Al volver a la questura, Brunetti se paró en el despacho de la signorina Elettra, a la que encontró hablando por teléfono, en francés. Al verlo, ella levantó una mano para indicarle que esperase, dijo unas palabras más, se rió y colgó.
Él, reprimiendo la curiosidad por aquella llamada, dijo:
– ¿Bocchese le ha subido esos papeles?
– Sí, señor, ya tengo a gente trabajando en la tarea.
– ¿Qué gente?
– Mi amigo les echará un vistazo -dijo ella señalando el teléfono con la barbilla-, pero no creo que pueda decirme algo antes de que cierren los bancos.
– ¿Ginebra? -preguntó él.
– Oui.
Con toda su hombría, él resistió la tentación de hacer comentario o pregunta alguna.
– Estaré en mi despacho -dijo, yendo hacia la escalera.
Brunetti se había quedado frente a la ventana, mirando las dos grúas amarillas que se erguían sobre San Lorenzo. Hacía tanto tiempo que las veía que ya casi empezaban a parecerle las alas de un ángel desplegadas a cada lado de la iglesia. Tenía la impresión de que aquellas grúas ya estaban allí cuando él llegó a la questura, aunque era imposible que una restauración durase tanto. ¿Alguna vez las había visto moverse o en una posición distinta de la que tenían hoy? Dedicó mucho tiempo a estas elucubraciones, mientras dejaba que el problema de Claudia Leonardo se infiltrara en alguna otra zona de su mente.
Entonces descubrió que las alas le recordaban al ángel de un cuadro que estaba colgado detrás del sillón de la signora Jacobs, una pintura de la escuela flamenca, en la que el ángel tenía un aire triste y amargado, como si le hubieran encomendado la custodia de una persona de absoluta rectitud y lo aburriera la misión.
Otra vez marcó el número de Lele. Cuando el pintor contestó, Brunetti sólo dijo:
– ¿Nunca has oído decir que la austriaca pudiera tener todas esas pinturas y dibujos en su casa?
Pensaba que Lele preguntaría por qué quería saberlo, pero el pintor respondió sencillamente:
– Se han dicho muchas cosas, desde luego. Pero, que yo sepa, nadie ha entrado en esa casa, de manera que todo son conjeturas. Ya sabes lo que ocurre, la gente, aunque no sepa nada, siempre habla, y exagera. -Se hizo una pausa larga, y a Brunetti le parecía que casi podía oír cómo Lele daba vueltas a la idea-. Y supongo que, si alguien llegara a entrar y ver algo, tampoco lo diría -agregó.
– ¿Por qué no?
Lele se rió con aquel resoplido cínico que Brunetti le conocía desde hacía décadas.
– Porque pensaría que, si se callaba, nadie sentiría curiosidad por lo que ella pudiera tener.
– Sigo sin entender.
– Guido, esa mujer no va a vivir eternamente.
– Y, si tiene alguna cosa, quizá quiera venderla antes de morir.
– ¿Habla la gente de cuál pueda ser la procedencia? -preguntó Brunetti.
– Ahhh. -El largo suspiro de Lele podía interpretarse como una muestra de satisfacción porque Brunetti hubiera hecho por fin la pregunta clave o como señal de regocijo ante la debilidad humana-. No habría que ir muy lejos para descubrirla, ¿no crees? -dijo finalmente el pintor.
– ¿Guzzardi?
– Desde luego.
– Por lo que me has contado, esa mujer no parece ser de la clase de persona que se mezclaría en algo así.
– Guido -dijo Lele con insólita severidad-, con todos los años que llevas en la policía ya deberías saber que la gente tiene menos escrúpulos en beneficiarse de un crimen que en cometerlo. ¿Osaré mencionar al buen príncipe de la Iglesia que actualmente es objeto de investigación por connivencia con la Mafia?
Hacía décadas que Brunetti oía a Lele explotar esa vena y ahora, de pronto, lo dominó la impaciencia y atajó:
– ¿Verás lo que puedes encontrar?
Sin mostrarse ofendido por el corte, el pintor preguntó:
– ¿Por qué te interesa tanto?
Ni el propio Brunetti lo sabía o podía ver claramente la razón.
– Porque no se me ocurre otra cosa en qué pensar -reconoció.
– No es ésa la respuesta más indicada para inducirme a depositar una gran confianza en los funcionarios -dijo Lele.
– ¿Hay algo que pudiera inducirte a depositar confianza en los funcionarios?
– La misma idea de que pudieran merecerla -dijo el pintor, y colgó.
Brunetti, sentado a su mesa, buscaba el medio de volver al apartamento de la signora Jacobs. La imaginaba sentada en su sillón, llenándose los pulmones de humo con desesperadas inhalaciones del cigarrillo. Rememoraba la escena, contemplándola como si fuera uno de esos dibujos en los que hay que descubrir el error. ¿Qué es lo que no encaja en la imagen? Alfombra cubierta de ceniza, ventanas a años luz de la última limpieza, los azulejos iznik, un cuenco de lo que sólo podía ser verdeceladón en la mesa, el paquete azul de Nazionali, el encendedor barato, una zapatilla con un agujero encima del dedo gordo, el dibujo de una bailarina de Degas. ¿Qué era lo que no encajaba en la escena?
Era tan evidente que se llamó a sí mismo idiota por no haberlo captado antes: el contraste entre riqueza y pobreza. Uno solo de los azulejos, uno de aquellos dibujos, podría sufragar no ya la limpieza sino la rehabilitación de toda la casa, y la persona que poseyera uno solo de aquellos grabados no tendría que verse reducida a fumar los cigarrillos más baratos del mercado. Brunetti buscaba en su memoria otros signos de pobreza, trataba de recordar cómo vestía ella, pero nadie se fija mucho en las ancianas. Tenía sólo una vaga impresión de algo oscuro: gris, marrón o negro, una falda o un vestido, desde luego, algo que le llegaba casi hasta los pies. Ni siquiera recordaba si sus ropas estaban limpias o no, ni si llevaba alguna alhaja. Se dijo que sería bueno tener presente su propia falta de observación la próxima vez que se irritara con el testigo de un crimen que tuviera dificultades para describir al criminal.
El teléfono lo sacó bruscamente de sus disquisiciones.
– ¿Sí?
– Quizá le interesara bajar un momento, comisario -dijo la signorina Elettra.
– Sí -repitió él, y colgó, sin detenerse a preguntar si ya había recibido respuesta de su amigo de Ginebra, es decir, Genève.
La sonrisa con la que ella lo recibió anunciaba que así era.
– El dinero procedía de una galería de Lausana llamada Patmos -dijo cuando él entraba-. Se ingresaba todos los meses en una cuenta de Ginebra para su transferencia a la cuenta de la muchacha en Venecia.
– ¿Alguna indicación especial?
– Ninguna; sólo que se abonara en su cuenta.
– ¿Ya ha hablado con ellos?
– ¿Se refiere al banco o a la galería? -preguntó ella.
– A la galería.
– No, señor; pensé que desearía hablar usted.
– Prefiero que la consulta se haga en francés. La gente siempre se siente más confiada cuando habla en su propia lengua.
– ¿Quién les digo que soy, comisario? -preguntó la joven, alargando la mano hacia el teléfono y pulsando el 9 de la línea exterior.
– Diga que llama de parte del questore -dijo Brunetti.
Ella así lo hizo, pero fue inútil. El director de la galería, con el que finalmente la pusieron, se negó a dar información alguna sobre los pagos sin una orden de un tribunal suizo. De la expresión de la signorina Elettra, Brunetti dedujo que el director no se había mostrado nada cortés en su respuesta.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Brunetti cuando ella le hubo explicado lo que le habían dicho y cómo se lo habían dicho.
La signorina Elettra cerró los ojos y alzó las cejas un instante, para dar a entender lo trivial del problema que ahora se le planteaba.
– Es lo que la policía suele decir en las películas, que pueden elegir el camino fácil o el difícil. Monsieur Lablanche ha elegido el difícil.
– ¿Para él o para nosotros? -preguntó Brunetti.
– De entrada, para nosotros -explicó ella-. Pero, según lo que encontremos, quizá también para él.
– ¿Debería preguntarle qué va a hacer?
– Puesto que una parte será ilegal, vale más que no pregunte, comisario.
– De acuerdo. ¿Tardará mucho?
– No más de lo que usted tarda en bajar a los fundamenta a tomar un café. Es más -dijo ella mirando el reloj-, en unos minutos habré terminado y yo me reuniré con usted.
Él cayó, lo mismo que Adán.
– ¿Tan fácil es?
Aquel día la signorina Elettra parecía estar de humor filosófico, ya que respondió:
– Una vez, al fontanero que me había reparado el calentador en tres minutos le pregunté cómo se atrevía a cobrarme ochenta mil liras por apretar un botón, y él me contestó que le había costado veinte años aprender qué botón tenía que apretar. Esto viene a ser lo mismo: es cuestión de unos minutos, pero yo he tardado años en aprender qué botón hay que apretar.
– Comprendo -dijo Brunetti, y bajó al bar de Ponte dei Greci a tomar café. Allí se reunió con él la signorina Elettra, aunque tardó más de veinte minutos en llegar.
Cuando tuvo la taza de café ante sí, ella dijo:
– La galería está dirigida por dos hermanos, nietos del fundador. La policía suiza está muy interesada en algunas de sus adquisiciones más recientes, especialmente, las procedentes de Oriente Próximo, ya que tres de las piezas de su catálogo habían pertenecido a unos ciudadanos de Kuwait o, por lo menos, eso alegan los kuwaitíes que, desgraciadamente no disponen de fotografías ni de facturas, lo que indica que es probable que las adquirieran de forma ilegal. -Ella tomó un sorbo de café, añadió un poco de azúcar, tomó otro sorbo y dejó la taza-. Durante la guerra, al frente de la galería estaba el abuelo, que recibió numerosos cuadros procedentes de Alemania, Francia e Italia, todos, por supuesto, con impecable pedigrí: con las facturas y los certificados de aduanas correspondientes. Después de la guerra, hubo una investigación, desde luego, pero no se encontró nada. La galería es conocida, próspera y se rumorea que muy discreta.
Cuando parecía que ella no tenía ya nada más que decir sobre la galería, Brunetti preguntó:
– ¿Y las transferencias?
– Como usted dijo, diez millones de liras al mes. Se le hacían desde que ella tenía dieciséis años.
Eso, pensó Brunetti, suponía más de quinientos millones de liras, de los que en el banco no había más que tres.
– ¿Cómo es posible que entrara tanto dinero del extranjero sin que nadie lo investigara?
– Eso no lo sabemos, comisario -dijo ella-. Quizá lo declaraba y pagaba sus impuestos, por increíble que parezca. O quizá el banco tenía un discreto convenio con alguien, y el dinero no se declaraba o, si se declaraba, no se leía la declaración.
– Pero, ¿Finanza no recibe automáticamente información de las sumas importantes que entran en el país?
– Sólo si el banco quiere que se enteren, comisario.
– Me cuesta creerlo -protestó Brunetti.
– La mayoría de las cosas que hacen los bancos cuestan de creer.
Él recordó que, antes de entrar en la questura, la signorina Elettra había trabajado en la Banca d'Italia y seguramente sabía lo que decía.
– ¿Cómo podríamos saber adonde iba a parar el dinero después de que lo ingresaran en su cuenta?
– Preguntando al banco o accediendo a la cuenta.
– ¿Qué sería más fácil?
– ¿Se mostraron muy explícitos cuando habló con ellos? Seguramente, usted les diría que ella había muerto.
Brunetti recordó la prudente formalidad del director.
– No; enseguida me pusieron con una cajera, y ella me envió una copia de los depósitos y los débitos de la cuenta, aunque sin justificar las transferencias más importantes.
– En tal caso, podría ser conveniente que nosotros comprobáramos sus apuntes -sugirió la signorina Elettra.
A Brunetti le constaba que eso era ilegal, pero tal circunstancia no le hizo titubear ni un segundo.
– ¿Podríamos verlos ahora mismo?
– Nada más fácil, comisario -dijo ella apurando el café.
Volvieron al despacho de la signorina Elettra, examinaron la nueva información que ella hizo aparecer en la pantalla del ordenador y descubrieron que, durante los últimos años, Claudia Leonardo había transferido la mayor parte de su dinero a varios países del mundo: Tailandia, Brasil, Ecuador e Indonesia eran algunos de los puntos de destino. Las transferencias no parecían hacerse siguiendo un programa definido y los importes oscilaban entre los dos y los veinte millones. El total superaba de largo los trescientos millones de liras. Otras sumas iban a distintos beneficiarios en forma de assegni circolari. Tampoco aquí se apreciaba otra pauta que la de la finalidad, ya que todas eran organizaciones humanitarias: un orfanato de Kerala, Médicos sin Fronteras, Greenpeace, un hospital para enfermos de sida en Nairobi…
– Tenía razón Paola -dijo Brunetti-. Donaba el dinero.
– Resulta raro en una persona de su edad, ¿verdad? Si no me he equivocado en la suma -dijo la signorina Elettra señalando la cantidad anotada al pie de la página-, son casi quinientos millones.
Él asintió.
– Y en impuestos, nada, ¿verdad? -dijo ella-. Siendo para beneficencia…
Se quedaron mirando los números, sin ver más allá de la suma total y los lugares a los que había sido destinada.
– ¿Ha encontrado alguna referencia a un notario o un abogado? -preguntó Brunetti de pronto.
– ¿Quiere decir ahí? -preguntó ella señalando los papeles esparcidos sobre la mesa.
– Sí.
– Ninguna. Pero aún no he comprobado todos los números de la libreta de teléfonos. ¿Lo hago?
– ¿Cómo? ¿Llamando uno a uno? -dijo él abriendo la libreta por la A.
¿La había visto cerrar los ojos durante una fracción de segundo? No estaba seguro. Mientras trataba de decidirlo, ella le tomó la libreta de las manos.
– No, señor. Telecom dispone del medio para encontrar el nombre y dirección correspondientes a cualquier número que esté en la guía. No tienen más que pulsar el número, y el programa les da el nombre al instante.
– ¿Podría yo pedirles esa información?
– En otros países, es un servicio público, pero aquí sólo Telecom tiene acceso a esos datos, y dudo que se los facilitara sin una orden judicial. -Al cabo de un momento, agregó-: Pero mi amigo Giorgio me ha dado una copia del programa.
– Bien. ¿Querrá ver si hay números de abogados o notarios?
– ¿Y si los hubiera?
– Si los hubiera, quiero hablar con ellos.
– ¿Quiere que le pida una cita?
– No; prefiero aparecer de improviso.
– ¿Como un ladrón? -preguntó ella.
– «Como un león» sería más halagador, signorina, aunque quizá su figura se ajuste más a la realidad.