Myron hubiese preferido hacer muchas cosas antes que ir a ver a Herman Ache, como por ejemplo dejarse arrancar un ojo con una cucharilla.
– He escuchado la rueda de prensa por la radio -dijo Win. El Jaguar XJR de color verde de Win tenía la capota bajada. A Myron no le gustaba ir con la capota bajada porque sabía que tarde o temprano se le iba a pegar un bicho en los dientes-. Estoy seguro de que a Christian le ha gustado el contrato.
– Muchísimo.
– La prensa todavía no ha dicho nada de Nancy Serat.
– Jake aún no ha revelado su nombre, pero en cuanto lo haga…
– Empezará la fiesta.
– Exactamente.
– ¿Lo sabe Christian? -preguntó Win.
– Aún no. Estaba tan contento que al final he decidido dejarle disfrutar un poco más.
– Tendrías que avisarle.
– Lo haré. Jake me prometió que me avisaría en el preciso instante en que se lo dijera a la prensa.
– Parece que te cae bien ese tal Jake -comentó Win.
– Es un buen tipo. Podemos confiar en él.
Win repiqueteó el volante con los dedos, volvió a asirlo bien y aceleró.
– Yo no me fío de los agentes de la ley -dijo Win-. Para mí es mejor así.
El coche iba muy rápido. La autopista West Side no estaba hecha para aquellas velocidades. Era una autopista de cuatro carriles con semáforos cada veinte metros. Y el permanente estado en obras tampoco ayudaba mucho. Ya llevaban haciendo aquellas obras más tiempo del que nadie podía recordar. En los libros de historia se dice que ya Peter Minuit, el holandés que compró Manhattan a los indios en 1626, solía quejarse de los atascos que se formaban en torno a la Calle 57.
Sin embargo, nada de eso lograba disuadir al fornido pie que Win mantenía sobre el acelerador. El Javits Center pasó por su lado como un borrón de colores, y lo mismo ocurrió con el río Hudson.
– ¿Podrías reducir un pelín la velocidad? -preguntó Myron.
– No te preocupes, este coche tiene airbag para el asiento del acompañante.
– Fabuloso.
Estaban a punto de llegar al despacho de Ache. A Myron se le hizo un nudo en el estómago y el humo y la niebla que le azotaban en la cara por llevar la capota bajada no hacían más que empeorar la situación. Estaba más tenso que un invitado al bautizo de un gremlin. Win, en cambio, parecía relajado. Claro que Frank Ache no había puesto precio a su cabeza.
Sonó el teléfono del coche y Win lo cogió.
– ¿Diga? -respondió. Y luego le pasó el auricular a Myron-. Es P. T.
– ¿Qué hay? -preguntó Myron.
– Eh, Myron, ¿cómo estás hoy?
– No puedo quejarme.
– Me alegro de oírlo. Oye, ¿sabes lo que pasó ayer por la noche?
– ¿Qué?
– Se encontraron a dos de los mejores asesinos de Nueva York muertos en un callejón. Qué pena, ¿no?
– Una auténtica tragedia -asintió Myron.
– Pues trabajaban para Frank Ache.
– ¿En serio?
– Usaron una Magnum del cuarenta y cuatro con balas dum-dum. Les volaron la cabeza.
– Menuda pérdida.
– Sí, yo tampoco puedo dormir tranquilo. En la calle se dice que esto aún no ha terminado. Un par de cadáveres no van a detener a un tipo como Frank Ache. El gilipollas que haya jodido a Frank sigue teniendo puesto un precio a su cabeza.
– ¿Has dicho «gilipollas»? -inquirió Myron.
– Bueno, ha sido un placer hablar contigo, Myron. Cuídate.
– Tú también, P. T. -dijo Myron, y colgó.
– ¿Todavía sigue en pie la oferta? -preguntó Win.
– Pues sí.
– Tú tranquilo, que no te van a disparar en el despacho de Herman -dijo Win-. Nunca lo permitiría.
Myron sabía que era cierto. Existía una especie de código, incluso entre hombres que han ordenado la muerte de cientos de personas, y había idiotas que creían que aquellos códigos se basaban en alguna clase de moral, pero nada más lejos de la realidad. Los códigos de conducta significaban dos cosas para los mafiosos: una forma de parecer casi humanos y una manera de protegerse a sí mismos y a su posición. Para los mafiosos, la moral era tan importante como para los políticos lo era la honestidad.
Un tramo en obras los obligó a ir más lentos cerca de la Calle 12, pero aun así lograron llegar con tiempo de sobra. El aire olía a pizza, posiblemente porque habían aparcado delante de una pizzería llamada: «La Original y Genuina Ray's Pizza de Nueva York, de verdad, no es broma, en serio, nosotros fuimos los primeros». Una mujer alta vestida con un traje de calle azul y unas gafas muy elegantes pasó andando por delante de Myron con gran determinación. Éste le sonrió y ella le devolvió la sonrisa. Hubiese preferido que se desmayara o que sufriera un ligero desvanecimiento, pero no se puede tener todo en esta vida.
A las dos de la tarde, la taberna de Clancy estaba repleta de gente. Myron se detuvo delante de la puerta, se arregló el pelo, se puso de cara a un lado, luego al otro, sonrió, miró hacia arriba y volvió a sonreír.
Win lo observaba sin entender nada.
– Los federales sacan fotos de todo el que entra en este bar -dijo Myron-. Sólo quería salir guapo.
– Venga, confiesa, tengo un aspecto horrible.
Todos los clientes de Clancy eran hombres. No era precisamente lo que podría llamarse un lugar de ligoteo. En la máquina de discos sonaba Bob Seger. La decoración del local giraba en torno a las cervezas americanas. Había un montón de esos típicos carteles de neón con el nombre de cada cerveza: Budweiser, Bud Light, Miller, Miller Lite, Schlitz… Había un reloj cortesía de Michelob, un espejo de Coors, posa vasos de Pabst y las jarras tenían estampado el logotipo de Rolling Rock.
Myron sabía muy bien que allí debían haber millones de micrófonos ocultos del FBI, pero a Herman Ache le daba igual. Todo el que dijese algo comprometido en la taberna era tonto de remate y se merecía que lo trincaran. Las reuniones de verdad se hacían en la trastienda y Ache se aseguraba de limpiar la zona de micrófonos ocultos todos los días.
Win atrajo más de una mirada al entrar, porque el «look pijo» no era precisamente el que más se llevaba entre la clientela de la taberna de Clancy, aunque nadie se lo miró demasiado rato. En aquel bar nadie miraba a nadie demasiado rato.
– ¿Es ése tu amigo Aaron? -preguntó Win.
Aaron estaba al fondo del bar con su típico traje blanco. Llevaba camiseta, pero una de ésas sin mangas que dejan ver los pectorales. Era como si el armario ropero de Aaron hubiera entrado en alguna clase de transformador molecular junto con varios números de la revista GQ y la película Pumping Iron. Aaron les hizo un gesto para indicarles que se acercaran con una mano más grande que una tapa de alcantarilla.
– Hola, Myron -saludó Aaron-. Es un auténtico placer volver a verte.
«Qué popular que soy», pensó Myron, y luego dijo:
– Aaron, me gustaría presentarte a Win Lockwood.
– Es un placer, Win -contestó Aaron dirigiendo su sonrisa a Win.
Ambos se dieron un apretón de manos con miradas asesinas y evaluándose mutuamente. Ninguno se quejó por el dolor.
– Os esperan en la parte de atrás -dijo Aaron-. Vamos.
Aaron los condujo hasta una puerta cerrada con llave que tenía un espejo espía. La puerta se abrió de inmediato y pasaron adentro. Detrás de la puerta había dos matones de rostro inexpresivo y ante ellos un pasillo muy largo en el que, curiosamente, había un detector de metales como el de los aeropuertos.
Al verlo, Aaron se encogió de hombros como diciendo: «Los tiempos cambian».
– Entregadme vuestras armas, si sois tan amables, y luego pasad.
Myron sacó la pistola del treinta y ocho y Win, una del cuarenta y cuatro nueva. Sin duda se habría deshecho ya de la del cuarenta y cuatro de la noche anterior. Pasaron por el detector y éste no emitió ningún ruido, pero aun así, los dos matones los cachearon con uno de esos aparatos parecidos a un vibrador y después volvieron a cachearlos con las manos.
– Qué minuciosos -dijo Win.
– Es casi divertido -añadió Myron-. Ya pensaba que me iban a pedir que abriera la boca y dijera: «¡Aaah!».
– Oye, graciosillo -gruñó uno de los matones-, por aquí.
Los dos matones los acompañaron hasta el final del pasillo y Aaron se quedó atrás mirándolos. A Myron no le gustó aquello. Las paredes, decoradas con litografías de la Riviera francesa, eran blancas y la moqueta, de color naranja oficina. La parte delantera de la taberna de Clancy parecía un antro, y la parte trasera la consulta de un dentista.
Otros dos hombres aparecieron por el final del pasillo. Ambos iban armados.
– Oh-oh -le dijo Myron a Win en voz baja.
Win asintió con la cabeza.
Los dos tipos apuntaron a Myron y a Win con sus pistolas, y uno de ellos les gritó:
– Eh, tú, ricitos de oro, ven aquí.
– ¿Ricitos de oro? -dijo Win mirando a Myron.
– Creo que se refiere a ti.
– Ah. Por el pelo rubio, ahora lo cojo.
– Sí, ricitos, pon tu culito aquí.
– Más tarde -dijo Win, y siguió andando por el pasillo.
Los dos matones del detector de metales sacaron las armas. Cuatro hombres, cuatro armas y un montón de disparos. No era cuestión de correr riesgos después de lo que había ocurrido la noche anterior.
– Las manos sobre la cabeza. Venga.
Win y Myron, que estaban a una distancia de unos tres metros de ellos, hicieron lo que les decían. Uno de los matones del detector de metales se acercó a Myron y, sin previo aviso, le golpeó en el riñón con la culata de la pistola.
Myron cayó al suelo de rodillas mientras le invadían las náuseas. Acto seguido, el matón le pegó una patada en las costillas y luego otra. Myron se desplomó contra el suelo. El otro matón empezó a pisotearle con fuerza las piernas como si fueran hierbajos ardiendo y uno de los pisotones fue a parar contra el riñón que ya tenía dolorido. Myron pensó que iba a vomitar.
En medio del aturdimiento, Myron vio a Win. No se había movido ni un centímetro y mantenía una expresión casi de indiferencia. Win había evaluado la situación y había llegado rápidamente a una conclusión: no podía hacer nada para ayudarlo, así que no tenía sentido alguno preocuparse o inquietarse. En aquel momento, lo que Win estaba haciendo era estudiar con tranquilidad a aquellos hombres. No le gustaba olvidar una cara.
Las patadas llovieron sobre Myron como un torrente imparable. Myron se colocó en posición fetal tratando de aguantar la paliza. Las patadas le dolían muchísimo, pero los matones estaban demasiado emocionados para hacerle daño de verdad. Una le dio cerca del ojo. Sin duda le saldría un morado.
– ¡Pero qué coño…! -gritó de repente una voz-. ¡Deteneos ahora mismo!
En el acto, Myron dejó de recibir puntapiés.
– ¡Apartaos de él! -dijo la misma voz.
– Lo sentimos, señor Ache -dijeron los hombres apartándose.
Myron giró el cuerpo para quedar tendido de espaldas al suelo y, con cierto esfuerzo, logró sentarse.
– ¿Estás bien, Myron? -preguntó Herman Ache desde una puerta.
– De maravilla, Herman -contestó Myron haciendo un gesto de dolor.
– Lo siento muchísimo -dijo Herman Ache-, pero hay quien va a sentirlo mucho más -añadió dirigiendo una mirada feroz a sus secuaces.
Los hombres agacharon la cabeza ante su jefe y Myron estuvo a punto de poner los ojos en blanco en señal de tedio. Todo aquello no era más que una pantomima. Los hombres de Herman no podían darle a nadie una paliza en el pasillo de Herman sin su permiso. Aquello lo habían preparado especialmente para ellos. Así, ahora Myron estaba en deuda con Herman antes de empezar a negociar. Además, el dolor va muy bien para inducir el miedo, por lo que había sido el vermut perfecto antes de iniciar las negociaciones.
Aaron fue hasta donde estaba Myron y, mientras lo ayudaba a levantarse, se medio encogió de hombros como diciendo: «Una jugada cutre, pero ¿qué le vamos a hacer?».
– Venga -les instó Herman-, hablaremos en mi despacho.
Myron entró en la estancia con cautela. Hacía años que no entraba allí, pero no había cambiado mucho. La decoración seguía girando en torno al golf. Un cuadro de LeRoy Neiman colgado en la pared en el que se veía un campo de golf. Montones de ilustraciones humorísticas de golfistas pasados de moda. Fotos aéreas de campos de golf. En un rincón del despacho había una pantalla en la que se veía la trayectoria de un golpe desde una de las calles de un campo de golf y delante de la pantalla había un soporte para pelotas de golf. El jugador golpea la bola contra la pantalla, luego el ordenador calcula dónde habría caído y cambia la imagen de la pantalla para mostrar precisamente eso. Luego el jugador vuelve a golpear la bola y así hasta completar el circuito. Era un videojuego muy ingenioso.
– Bonito despacho -dijo Win.
– Gracias, hijo -dijo Herman Ache sonriendo y mostrando unos dientes llenos de empastes.
Herman tenía unos sesenta y pocos, un moreno de bronceado, se le veía en forma, llevaba unos pantalones blancos y una camisa de golf amarilla con un Nicklaus Golden Bear donde normalmente debería haber un cocodrilo, como si fuera a ir a un torneo en Miami Beach. Herman Ache tenía el pelo entrecano, pero no era suyo. Llevaba un peluquín de uno de esos sistemas Hair Club. Era bueno, de aquellos que la mayoría de la gente no suele detectar. Tenía manchas de vejez en las manos. Carecía de arrugas en el rostro, probablemente por haberse implantado colágeno o haberse hecho un lifting. Sin embargo, el cuello lo delataba. Allí se le hacían unas bolsas en la piel, un poco a lo Reagan, que hacían que esa parte del cuerpo pareciese un inmenso escroto.
– Por favor, caballeros, tomen asiento.
Myron y Win se sentaron y la puerta se cerró tras ellos. Estaban solos con Aaron, dos matones nuevos y Herman Ache. El nudo y las náuseas que Myron sentía en el estómago empezaron a aflojar.
Herman cogió un palo de golf y se sentó al borde de su escritorio.
– Tengo entendido -dijo- que Frank y tú tenéis ciertas diferencias, Myron.
– De eso precisamente quería hablar contigo.
– ¿Frank? -preguntó Herman tras asentir con la cabeza.
La puerta se abrió y entró Frank. Se notaba que eran hermanos porque los dos tenían casi los mismos rasgos faciales, pero por nada más. Frank pesaba por lo menos diez kilos más que su hermano mayor. Era muy ancho de caderas, tenía unos hombros como los de Paul Schaefer y un barrigón capaz de dar envidia al mismísimo muñeco de Michelin. Frank era totalmente calvo a excepción del peluquín que llevaba. Tenía los dientes negros y separados, y su rostro evidenciaba una expresión de enfado permanente.
Los dos hermanos se habían criado en la calle. Ambos habían empezado como matones de poca monta y habían ido progresando. Habían visto cómo sus hijos eran tiroteados y los dos habían tiroteado a los hijos de mucha gente. A Herman le gustaba fingir que vivía en un plano de existencia superior al de su rudo hermano menor, un plano repleto de libros, arte, golf… pero no era tan fácil huir de la realidad. Eran las dos caras de la misma moneda. Frank le recordaba a Herman su verdadero origen y tal vez su verdadera naturaleza, pero Frank se sentía cómodo y aceptado en aquel mundo y Herman no.
Frank iba vestido con una sudadera azul pastel con un ribete amarillo chillón. Llevaba la chaqueta abierta y, bajo el consejo estilístico de Yves St. Aaron, no llevaba camisa debajo. Tenía los pelos del pecho manchados de aceite o sudor. Aquello debía excitar mucho a cualquier chica. Llevaba unos pantalones ajustados de varias tallas menos, lo que dejaba ver un bulto en la entrepierna. Myron volvió a sentir náuseas.
Frank no abrió la boca. Se sentó a la mesa de su hermano y esperó.
– Bueno, Myron -prosiguió Herman-. Tengo entendido que todo viene por un chico negro que juega al baloncesto.
– Chaz Landreaux -dijo Myron-. Y no creo que le guste mucho que le llamen «chico».
– Te pido que me disculpes. Soy un viejo que no conoce todos los términos políticamente correctos. No era mi intención ofender.
Win se sentó tranquilamente y se puso a observar la habitación.
– Déjame que te cuente lo que pienso de este asunto -continuó Herman-. Y considera que trato de ser objetivo. Ese señor Landreaux tuyo hizo un trato. Se quedó con el dinero y con él ayudó a su familia durante cuatro años. Pero cuando llegó el día de pagar por ello, faltó a su promesa.
– ¿Y eso es ser objetivo? Chaz Landreaux no es más que un niño…
– Ahórrate el sermón -lo interrumpió Herman educadamente-. Nosotros no somos trabajadores sociales, ya lo sabes. Somos hombres de negocios. Hicimos una inversión con ese tipo. Nos jugamos varios miles de dólares con él. Y la inversión iba a empezar a producir dividendos cuando tú te metiste en medio.
– Yo no me metí en medio. Fue él quien vino a mí. Sólo es un chaval que tiene miedo. O'Connor lo atrapó con sus garras cuando tenía dieciocho años. Si hay reglas que impiden hacer negocios con chavales tan jóvenes es por una buena razón. Y ahora intenta alejarse de él antes de hundirse.
– Anda, venga, Myron -dijo Herman con expresión incrédula-, los chicos de hoy en día crecen muy rápido. Sabía perfectamente lo que se hacía. ¿Que iba contra las normas? Pues muy bien, ¿y qué? El chico conocía las normas, pero aun así quiso el dinero, ¿no?
– Lo devolverá todo.
– Y una mierda -intervino Frank Ache por primera vez en la conversación.
– Hola, Frank -dijo Myron saludándole con la mano-. Qué ropa más chula.
– Que te den por el culo, pulga de mierda. Un trato es un trato.
– ¿Pulga de mierda? -le dijo Myron a Win.
Win se limitó a encogerse de hombros.
– El trato era que Chaz podía echarse atrás en cualquier momento y devolver el dinero -prosiguió Myron-. Roy O'Connor así se lo dijo.
– Me importa una puta mierda lo que le dijera O'Connor.
– Por favor, Frank -intervino Herman-, no hay que ponerse agresivos.
– Venga ya, que le den por el culo, Herman. Este cabrón quiere reírse de mí en mi cara. Quiere robarme lo que me he ganado con mi trabajo. Y no sólo a ese negraco de Landreaux, eso es el principio. Tenemos montones de jugadores muy prometedores con contratos parecidos y si perdemos a uno, los perdemos a todos. Propongo que hagamos saber al resto de representantes que no hay que meterse con nosotros y por eso propongo que nos carguemos a Bolitar ahora mismo.
– A mí no me parece una buena idea -dijo Myron.
– ¿Quién cojones te ha pedido tu opinión?
– Sólo es un dato que dejo sobre la mesa.
– Por favor, Frank, no estás ayudando. Me prometiste que me dejarías a mí llevar esto -dijo Herman.
– ¿Llevar qué? Cárgate a ese hijo de perra y se acabó.
– Espérate en la habitación de al lado. Yo me ocuparé de todo, te lo prometo.
Frank le lanzó una mirada furibunda a Myron, pero éste no se molestó en devolvérsela. Sabía perfectamente que todo aquello también formaba parte de la pantomima. Trataban de intimidarle de forma similar a como lo habían hecho Otto Burke y Larry Hanson, pero por alguna extraña razón la proximidad de la muerte le daba un sentido nuevo a aquel numerito del poli bueno y el poli malo.
Win, sin embargo, seguía pensativo.
– Vamos, Aaron -gruñó Frank-. Larguémonos ya de aquí. -Luego se levantó y añadió-: Pero el contrato continúa vigente.
– Muy bien -dijo Herman-. Si quieres liquidarlo no me meteré.
– Es hombre muerto.
Aaron pasó por la puerta y Frank la cerró detrás de sí de un portazo. Había sobreactuado un poco, pero, en general, había sido una buena aparición.
– Es un tipo divertido -dijo Myron.
Herman fue hasta un rincón de la habitación y practicó un swing con el palo de golf.
– Yo no me metería con él, Myron. Frank está muy enfadado. Por lo que a mí respecta siempre me has caído bien desde el principio, pero no sé si podré sacarte de ésta.
«El principio» al que se refería Herman ocurrió durante el segundo año de Myron en la Universidad de Duke. No era un recuerdo agradable. Su padre había perdido mucho dinero en las apuestas. El día antes de un partido contra Georgia State, Myron volvió a su residencia de estudiantes y se encontró a su padre con dos de los matones de Herman Ache. Los matones le dijeron que, si Georgia State no perdía por menos de doce puntos, su padre iba a perder un dedo. Su padre estaba llorando, la primera vez que Myron había visto llorar a su padre. Myron perdió tres balones en los últimos cuarenta segundos para asegurarse de que Duke sólo ganaba por un margen de diez puntos.
Padre e hijo nunca hablaron de aquel tema.
– ¿Por qué este chico, este tal Chaz Landreaux, es tan importante para ti, Myron?
– Creo que vale la pena salvarlo.
– ¿Salvarlo de qué?
– No es más que un chaval, Herman. Frank le está haciendo la vida imposible y quiero que pare.
Herman sonrió, cambió de palo y realizó unos cuantos swings más. Luego cogió el putter.
– Sigues siendo un defensor de los desvalidos, ¿verdad, Myron?
– No, sólo trato de ayudar a ese chaval.
– Y a ti mismo.
– Muy bien, y a mí mismo.
Myron se dio cuenta de que Herman llevaba zapatillas de golf. Madre de Dios. Para la mayoría de la gente, el golf no es más que una excusa barata para poder decir que practican algún deporte, pero para otros es una obsesión arrolladora, sin puntos intermedios.
– No creo que pueda pararle los pies a Frank -dijo Herman observando la moqueta-. Parece decidido.
– Pero tú eres el que manda -repuso Myron-. Eso lo sabe todo el mundo.
– Sí, pero Frank es mi hermano y yo no me meto con lo que hace, a menos que sea absolutamente necesario. Y me parece que éste no es el caso.
– ¿Qué le hizo Frank?
– ¿Cómo dices?
– ¿Cómo atemorizó a ese chaval?
– Ah -dijo Herman. Cambió de palo, pero esta vez cambió el putter por una madera-, secuestró a su hermana. A su hermana gemela, creo.
Myron sintió que se le volvía a hacer un nudo en el estómago. Era justo lo que él había imaginado, aunque acertar en eso no le produjo demasiada satisfacción.
– ¿Está bien?
– Uy, yo no me preocuparía -dijo Herman como si acabara de oír una pregunta realmente estúpida-. No le van a hacer ningún daño. Siempre y cuando Landreaux siga cooperando.
– ¿Cuándo la van a soltar?
– Dentro de dos días. Es para asegurarse de que el contrato es oficial y que Landreaux no se lo vuelve a pensar.
– ¿Qué es lo que quieres, Herman? ¿Qué me va a costar quitarme a Frank de encima?
Herman se puso un guante de golf y efectuó un swing muy meditado, prestando atención a la posición de las manos.
– Soy viejo, Myron. Soy viejo y rico. ¿Qué podrías ofrecerme?
Win se irguió en la silla e intervino por primera vez en la conversación desde que habían entrado en el despacho.
– Tiene el palo demasiado abierto para hacer el swing, señor Ache. Pruebe a girar un poco más las muñecas. Sitúelas más hacia la derecha.
Aquel repentino cambio de tema cogió a todo el mundo por sorpresa. Herman miró a Win y dijo:
– Perdone, no me he quedado con su nombre.
– Windsor Horne Lockwood III.
– Ah, así que tú eres Win el Inmortal. No te imaginaba así.
Herman probó la nueva posición de las manos sobre el palo y dijo:
– Me siento raro.
– Dele unas cuantas semanas -dijo Win-. ¿Practica usted a menudo?
– Siempre que puedo. Para mí es más que un juego. Es…
– Algo sagrado -terminó Win la frase.
– Exacto -dijo Herman con los ojos muy abiertos-. ¿Juega usted, señor Lockwood?
– Sí.
– No hay nada que se le pueda comparar, ¿verdad?
– Nada -asintió Win-. ¿Dónde juega usted?
– Para la gente como yo, no es fácil encontrar buenos campos de golf. Me he apuntado a un club en Westchester. St. Anthony's. ¿Lo conoce?
– No.
– No es demasiado bueno. Pero tiene dieciocho hoyos, por supuesto. Es muy accidentado. Hay que ser medio cabra montesa.
Batallitas de golf. A Myron le encantaban. ¿Y a quién no?
– Hay una cosa que no entiendo -dijo Myron siguiendo el juego-. Con toda la, digamos, influencia que tienes, ¿cómo es que no puedes jugar donde te apetezca?
Herman y Win le miraron como si fuera un infiel rezando desnudo en medio del Vaticano.
– No le haga caso -dijo Win-, es que Myron no entiende de golf. Cree que un hierro nueve es un suplemento vitamínico.
Herman soltó una carcajada y los matones se le unieron en el acto. Myron, en cambio, no cogió el chiste.
– Sí que entiendo de golf -dijo Myron-. El golf consiste en una panda de tipos vestidos ridículamente que se dedican a jugar sobre enormes propiedades de terreno con un palo y una pelota.
Myron terminó la frase con una carcajada, pero nadie más se rió. Los golfistas no son famosos por su sentido del humor.
– Nadie puede entrar en un campo de golf por la fuerza, por dinero o mediante amenazas -explicó Herman mientras guardaba el palo en la bolsa-. Siento demasiado respeto por este juego y por las tradiciones para caer tan bajo. Sería como ponerle una pistola en la sien a un cura para poderte sentar en el banco de la primera fila.
– Sacrilegio -dijo Win.
– Exacto. Ningún golfista que se precie de serlo haría algo así.
– Tiene que recibir una invitación -añadió Win.
– Exactamente. Y uno no sólo juega en un campo de golf, sino que le rinde honores. Me encantaría que me invitasen a uno de los mejores campos de golf. Sería un sueño hecho realidad, pero es algo que no puede ser.
– ¿Y qué le parecería si le invitaran a dos de ellos? -preguntó Win.
– Dos… -Herman se detuvo a media frase. Ensanchó los ojos durante un milisegundo y luego volvió a estrecharlos como temiendo que le pudieran estar tomando el pelo-. ¿A qué se refiere?
– El Merion Golf Club -dijo Win señalando un cuadro de la pared de la izquierda- y el Pine Valley.
– ¿Qué les pasa?
– Supongo que habrá oído hablar de ellos, ¿no?
– ¿Que si he oído hablar de ellos? -repitió Herman-. Son los dos mejores campos de la costa Este, dos de los mejores de todo el mundo. Dígame un hoyo. Venga, el que quiera, de cualquiera de los dos campos.
– El sexto hoyo del Merion.
El rostro de Herman se iluminó como si fuera un niño la mañana del día de Navidad.
– Es uno de los hoyos más subestimados de todo el mundo. Se comienza con un golpe semiciego desde el tee hacia una calle en la que se impone un ligero fade. Hay que empezar el golpe de salida apuntando al bunker en medio de la calle y luego acortar por el centro salvando el fuera de límites que entra por la derecha. Con un hierro medio se llega entonces al green de elevación moderada yendo con cuidado con los bunkeres situados a izquierda y derecha.
– Realmente impresionante -dijo Win con una sonrisa.
«Realmente aburrido», pensó Myron.
– No me diga, señor Lockwood, que ha jugado usted en el Merion y en el Pine Valley -dijo Herman con un tono de voz que denotaba reverencia por su interlocutor.
– Soy miembro de ambos.
Herman inspiró aire profundamente y, por un momento, Myron pensó que iba a santiguarse.
– Es miembro… -comenzó a decir sin acabárselo de creer- ¿… de ambos?
– En el Merion tengo un hándicap de tres -añadió Win-. Y en el Pine Valley de cinco. Y me gustaría invitarle a ambos un fin de semana. Intentaremos hacer setenta y dos hoyos por día, treinta y seis en cada campo. Empezaremos a las cinco de la mañana. A menos que sea demasiado temprano para usted.
Herman hizo un gesto negativo con la cabeza. Myron hubiera jurado que tenía lágrimas en los ojos.
– No es demasiado temprano -logró decir Herman con cierto esfuerzo.
– ¿Le va bien la semana que viene? -preguntó Win.
Herman cogió el teléfono y dijo:
– Dejad ir a la chica. Y el contrato ya no vale. Todo el que le ponga un dedo encima a Myron Bolitar es hombre muerto.