Paola lo recibió con la noticia de que Marco Erizzo lo había llamado dos veces y había dejado el recado de que le urgía hablar con él. Ella había anotado al lado del teléfono el número del móvil de Marco, y Brunetti lo marcó inmediatamente, a pesar de que por la puerta de la cocina podía ver a su familia sentada a la mesa frente a unos humeantes tagliatelle.
A la segunda señal, Marco contestó con su nombre.
– Soy yo, Guido, ¿qué ocurre?
– Tus hombres me buscan -dijo Marco, con voz tensa-. Pero prefiero que vengas tú a detenerme.
Pensando que quizá Marco había visto demasiada televisión, Brunetti preguntó:
– ¿Qué dices, Marco? ¿Qué hombres? ¿Qué has hecho?
– Ya te conté lo que ocurría, ¿te acuerdas?
– ¿Sobre el permiso de obras? Sí, me acuerdo. ¿De eso se trata?
– Sí. -Había parásitos en la línea.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Brunetti cuando cesó el chisporroteo.
– Era el arquitecto -dijo Marco-. Canalla. Era él. El permiso fue concedido hace tres meses, pero él me decía que no, que había que modificar ligeramente los planos, que así quizá los aprobaran. Y luego, como ya te conté, me dijo que un empleado del Comune le había pedido treinta millones de liras. Y, mientras tanto, yo he estado pagándole cada juego de planos y las horas que decía que pasaba trabajando para mí. -Calló, porque lo ahogaba la indignación.
– ¿Cómo te has enterado?
– Ayer, mientras tomaba una copa con Angelo Costantini, entró un amigo suyo y, cuando nos presentó, él reconoció mi nombre, me dijo que trabajaba en la oficina de planificación y me preguntó cuándo pensaba ir a recoger el permiso de obras. -Hizo una pausa, para permitir a su amigo manifestar indignación o repulsa, pero en aquel momento Brunetti tenía toda la atención puesta en sus tagliatelle, cubiertos ahora con un plato boca abajo, en lo que él confiaba que fuera un intento eficaz para mantenerlos calientes.
– ¿Qué hiciste, Marco? -preguntó, sin dejar de pensar en el almuerzo que estaba enfriándose rápidamente.
– Le pregunté de qué me hablaba, y él me dijo que el arquitecto les había comunicado, hará unos dos meses, que yo le había pedido que hiciera unas modificaciones en los planos y que tenía que discutirlas conmigo antes de presentar los definitivos.
– Pero, si el permiso ya estaba concedido, ¿por qué no te llamaron?
– Llamaron al arquitecto. Ha tenido suerte de que no lo matara.
Brunetti comprendió de pronto el motivo de la llamada.
– ¿Qué ha pasado?
– Esta mañana he ido a su despacho -dijo Marco, y calló.
– ¿Y qué has hecho?
– Decirle lo que sabía, lo que me había dicho el empleado de la oficina de planificación.
– ¿Y él?
– Él me ha contestado que debía de haberlo entendido mal y que esta mañana iría a aclararlo. -Marco respiraba hondo, tratando de reprimir el furor-. Pero yo le he dicho que sabía lo que ocurría y que estaba despedido.
– ¿Y?
– Me ha contestado que no podía despedirlo hasta que la obra estuviera terminada o que me demandaría por incumplimiento de contrato.
– ¿Y?
La pausa era como la que solían hacer sus hijos, y Brunetti sabía que no tenía más que esperar.
– Y entonces le he pegado -dijo Marco al fin. Otra pausa y prosiguió-: Verlo allí sentado detrás de su gran mesa, llena de planos y proyectos, diciéndome que me demandaría si trataba de despedirlo, me ha sacado de quicio.
– ¿Qué ha pasado?
– He dado la vuelta a la mesa; yo sólo quería agarrarlo… -Brunetti imaginó a Marco diciendo estas palabras delante de un juez y se estremeció-. Él se ha levantado y ha venido hacia mí.
Cuando le pareció que ésa era toda la explicación que Marco iba a darle, Brunetti dijo:
– Cuéntame exactamente lo que has hecho, Marco -dijo en el tono que usaba con sus hijos cuando traían malas notas del colegio.
– Ya te lo he dicho, le he pegado. -Y prosiguió, sin dar a Brunetti tiempo de decir algo-. Pero no muy fuerte. Ni siquiera lo he tirado al suelo, sólo ha sido como un empujón.
– ¿Le has dado con el puño? -preguntó Brunetti, que creía necesario aclarar lo que podía significar «empujón».
Tras una larga pausa, Marco dijo:
– Más o menos.
Brunetti no ahondó más en eso y preguntó:
– ¿Dónde?
– En la mandíbula, o la nariz.
– ¿Y?
– Él se ha ido para atrás y ha quedado sentado en el sillón.
– ¿Tenía sangre?
– No lo sé.
– ¿Cómo?
– Me he marchado. Lo he mirado allí sentado y me he ido.
– Entonces, ¿por qué dices que mis hombres andan detrás de ti?
– Porque ésa es la clase de individuo que es. Habrá llamado a la policía y les habrá dicho que yo quería matarlo. Por eso quiero que sepas lo que ha pasado realmente.
– ¿Es eso lo que ha pasado realmente, Marco?
– Te lo juro por mi madre.
– Está bien. ¿Qué quieres que haga?
Había auténtica sorpresa en la voz de Marco cuando dijo:
– Nada. ¿Por qué iba a querer que hicieras algo? Sólo quería que lo supieras.
– ¿Dónde estás?
– En el restaurante.
– ¿El de cerca de Rialto? -preguntó Brunetti.
– Sí. ¿Por qué?
– Estaré ahí dentro de cinco minutos. Espérame. No hagas nada ni hables con nadie. ¿Entendido, Marco? Con nadie. Y no llames a tu abogado.
– Está bien -dijo Marco hoscamente.
– Ahora mismo voy para allá -dijo Brunetti colgando el teléfono. Fue a la mesa, levantó el plato que cubría los tagliatelle, aspiró el aroma ahumado de la ricotta rallada y de la berenjena, volvió a taparlos, dio un beso a Paola en el pelo y dijo:
– He de ir a ver a Marco.
Cuando abría la puerta de la escalera, oyó decir a Chiara:
– Está bien, Raffi, para ti la mitad.
El restaurante estaba lleno, y en las mesas había cosas maravillosas: una pareja tenía delante unas langostas del tamaño de perros salchicha y, a su izquierda, un grupo de empresarios atacaba una fuente de marisco que hubiera podido alimentar a toda una aldea de Sri Lanka durante una semana.
Brunetti fue directamente a la cocina, donde encontró a Marco hablando con la signora Maria, la cocinera. Marco fue a su encuentro.
– ¿Quieres comer? -preguntó.
Era uno de los mejores restaurantes de la ciudad, y la signora Maria, con su talento culinario, había deparado a Brunetti gozos infinitos.
– Gracias, Marco, pero ya he almorzado en casa -dijo. Tomó del brazo a su amigo, apartándolo de María, que los siguió con una mirada de decepción, y del camino de un camarero que transportaba a la altura del hombro una bien surtida bandeja. Se quedaron en la puerta del almacén en el que se guardaban mantelerías y latas de tomate.
– ¿Cómo se llama el arquitecto? -preguntó Brunetti.
– ¿Por qué quieres saberlo? -preguntó Marco, la misma voz huraña de antes.
Brunetti pensó en reservarse la explicación, pero luego decidió darla, aunque no fuera más que para hacer que Marco cambiara de tono.
– Porque ahora volveré a la questura y miraré si encuentro algo sobre él, si ha tenido algún tropiezo o tiene algún contencioso pendiente, y me jugaré el cargo amenazándolo con abusar de mi poder hasta que se avenga a no presentar cargos contra ti. -Había ido alzando la voz, y ahora advirtió que su enfado con Marco era muy parecido al que a veces le producían sus hijos-. ¿Satisfecho? Y ahora dame el nombre.
– Piero Sbrissa -dijo Marco-. Su estudio está en San Marco.
– Gracias -dijo Brunetti sorteando a Marco para volver al comedor, desde donde gritó-: Ya te llamaré. No hables con nadie. -Y se fue.
En la questura, Vianello pasó una hora delante del ordenador y Brunetti dos al teléfono, y al final uno y otro habían hallado indicios de que existía la posibilidad de persuadir al arquitecto Sbrissa de la conveniencia de no demandar a su cliente, Marco Erizzo. Al parecer, la tramitación de más de uno de los permisos de obra solicitados por el arquitecto se había demorado de manera injustificada, según dijeron a Brunetti tres de sus antiguos clientes. En todos los casos, el cliente había aceptado la sugerencia de Sbrissa de utilizar cierto método, no por ilegal menos frecuente, para resolver su problema, aunque ninguno de ellos quiso revelar la suma entregada. Vianello, por su parte, descubrió que Sbrissa había declarado haber percibido de Marco Erizzo durante el año anterior sólo dieciséis millones de liras, y la secretaria de Marco, cuando el inspector la llamó, dijo que tenían en sus archivos recibos firmados por más de cuarenta millones.
Brunetti llamó a un amigo que prestaba sus servicios en el cuartel de los carabinieri de San Zaccaria, quien le informó de que Sbrissa había llamado aquella mañana para dar parte de una agresión y había quedado en ir personalmente a hacer la denuncia formal, cuando lo hubiera visto un médico. Brunetti pasó a su amigo los datos fiscales de Sbrissa y le preguntó si creía poder convencer al architetto de que recapacitara sobre su decisión de presentar la denuncia. El carabiniere dijo que le plantearía la situación personalmente y que estaba seguro de que el signor Sbrissa sabría elegir el mejor camino.
Cuando Brunetti llamó a Marco para decirle que el asunto estaba prácticamente resuelto, su amigo no podía creerlo. Quería saber qué había hecho Brunetti, y cuando éste se negó a revelárselo, Marco quedó en silencio un momento y luego soltó que estaba disonorato por haber pedido ayuda a la policía.
Brunetti tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir el comentario que le subía a los labios, y se limitó a decir:
– Somos amigos, Marco, y no se hable más.
– Pero tienes que dejar que haga algo por ti.
– Está bien. Algo puedes hacer -dijo Brunetti rápidamente.
– Bien. ¿Qué es? Lo que sea.
– La próxima vez que vayamos al restaurante, di a la signora Maria que dé a Paola la receta del relleno de los mejillones.
Marco tardó mucho en contestar y al fin dijo, entre apenado y dolido:
– Eso es chantaje. No querrá.
– Lástima que no fuera la signora Maria la que pegara a Sbrissa.
– Ni aun así te la daría -dijo Marco con resignación-. Esa mujer preferiría ir a la cárcel antes que revelar el secreto de los mejillones.
– Me lo temía -dijo Brunetti que, después de asegurar a Marco que pensaría en la manera de permitirle pagar el favor, colgó el teléfono.
Este incidente, aunque gratificante en el ámbito personal, en nada contribuía a iluminar lo que Brunetti se planteaba como el triángulo Leonardo, Guzzardi, Filipetto. Bajó al despacho de la signorina Elettra, y vio que ya se había marchado, lo que no era de extrañar, puesto que faltaba poco para las cinco y ella solía quejarse de lo tediosas que eran las dos últimas horas de la jornada. Cuando daba media vuelta para marcharse, se abrió la puerta del despacho del vicequestore Patta y apareció éste en persona, con el abrigo gris tórtola doblado sobre un brazo y una cartera nueva, que Brunetti identificó inmediatamente como de Bottega Veneta, en la mano izquierda.
– Ah, Brunetti -dijo Patta al verlo-. Dentro de veinte minutos tengo una reunión con el pretore.
Brunetti, a quien tenía sin cuidado si Patta iba a trabajar o no y a qué horas entraba y salía, encontraba interesante aquella reacción casi pavloviana del hombre, consistente en escudarse en la mentira, y se preguntaba si su superior tendría intención de dedicarse a la política cuando se retirara de la policía.
– Entonces no le entretengo, señor -dijo Brunetti, haciéndose a un lado para dejar paso al superior.
– ¿Alguna novedad en…? -empezó Patta que, incapaz de recordar el apellido de Claudia, agregó-: El asesinato de esa muchacha.
– Estoy recogiendo información -dijo Brunetti.
Patta, lanzando una rápida mirada al reloj, murmuró un distraído:
– Bien, bien -saludó y se fue.
Brunetti sentía curiosidad por saber si la signorina Elettra había averiguado algo, pero no se atrevía a tocar su ordenador: de haber descubierto algo importante, se lo hubiera dicho. Por otra parte, dada la suspicacia con que ella miraba a algunos de los hombres que trabajaban en la questura, la información que pudiera contener su ordenador sin duda estaría protegida por barreras y laberintos insalvables para cualquiera que intentara acceder a ella.
Brunetti volvió a su despacho y estuvo hojeando la carpeta del asesinato de Claudia hasta que encontró el número de teléfono de la compañera de piso. Marcó el prefijo de Milán, luego el número y no tardó en hablar con la madre, que accedió a llamar al teléfono a la muchacha, no sin advertir a Brunetti que no debía atosigarla y que ella estaría escuchando por el supletorio.
Pero la llamada resultó inútil, porque Lucia no recordaba haber oído a Claudia mencionar el nombre de Filipetto, ni hablar de notario alguno. Brunetti, consciente de la silenciosa presencia de la madre, se abstuvo de preguntar a la muchacha cómo se encontraba, y cuando Lucia se interesó por el estado de la investigación, él no pudo decirle sino que estaban siguiendo varias pistas y confiaban en que pronto habría novedades. Irritaba a Brunetti tener que oírse a sí mismo utilizar semejantes tópicos.
Después de aquello, con el eco de palabras insustanciales resonándole en los oídos, Brunetti se sentía incapaz de concentrarse en tarea alguna, y abandonó la questura, se encaminó hacia Rialto y su casa. Al llegar al puesto de quesos de Piero, donde hubiera tenido que torcer a la izquierda, siguió en línea recta, adentrándose en Santa Croce, en dirección a campo San Boldo. No se paró hasta encontrarse frente a la casa de la signora Jacobs. Pulsó el timbre.
Tuvo que esperar un buen rato para oír la voz grave que preguntaba quién llamaba.
– El comisario Brunetti -respondió él.
– Ya le dije que no quiero hablar con usted -dijo ella, con tono más de cansancio que de irritación.
– Pero yo sí tengo que hablar con usted, signora.
– ¿De qué?
– Del notaio Filipetto.
– ¿De quién? -preguntó ella, después de una larga pausa.
– Del notaio Filipetto -repitió Brunetti, sin más explicaciones.
El mecanismo de la puerta rechinó, sorprendiendo a Brunetti, que entró y subió rápidamente al piso de la anciana, a la que encontró apoyada en el marco de la puerta, como si estuviera bebida.
– Gracias, signora -dijo él asiéndola del codo para acompañarla al interior. Esta vez, se obligó a sí mismo a no prestar atención a los objetos de la habitación y, muy despacio, la llevó hasta el sillón, percibiendo la levedad de su cuerpo. Nada más sentarse, ella extendió el brazo hacia un lado, en busca de un cigarrillo, pero le temblaba la mano, y del paquete saltaron tres que cayeron al suelo antes de que consiguiera encender uno. Si a veces Brunetti había pensado dónde metían sus hijos todo lo que comían, ahora, al ver a la anciana aspirar con ansia se preguntó en qué intersticios pulmonares podía hallar cabida tanto humo.
Él esperaba que ella le hiciera alguna pregunta, pero la anciana guardó silencio hasta que el cigarrillo quedó reducido a una punta diminuta, que dejó caer en un cuenco de cerámica azul, ya medio lleno de colillas.
– Signora -dijo Brunetti-, en nuestra investigación, hemos encontrado el nombre del dottor Filipetto. -Aquí calló un momento, por si ella hacía alguna pregunta o alusión respecto al notario, pero no fue así-. Por lo tanto, me gustaría preguntarle si sabe usted por qué Claudia podía querer hablar con él.
– ¿Ahora ya es Claudia?
– ¿Cómo dice? -preguntó él, sinceramente sorprendido.
– Habla de ella como de una amiga -dijo la mujer secamente-. Claudia -repitió, y al pensamiento de Brunetti acudió el recuerdo de la muchacha.
¿Qué era más indiscreto -pensaba Brunetti-, sorprender a una persona después del coito o después de la muerte? Probablemente, esto último, porque la persona ha sido despojada de toda posibilidad de simulación. Ahí está, exhausta y, al parecer, dolorosamente vulnerable, a pesar de que ya se halla más allá de la vulnerabilidad y del dolor. Estar indefenso implica que una defensa aún podría servir de algo, pero los muertos están por encima de todo eso, de la defensa y de la esperanza.
– Ojalá hubiera sido posible -dijo Brunetti.
– ¿Por qué? -preguntó la mujer-. ¿Para poder hacerle preguntas y descubrir sus secretos?
– No, signora, para poder hablar con ella de los libros que ambos leíamos.
La signora Jacobs resopló con incredulidad y desdén.
Atónito, pero también intrigado por la idea de que Claudia tuviera secretos, Brunetti argumentó.
– Era alumna de mi mujer. Ya habíamos hablado de libros.
– Libros -dijo ella, y esta vez no había más que desdén en su voz. La irritación la hizo aspirar profundamente, lo que le provocó una explosión de tos. Era una tos honda y blanda y tan persistente que al fin Brunetti fue a la cocina en busca de un vaso de agua. Lo sostuvo hasta que ella lo tomó y esperó mientras la mujer iba bebiendo pequeños sorbos, y por fin dejó de toser-. Gracias -dijo con naturalidad devolviéndole el vaso.
– De nada -dijo él con igual soltura, dejó el vaso en el escritorio situado a la izquierda de la mujer, acercó una silla y se sentó frente a ella.
– Signora -prosiguió-. No sé qué piensa usted de la policía ni qué piensa de mí, pero créame que no deseo sino encontrar a la persona que la mató. No quiero saber nada que ella deseara mantener en secreto, a no ser que ello pueda ayudarme en mi trabajo. Yo sólo quiero que ella descanse en paz, si ello es posible. -La miraba fijamente al hablar, instándola a creerle.
La signora Jacobs alargó la mano en busca de otro cigarrillo y lo encendió. De nuevo inhaló profundamente, y Brunetti tensó los músculos, esperando otro acceso de tos. Pero esta vez no llegó. Cuando la colilla ya se consumía en el bol azul, la mujer dijo:
– Su familia no tiene ese don.
– ¿Qué don? -preguntó él, confuso.
– El de descansar en paz. El de hacer las cosas en paz.
– Lo siento, pero no conozco a nadie de la familia, sólo a Claudia. -Se puso a pensar en cómo formular la pregunta siguiente, pero entonces, abandonando toda prudencia, preguntó, sencillamente-: ¿Querría usted hablarme de ellos?
Ella juntó las manos delante de la cara, rozando los labios con la punta de los dedos, en actitud de oración, por más que Brunetti sospechaba que hacía mucho tiempo que esa mujer no rezaba por nada, ni a nadie.
– Usted ya sabe quién era su abuelo -dijo.
Brunetti asintió.
– ¿Y su padre?
Brunetti negó con la cabeza.
– Nació durante la guerra, y su padre, naturalmente, le puso Benito. -Ella lo miró con una sonrisa, como el que acaba de contar un chiste, pero él no sonrió sino que se quedó esperando a que continuara-. Así era Luca.
Para Brunetti, Luca Guzzardi era un oportunista político que había muerto en un manicomio, por lo que le pareció que lo más prudente sería callar.
– Él creía realmente en todo aquello. Las marchas, los uniformes, y el regreso del Imperio romano. -Ella meneó la cabeza, ahora sin sonreír-. Por lo menos, al principio lo creía.
Brunetti nunca había sabido, porque sus padres no se lo habían dicho, si su padre había creído realmente en todo aquello. Tampoco sabía si ello suponía una diferencia, ni en qué sentido. Esperaba pacientemente, sabiendo que los viejos siempre vuelven a su tema.
– Era un hombre guapo. -La signora Jacobs se volvió hacia un aparador que estaba arrimado a la pared y señaló con la mano una deslucida hilera de pálidas fotos. Brunetti, intuyendo que se esperaba de él que se acercara a mirarlas, así lo hizo. La primera era un busto de un joven cuya cara quedaba casi oscurecida por el penacho de plumas de su casco de bersagliere, un tocado que al Brunetti adulto siempre había parecido francamente ridículo. En otra, el mismo joven blandía un rifle y, en la siguiente, envuelto en los pliegues de una capa larga y oscura, una espada. La actitud era, en todas las imágenes, deliberadamente beligerante: mentón salido y firme la mirada, compuesta con el propósito de inmortalizar ese momento de patriotismo sublime. A Brunetti aquellas poses le parecían tan tontas como las plumas, las bandas y las charreteras que adornaban el uniforme del joven. Él era tan insensible al atractivo de la parafernalia militar que raramente podía sustraerse a la tentación de comparar a los hombres de uniforme con los indígenas de Nueva Guinea que llevan un hueso atravesado en la nariz, el cuerpo pintado de blanco y el pene protegido por una funda de bambú de un metro de largo. Por ello, soportaba mal los desfiles y ceremonias oficiales.
Brunetti siguió contemplando las fotos durante el tiempo que le pareció prudencial y volvió a sentarse frente a la signora Jacobs.
– Hábleme de él, signora.
Ella lo miró con ojos penetrantes, apenas empañados por la edad.
– ¿Qué se puede decir? Éramos jóvenes, yo estaba enamorada y el futuro era nuestro.
Brunetti se permitió entrar en el terreno confidencial que ella había abierto.
– ¿Sólo usted estaba enamorada?
La sonrisa de la mujer era la de la persona anciana que ya casi todo lo ha dejado atrás.
– Ya le he dicho que él era muy guapo; los hombres como él, en el fondo, sólo se aman a sí mismos. -Adelantándose a cualquier comentario de él, agregó-: Yo entonces no lo sabía. O no quería saberlo. -Sacó otro cigarrillo y lo encendió. Lanzando una larga nube de humo, comentó-: Aunque viene a ser lo mismo, ¿verdad? -Volvió la brasa del cigarrillo hacia sí, la miró un momento y dijo-: Lo extraño es que, aun sabiéndolo, ello no hubiera hecho cambiar la manera en que yo lo amaba. Y aún lo amo. -Miró a Brunetti, se miró el regazo y, en voz baja, añadió-: Por eso quiero devolverle el buen nombre.
Brunetti callaba, resistiéndose a interrumpirla. Ella, al advertirlo, prosiguió:
– Era emocionante aquella sensación, o aquella ilusión, de que todo iba a ser nuevo y diferente. En Austria se percibía desde hacía años, y por eso a mí me pareció natural. Cuando la observé también aquí, en hombres como Luca y sus amigos, yo no me daba cuenta de lo que significaba en realidad, ni sospechaba que aquellas ideas no podían traernos nada más que muerte y sufrimiento. -Suspiró y dijo-: Tampoco Luca lo veía.
Como la mujer no decía más, Brunetti preguntó:
– ¿Cuánto duró su relación?
Ella consideró la pregunta y respondió:
– Seis años, los últimos de la guerra, el juicio y luego… -Su voz se apagó. Brunetti aguardaba; sentía curiosidad por ver cómo lo expresaría ella-. Todo lo que vino después -dijo únicamente.
– ¿Iba usted a verlo a San Servolo?
Ella carraspeó, con un sonido áspero y desgarrado, una siniestra señal de enfermedad y flemas oscuras que dio dentera a Brunetti.
– Sí; iba una vez a la semana, incluso después de que me impidieran verlo.
– ¿Por qué se lo impidieron?
– Supongo que porque no querían que supieran cómo los tenían.
– Pero, ¿por qué, el cambio? Quiero decir, por qué al principio sí y después no.
– Porque allí dentro Luca se puso mucho peor. Cuando comprendió que nunca saldría.
– ¿Tenía que salir? -preguntó Brunetti, y agregó, para aclarar la pregunta-: Quiero decir, cuando lo internaron, ¿pensaban él o usted que iba a poder salir?
– Eso fue lo acordado.
– ¿Acordado con quién?
– ¿Por qué pregunta todo esto?
– Porque quiero comprender cosas. Respecto a él y al pasado.
– ¿Por qué?
Él creía que eso se sobreentendía.
– Porque podría ayudarnos.
– ¿En lo de Claudia? -preguntó la mujer.
A él le hubiera gustado percibir un vestigio de esperanza en su voz, pero sabía que la mujer era muy vieja para depositar esperanza en algo que estuviera asociado con la muerte. Decidió decirle la verdad, en lugar de lo que hubiera preferido responder.
– Quizá. -Entonces volvió a preguntar-: ¿Con quién fue el acuerdo?
Ella encendió otro cigarrillo y no respondió hasta haber consumido la mitad:
– Con los jueces. Él confesaría, y tendría un ataque, lo enviarían a San Servolo, donde estaría un año o dos, y cuando la gente se hubiera olvidado de él lo soltarían. -Terminó el cigarrillo y hundió la colilla entre las demás del cenicero-. Y volvería a mi lado -añadió. Después de una pausa, dijo-: Eso era lo único que yo quería.
– Pero ¿qué pasó?
Ella miró a Brunetti y dijo:
– Es usted muy joven para saber lo que era San Servolo, lo que ocurría realmente allí dentro.
Él asintió.
– Lo que pasó no me lo dijeron. Fui un sábado por la mañana. Iba todas las semanas, a pesar de que siempre me enviaban a casa sin dejarme verlo. Pero aquel día me dijeron que había muerto. -Su voz se apagó y ella se miró las manos, inertes en el regazo. Las volvió, contempló las palmas y se frotó la izquierda con las yemas de tres dedos de la derecha, como si quisiera borrar la línea de la vida, según pensó Brunetti-. No me dijeron más. No me dieron ninguna explicación. Pudo ser cualquier cosa. Que otro paciente lo matara. Cuando ocurría eso, siempre lo tapaban. O uno de los guardianes. O un tifus. Los tenían como animales, cuando la gente dejaba de visitarlos. -Apretó los puños y los hundió en los muslos.
– Pero ¿y el acuerdo con los jueces? -preguntó Brunetti.
Ella sonrió y luego rió, como si realmente encontrara graciosa la pregunta.
– Precisamente usted, comisario, debería saber mejor que nadie que no hay que fiarse de las promesas de un juez. -Como Brunetti no discutió ese extremo, ella continuó-: Dos de los jueces eran comunistas, de modo que querían condenar a quien fuera y el tercero era hijo del jefe del partido fascista de Mestre, por lo que tenía que demostrar que era el más íntegro de los íntegros y que estaba limpio de toda influencia de las ideas políticas de su padre.
– ¿Y la amnistía? -preguntó Brunetti, pensando en la absolución general que había orquestado Togliatti terminada la guerra, para todos los crímenes cometidos por uno y otro bando durante la era fascista. No comprendía cómo Guzzardi había sido condenado cuando a otros miles se les perdonaban delitos similares o mucho peores.
– Los jueces declararon que el acto había sido cometido en territorio suizo -dijo ella llanamente-. Luca no podía beneficiarse de la amnistía.
– No lo entiendo -protestó Brunetti.
– El domicilio del cónsul suizo. Dijeron que era territorio suizo.
– Es absurdo -dijo Brunetti.
– A los jueces no se lo pareció -insistió ella-. Y el tribunal de apelación lo confirmó. Yo agoté todos los recursos jurídicos. -Ahora su voz era truculenta y tenía ese filo duro que adquieren las voces cuando se utilizan para defender una idea más que un hecho.
Brunetti, por las historias que había oído contar a los amigos de su padre acerca de las cosas que ocurrían después de la guerra, estaba convencido de que los jueces se habían inventado ese tecnicismo para condenar a Guzzardi. Eran muchos los agravios y atropellos cometidos durante la guerra, y no pocos fueron vengados después de la rendición de los alemanes. Los jueces habrían convencido fácilmente a Guzzardi, o a su abogado, para que aceptara un acuerdo y, una vez el condenado fue internado en San Servolo, se hicieron atrás.
Brunetti miró a la anciana y vio que se oprimía los labios con un puño.
– Claudia fue a verme para averiguar si era posible revocar un veredicto por el que se había condenado a una persona poco después de la guerra -dijo el comisario-. Cuando le pregunté de quién se trataba, me respondió que de su abuelo, pero no me dio mucha más información. -Hizo una pausa, por si ella quería decir algo, pero como callaba prosiguió-: Ahora, por lo que usted me ha contado, he podido hacerme una idea más clara. Ha pasado mucho tiempo desde que terminé mis estudios de Derecho, signora, pero no creo que el caso sea muy complicado. Probablemente, si se presentara una solicitud formal, se anularía el fallo, pero no me parece que ello pudiera dar lugar a una proclamación oficial de inocencia.
Mientras pronunciaba estas últimas palabras, vio que ella lo miraba fijamente, con la expresión del que está haciendo otros cálculos o recordando otras frases. Tardó mucho rato en hablar.
– ¿Está seguro de lo que dice? ¿No se haría una declaración oficial, una especie de ceremonia para devolverle el honor y el buen nombre?
Por lo que Brunetti sabía de Guzzardi, no parecía que éste hubiera tenido mucho honor que salvar, pero la signora Jacobs era muy anciana y muy frágil para oír eso.
– Que yo sepa, signora, no existe un mecanismo ni un proceso jurídico para eso. Quien le haya dicho lo contrario o está mal informado o pretende engañarla. -Brunetti calló, porque no quería hablar de lo que se podría tardar en conseguir la revocación de un veredicto dictado medio siglo atrás; desde luego, no sería en vida de esa mujer. Si la rehabilitación de su abuelo era algo que Claudia deseaba ofrecer a su abuela, hubiera podido ahorrarse la visita a Brunetti, pero no había por qué decírselo a la anciana.
Ella volvió la cabeza y se quedó mirando las fotos mucho rato, desentendiéndose de Brunetti. Apretó los finos labios, cerró los ojos e inclinó la cabeza con fatiga. Brunetti decidió entonces preguntarle por los hechos que habían precipitado la luciferina caída de Guzzardi desde la cumbre de la opulencia hasta los tenebrosos horrores de San Servolo. Cuando la mujer levantó una mano del regazo, Brunetti preguntó:
– ¿Qué pasó con los dibujos?
Ella estaba buscando otro cigarrillo cuando él habló, y Brunetti vio cómo su mano vacilaba en el aire. La mujer lo miró sorprendida, luego se miró la mano, completó el movimiento y sacó un cigarrillo.
– ¿Qué dibujos? -preguntó. Aquella mirada había preparado a Brunetti para oír protestas de ignorancia.
– Me han dicho que el cónsul suizo dio unos dibujos a los Guzzardi.
– Vendió, querrá usted decir -rectificó ella haciendo hincapié en la primera palabra.
– Como prefiera -concedió Brunetti.
– Ésa es otra de las cosas que sucedían después de la guerra -dijo ella con cansancio-. Los que habían vendido cosas trataban de recuperarlas diciendo que habían sido obligados a desprenderse de ellas. Colecciones enteras tuvieron que ser devueltas por personas que las habían adquirido de buena fe. -Conseguía parecer indignada.
Brunetti no dudaba de que tales cosas hubieran ocurrido, pero había leído lo suficiente para saber que las mayores injusticias las habían sufrido los que, por timidez o bajo francas amenazas, habían sido inducidos a vender o ceder sus posesiones. Pero no veía la utilidad de discutir eso con la signora Jacobs.
– Certo, certo -murmuró Brunetti.
De pronto, sintió la muñeca aprisionada por unos finos dedos.
– Es la verdad -dijo ella con un susurro tenso y apasionado-. Durante el juicio, todos iban a ver a los jueces diciendo que él les había estafado esto o lo otro, exigiendo que les devolvieran sus cosas. -Le tiró violentamente de la mano, atrayéndolo hasta que su cara estuvo a un palmo de la de ella-. Todo mentiras. Entonces y ahora. Todo es suyo, legalmente suyo. A mí no podrán engañarme. -Brunetti, mientras respiraba el ácido aliento a tabaco y mala dentadura, vio brillar en sus ojos un fulgor de pasión-. Luca nunca hubiera hecho algo así. Él nunca hubiera hecho algo deshonroso. -Su voz tenía la cadencia mesurada del que ha dicho muchas veces una misma cosa, como si la repetición pudiera convertirla en verdad.
No había nada que decir a eso, por lo que él aguardó en silencio, aunque apartándose lentamente, mientras esperaba oír cuál sería la siguiente defensa.
Pero, al parecer, la signora Jacobs ya había terminado, porque se alcanzó y encendió otro cigarrillo, y lo fumó como si fuera la única cosa interesante que había en la habitación. Al fin, cuando lo hubo terminado y dejado caer encima del montón de colillas, dijo, sin mirar a Brunetti:
– Ahora puede marcharse.