia llegó a Venecia para empezar sus estudios.

Brunetti dio las gracias a la cajera y le pidió que le enviara por fax una copia de los extractos de los tres últimos años, a lo que ella respondió que los recibiría aquella misma mañana. Tampoco ahora necesitó papel y lápiz el comisario para hacer el cálculo: casi cuatrocientos millones de liras, de los que en aquel momento quedaban en la cuenta menos de tres millones. ¿En qué podía haber gastado una muchacha más de trescientos millones de liras en tres años? Brunetti recorrió mentalmente el apartamento, buscando señales de grandes dispendios, y no pudo recordar ninguna. Incluso parecía que se había alquilado amueblado, ya que unos armarios de caoba como los que había visto en los dormitorios tenía que haberlos adquirido una mujer de la generación de la signora Gallante. Si la muchacha consumía drogas, Rizzardi lo hubiera observado y comentado; pero, ¿qué si no la droga podía absorber sumas tan enormes?

Brunetti llamó a Bocchese, quien le dio los nombres de los agentes que habían registrado el apartamento, y éstos le dijeron que el vestuario de las muchachas no se apartaba de lo corriente ni en calidad ni en cantidad, por lo que tampoco justificaba la desaparición de tanto dinero.

Durante un momento, se sintió tentado de llamar a Rizzardi para preguntar si había buscado en el cadáver señales de consumo de drogas, pero desistió, al imaginar la respuesta del forense. Si él no había dicho nada, no había nada.

Llamó a Paola a casa.

– Soy yo -dijo sin necesidad.

– ¿Y qué quiere yo? -preguntó ella.

– ¿Cómo gastarías tú trescientos sesenta millones de liras en tres años?

– ¿Mías o robadas? -preguntó ella, dando a entender que lo tomaba como una pregunta relacionada con el trabajo.

– ¿Supondría alguna diferencia?

– El dinero robado lo gastaría de otro modo.

– ¿Por qué?

– Porque sería distinto, sencillamente. Quiero decir que no sería como si yo lo hubiera ganado trabajando, con mi esfuerzo. Es como el dinero que te encuentras en la calle o que ganas en la lotería. Te lo gastas más fácilmente; por lo menos, eso creo.

– ¿Y tú cómo te lo gastarías?

– ¿Es un «tú» genérico, como quien dice «una persona», o me lo preguntas a mí en concreto?

– Las dos cosas.

– Yo, personalmente, compraría primeras ediciones de Henry James.

Brunetti se abstuvo de hacer comentario alguno acerca del que, con los años, había llegado a considerar el otro hombre de la vida de su mujer, y preguntó:

– ¿Y una persona cualquiera?

– Dependería de la persona, supongo. Lo más evidente sería drogas, pero el hecho de que me llames para pedirme ideas me hace pensar que ya has descartado esa posibilidad. Unos comprarían coches o vestidos de alta costura o… qué sé yo… lo gastarían en viajes.

– No; son pagos que han venido haciéndose todos los meses, pero no a fecha fija y raramente en grandes sumas -dijo él, recordando el movimiento de la cuenta de Claudia.

– ¿Restaurantes caros? ¿Mujeres?

– Era Claudia Leonardo -dijo él con voz neutra.

Esto hizo detenerse un momento a Paola, que entonces dijo:

– Probablemente, lo donaría.

– ¿Que harías qué?

– Lo donaría -repitió Paola.

– ¿Por qué lo dices?

Una larga pausa.

– Reconozco que, en realidad, no lo sé. No tengo ni idea de por qué lo he dicho. Supongo que por cosas que ella decía en clase o que escribía en sus ejercicios, que daban la sensación de que tenía conciencia social, algo que tanto parece escasear hoy en día.

La siguiente pregunta de Paola sacó de sus reflexiones a Brunetti.

– ¿De dónde procedía el dinero?

– De un banco suizo.

– ¿No era Alicia en el País de las Maravillas la que decía: «Más curioso y más curioso»? -Después de otra pausa, Paola preguntó-: ¿Cuánto has dicho, trescientos sesenta millones en tres años?

– Sí. ¿Alguna otra idea?

– No. En cierto modo, se hace difícil asociarla con el dinero, con tanto dinero. Era tan… oh, no sé… simple. No; ésa no es la palabra. Tenía una mente compleja, por lo que yo había podido observar, por lo menos. Pero, de algún modo, nunca la relacionarías con el dinero.

– ¿Por qué?

– Porque no parecía interesarle en absoluto. Recuerdo haber observado que, cuando comentaba los actos de los personajes de las novelas, parecía sorprenderla que la gente pudiera obrar por codicia, como si no se lo explicara. No; no lo gastaría en cosas que ella deseara para sí.

– Pero eso son sólo cosas de los libros -apuntó él.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó su esposa sin pizca de calma.

– Verás, has dicho que eran los comentarios que ella hacía sobre los personajes de las novelas. ¿Cómo puede indicar eso lo que ella haría en la vida real?

Él la oyó suspirar, pero su respuesta no estaba falta de paciencia ni de conmiseración:

– Cuando contamos a una persona lo que nos pasa a nosotros o a amigos nuestros, por su manera de reaccionar podemos deducir con bastante exactitud la clase de persona que es, ¿no?

– Desde luego.

– Pues da lo mismo que las personas de las que estés hablando sean personajes de novela, Guido. Eso, por poco que hubieras escuchado lo que he venido diciéndote durante los veinte últimos años, ya tendrías que saberlo.

La había escuchado y sabía que tenía razón, pero no le gustaba tener que reconocerlo.

– De todos modos, ¿lo pensarás? -preguntó-. ¿Qué ha podido hacer con ese dinero?

– De acuerdo. ¿Vendrás a almorzar?

– Sí; supongo que a la hora normal.

– Está bien. Haré algo especial.

– Cásate conmigo -imploró él.

Ella colgó sin contestar.

Brunetti bajó con el extracto al despacho de la signorina Elettra, que hoy llevaba pantalón vaquero y una blusa blanca en la que el almidón imprimía una prestancia marcial. Ceñía su garganta un pañuelo azul celeste que, si no era de cachemira, debía de ser de gasa.

¿Pashmina? -preguntó él, señalando el pañuelo.

La mirada que ella le lanzó denotaba desdén, pero su voz era serena.

– Citando el último Vogue francés, le diré, comisario, que la pashmina está megaout.

– ¿Entonces? -pregunto él sin amilanarse.

– Cachemira y seda -respondió la joven, con la misma entonación con que podía haber dicho: «espinas y ortigas».

– Es lo que dice mi mujer de la literatura, que con los clásicos siempre aciertas. -Dejó el extracto encima de la mesa-. Diez millones de liras se transferían todos los meses a la cuenta de Claudia Leonardo desde un banco de Ginebra -dijo, seguro de que con esto captaría su atención.

– ¿Desde qué banco?

– No se especifica. ¿Supone alguna diferencia?

Ella puso un dedo sobre el papel y lo atrajo hacia sí.

– La supone, si hemos de buscar datos. El trabajo de documentación siempre es más fácil en los bancos privados.

– ¿Documentación? -preguntó él.

– Documentación -repitió la joven.

– ¿Podría informarse?

– ¿Del banco o del ordenante?

– De los dos.

Ella levantó el papel.

– Podría intentarlo. Quizá me lleve tiempo. Si es un banco privado, aunque sea de difícil acceso como el Bank Hofmann, tal vez consiga algo, comisario.

– Bien, me gustaría empezar a encontrarle sentido a esto.

– Lo malo es que no lo tiene, ¿verdad?

– Probablemente, no -reconoció él dando media vuelta.

Ya en su despacho, decidió volver a hablar con su suegro, por si había tenido tiempo de averiguar algo, pero le dijeron que el conde estaría todo el día en París, lo que no le dejaba más opción que la de llamar a Lele Bortoluzzi, para ver si recordaba algo más. Como en el estudio no contestaban, marcó el número de su casa y allí encontró al pintor.

Después de intercambiar unas bromas, Brunetti preguntó:

– ¿Recuerdas a una tal Hedi… Hedwig Jacobs que…?

– ¿Sigues interesado en Guzzardi? -le interrumpió Lele.

– Sí. Y ahora también por frau Jacobs.

– Me parece que eso de frau es sólo un tratamiento de conveniencia -dijo Lele-. Porque nunca hizo acto de presencia un herr Jacobs.

– ¿Tú la conocías?

– Sí, pero superficialmente. Habíamos hablado alguna vez cuando coincidíamos en algún sitio. Lo que más me chocaba era que una persona tan cabal como ella pudiera estar tan colada por un tipo como Guzzardi. Todo lo que decía él era maravilloso y todo lo que hacía, indiscutible. -El tono del pintor se hizo reflexivo-. He visto a la gente perder la cabeza por amor, pero la mayoría conservan un poco de discernimiento. Ella no. Hubiera bajado al infierno si él se lo hubiera pedido.

– Pero no se casaron -tanteó Brunetti.

– Él ya estaba casado, y tenía un hijo, que entonces era muy pequeño. Hacía bailar a su antojo a las dos, a la mujer y a la austriaca. Estoy seguro de que cada una de ellas estaba enterada de la existencia de la otra, pero, por lo que sé de Guzzardi, supongo que no tenían más remedio que aguantarse y transigir.

– ¿Tú los tratabas?

– ¿A quién te refieres, a las mujeres o a los Guzzardi?

– A todos.

– A quien más conocía era a la mujer. Era prima del hijo de mi madrina. -Brunetti ignoraba el grado de intimidad que esto podía representar en la familia de Lele, pero la soltura y familiaridad con que el pintor había señalado el vínculo no apuntaban a una relación lejana.

– ¿Qué clase de persona era? -preguntó Brunetti.

– ¿Por qué quieres saber todas estas cosas? -preguntó Lele, sin disimular que la curiosidad de Brunetti había despertado la suya propia.

– El nombre de Guzzardi ha surgido en relación con algo en lo que estoy trabajando.

– ¿No puedes decirme qué?

– Eso no importa -respondió Brunetti.

– Está bien -dijo Lele, aceptando la respuesta-. La mujer, como te decía, soportaba la situación. Al fin y al cabo, eran tiempos difíciles y él era un hombre poderoso.

– ¿Y cuando dejó de ser poderoso?

– ¿Quieres decir después de la guerra, cuando lo detuvieron?

– Sí.

– Ella lo plantó. Me parece recordar haber oído decir que se lió con un oficial inglés. Lo cierto es que se marchó de la ciudad con su hijo y con el oficial.

– ¿Y después?

– No he vuelto a saber de ella, y algo hubiera oído, si hubiera regresado.

– ¿Y la austriaca?

– Recuerda que entonces yo era casi un crío. ¿Cuántos años tendría cuando terminó la guerra? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? Ha pasado mucho tiempo, y muchas de las cosas que recuerdo son una mezcla de lo que vi y oí entonces realmente y de lo que he oído contar a la gente durante todos estos años. Cuanto más viejo me hago, más me cuesta distinguir entre lo uno y lo otro.

Brunetti ya empezaba a preguntarse si se le iba a obsequiar con una disertación sobre los efectos de la edad cuando Lele prosiguió:

– Me parece que la vi por primera vez en la inauguración de una galería. Pero aquello fue antes de que ella lo conociera.

– ¿Qué hacía esa mujer en Venecia?

– No lo recuerdo con exactitud, pero me parece que tenía que ver con su padre, que trabajaba aquí, o tenía una oficina. Algo por el estilo.

– ¿Qué más puedes decirme de ella?

– Era una preciosidad. Yo tenía diez años menos que ella, que ni se fijaba en mí, pero recuerdo que era muy hermosa.

– ¿Y él la atrajo porque era poderoso, lo mismo que a la mujer? -preguntó Brunetti.

– No, eso es lo más extraño. Ella estaba enamorada. En realidad, yo siempre tuve la impresión, o era algo que flotaba en el ambiente, como si dijéramos, de que ella tenía ideas diferentes y que soportaba las de él porque lo amaba.

– ¿Y de cuando lo arrestaron, recuerdas algo?

– Claramente, no. Creo que ella intentó comprar su libertad con favores y con dinero. Por lo menos, corría el rumor.

– Pues, si lo enviaron a San Servolo, es señal de que no tuvo éxito.

– No; él se había hecho muchos enemigos, el muy cerdo, por eso al final nadie pudo ayudarlo.

– ¿Pues qué es lo que hizo, que fuera tan malo? -preguntó Brunetti, sorprendido aún por la ferocidad de la condena de Lele y pensando en las atrocidades cometidas por otros muchos hombres, la mayoría de los cuales habían conseguido sustraerse a acusaciones y responsabilidades después de la guerra.

– Robó a mucha gente lo que más querían.

Brunetti no decía nada, esperando que el propio Lele advirtiera la vaguedad de sus términos. Al fin preguntó:

– Murió hace… ¿cuánto? Más de cuarenta años, ¿no?

– ¿Y qué? Eso no quita que fuera un cerdo y que tuviera bien merecido morir en un lugar en el que la gente se comía su propia mierda.

Nuevamente desconcertado por la indignación de Lele, Brunetti no sabía qué decir. Pero el pintor prosiguió, sin esperar su comentario:

– No te sientas violento, Guido, ya sabes que a mí puedes preguntarme lo que quieras. Esto no tiene nada que ver contigo. -Y, después de una pausa, precisó-: Es sólo que lo que hizo afectó a mi familia.

– Lo siento -dijo Brunetti.

– Sí, en fin… -empezó a decir Lele, pero no encontró la forma de terminar la frase y la dejó así.

– Si recuerdas algo, ¿me llamarás?

– Desde luego. Y también preguntaré por ahí.

– Gracias.

– De nada, Guido. -Durante un momento, pareció que Lele iba a decir algo más, pero se despidió afectuosamente y colgó el teléfono.

El almuerzo, efectivamente, era especial. Quizá fue la conversación sobre los trescientos sesenta millones lo que indujo a Paola a aquel despilfarro, porque había comprado una lubina entera que había asado con alcachofas tiernas, limón y tomillo. La acompañó con una fuente enorme de patatitas bien doradas, espolvoreadas de romero. Después, para aclarar el paladar, había ensalada de rúcula y rábanos. Y, de postre, manzanas asadas.

– Menos mal que tres días a la semana has de ir a la universidad y no puedes hacer esto con nosotros a diario -dijo Brunetti, rechazando otra manzana.

– ¿He de tomarlo como un cumplido? -preguntó Paola.

Antes de que Brunetti pudiera responder, Chiara pidió repetir con suficiente entusiasmo como para confirmar que las palabras de su padre eran un cumplido.

Los chicos, para asombro de sus padres, se brindaron a fregar los cacharros, y Paola se fue a su estudio, adonde Brunetti no tardó en seguirla, con una copita de grappa.

– ¿No te parece que tendríamos que comprar otro sofá? -dijo descalzándose y tumbándose en el vetusto armatoste en peligro de jubilación.

– Si encontrara otro que fuera tan cómodo como ése, lo compraría. -Ella contempló el sofá y la figura yacente de su marido y dijo-: Quizá podría mandarlo tapizar.

– Humm -murmuró Brunetti con los ojos cerrados, sosteniendo con ambas manos la pata de la copa.

– ¿Has descubierto algo? -preguntó Paola, sin el menor interés por los papeles que la aguardaban.

– Sólo lo del dinero. Y Rizzardi dice que era virgen.

– ¡En el tercer milenio! -exclamó Paola, sin poder disimular la sorpresa-. Mirabile dictu. -Al cabo de un momento, matizó-: Bien, quizá no sea tan asombroso.

Sin abrir los ojos, Brunetti preguntó:

– ¿Por qué?

– Tenía un aire de sencillez, una total falta de sofisticación. Quizá pudieras llamarlo candidez, quizá inocencia -dijo, y agregó-: aunque cualquiera sabe lo que es eso.

– Eso me suena a especulación -observó Brunetti.

– Ya lo sé -admitió ella-. Es sólo una impresión.

– ¿Guardas sus ejercicios?

– ¿Te refieres a los trabajos que me entregaba?

– Sí.

– Desde luego. Están en el archivo.

– ¿Crees que serviría de algo repasarlos?

Paola reflexionó un buen rato antes de responder:

– Probablemente, no. Si yo los leyera ahora, o los leyeras tú, estaríamos buscando lo que tal vez no haya en ellos. Creo que será preferible que nos guiemos por mi impresión de que era una muchacha sana y generosa, inclinada a creer en la bondad de la gente.

– Y que, por consiguiente, ha sido asesinada.

– ¿Por consiguiente?

– No; ha sido sólo una manera de hablar. No quiero creer que una cosa haya sido consecuencia de la otra. -Aunque los dos se preciaban de ver esas mismas cualidades en su hija, ninguno, quizá por modestia o quizá por un temor supersticioso, se atrevió a decirlo. Brunetti dejó la copa en el suelo y se sumió en el sueño, mientras Paola, poniéndose las gafas, caía en ese estado de trance que la lectura de ejercicios escolares suele inducir en la mente del adulto.

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