CAPÍTULO 26

Aunque Ford trató de intimidar a Brunetti con bravatas, insistiendo en que no tenía derecho a arrestar a su esposa, ella no ofreció resistencia y dijo que estaba dispuesta a acompañarlo. Brunetti la llevó hacia la puerta, mientras Ford los seguía, lanzando a su espalda amenazas y nombres de gente importante. En el rellano de la escalera estaba Vianello, apoyado en la pared, con la americana desabrochada, revelando -por lo menos, para la mirada experta de Brunetti- la pistola en su funda.

Brunetti no sabía qué podía decir a Vianello, porque no estaba seguro de que lo que acababa de oír de labios de la signora Ford constituyera una confesión de asesinato. No había más testigo que Ford, que negaría haber oído lo que ella decía, o mantendría que había dicho algo totalmente distinto. Por lo tanto, era necesario hacerle repetir su confesión en presencia de Vianello o, mejor, llevarla a la questura y grabar su confesión en casete o en una cinta de vídeo. Brunetti sabía que toda acusación basada sólo en su palabra sería desestimada por cualquier magistrado.

– He pedido una lancha, comisario -dijo Vianello al verlos-. Ya no puede tardar.

Brunetti asintió, como si la decisión de Vianello fuera lo más natural del mundo.

– ¿Dónde parará? -preguntó.

– Al extremo de la calle -dijo Vianello.

– No puede hacer eso -insistió Ford, que se situó en lo alto de la escalera, cerrando el paso a Brunetti-. Mi suegro conoce al pretore. Lo despedirán por esto.

Brunetti no tuvo que decir ni una palabra. Vianello se acercó a Ford, dijo: «Permesso» y, casi levantándolo en vilo, dejó expedita la escalera, para que bajaran la mujer y Brunetti. El comisario no volvió la cabeza, pero oyó al inglés discutir, luego gritar y, finalmente, gruñir y forcejear inútilmente para apartar a Vianello de lo alto de la escalera y seguir a su mujer.

Lucía el sol, a pesar de que, en noviembre, hubiera debido hacer mucho más frío. Al salir del edificio, Brunetti oyó un motor a su derecha y hacia él condujo a la silenciosa mujer. Una lancha de la policía se detenía junto a las escaleras del extremo de la calle. Cuando ellos se acercaron, un agente de uniforme puso una plancha entre la borda y el embarcadero y los ayudó a subir a bordo.

Brunetti hizo bajar a la mujer a la cabina. No sabía si hablarle o esperar a que lo hiciera ella. La curiosidad que sentía hacía más difícil guardar silencio, pero optó por callar y, sentados uno frente a otro, viajaron hacia la questura sin decir nada.

Cuando llegaron, el comisario llevó a la mujer a una de las pequeñas salas de interrogatorios. Una vez allí, le notificó que todo cuanto ambos dijeran sería grabado. La condujo a una silla situada a un lado de la mesa, se sentó frente a ella, dio sus nombres y la fecha y le preguntó si deseaba tener consigo a un abogado mientras hablaba. Ella hizo un ademán negativo, pero él repitió la pregunta hasta que ella dijo:

– No; no quiero abogado.

Ella miraba en silencio la superficie de la mesa, en la que, a lo largo de muchos años, la gente había grabado iniciales, palabras y dibujos. Resiguió unas iniciales con el índice de la mano derecha y, finalmente, levantó la mirada. Tenía manchas rojas en la cara y los párpados hinchados de llorar.

– ¿Es verdad que Claudia Leonardo trabajaba en la biblioteca de la que usted es directora? -preguntó el comisario. Le pareció más prudente evitar toda alusión al marido hasta que fueran entrando en materia.

Ella asintió.

– Lo siento, signora -dijo él suavizando la expresión sin llegar a sonreír-, pero debe usted decir algo, para que lo recoja la grabación.

Ella miró en derredor, buscando los micrófonos, pero no pudo identificarlos porque los dos estaban montados en la pared y se confundían con interruptores del alumbrado.

– ¿Trabajaba Claudia Leonardo en la Biblioteca della Patria? -preguntó él nuevamente.

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo hacía que ella trabajaba allí cuando usted la conoció?

– No mucho.

– ¿Podría describirme cómo la conoció? Me refiero a las circunstancias.

Ella cerró la mano derecha y, con la uña del pulgar, se puso a raspar la mugre acumulada durante años en una de las letras grabadas en la mesa. Brunetti la vio sacar un fino rizo de lo que parecía cera negra, que barrió al suelo con la mano. Entonces miró al comisario.

– Yo había bajado a buscar un libro y ella se acercó y me preguntó si podía ayudarme. No sabía quién era yo.

– ¿Cuál fue su primera impresión, signora?

Ella se encogió de hombros por toda respuesta, pero, antes de que Brunetti pudiera recordarle los micrófonos, dijo:

– Ninguna impresión en particular… -Y entonces, quizá recordando dónde estaban y por qué, se irguió en la silla, miró a Brunetti y dijo, con voz un poco más firme-: Parecía una buena muchacha. -Recalcó «parecía»-. Bien educada, y respetuosa, cuando le dije quién era yo.

– ¿Cree que ésa es una descripción exacta del carácter de la joven? -preguntó Brunetti.

Ella respondió sin pensar ni un instante:

– En absoluto. De ninguna manera, después de lo que le hizo a mi marido.

– Pero al principio, ¿qué pensaba usted?

Brunetti vio que ella tenía que vencer una fuerte resistencia para contestar, y al fin dijo:

– Estaba equivocada. Tardé en darme cuenta de la verdad.

Abandonando el intento de hacerle describir su primera impresión de la muchacha, Brunetti preguntó:

– ¿De qué se dio cuenta?

– Vi que estaba, que estaba, que estaba… -Se atascó en la frase y su voz se apagó. Miró la inicial de la mesa, sacó un poco más de mugre y finalmente dijo-: Que estaba interesada por mi marido.

– ¿Interesada de una manera impropia? -apuntó Brunetti.

– Sí.

– ¿Había ocurrido antes, que las mujeres se interesaran por su marido? -Le pareció preferible formular la pregunta de ese modo, haciendo recaer la culpa en las mujeres, al menos, por el momento, hasta que ella se mostrara más resignada a aceptar la palmaria verdad.

Ella asintió y luego, rápidamente, dijo con voz muy alta y nerviosa:

– Sí.

– ¿Ocurría con frecuencia?

– No lo sé.

– ¿Con anteriores empleadas de la biblioteca?

– Sí. Con la última.

– ¿Qué sucedió?

– Yo lo supe. Él me explicó lo que había sucedido, que ella era… bien, que era inmoral. La envié de vuelta a Génova, de donde había venido.

– ¿Y también se enteró de lo de Claudia?

– Sí.

– ¿Puede decirme cómo?

– Le oí hablar con ella por teléfono.

– ¿Oyó lo que le decía? -Ella movió la cabeza afirmativamente, y él preguntó-: ¿Escuchó la conversación o sólo lo que decía él?

– Sólo lo que decía él. Estaba en su despacho, pero tenía abierta la puerta, y podía oírlo.

– ¿Qué le decía?

– Que, si ella quería seguir trabajando en la biblioteca, no volvería a ocurrir. -Él la vio retroceder en el tiempo y escuchar las palabras de su marido-. Le decía que, si olvidaba lo sucedido y no lo decía a nadie, él le prometía no hacer nada más.

– ¿Y usted pensó que eso quería decir que era Claudia Leonardo la que acosaba a su marido? -preguntó Brunetti, sin dejar que el escepticismo sonara en su voz, pero intrigado porque ella hubiera podido dar esa interpretación a semejantes palabras.

– Desde luego.

– ¿Y aún lo cree?

La mujer dijo entonces con áspera vehemencia, retirando la mano de las iniciales entrelazadas de la mesa:

– Ella era su amante.

– ¿Quién le dijo a usted que ella fuera su amante?

Mientras esperaba la respuesta, Brunetti estudiaba a la mujer, veía el furor contenido de sus manos, recordaba el ansia con que había ofrecido el pecho al roce accidental de la mano de su marido, y entonces se le ocurrió otra posibilidad:

– ¿Le confesó su marido que eran amantes, signora? -preguntó con voz más suave.

Llegaron primero las lágrimas, que lo sorprendieron, porque brotaron antes de que asomara emoción alguna a la cara.

– Sí -dijo ella, volviendo a fijar la atención en la mesa.

Brunetti sabía que los perros de caza se dividen en dos grandes grupos: los que se guían por la vista y los que se fían del olfato. Ahora, como uno de estos últimos, él corría entre la hierba alta y húmeda del otoño, saltando los obstáculos que encontraba en su camino, captando a trechos el rastro de la pieza, enmascarado en otros por olores más fuertes, hasta que su mente, tras muchos rodeos, carreras y saltos en pos de la presa, lo llevó otra vez al punto de partida.

– ¿De quién fue la idea de hablar a la anciana de la posibilidad de rehabilitar el nombre de Guzzardi, signora? ¿De su marido?

Ella hubiera tenido que aparentar sorpresa. Mirarlo con asombro y preguntarle de qué le hablaba. Él no hubiera creído en su ignorancia, pero hubiera comprendido que aún estaba lejos de darle caza.

Pero la mujer lo sorprendió preguntando:

– ¿Cómo se ha enterado?

– Eso no hace al caso. Lo que importa es que lo sé. ¿De quién fue la idea?

– De Maxwell -dijo ella-. Una de las cartas de recomendación que traía Claudia era de la signora Jacobs. Hacía, tiempo que era socia de la biblioteca, siempre estaba interesándose por Guzzardi y preguntando si habíamos recibido papeles que demostraran que él no se había quedado con los dibujos. -Calló, y Brunetti reprimió el impulso de acuciarla-. Mi padre lo conocía y decía que esas pruebas nunca se encontrarían, porque Guzzardi se lo había llevado todo. Decía que ahora valdrían una fortuna, pero que nadie sabía dónde estaban.

– ¿Nadie sabía que los tenía la signora Jacobs?

– Por supuesto que no. Nadie iba a su casa y todo el mundo sabía lo pobre que era. -Hizo una pausa y rectificó-: O creía que era.

– ¿Cómo se enteró? -preguntó Brunetti, evitando mencionar al marido directamente.

– Por Claudia. Un día, hablando de la signora Jacobs, ella se refirió a las cosas que tenía en su casa y dijo que era una lástima que no pudiera verlas nadie más. Me parece que ella era la única persona que entraba allí. -Y la mujer de la limpieza, hubiera querido decirle Brunetti. La somalí que limpiaba la casa y que era tan honrada que la anciana le daba las llaves, mientras desconfiaba del resto de la ciudad, al que mantenía alejado y en la ignorancia.

– ¿Usted cómo lo supo, signora?

– Les oí comentarlo entre ellos. Como nunca se fijaban en mí, hablaban de todo como si yo no estuviera -explicó la mujer, y Brunetti se sorprendió de que ella lo asumiera con tanta naturalidad.

– ¿La idea de rehabilitar a Guzzardi era un medio para conseguir los dibujos? -preguntó Brunetti.

– Creo que sí. Maxwell dijo a Claudia que a la biblioteca había ido un hombre que tenía unos papeles que demostraban la inocencia de Guzzardi.

Él la miraba mientras ella trataba de recordar lo que había oído:

– ¿Propuso que la signora Jacobs diera los dibujos a cambio?

– No; sólo dijo a Claudia que había pruebas de que su abuelo era inocente y le sugirió que preguntara a la signora Jacobs qué quería hacer.

– ¿Y?

– No sé qué ocurrió después. Creo que Claudia habló con ella y que mi padre también envió a alguien. -Hablaba con tono vago, sin interés, pero de pronto levantó la mirada y dijo secamente-: Entonces lo oí hablando con Claudia por teléfono.

– ¿Y aquel día él le confesó a usted que eran amantes?

– Sí. Pero me dijo que todo había terminado, que él había cortado. Y es verdad que él le colgó el teléfono, le dijo que tuviera cuidado con lo que decía de él. Parecía muy disgustado. Entonces yo, sin darme cuenta, me moví y él me oyó. -Volvió a interrumpirse. Brunetti esperaba-. Salió del despacho y, al verme allí, me preguntó qué había oído. Yo se lo dije, le dije que no podría seguir soportando aquello… esas muchachas… que no respondía de mí si él continuaba. -Movía la cabeza de arriba abajo, volviendo a oír sus propias palabras, repitiendo la escena de celos entre ella y su marido. Al cabo de un rato, prosiguió-: Fue entonces cuando él me dijo que ella lo había tentado, que él no quería. Pero ella se había arrimado a él. Que lo había tocado. -Pronunció las palabras «tentado» y «arrimado» con repugnancia, pero al decir «tocado» su voz tembló de horror-. Y entonces me dijo que tenía miedo de lo que podía ocurrir si ella volvía, que él era un hombre y era débil. Que sólo me amaba a mí, pero que no sabía lo que ocurriría si aquella mala pécora volvía a tentarlo.

Al ver cómo se alteraba la mujer, Brunetti creyó preferible desviar momentáneamente su atención de aquellos recuerdos.

– Permítame volver a la conversación que usted oyó. ¿Su marido decía a la muchacha que, si volvía a la biblioteca y no decía nada a nadie, él no haría nada más? ¿Es así?

Ella movió la cabeza de arriba abajo.

– Debo recordarle que tiene que responder de viva voz, signora.

– Sí.

– ¿Fueron ésas sus palabras?

– Sí.

– ¿Y no podía referirse a otra cosa? ¿No lo ha pensado?

En los ojos de la mujer había sólo candor cuando respondió:

– ¡Pero si él mismo me aseguró que era eso lo que había querido decir! Que la dejaría volver y, si se comportaba debidamente, él no haría nada.

– ¿Por qué había él de querer que la muchacha volviera?

A esto la mujer sonrió, por haberse adelantado a él en formularse esta pregunta y comprender la razón.

– Él me dijo que para evitar las habladurías, que no quería que yo tuviera que soportar los comentarios de la gente. -Sonreía ante esa prueba de la consideración y, cómo no, del amor de su marido.

– Comprendo -dijo Brunetti-. Pero, cuando él le dijo que tenía miedo de su propia debilidad si ella volvía a tentarlo, ¿qué pensó usted?

– Me sentí orgullosa de él, por ser tan sincero conmigo y por lo mucho que yo significaba para él. Su confesión lo enaltecía.

– Naturalmente -murmuró Brunetti, comprendiendo lo que el marido perseguía con aquella confesión y lo bien que le había salido la jugada-. ¿Y él le pidió que hiciera usted algo? -preguntó. Como ella parecía reacia a responder, modificó la pregunta-: ¿Solicitó su ayuda?

Eso la hizo sonreír:

– Sí; quería que yo fuera a hablar con ella, para pedirle que lo dejara en paz.

– Sí; me doy cuenta de que eso había de ser lo más conveniente -dijo Brunetti. «Conveniente para sus propósitos», pensó-. ¿Y usted fue?

– No. Le dije que tenía confianza en él, que sabría ser fuerte. Pero, al cabo de unos días, me dijo que ella había vuelto a las andadas, que lo había… que lo había tocado otra vez, y que él no sabía cuánto tiempo podría resistir. -De nuevo se le quebró la voz, de horror por la indecencia de la muchacha.

– ¿Y volvió a pedirle que fuera a hablar con ella?

– No; no fue necesario. Yo misma comprendí que debía ir a hablar con ella, para pedirle que lo dejase en paz y no volviera a tentarlo.

– ¿Y?

– Y aquella noche fui a su casa -dijo ella poniendo las manos sobre la mesa con los dedos entrelazados.

– ¿Y? -preguntó Brunetti.

– Usted ya sabe lo que ocurrió -dijo la mujer, con impaciencia y desdén por tantas formalidades.

– Lo siento, signora, pero debe usted decirlo.

– La maté -dijo ella con voz tensa-. Me abrió la puerta y empecé a hablarle. Tengo mi orgullo, y no le dije que Maxwell me lo había pedido. Le dije que se apartara de él.

– ¿Y qué ocurrió?

– Ella me dijo que yo estaba equivocada, que mi marido no le interesaba, que me lo habían contado al revés, que era Maxwell quien la acosaba. -Aquí sonrió, confiada-. Pero él me había advertido que ella diría eso, y yo estaba preparada.

– ¿Y entonces?

– Entonces ella empezó a decir cosas terribles de él, cosas que yo no podía escuchar.

– ¿Qué cosas?

– Que sabía que eso de los papeles sobre Guzzardi era sólo un engaño de Maxwell y mi padre para conseguir dinero, que había advertido a Maxwell de que se lo diría a la signora Jacobs. -Aquí se interrumpió, y Brunetti notó cómo se le endurecía la voz al decir-: Y se inventó mentiras sobre otras chicas y sobre lo que decía de él la gente de la biblioteca.

– ¿Y qué más?

– Y entonces dijo que la sola idea de tener relaciones sexuales con él le daba asco. -Su voz se ahogó en el límite del agudo, el paroxismo de la condena, y él comprendió, sin que ella se lo dijera, que era eso lo que la había empujado a la violencia.

– ¿Y el arma, signora?

– Ella estaba comiéndose una manzana. El cuchillo estaba en la mesa.

Como en Tosca, pensó Brunetti, y se estremeció.

– ¿Ella no gritó? -preguntó.

– No; estaba muy sorprendida para gritar. Se había vuelto un momento no sé por qué y cuando se puso otra vez de frente se lo clavé.

– Entiendo -dijo Brunetti. Decidió no pedir detalles; lo más urgente era dar la cinta a mecanografiar, para que ella firmara su confesión lo antes posible. Pero le pudo la curiosidad-. ¿Y la signora Jacobs?

– ¿La signora Jacobs? -repitió ella, sinceramente sorprendida.

Brunetti desistió de seguir preguntando y, en aquel momento, desechó la sospecha de que la signora Jacobs hubiera sido asesinada.

– No pudo soportarlo -dijo la mujer, y agregó, para sorpresa de Brunetti-: Lamento que haya muerto.

– ¿Lamenta también haber matado a la muchacha, signora?

Ella movió la cabeza varias veces en pausada y firme negativa.

– No; en absoluto. Me alegro de haberlo hecho.

Evidentemente, ya había olvidado, o perdonado, la supuesta traición de su marido de aquella misma tarde, una falsa traición que la había catapultado a traicionarse a sí misma.

Brunetti, abrumado por la enormidad del humano desvarío y la sordidez de las humanas miserias, se puso en pie, mencionó la hora, dijo que el interrogatorio había terminado y salió de la sala, para disponer la transcripción de la confesión.

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