Tan pronto como Myron entró en el campus de la Universidad de Reston, sonó el teléfono de su coche.
– Oye, chaval, ya tengo lo que quieres -dijo P. T. – El nombre de mi amigo es Jake Courter. Es el sheriff de la zona.
– El sheriff Jake -dijo Myron-. ¿Estás de guasa, no?
– Eh, no dejes que el cargo te confunda. Jake ha trabajado en Homicidios de Filadelfia, Boston y Nueva York. Es un buen tipo. Me ha dicho que te llamará hoy a las tres.
Myron miró el reloj. Era la una del mediodía. La estación estaba a cinco minutos de distancia.
– Gracias, P. T.
– ¿Puedo hacerte una pregunta, Myron?
– Dime.
– ¿Por qué estás investigando este asunto?
– Es una larga historia, P. T.
– ¿Tiene que ver con su hermana? ¿Ese pedazo de tía a la que te solías tirar? -dijo riéndose a carcajada limpia.
– Eres la finura personificada, P. T.
– Eh, Myron, algún día quiero que me la cuentes. Toda la historia desde el principio.
– Te lo prometo.
Myron aparcó el coche y se dirigió al antiguo polideportivo. El pasillo estaba más desvencijado de lo que se había imaginado. En las paredes había tres hileras de fotografías enmarcadas de equipos deportivos antiguos, algunos de hasta cien años de antigüedad. Myron se acercó a una puerta de cristal que parecía salida de alguna película de Sam Spade. La palabra «football» estaba escrita en ella con letras negras aplicadas con plantilla.
Llamó a la puerta.
– ¿Qué? -respondió la voz al otro lado haciendo el mismo ruido que un neumático viejo sobre una carretera sin asfaltar.
– ¿Está muy ocupado, entrenador? -preguntó Myron sacando la cabeza por la rendija de la puerta.
Danny Clarke, el entrenador de fútbol americano de la Universidad de Reston, levantó la vista del ordenador.
– ¿Quién narices es usted? -dijo con voz rasposa.
– Muy bien, gracias, pero dejémonos de cortesías.
– ¿Eso pretendía ser algún tipo de gracia?
– ¿Acaso opina lo contrario? -inquirió Myron ladeando la cabeza.
– Se lo preguntaré una vez más: ¿quién narices es usted?
– Myron Bolitar.
– ¿Y se supone que debo conocerlo? -dijo el entrenador sin cambiar el tono de voz.
Era un día caluroso de verano, la universidad estaba prácticamente desierta y ahí estaba el legendario entrenador de fútbol de la universidad, vestido con traje y corbata, viendo cintas de potenciales fichajes de los institutos. Traje y corbata sin aire acondicionado. Si a Danny Clarke le molestaba el calor, no lo demostraba. Iba bien arreglado. Pelaba y comía cacahuetes, pero sin dejar restos. Los músculos de la mandíbula se le hinchaban al masticar y le hacían aparecer y desaparecer unos bultos cerca de las orejas. En la frente le sobresalía una vena.
– Soy representante deportivo.
El entrenador hizo una caída de ojos como un rey despachando a un súbdito.
– Salga de aquí, estoy ocupado.
– Tenemos que hablar.
– Sal de aquí, capullo. Andando.
– Sólo qui…
– Oye, pedazo de imbécil -dijo el entrenador apuntando a Myron con el dedo-, no me hablo con canallas de mierda. Nunca jamás. Tengo un programa limpio y jugadores limpios. No acepto sobornos de los que se hacen llamar representantes ni ninguna gilipollez de ésas. Así que si llevas un sobre lleno de pasta, ya puedes metértelo por el culo.
Myron aplaudió.
– Maravilloso. He reído, he llorado, me ha llegado al alma, en serio.
Danny Clarke levantó la mirada y lo observó fijamente. No estaba acostumbrado a que pusieran en duda sus órdenes, pero parte de él parecía divertirse con ello.
– Salga de aquí de una puta vez -gruñó, aunque con tono más amable.
Acto seguido volvió a centrarse en la pantalla del televisor. En ella se veía a un joven quarterback lanzando un pase largo y recto en espiral. Recepción. Touchdown.
Myron decidió desarmar al adversario mediante grandes dosis de tacto y dijo:
– Ese chico parece bastante bueno.
– Sí, bueno, está bien que sea usted un chupamierda en vez de un ojeador. Ese chico no sabe ni lo que es un balón. Y ahora puerta.
– Quiero hablar con usted sobre Christian Steele.
Aquello pareció captar su atención.
– ¿Qué le pasa? -preguntó.
– Soy su representante.
– Ah -dijo Danny Clarke-. Ahora caigo. Usted es aquel ex jugador de baloncesto. El que se lesionó la rodilla.
– A su servicio -dijo Myron.
– ¿Le va todo bien a Christian?
– Tengo entendido que no se llevaba muy bien con sus compañeros de equipo -respondió Myron pretendiendo no haber oído su pregunta.
– ¿Y qué? ¿Acaso es usted su asistente social?
– ¿Cuál era el problema?
– No veo por qué eso debería importarle a nadie -dijo Danny Clarke.
– Pues entonces sígame la corriente.
Al entrenador le llevó unos instantes relajar su mirada furibunda.
– Eran muchas cosas a la vez -dijo-. Pero supongo que Horty era el problema principal.
– ¿Horty? -repitió Myron utilizando una técnica de interrogatorio sumamente astuta.
Tomen nota.
– Júnior Horton -aclaró el entrenador-, un línea defensivo. Muy rápido, muy grande y con mucho talento, pero con el cerebro de un mosquito.
– ¿Y qué tiene que ver ese tal Horty con Christian?
– No se tragaban.
– ¿Y cómo es eso?
– No sé -dijo Danny Clarke tras pensarlo un momento-. Puede que tuviera algo que ver con aquella chica que desapareció.
– ¿Con Kathy Culver?
– Eso. Con ella.
– ¿Por qué?
El entrenador se volvió hacia el aparato de vídeo y cambió la cinta. Luego tecleó algo en su ordenador.
– Creo que había salido con Horty antes que con Christian, o algo así.
– ¿Y qué ocurrió?
– Horty fue un mal bicho desde el principio. En el último año de carrera descubrí que pasaba droga a mis jugadores: cocaína, hachís, y Dios sabe qué más. Así que lo eché. Más tarde me enteré de que llevaba tres años suministrando esteroides a los muchachos.
«Y una mierda, más tarde», pensó Myron, pero por suerte se guardó la opinión para sus adentros.
– ¿Y qué tuvo que ver Christian en eso?
– Empezó a correr el rumor de que había sido culpa de Christian que hubieran echado a Horty del equipo. Y Horty los alentó, ¿me entiende?, diciéndoles a los chicos que Christian iba a delatarlos a todos por usar esteroides y cosas así.
– ¿Y era verdad?
– No. Dos de mis mejores jugadores aparecieron un día tan colocados que apenas podían ver por dónde andaban, así que decidí tomar cartas en el asunto. Christian no tuvo nada que ver con eso, pero ya sabe cómo son las cosas. Todos sabían que Christian era la estrella. Si quería que le limpiaran el culo, los entrenadores pedían papel higiénico extrasuave Charmin o detergente suavizante Downy.
– ¿Les dijo usted a los chicos que Christian no había tenido nada que ver?
– ¿Y usted cree que eso hubiera servido para algo? -preguntó Danny Clarke haciendo una mueca-. Probablemente hubieran pensado que estaba protegiéndolo, que lo encubría. Lo hubiesen odiado aún más. Mientras no afectara al juego, cosa que no ocurría, no era asunto mío, así que me limité a lavarme las manos.
– Es usted un verdadero educador de carácter, entrenador.
El entrenador respondió lanzándole una mirada furibunda pensada para intimidar a los alumnos de primer año y la vena de la frente comenzó a vibrarle.
– Se está usted pasando de la raya, señor Bolitar.
– Pues no sería la primera vez.
– Yo me preocupo por mis chicos.
– Sí, seguro. Dejó que Horty se quedara siempre y cuando proporcionara drogas peligrosas pero buenas para el juego, y cuando éste fue un paso más allá y empezó a suministrar el tipo de cosas que ejercían un efecto negativo en el terreno de juego, entonces usted se transformó de repente en enemigo acérrimo de las drogas.
– No tengo por qué escuchar todas esas gilipolleces -le espetó Danny Clarke-. Sobre todo viniendo de un vampiro chupasangres que no vale para nada. Salga inmediatamente de mi despacho. Ya.
– ¿Le apetecería ver una película? ¿Algún espectáculo de Broadway?
– ¡Fuera, he dicho!
Myron se marchó. Le encantaba hacer amigos tan fácilmente. La clave estaba en ser amable.
Tenía tiempo de sobra antes de ir a ver al sheriff Jake, así que decidió dar un paseo. El campus era como una ciudad fantasma, pero sin plantas rodadoras corriendo por el suelo. Los estudiantes se habían marchado para disfrutar de las vacaciones de verano. Los edificios parecían tristes y desprovistos de vida. A lo lejos se oían canciones de Elvis Costello procedentes de un equipo de música. Aparecieron dos chicas, las típicas universitarias con pantalones cortos de chándal y tops ajustados. Iban paseando a un perrito peludo, un shih tzu. Parecía el Tío Cosa después de dar quinientas vueltas en la secadora. Myron sonrió y asintió a las chicas al pasar, pero ninguna de ellas se desmayó ni se desnudó al verlo. Sorprendente. El perro, en cambio, le dedicó un gruñido. Sería pariente de Cujo.
Estaba a punto de llegar a su coche cuando vio el cartel:
OFICINA DE CORREOS UNIVERSITARIA
Se detuvo y miró a su alrededor. No había nadie. Mmm, valía la pena intentarlo.
El interior de la oficina de correos estaba pintado con el típico color verde, del mismo tono que los lavabos de la escuela. Había un pasillo en forma de V recubierto de apartados de correos. Se oía una radio a lo lejos pero no lograba distinguir bien el tipo de música, sólo sabía que era un ritmo de bajo intenso y monótono.
Myron se acercó a la ventanilla de correos. Detrás había un chaval sentado con las piernas apoyadas en la mesa. La música procedía de sus orejas. Estaba escuchando la música con un walkman y con aquellos cascos tan pequeños que parecía tener enchufados directamente al cerebro. Tenía las Converse apoyadas sobre la mesa, la gorra de béisbol inclinada como un sombrero a la hora de la siesta. Un libro descansaba sobre el regazo, Operación Shylock, de Philip Roth.
– Buen libro -dijo Myron.
El chico no alzó la vista.
– ¡Buen libro! -repitió Myron pero esta vez gritando a pleno pulmón.
El chico se sacó los auriculares de las orejas y éstos emitieron un leve sonido oclusivo. Tenía la piel blanca y era pelirrojo. Era idéntico a Montgomery de la serie Fama.
– ¿Qué?
– He dicho que buen libro.
– ¿Lo ha leído?
– Y sin mover los labios -asintió Myron.
El chico se quedó de pie y Myron vio que era alto y desgarbado.
– ¿Juegas a baloncesto? -le preguntó Myron.
– Sí -respondió el chico-. Acabo de terminar el primer año de carrera. No he podido jugar mucho.
– Me llamo Myron Bolitar.
El chico lo quedó mirándolo sin comprender.
– Jugué en Duke -añadió.
El chico no hizo más que pestañear.
– No me pidas autógrafos, por favor.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso? -le preguntó el chaval.
– Me gradué hace diez años.
– Ah -repuso el chico como si eso lo explicara todo.
Myron hizo un rápido cálculo mental y dedujo que el chico tendría unos siete u ocho años cuando Myron ganó el título nacional. De repente se sintió muy viejo.
– Cuando yo jugaba usábamos cestas de melocotones.
– ¿Qué?
– Olvídalo. ¿Podría hacerte unas preguntas?
– Dígame -dijo el chaval tras encogerse de hombros.
– ¿Cuántas horas trabajas en la oficina de correos?
– En verano cinco días a la semana de nueve a cinco.
– ¿Siempre está tan tranquilo esto?
– En esta época del año sí. No hay estudiantes, así que casi no hay correo.
– ¿Clasificas tú mismo el correo?
– Pues claro.
– ¿Haces recogidas?
– ¿Recogidas?
– Del correo de la universidad.
– Sí, pero sólo hay ese buzón de la entrada.
– ¿Ése es el único buzón de toda la universidad?
– Pues sí.
– ¿Has recibido mucho correo de la universidad últimamente?
– Casi nada. Tres o cuatro cartas al día.
– ¿Conoces a Christian Steele?
– He oído hablar de él -dijo el chaval-. Como todo el mundo, ¿no?
– Hace unos días le llegó un sobre de papel manila grande. No llevaba sello postal, o sea que se lo tuvieron que enviar desde la universidad.
– Sí, ya me acuerdo. ¿Qué pasa?
– ¿Has visto quién lo envió? -inquirió Myron.
– No -contestó el chico-, pero fueron los únicos sobres que pasaron por aquí en todo el día.
– ¿Sobres? -dijo Myron ladeando la cabeza.
– ¿Qué?
– Has dicho «sobres». «Los únicos sobres que pasaron por aquí.»
– Sí, dos sobres grandes. Eran iguales menos por la dirección del destinatario.
– ¿Te acuerdas de a quién iba dirigido el otro?
– Y tanto -dijo el chaval-. A Harrison Gordon. Es el decano de alumnos de la universidad.