La dirección de Brian Sanford, investigador privado, coincidía con un bar de striptease convenientemente situado a una manzana del Merv Griffin's Resorts. Atlantic City era así. Los grandes hoteles eran como flores hermosas e inmaculadas gracias a las indecorosas malas hierbas de pobreza y sordidez que los rodeaban. Sin embargo, al contrario de lo que habían prometido los propietarios de los casinos, las flores no habían contribuido a mejorar el aspecto del lugar. El contraste, en todo caso, resaltaba aún más la fealdad de las malas hierbas.
El bar de striptease se llamaba Eager Beaver y era exactamente tal y como podría imaginarse. Un letrero intermitente al que le faltaban algunas letras. Muchas luces bajas por todo el local y focos brillantes sobre el escenario. Unas mujeres con cara de aburrimiento bailando por turnos, la mayoría de ellas poco atractivas. Mucha grasa, mucha silicona y muchos herpes.
Myron cometió el grave error de entrar en lo que podría denominarse lavabo. Los urinarios estaban repletos de cubitos de hielo, que Myron consideró un práctico sustituto del mecanismo de cisterna. En los compartimentos de las tazas de váter no había puertas, cosa que no detenía a los defecadores. Un hombre que estaba sentado en una de ellas sonrió a Myron y le saludó con la mano.
Myron pensó que podría aguantar.
Llamó la atención del barman y le preguntó:
– ¿Podría decirme cómo llegar al despacho de Brian Sanford?
– Michelob, Bud, Bud Light o Coors.
– Sólo quiero saber…
– Michelob, Bud, Bud Light o Coors.
Myron sacó cinco dólares y el barman se los metió en el bolsillo.
– Por la puerta trasera. Suba las escaleras hasta el primer piso.
Y tras decir aquello pasó a ocuparse de otras cosas sin esperar a que Myron le diera las gracias. Puro capitalismo.
Una bailarina en su turno de descanso se le acercó y le dedicó una sonrisa. Cada diente le apuntaba en una dirección distinta, como si su boca fuera la obra maestra de un ortodoncista psicodélico.
– Hola -dijo ella.
– Hola.
– Eres muy mono.
– No tengo dinero.
La chica dio media vuelta y se marchó. Cuánto romanticismo.
Las escaleras no es que crujieran bajo sus pies, se resquebrajaban. Myron no podía dejar de pensar que se iban a derrumbar de un momento a otro. En el descansillo sólo había una puerta y estaba abierta. Myron llamó golpeando la pared con los nudillos y metió la cabeza por la abertura.
– Hola -dijo Myron tratando de atraer la atención de quien pudiera haber dentro.
Un hombre que supuso debía de ser Brian Sanford acudió a la puerta todo sonrisas. Llevaba un traje de color beis que lo habrían planchado por última vez cuando lo de bahía de Cochinos.
– ¿Es usted el tipo que me ha dejado el mensaje?
– Sí.
El despacho era como un minicasino. No había escritorio, sino una mesa de ruleta. En un rincón había un guardaespaldas manco. Barajas de cartas por todos lados. El suelo lleno de dados de recuerdo, los típicos con un agujero en medio. Papeletas de apuestas de carreras. Cartones de keno.
– Brian Sanford -dijo el hombre tendiéndole la mano-, aunque todo el mundo me llama Blackjack. ¿Sabe quién me puso ese apodo?
Myron negó con la cabeza.
– Frankie. Así es como llamo yo a Frank Sinatra. Frankie. No Frank, le llamo Frankie -dijo, y se quedó esperando una respuesta.
– Buen apodo -dijo Myron.
– Verá, es que Frankie y yo estábamos jugando en el Sands una noche, ¿no?, y yo tenía una de mis rachas, ¿no? Y va Frankie, se vuelve hacia mí y me dice: «Oye, mira a Blackjack, no hay manera de que pierda». Así porque sí. Va Frankie y me dice: «Eh, Blackjack», así sin más. Y se me quedó el nombre. Y ahora todo el mundo me llama Blackjack. Y todo por Frankie.
– Qué interesante -dijo Myron.
– Sí, bueno, ya sabe cómo son estas cosas. Bueno, ¿en qué puedo ayudarle, señor…?
– Olson. Merlin Olson.
– De acuerdo, como usted quiera -dijo Blackjack dirigiéndole una sonrisa cómplice-. Siéntese, señor Olson.
Myron tomó asiento.
– Pero antes de empezar, señor Olson, tengo que decirle una cosa.
Brian Sanford tenía unos dados en la mano e iba moviéndolos igual que hacen algunas personas con las bolas chinas que se supone que van bien para la circulación.
– ¿De qué se trata?
– Mire, yo soy un hombre muy ocupado. Ahora mismo están pasando montones de cosas. ¿Sabe cómo empecé en este negocio?
Myron negó con la cabeza.
– Era el jefe de seguridad del Caesars Palace de Las Vegas. El jefe principal. Ya sabe de qué va eso. Estaba en Las Vegas, ¿sabe? Pero Donny, que es como yo le llamo a Donald Trump, Donny, me pidió que me pusiese al cargo de la seguridad de su primer hotel en la ciudad. Y luego me empezó a incordiar para que le organizara la seguridad del Taj Mahal. Yo le dije: «Donny, ya tengo demasiadas cosas de las que ocuparme, ¿me entiendes?».
Myron dirigió la mirada más allá de su interlocutor y vio a un chino contando cuentos.
– Así que éste es mi problema, mire. Mañana por la mañana tengo una reunión con Stevie, Steve Wynn. Mañana a primera hora, a las siete. Es un gran tipo, Stevie. Le gusta madrugar. Se levanta a las cinco todos los días. ¿Sabía usted que está prácticamente ciego? Tiene cataratas o algo así. Lo mantiene en secreto. Sólo se lo ha contado a su mejor amigo. Bueno, pues Stevie quiere que le haga un recado. Le hubiera dicho que no, pero se trata de un favor personal y Stevie es un buen amigo.
No como Donny. Donny no me cae bien. Se cree que es un semental ahora que tiene a María.
– Señor Blackjack…
– Por favor -dijo alzando las manos de repente-, llámeme Blackjack a secas.
– Querría hacerle unas preguntas, em, Blackjack. Necesito de sus conocimientos en un asunto de suma importancia.
Blackjack asintió dándose aires de ser un tipo muy comprensivo. No se subió los pantalones para darse importancia, pero hubiera quedado bien.
– ¿De qué se trata? -preguntó.
– Hace poco, usted le pasó cierta información a un gran amigo mío, el señor Otto Burke -dijo Myron.
– Y tanto -asintió Blackjack esbozando una amplia sonrisa-. Otto. Es un chaval estupendo. Más listo que el hambre. Siempre me llama cuando se pasa por aquí.
«Y seguro que le llama Ottie», pensó Myron.
– Hace unos días le pasó usted una revista. Un ejemplar de Pezones.
Blackjack adoptó una mirada de desconfianza. Tiró los dados sobre la mesa. Un tres.
– Sí, ¿y qué?
– Necesitamos saber cómo la encontró.
– ¿A quién se refiere con «necesitamos»?
– Trabajo para el señor Burke -dijo Myron sintiendo náuseas con sólo pronunciar la frase.
– ¿Y cómo es que Ken no me ha llamado? Es mi contacto.
Myron se inclinó hacia delante para dar sensación de complicidad y dijo:
– Esto está por encima de Ken, Blackjack. Creemos que no podemos confiar en nadie más que en usted.
Blackjack asintió con un gesto de la cabeza, de nuevo mostrándose muy comprensivo.
– Se lo digo en serio, Blackjack, y esto tiene que quedar entre nosotros.
– Por supuesto.
– Usted es el primero en la lista de los posibles sustitutos de Ken, pero ya sabemos lo ocupado que está usted.
– Se lo agradezco muchísimo, señor Olson -dijo Blackjack con los ojos ligeramente brillantes-, pero creo que para alguien como Otto Burke podría tratar de hacer un hueco…
– Hablemos primero de este caso, ¿de acuerdo? ¿Cómo descubrió la revista?
– No me malinterprete -contestó volviendo a poner cara de desconfianza-, pero ¿cómo sé que usted trabaja para Otto? ¿Cómo sé que no es usted un inútil cualquiera?
– Lo sabía -dijo Myron.
– ¿Qué sabía?
– Ya le dije a Otto que usted era el tipo adecuado para el puesto. No es descuidado. Se preocupa de los pequeños detalles. Y eso nos gusta. Necesitamos a alguien como usted.
Blackjack se encogió de hombros. Recogió los dados y volvió a tirarlos. Par de ases.
– Soy un profesional -dijo.
– Salta a la vista -asintió Myron-. Así que, ¿por qué no llama usted mismo a Otto por la línea privada? Él se lo confirmará todo. Estoy seguro de que se sabe el número.
Aquello lo cogió desprevenido. Tragó saliva e intentó disimular mirando a un lado y a otro como un conejo acorralado. Myron casi podía oír los engranajes rodando en su cabeza.
– Bueno, no creo que haya que molestar a Otto por una cosa así -dijo Blackjack-. Ya sabe lo poco que le gusta que le hagan eso. Ya se ve que usted es un tipo honesto. Además, ¿cómo iba a saber lo de la revista si no se lo hubiera dicho Otto?
– Es usted un hombre sorprendente, Blackjack -dijo Myron negando con la cabeza.
Blackjack le hizo un gesto de modestia con la mano.
– ¿Cómo descubrió la revista? -le preguntó Myron.
– ¿No deberíamos hablar primero de mis honorarios? Por teléfono me dijo usted algo de unos diez mil dólares.
– Otto dijo que usted era un tipo en quien se podía confiar. Dijo que le pasara la cuenta a través de Ken. La cantidad que usted considere justa.
Blackjack asintió de nuevo. Cogió los dados y volvió a tirarlos. Otro tres. Menuda práctica tenía el tipo.
– Yo no encontré la revista -dijo Blackjack-, sino que ella me encontró a mí.
– ¿A qué se refiere?
– Me contrataron para hacer un trabajillo y parte de él consistía en enviar ejemplares de esa revista a determinadas personas.
– ¿Era Christian Steele una de esas personas?
– Sí. Por eso sospeché. O sea, me dieron los sobres ya cerrados y con la dirección escrita. No reconocí ningún nombre excepto el de Christian. Otto ya nos había dicho que quería cualquier cosa, cualquier cosa sobre Steele. Así que lo abrí y eché un vistazo. Y ahí fue cuando vi la foto.
– ¿Quién le contrató para enviar la revista por correo?
Blackjack puso una ficha en los pares y otra en los impares, y luego hizo girar la ruleta.
– ¿No quiere poner un par de fichas?
– No. ¿Quién le contrató?
– Bueno, eso es lo más extraño de todo. No lo sé. Recibí un paquete por correo con instrucciones muy precisas. Y dinero en efectivo. Pero nada de nombres.
– ¿Había algún remitente?
– No, sólo un matasellos.
– ¿De dónde?
– De aquí, de Atlantic City. Lo recibí hará diez o doce días.
La ruleta se detuvo y la bolita se posó en el veintidós negro.
– Maldita sea -dijo Blackjack.
– ¿Todavía conserva esas instrucciones?
– Sí, y tanto -contestó Blackjack. Abrió un cajón y le entregó una hoja de papel-. Tenga.
La carta estaba escrita a máquina:
Estimado señor Sanford:
Por la suma de 5.000 $ (más gastos) le pido que haga lo siguiente:
1. Adjunto siete sobres. Dos de ellos deben echarse este viernes al buzón de correo del campus de la Universidad de Reston. Los otros cinco deben echarse al buzón de la oficina de correos de sus respectivas ciudades de destino.
2. Al mismo tiempo, envíe, por favor, el siguiente folleto de la compañía telefónica New Jersey Bell a todas las personas de la lista.
3. Contrate un número de teléfono con el prefijo 201 de Nueva Jersey que funcione con el servicio Return Call. Este número debe desconectarse de inmediato en caso de que alguien le llame a él o conteste a cualquiera de las llamadas que realice con él. Le ruego que conecte un contestador a ese teléfono y que ponga dentro la cinta que encontrará en el paquete junto a esta carta. Luego le pido que llame con este teléfono a cada uno de los números que aparecen en la lista que se ofrece más adelante. Las dos primeras noches, el sábado y el domingo, se limitará a llamar repetidas veces hasta que alguien conteste, momento en el que se quedará sin decir nada hasta que cuelguen. El lunes volverá a llamar y dirá lo siguiente: «Que disfrutes con la revista. Ven a por mí. He sobrevivido». Le ruego que haga que la voz suene femenina y poco clara (como seguramente ya sabrá, existen teléfonos capaces de ocultar la propia voz y hacer que parezca femenina).
4. Adjunto un giro postal de 3.000 $. Cuando complete esta operación me pondré en contacto con usted personalmente alrededor del día nueve de este mes y le pagaré los otros 2.000 $ más gastos.
Mi nombre debe permanecer en el anonimato. Gracias por su comprensión.
– Supongo que en el folleto de la New Jersey Bell se explicaba el servicio Return Call -dijo Myron alzando la vista.
Blackjack asintió con la cabeza.
– ¿Quiénes eran esas siete personas?
Blackjack se encogió de hombros. Volvió a tirar los dados de nuevo y sacó un par de ases otra vez. Aquel tipo era todo un genio.
– No me acuerdo. Christian era una de ellas. Un decano o algo así era otra. Envié una más desde un pueblo llamado Glen Rock.
– A Gary Grady.
– Sí, eso. Y también envié tres desde Nueva York.
– ¿Uno de ellos a Júnior Horton?
– Ah, sí, creo que sí. Júnior. Me suena.
– ¿Y el último?
– A otro sitio de Nueva Jersey. Cerca de Glen Rock.
– ¿A Ridgewood? -dijo Myron tras pensar un momento.
– Sí. O algo que acababa en «wood». Era un nombre de mujer. De eso me acuerdo porque el resto eran de hombres.
– ¿Carol Culver? -dijo Myron.
– Sí -contestó Blackjack tras pensarlo un instante-. Eso es. Era un nombre con dos ces.
La confirmación hizo que Myron se quedara cabizbajo.
– Oye, colega, ¿te encuentras bien?
– Sí, muy bien -repuso Myron-. ¿Y qué hay de las llamadas?
– Los números estaban en otra hoja. La tiré cuando acabé. Llamé a Steele y colgué varias veces. Y cuando lo volví a llamar para darle el mensaje, la línea estaba cortada. Supongo que habrá cambiado de vivienda.
Myron asintió sin decir nada. Christian se había trasladado de la universidad al apartamento.
– El tipo de Nueva York, ese tal Júnior, no contestaba nunca, así que tampoco pude darle el mensaje. El resto sí que recibieron las llamadas silenciosas y luego el mensaje.
– ¿Cuántos usaron el servicio Return Call?
– Sólo dos. Christian y el tipo de Glen Rock. De todas maneras no habría funcionado con la gente de Nueva York porque Return Call sólo funciona para ese prefijo.
– ¿Ha tenido más noticias de la persona que le envió el paquete?
– Pues no. Y eso que ayer era día nueve. Pero será mejor que no trate de engañar a Blackjack Sanford -dijo de nuevo casi como subiéndose los pantalones-, si sabe lo que le conviene.
– Sí, sí, claro. ¿Alguna otra cosa que pueda interesarme?
– ¿Sobre este caso? Pues no. Oiga, ¿le apetece ir al Merv? Allí me conocen. Puedo conseguir una buena mesa. Tal vez podamos jugar un poco al blackjack. Así vería a la leyenda en acción.
«Qué tentador -pensó Myron-, tanto como una electrólisis en los testículos.»-Tal vez en otra ocasión.
– Está bien, como usted quiera. Una cosa: ¿cuánto cree que debería cobrarle a Otto? Es que quiero ser justo, como usted ha dicho antes.
– Ah, pues yo le cobraría el máximo.
– ¿Diez mil?
– Sí. Nos ha sido de gran ayuda, Blackjack. Gracias.
– Sí, bueno, cuídese. Y vuelva cuando quiera.
– Una cosa más.
– ¿Qué?
– ¿Le importa si utilizo su lavabo?