– ¿Qué ha hecho Christian? -inquirió Myron.
– Apenas hacía una semana que Nancy Serat había alquilado esa casa -repuso Jake-. Tal vez uno o dos días antes de irse a Cancún. Ni siquiera había tenido tiempo de deshacer las maletas.
– ¿Y?
– ¿Cómo puede ser que las huellas dactilares de Christian Steele, huellas frescas y claras, estén por toda la casa? En el pomo de la puerta de entrada, en un vaso, en la repisa de la chimenea…
– Vamos, Jake -dijo Myron esforzándose por no revelar lo sorprendido que estaba-. No puede arrestarlo por algo así. La prensa se lo va a comer vivo.
– Como si me importara una mierda.
– No tiene nada contra él.
– Pero estaba en la escena del crimen.
– ¿Y qué? También estaba Jessica. ¿La va a arrestar a ella también?
Jake se desabrochó la chaqueta dejando expandir su barriga. Llevaba un traje marrón, de alrededor del año 1972 después de Cristo. Dicho de otra manera: de solapas. Ese Jake no era ningún esclavo de la moda.
– Muy bien, listillo -dijo Jake-. ¿Me va a contar entonces lo que hacía su cliente en la casa de Nancy Serat?
– Se lo preguntaremos. Hablará con usted. Christian es un buen chico, Jake. No le arruine el futuro por una mera especulación.
– Sí, claro. No querría arruinarle a usted las comisiones que se lleva.
– Eso ha sido un golpe bajo, señor Courter.
– No tengo nada contra usted, señor Bolitar, pero ese chico es su mejor cliente, su pasaporte al éxito. Y no quiere que sea culpable.
Myron se quedó mirándolo sin decir nada.
– Deje el coche aquí -dijo Jake-. Le llevaré en el mío a la comisaría.
La comisaría estaba a menos de dos kilómetros de distancia. Al aparcar el coche, Jake le dijo:
– Ha venido el nuevo fiscal del distrito. Un personajillo llamado Roland.
Oh-oh…
– ¿Cary Roland? -preguntó Myron-. ¿Tiene el pelo rizado?
– ¿Lo conoce?
– Sí-Siempre anda promocionándose a sí mismo -dijo Jake-. Se le pone tiesa cuando se ve a sí mismo por la tele. Casi se corre de gusto al oír el nombre de Christian.
«Como si lo viera», pensó Myron. Cary Roland y él eran viejos conocidos. Aquello no pintaba nada bien.
– ¿Ha hecho público lo de las huellas de Christian?
– Todavía no -dijo Jake-. Cary ha decidido posponerlo hasta las once. Así podrá salir en directo en todas las cadenas.
– Y así tendrá tiempo de sobra para arreglarse la permanente.
– Sí, eso también.
Christian estaba sentado en una salita de como máximo tres por tres. Estaba delante de una mesa de despacho, sin lámparas. No había nadie más.
– ¿Dónde está Roland? -preguntó Myron.
– Detrás del espejo.
Un espejo espía, incluso en una comisaría cutre como aquélla. Myron entró en la salita, se miró en el espejo, se ajustó la corbata y se contuvo para no hacer un gesto con el dedo corazón dedicado a Roland. Todo un acto de madurez por su parte.
– ¿Señor Bolitar?
Myron se dio la vuelta y vio a Christian saludándole como si acabara de ver a un familiar entre las gradas.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Myron.
– Estoy bien -respondió Christian-. No entiendo qué hago aquí.
Un agente uniformado entró en la salita con una grabadora. Myron se volvió hacia Jake y le dijo:
– ¿Está bajo arresto?
– Casi se me olvida, señor Bolitar. Usted también es abogado. Me gusta tratar con profesionales.
– ¿Está bajo arresto? -volvió a preguntar Myron.
– Todavía no. Sólo queremos hacerle algunas preguntas.
El agente uniformado se ocupó de los prolegómenos y luego Jake empezó a hablar.
– Soy el sheriff Jake Courter, señor Steele. ¿Se acuerda de mí?
– Sí, señor. Usted es quien se encarga de investigar la desaparición de mi novia.
– Así es. Muy bien, señor Steele, ¿conoce a una mujer llamada Nancy Serat?
– Era la compañera de habitación de Kathy en Reston.
– ¿Sabía que Nancy fue asesinada ayer por la noche?
Christian puso los ojos como platos y se volvió hacia Myron. Éste asintió con la cabeza.
– Dios mío… no…
– ¿Era amigo de Nancy Serat?
– Sí, señor -dijo Christian con voz apagada.
– Señor Steele, ¿podría decirnos dónde estuvo ayer por la noche?
– ¿Ayer por la noche a qué hora? -intervino Myron.
– Desde que se marchó del entrenamiento hasta que se fue a dormir.
Myron vaciló. Aquello era una trampa. Podía intentar desactivarla o podía dejar que Christian se ocupara de ella él solo. En circunstancias normales, Myron no hubiera dudado en intervenir y avisar a su cliente de lo que podría implicar dar una respuesta equivocada, pero en aquel momento Myron se apoyó en el respaldo de la silla y se limitó a observar.
– Si lo que quiere saber es si estuve con Nancy Serat ayer por la noche -dijo Christian poco a poco-, la respuesta es sí.
Myron exhaló un suspiro de alivio. Volvió a mirar al espejo espía y sacó la lengua. Adiós a su porte maduro.
– ¿A qué hora? -preguntó Jake.
– Hacia las nueve.
– ¿Dónde estuvo con ella?
– En su casa.
– ¿La del número ciento dieciocho de Acre Street?
– Sí, señor.
– ¿Cuál fue el motivo de su visita?
– Nancy acababa de volver de un viaje. Me llamó por teléfono y me dijo que tenía que hablar conmigo.
– ¿Le dijo por qué?
– Me dijo que era por algo relacionado con Kathy. No quiso decirme nada más por teléfono.
– ¿Qué pasó cuando llegó usted al número ciento dieciocho de Acre Street?
– Nancy estuvo a punto de echarme a empujones. Dijo que tenía que marcharme de inmediato.
– ¿Le dijo por qué?
– No, señor. Le pregunté a Nancy qué estaba pasando, pero ella insistió. Me prometió que me llamaría al cabo de un par de días y que me lo contaría todo, pero que en aquel momento tenía que irme.
– ¿Qué hizo usted?
– Discutí con ella durante uno o dos minutos. Ella empezó a enfadarse y a decir cosas sin sentido. Al final me cansé y me marché.
– ¿Qué tipo de «cosas» le dijo?
– Algo sobre un reencuentro entre hermanas.
Myron se puso en pie.
– ¿Qué quiere decir con un reencuentro entre hermanas? -preguntó Jake.
– No me acuerdo muy bien. Fue algo como: «Ya es hora de que las hermanas vuelvan a encontrarse». La verdad es que nada de lo que decía tenía mucho sentido, señor.
Jake y Myron se intercambiaron miradas interrogantes.
– ¿Recuerda algo más de lo que le dijo?
– No, señor.
– ¿Después fue directamente hacia su casa?
– Sí, señor.
– ¿A qué hora llegó a casa?
– A las diez y cuarto. Tal vez un poco más tarde.
– ¿Hay alguien que pueda confirmar la hora?
– No creo. Acabo de trasladarme a un apartamento en Englewood. A lo mejor me vio algún vecino, no sé.
– ¿Le importaría esperarse aquí un momento?
Jake le hizo una señal a Myron para indicarle que lo acompañara. Myron asintió, se inclinó hacia Christian y le dijo:
– No digas ni una palabra más hasta que yo vuelva.
Christian hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
Pasaron a la sala contigua, al otro lado del espejo, por así decirlo. Cary Roland, el fiscal del distrito, había estudiado con Myron en la Harvard Law School. Era un chico muy listo. Supervisión de asuntos legales, actuario del Tribunal Supremo… Cary Roland había mostrado interés en la carrera política desde el día en que salió del vientre de su madre.
Estaba igual que siempre. Llevaba un traje gris con chaleco (sí, iba a clase con traje). Nariz aguileña, ojos oscuros y pequeños y el pelo largo rizado y suelto, como el Peter Frampton de los setenta, pero más bajito.
Roland negó con la cabeza y luego hizo un gesto como de asco.
– Qué cliente más creativo, Bolitar.
– No tanto como tu barbero -repuso Myron.
Jake se aguantó la risa.
– Yo digo que le contratemos -prosiguió Roland-. Lo anunciaremos en la rueda de prensa.
– Lo acabo de ver -dijo Myron.
– ¿Qué has visto?
– Lo tiesa que se te ha puesto cuando has dicho «prensa».
Jake se rió por lo bajo.
– ¿Sigues siendo un gracioso, eh, Bolitar? Bueno, tu cliente está a punto de hundirse.
– Yo no lo creo, Cary.
– Me da igual lo que creas.
– Christian te acaba de dar una explicación razonable de por qué estuvo en casa de Nancy Serat -dijo Myron exhalando un suspiro-. Y no tienes nada más, así que no tienes nada. Además, imagínate los titulares si se demuestra que Christian es inocente. Joven fiscal de distrito mete la pata hasta el fondo. Mancha la reputación de un héroe local por intereses propios. Reduce las posibilidades de que los Titans lleguen a la Superbowl. Se convierte en el hombre más odiado de todo el estado.
Roland tragó saliva. No había pensado en eso. Se había dejado cegar por las expectativas de éxito, del éxito televisivo.
– ¿Qué opina usted, sheriff Courter? -dijo Roland dando marcha atrás.
– No tenemos alternativa -contestó Jake-. Tenemos que dejarlo ir.
– ¿Cree que ha dicho la verdad?
– ¿Quién sabe? -dijo Jake encogiéndose de hombros-. Pero no tenemos pruebas suficientes para retenerlo.
– De acuerdo -contestó Roland asintiendo pesadamente con la cabeza y dándoselas de importante-. Puede marcharse, pero será mejor que no salga de la ciudad.
– ¿Que no salga de la ciudad? -repitió Myron riéndose a carcajadas y mirando a Jake-. ¿Acaba de decir que no salga de la ciudad?
Jake estaba haciendo un tremendo esfuerzo para no reírse, pero el labio le temblaba de mala manera.
Roland se puso rojo.
– Qué inmaduro -le espetó-. Sheriff, quiero informes diarios del desarrollo de este caso.
– Sí, señor.
Roland lanzó a todo el mundo su mirada más terrible, aunque nadie cayó al suelo fulminado, y luego se marchó.
– Trabajar con él tiene que ser un no parar de reír -dijo Myron.
– Nos hacemos un hartón.
– ¿Podemos irnos ya, Christian y yo?
– No hasta que no me lo cuente todo sobre cómo le ha ido la visita al señor Gordon -dijo Jake negando con la cabeza.