Harrison Gordon, el decano de alumnos de la universidad, se aseguró de que la puerta de su despacho estuviera bien cerrada con llave. Con los dos cerrojos. No quería correr riesgos. Y menos aún con un asunto como aquél.
Se sentó cómodamente en su sillón y se quedó con la mirada perdida ante la ventana del despacho. Allí estaba su querida Universidad de Reston en todo su esplendor. El paisaje se componía de una mezcla de césped verde y edificios de ladrillo. Los estudiantes ya se habían marchado para disfrutar de las vacaciones de verano, pero en el campus todavía quedaba gente, como los participantes de los campamentos de fútbol y tenis, la gente del lugar que aprovechaba el campus como parque, los nuevos hippies que peregrinaban a las instituciones de artes liberales como musulmanes a La Meca… También se veían muchos pañuelos y ponchos rojos y a la típica gente alternativa. Un hombre con barba lanzó un frisbee y un niño lo cogió al vuelo.
Sin embargo, Harrison Gordon no vio nada de todo eso. No había girado su sillón con ruedas para contemplar la vista, sino para apartar la mirada de la… de lo que había sobre su mesa. Lo único que quería era destruirlo y olvidarse de que existía, pero no podía. Algo lo frenaba. Y, al mismo tiempo, había algo que no cesaba de atraerlo hacia eso, hacia aquella página cerca del final…
«Destrúyela, imbécil. Si alguien la descubre…»
¿Qué?
No sabía cómo podía continuar la frase. Volvió a girar el sillón manteniendo los ojos apartados de la revista. A la derecha del expediente se leía: CULVER, KATHERINE. Tragó saliva. Examinó las pilas de transcripciones y cartas de recomendación. Era un expediente impresionante, pero Harrison no tenía tiempo para eso.
El zumbido del interfono, un ruido horrible, lo hizo sobresaltarse.
– ¿Señor Gordon?
– Sí -dijo casi gritando.
El corazón le latía tan rápido como el de un conejo.
– Hay alguien que quiere verle. No tiene cita, pero tal vez quiera hablar con ella.
Edith hablaba en voz muy baja, casi como si estuviera en la iglesia.
– ¿De quién se trata? -preguntó él.
– Es Jessica Culver. La hermana de Kathy.
Una punzada de pánico atravesó el corazón del decano como un carámbano de hielo.
– ¿Señor Gordon? -insistió su secretaria.
El decano se puso la mano en la boca por miedo a soltar un grito.
– ¿Señor Gordon? ¿Está ahí?
No tenía otra alternativa. Tenía que hacerla pasar y descubrir qué era lo que quería. Actuar de otro modo podría resultar sospechoso.
Abrió el último cajón del mueble y guardó todo lo que tenía sobre la mesa. Luego sacó el llavero y cerró el escritorio con llave. Más valía prevenir. Por último, descorrió el pestillo de la puerta.
– Dígale a la señorita Culver que pase -dijo por el interfono.
Jessica era como mínimo tan hermosa como su hermana, es decir, bastante extraordinaria. Se preguntó cómo saludarla y al final se decidió por el modo «director de funeraria»: distante en el trato pero cordialmente profesional.
Le dio la mano con amable firmeza y le dijo:
– Señorita Culver, siento mucho que debamos vernos en unas circunstancias tan tristes. En estos tiempos difíciles, sepa que su familia está en nuestras plegarias.
– Gracias por dejarme hablar con usted sin tener una cita previa.
– De nada -dijo moviendo la mano como si se burlara-. Por favor, tome asiento. ¿Le apetece beber algo? ¿Un café, un refresco?
– No, gracias.
El decano volvió a ocupar su sillón. Se sentó en él y cruzó las manos sobre la mesa.
– ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
– Necesitaría consultar el expediente de mi hermana -contestó Jessica.
A Harrison se le contrajeron los dedos al oír eso, pero por lo demás se mantuvo imperturbable.
– ¿El expediente de su hermana?
– Sí.
– ¿Podría explicarme por qué, si no es indiscreción?
– Tiene que ver con su desaparición.
– Ya veo -dijo el decano muy despacio. Se sorprendió al ver que su voz sonaba tranquila-. Creo que la policía ya examinó detalladamente su expediente. Hicieron copias de todo lo que contenía…
– Lo comprendo -interrumpió Jessica-, pero me gustaría ver el expediente por mí misma.
– Ya veo -volvió a decir Harrison.
Pasaron varios segundos y Jessica cambió de postura en la silla.
– ¿Hay algún problema? -preguntó al final.
– No, no. Bueno, tal vez. Me temo que no va a ser posible mostrarle el expediente.
– ¿Qué?
– Lo que quiero decir es que no estoy seguro de que usted tenga ningún derecho legal a verlo. Los padres desde luego que sí, pero en el caso de los hermanos no estoy tan seguro. Tendré que consultarlo con el abogado de la universidad.
– No tengo prisa -dijo Jessica.
– Ah, perfecto. ¿Le importaría esperar en la otra sala, por favor?
Jessica se levantó, se dio la vuelta para salir del despacho y entonces se paró en seco. Miró al decano por encima del hombro y le preguntó:
– Usted conocía a mi hermana, ¿verdad, señor Gordon?
– Sí -respondió forzando una sonrisa-. Era una joven maravillosa.
– Kathy trabajaba para usted.
– Sí, archivaba, atendía las llamadas, esas cosas -dijo rápidamente-. Era una chica muy trabajadora. Aquí todos la echamos mucho de menos.
– ¿Cree usted que se encontraba bien?
– ¿Bien?
– Antes de desaparecer -prosiguió Jessica atravesándolo con la mirada- ¿se comportó de algún modo extraño?
La frente del decano se perló de gotas de sudor, pero no se atrevió a limpiársela.
– No, no que yo recuerde. Parecía estar perfectamente bien. ¿Por qué lo dice?
– Sólo quería saberlo. Esperaré ahí delante.
– Gracias.
Jessica cerró la puerta tras de sí y Harrison soltó un largo y pesado suspiro de alivio. ¿Qué iba a hacer ahora? Tendría que darle el expediente o las sospechas de la hermana de Kathy se acrecentarían. Pero claro, no podía hacerlo, no podía simplemente sacar el expediente del último cajón del escritorio y dárselo a Jessica. No, esperaría unos minutos, se dirigiría a la sala de archivos para ocuparse del caso «en persona» y volvería con el expediente.
¿Por qué querría Jessica Culver consultar el expediente?, se preguntó. ¿Se le habría escapado alguna cosa?
No, de eso estaba seguro.
Harrison se había pasado todo el año anterior deseando y rezando para que se hubiera acabado. Pero debería habérselo imaginado. Los asuntos como aquél nunca terminaban del todo. Se ocultaban, echaban raíces, crecían más fuertes y se preparaban para un nuevo ataque.
Kathy Culver no estaba muerta y enterrada. Como si de un fantasma de una novela gótica se tratara, había regresado para atormentarlo y gritarle desde el más allá.
Clamando venganza.
Myron volvió al despacho.
– Win ha llamado dos veces desde su despacho -le dijo Esperanza-. Quiere verte ya.
– Voy ahora mismo.
– ¿Myron?
– ¿Qué?
Los encantadores ojos negros de Esperanza tenían una mirada solemne.
– ¿Ha vuelto? Quiero decir, Jessica.
– No, sólo está de visita.
La secretaria puso cara de incredulidad, pero Myron no dijo nada más. Ya no sabía qué pensar.
Fue corriendo escaleras arriba subiendo los escalones de dos en dos. Win trabajaba dos pisos por encima de él, pero era como si estuviera en otra dimensión totalmente diferente. Al abrir la enorme puerta de acero, aquel eterno clamor le atacó los oídos. Toda aquella planta sin separaciones estaba siempre en constante movimiento. Dos o trescientos escritorios ocupaban el espacio como si estuviera enmoquetado. En todas las mesas había por lo menos dos ordenadores. No había separadores. Cientos de hombres se sentaban y se ponían de pie en cualquier dirección, todos con camisa blanca de botones, corbata y tirantes. Y la americana colgada en el respaldo de la silla. Había poquísimas mujeres. Todos los hombres hablaban por teléfono, la mayoría de ellos tapando el auricular para chillarle algo a la persona de al lado. Todos se parecían entre sí. Todos eran más o menos la misma persona.
Bienvenido a Inversiones y Valores Lock-Horne.
Las seis plantas del edificio eran exactamente iguales. De hecho, Myron a menudo sospechaba que Lock-Horne sólo tenía una planta y que el ascensor estaba programado para detenerse siempre en la misma planta se apretase el botón que se apretase del catorce al diecinueve para que pareciese que la compañía era más grande de lo que en realidad era.
El perímetro de aquel espacio de oficinas se componía de un despacho tras otro, los cuales pertenecían a los cabecillas, los jefazos, los number one o, en la jerga de los valores financieros: los Big Producers. Todos los BP tenían ventanas y luz del día, muy al contrario que los peones del interior, que se quedaban pálidos de tanta luz artificial.
Win tenía un despacho en una esquina desde el que se podía ver tanto la Calle 47 como Park Avenue, un paisaje que denotaba mucho money. El despacho estaba decorado al típico estilo anglosajón de la clase privilegiada: paneles de madera oscura por las paredes, moqueta de color verde oscuro, sillones de corte clásico y cuadros sobre la cacería del zorro. Como si Win hubiera visto un zorro alguna vez.
Al entrar Myron, Win levantó la mirada de su inmensa mesa de roble. Aquella mesa pesaba poco menos que una hormigonera. Win estaba estudiando una impresión informática, una de aquellas resmas interminables de franjas verdes y blancas. Toda la mesa estaba repleta. Prácticamente hacían juego con la moqueta.
– ¿Cómo ha ido tu encuentro matutino con el amigo Jerry el Telefornicador? -preguntó Win.
– ¿El Telefornicador?
– Me he pasado toda la mañana pensando el chiste -dijo Win con una sonrisa.
– Pues no valía la pena el esfuerzo -repuso Myron.
Myron le contó a Win cómo le había ido su charla con Gary «Jerry» Grady. Win se recostó contra el respaldo de su asiento y colocó las manos apoyando las yemas de los dedos entre sí.
Después, Myron le contó el encuentro con Otto Burke. Win se inclinó hacia delante y separó las manos.
– Otto Burke -dijo Win mesurando el tono de voz- es una rata de alcantarilla. Quizá debería hacerle una visita en privado -añadió mirando a Myron como esperando recibir una confirmación por su parte.
– No. Todavía no, por favor.
– ¿Estás totalmente seguro?
– Sí. Prométemelo, Win. Nada de visitas.
– De acuerdo -dijo Win a regañadientes y claramente decepcionado.
– Bueno, ¿y qué era lo que querías decirme?
– Ah -a Win volvió a iluminársele la cara-. Échale un vistazo a esto.
Cogió todas las resmas de impresiones y las echó al suelo bruscamente. Debajo había un montón de revistas y la que estaba encima de todo se llamaba Climaxx. En el subtítulo se leía: «Doble X por el doble de placer». Qué táctica de marketing más astuta. Win las dispuso en abanico como si fuera a hacer un truco de cartas.
– Seis revistas -dijo.
Myron leyó los títulos: Climaxx, Lamida, Lefa, Chocho, Orgasm Today y, por supuesto, Pezones.
– ¿Son todas de Nickler?
– Madre mía, ¡qué vista tienes! -dijo Win.
– Son los años de entrenamiento. ¿Y qué tienen de especial?
– Mira las páginas que he marcado.
Myron empezó con Climaxx. En la portada también salía una mujer monstruosamente bien dotada, pero lamiéndose un pezón. Qué práctico. Win había marcado las páginas con puntos de libro hechos de cuero. Puntos de cuero en revistas porno. Tan fuera de lugar como cigarrillos en una clase de aeróbic.
La página marcada ya empezaba a resultarle demasiado familiar. Myron sintió que se le revolvía el estómago de nuevo.
Teléfono erótico Fantasías: ¡elige una chica!
También había tres filas y cuatro fotos en cada una. Se centró en la última fila, en la segunda foto empezando por la derecha. Como la de Pezones, ésta también decía: «¡Haré todo lo que me pidas!». Y el número de teléfono también era el 1-900-344-LUJURIA. También 3,99 $ por minuto. Se hacían cobros discretos por tarjeta telefónica o de crédito y se aceptaba Visa y MasterCard. Pero la chica de la foto no era Kathy Culver.
Examinó rápidamente el resto de la página, pero no había ninguna diferencia más. La misma chica oriental seguía esperando. El mismo culo seguía esperando una tunda. Y «¡Tetas pequeñas!» seguía sin haber llegado aún a la pubertad.
– Hay la misma página en las seis revistas -le dijo Win-, pero la foto de Kathy Culver sólo sale en Pezones.
– Qué interesante -dijo Myron. Se quedó un momento pensando-. Probablemente Nickler haga precios especiales a los anunciantes: compra páginas en las seis publicaciones por el precio de tres y esas cosas.
– Exactamente, y me atrevería a decir que las seis revistas tienen exactamente los mismos anuncios.
– Pero alguien puso la foto de Kathy en Pezones.
Myron ya se estaba acostumbrando a decir el nombre de la revista. Ya no le sonaba sucio, lo que a su vez le hizo sentirse más sucio a sí mismo.
– ¿Te acuerdas de que Nickler nos dijo que la revista Pezones no iba muy bien? -dijo Win.
Myron asintió con la cabeza.
– Pues bien -continuó Win-, me ha costado muchísimo encontrarla. La mayoría de las otras revistas las he podido encontrar sin muchos problemas en quioscos, pero tuve que ir a un palacio del porno duro de la Calle 42 para encontrar Pezones.
– Y sin embargo -añadió Myron-, Otto Burke logró hacerse con un ejemplar.
– Exactamente. Estoy convencido de que ya habrás considerado la posibilidad de que sea el señor Burke quien esté detrás de todo esto.
– Me ha pasado ligeramente por la cabeza.
Se oyó a alguien llamar a la puerta y acto seguido entró Esperanza.
– Tienes al experto en grafología al teléfono -dijo-. Lo he pasado a la línea de Win.
Win descolgó el teléfono y le pasó el auricular a Myron.
– ¿Hola?
– Eh, Myron, soy Swindler. Acabo de analizar las dos muestras que me mandaste.
Myron le había dado a Swindler el sobre en el que había llegado la revista Pezones y una carta de Kathy escrita a mano.
– ¿Y bien?
– Encajan. O es ella o se trata de una falsificación muy bien hecha.
A Myron se le revolvieron las entrañas.
– ¿Estás seguro?
– Segurísimo.
– Gracias por llamar.
– De nada.
Myron le devolvió el auricular a Win.
– ¿Encajan? -preguntó Win.
– Pues sí.
Win se apoyó en el respaldo de la silla y esbozó una sonrisa.
– Estupendo.