Aquello era Putilandia.
Las había de todas las clases. Blancas, negras, asiáticas, latinas… era como las Naciones Unidas de la prostitución. La mayoría eran jóvenes, muy jóvenes, y andaban como podían con tacones demasiado altos, como niñas jugando a vestirse de mayores, lo que, en cierto sentido, así era. La mayoría eran delgadas y estaban secas, con marcas de pinchazos por todo el brazo como si fueran picaduras de insecto y con la piel estirada en torno a los pómulos, lo que les daba un aspecto cadavérico estremecedor. Tenían los ojos vacíos y hundidos, y el pelo desprovisto de vida y del color de la paja.
– ¿No ven que con una muerta lo quieren hacer? -murmuró Myron.
Esperanza se quedó callada, pensando, y al final dijo:
– Ésa no me la sé.
– Es de Fontine, de Los Miserables. El musical.
– Yo no puedo permitirme ir a ver musicales de Broadway porque mi jefe es un tacaño.
– Sí, pero es muy guapo.
Myron se quedó mirando cómo una chica rubia con unos leotardos de los años sesenta negociaba con un tipejo que iba en una ranchera Ford. Conocía su historia. Había visto a chicas (a veces chicos) como ella bajarse del autocar en la estación de Port Authority de Nueva York. Un autocar Greyhound que había partido de Virginia Occidental o de la zona oeste de Pensilvania o de aquella gran expansión de terreno árido a la que los habitantes de Nueva York denominaban Medio Oeste o región central de Estados Unidos. Se había escapado de casa, tal vez para huir de los abusos, o porque estaba aburrida y sentía que «estaba hecha» para la gran ciudad. Se había bajado del autocar con una amplia sonrisa en el rostro, boquiabierta y sin un centavo. Los chulos la habrían visto venir y habrían esperado con la paciencia de un buitre. Y, llegado el momento oportuno, descenderían para quedarse con su carroña. Le enseñarían la Gran Manzana, le buscarían un lugar donde dormir, un poco de comida, una ducha caliente, tal vez una habitación con jacuzzi, luces resplandecientes, un reproductor de CD último modelo y televisión por cable con mando a distancia. Le habrían prometido arreglarle una cita con un fotógrafo y contratarla para unos cuantos pases de modelos. Luego le habrían enseñado cómo pasarlo bien en una fiesta. Cómo pasarlo realmente bien, no las tonterías que había hecho en su pueblucho con un poco de cerveza y un chico de último curso repleto de espinillas manoseándola en el asiento trasero de una camioneta. Le habrían enseñado cómo pasarlo en grande con material de primera calidad, el polvo blanco número uno.
Pero luego las cosas cambiaban. Alguien tenía que pagar por toda aquella fiesta. Se le acabaría el trabajo de modelo y no podría ir de gorrona para siempre. Además, ir de fiesta pasaría a ser una necesidad antes que un lujo. Como comer o como respirar. Ya no podría seguir viviendo sin una raya o un chute de su aguja favorita.
Y antes de que pudiera darse cuenta caía al vacío y tocaba fondo. Y una vez allí ya no tenía la fuerza necesaria, ni las ganas, de levantarse de nuevo.
Acababa sus días allí.
Myron aparcó el coche.
Esperanza y él salieron del vehículo poco a poco. A Myron se le revolvió el estómago. Era de noche, claro. Aquellos lugares sólo existían por la noche y desaparecían con la llegada del día.
Myron nunca había estado con una prostituta, pero sabía que Win había contratado sus servicios en numerosas ocasiones. A Win le gustaba por lo práctico que resultaba. Normalmente iba a un burdel asiático de la Calle 8 llamado Noble House. A mediados de los ochenta, Win y unos cuantos amigos suyos solían enfrascarse en lo que llamaban «una noche china» en el apartamento de Win. Pedían comida china de algún restaurante como Hunan Garden y mujeres de Noble House. En realidad, Win no sentía nada por las mujeres. No confiaba en ellas. Lo que él quería era prostitutas. No sólo por la falta de compromiso, porque Win no dejaba nunca que las mujeres llegaran a tenerle cariño, sino porque las prostitutas eran de usar y tirar, desechables.
Myron no creía que Win siguiera organizando aquellas fiestas, y aún menos con todas las enfermedades que corrían ahora, pero tampoco estaba seguro. Nunca hablaban de ese tema.
– Qué lugar más bonito -dijo Myron-. Tiene unas vistas pintorescas.
Esperanza asintió en silencio.
Pasaron por delante de un club nocturno. La música estaba lo bastante alta como para abrir grietas en la acera. Un quinceañero o quinceañera, Myron no supo distinguirlo, con el pelo verde y pinchos, chocó con él. Parecía la Estatua de la Libertad. A su alrededor había un montón de motocicletas, piercings en la nariz y en los pezones, tatuajes y cadenillas. Un coro constante de prostitutas diciéndole «hola, ricura» lo acribillaba desde todas direcciones y sus rostros se difuminaban formando una masa de desechos humanos. Aquel lugar era como una feria ambulante de monstruos.
En el cartel que había sobre la puerta rezaba: CLUB Q.T.D.N. El logotipo era una mano con el dedo corazón levantado. Qué sutil. En una pizarra se leía lo siguiente:
¡NOCHE HEAVY «MEDICAL»!
¡CONCIERTOS EN DIRECTO!
Con la participación de las bandas locales:
PAPANICOLAU y TERMÓMETRO RECTAL
Myron logró entrever el interior a través de la puerta abierta. La gente no bailaba, sino que saltaba arriba y abajo con las cabezas colgando como si tuvieran gomas de pollo en lugar de cuello y con los brazos pegados a los lados del cuerpo. Myron se fijó en un chaval, que debería de tener unos quince años, perdido entre la multitud y con la melena pegada a la piel por el sudor. Se preguntó si el grupo que estaba tocando sería Papanicolau o Termómetro Rectal. Daba igual. Sonaba como si alguien hubiera metido un cochinillo en una picadora.
La escena parecía sacada de una mezcla de las novelas de Dickens y Blade Runner.
– El estudio está en la puerta de al lado -dijo Esperanza.
El edificio era una casa o almacén pequeño de piedra rojiza hecha un desastre. Por las ventanas se asomaban prostitutas como si fueran restos de adornos navideños.
– ¿Es aquí? -preguntó Myron.
– En el tercer piso -contestó Esperanza, a quien aquel ambiente no parecía afectarle lo más mínimo.
Claro que ella se había criado en calles no mucho mejores que aquélla. Mantenía una expresión de calma total. Esperanza nunca mostraba su debilidad. A menudo se ponía hecha una furia, pero en todo el tiempo que llevaban trabajando juntos, Myron nunca la había visto llorar, aunque ella a él sí.
Myron se acercó a la entrada del edificio. Una prostituta con graves problemas de sobrepeso, encorsetada en un body que la hacía parecer un salchichón, se lamió los labios mientras lo miraba y se le puso delante.
– Eh, tú, ¿quieres una mamada? Cincuenta pavos.
Myron trató de no cerrar los ojos ante aquella visión.
– No -dijo en voz baja y bajando la mirada. Hubiera querido ofrecerle palabras sabias, palabras que pudieran transformarla, cambiar su situación, pero en lugar de eso se limitó a decir-: Lo siento -y pasó junto a ella a toda prisa.
La chica obesa se encogió de hombros y siguió su camino.
No había ascensor, pero no le sorprendió mucho. Las escaleras estaban llenas de gente tirada por el suelo, la mayoría inconsciente o tal vez muerta. Myron y Esperanza subieron por ellas con cuidado de no pisar a nadie. Una algarabía de música, desde Neil Diamond hasta lo que podía haber sido Papanicolau, salía del pasillo a todo volumen. También se oían más cosas. Botellas rotas, gritos, palabrotas, ruidos estrepitosos, el llanto de un niño… Parecía el hilo musical del infierno.
Al llegar a la tercera planta vieron una oficina rodeada de paredes de cristal. No había nadie dentro, pero las fotografías colgadas en la pared, por no hablar del látigo y las esposas, dejaban claro qué era lo que estaban buscando. Myron probó a abrir la puerta haciendo girar el pomo y éste cedió.
– Tú quédate aquí afuera -dijo Myron.
– De acuerdo -contestó Esperanza.
– ¿Hola? -dijo Myron entrando en la oficina.
No obtuvo respuesta, pero oyó música en la habitación de al lado. Sonaba como música calipso. Volvió a llamar y entró en el estudio.
Myron se quedó asombrado al ver lo bien montado que estaba todo. Allí reinaba la limpieza, estaba muy bien iluminado y había uno de esos paraguas blancos que siempre hay en los estudios fotográficos. También había media docena de cámaras colocadas en trípodes, y más allá varios focos de colores.
Lógicamente, el entorno del estudio no fue lo primero que le llamó la atención, sino la mujer desnuda que había sentada en una moto. Para ser exactos, no estaba del todo desnuda, porque llevaba un par de botas negras. Nada más. No era el semblante que pudiera lograr cualquier mujer, pero a ella parecía sentarle bien. La mujer todavía no le había visto porque estaba concentrada en la lectura de la revista que tenía en la mano, The National Sun. El titular rezaba: «Chico de dieciséis años se convierte en abuela». Mmm. Se acercó unos pasos más. Tenía los pechos grandes, muy a lo Russ Meyer, aunque Myron logró distinguir unas cicatrices bajo aquellas enormes prominencias. La silicona, el principal accesorio de belleza de los ochenta.
La mujer levantó la mirada y se sobresaltó.
– Hola -dijo Myron con una cálida sonrisa.
La mujer chilló con un tono muy agudo y penetrante.
– ¡Salga de aquí ahora mismo! -gritó cubriéndose los pechos.
Modestia. Algo tan raro de ver que le hizo gracia encontrarla en aquella mujer.
– Me llamo… -empezó a decir Myron.
Ella volvió a soltar un grito ensordecedor. Myron oyó un ruido detrás de él y se dio la vuelta de inmediato. Un chaval flacucho que iba desnudo de cintura para arriba se puso en pie sonriendo. Sacó una navaja automática y esbozó una sonrisa psicópata. Su constitución a lo Bruce Lee titilaba bajo la luz de los focos. Se medio agachó y le hizo señas a Myron para que se acercara. Al estilo de West Side Story. Sólo faltaba que el chaval chasqueara los dedos.
Se abrió otra puerta a través de la que salía una luz roja y por ella apareció una mujer. Tenía el pelo rizado y de color rojo, pero Myron no estaba seguro de si era su color verdadero o si le parecía rojo por la luz del cuarto oscuro.
– Has entrado en propiedad privada sin permiso -le dijo a Myron-. Hector tiene derecho a matarte aquí mismo.
– No sé dónde se sacó usted la carrera de derecho -le dijo Myron-, pero si Hector no va con cuidado, voy a tener que quitarle su juguetito y metérselo por donde le quepa.
Hector comenzó a reírse tontamente y a pasarse la navaja de una mano a otra.
– Guau -dijo Myron al ver aquella acrobacia.
La modelo desnuda se marchó corriendo al vestidor, señalado muy ingeniosamente con un cartel que indicaba: desvestidor. La mujer del cuarto oscuro entró en el estudio y cerró la puerta tras de sí. Efectivamente, el pelo era rojo, aunque más bien castaño rojizo oscuro. Tenía lo que podría llamarse un cutis de seda. De unos treinta y algo y, por extraño que pueda parecer, tenía un aspecto desenfadado. Era como la Katie Couric del mundo del porno.
– ¿Es usted la propietaria? -preguntó Myron.
– Hector es muy hábil con la navaja -repuso fríamente-. Es capaz de arrancarle el corazón a una persona y mostrárselo mientras muere.
– Eso debe animar cualquier fiesta.
Hector se le acercó un poco más. Myron no se movió ni un centímetro.
– Yo podría demostrarle mi habilidad en artes marciales -empezó a decir Myron. Acto seguido desenfundó la pistola y la apuntó al pecho de Hector-, pero me acabo de duchar.
Hector puso unos ojos como platos.
– A ver si aprendes la lección, navajero -prosiguió Myron-. La mitad de la gente que vive en este edificio probablemente lleve pistola y en cambio tú vas por ahí con ese juguete. Un día de éstos alguien menos bondadoso que yo te va a liquidar.
A la pelirroja el arma no pareció impresionarle.
– Salga de aquí -le dijo a Myron-. Ahora mismo.
– ¿Es usted la propietaria? -volvió a preguntar Myron.
– ¿Tiene una orden de registro?
– No soy policía.
– Entonces salga de aquí cagando leches.
Aquella mujer se ondulaba mucho al hablar, moviendo sin descanso las caderas y las piernas. Le hizo una señal a Hector, quien cerró la navaja automática.
– Puedes irte, Hector.
– No tan rápido, Hector -dijo Myron-. Métete en el cuarto oscuro. No quiero que ni se te pase por la cabeza la idea de volver con una pistola.
Hector miró a la pelirroja. Ésta le hizo un gesto afirmativo con la cabeza y Hector obedeció.
– Cierra la puerta -ordenó Myron.
La cerró. Myron echó el cerrojo.
– ¿Satisfecho?
– Eufórico, diría yo.
– Pues ahora márchese.
– Oiga -dijo Myron haciendo gala de su cálida sonrisa derrite mujeres-, no quiero causar problemas. He venido para comprar unas fotografías. Me llamo Bernie Worley. Trabajo para una nueva revista porno.
– ¿Es que tengo cara de tonta o qué? -preguntó la mujer haciendo una mueca-. Bernie Worley ha venido para comprar fotos. ¡Venga ya, hombre!
De repente se oyó mucho ruido. Ruido de gente, de mucha gente. Demasiado jaleo, incluso para aquel lugar. Procedía del pasillo. Donde había dejado a Esperanza. Sola.
Myron dio media vuelta y salió corriendo con el corazón en la boca. Si le había pasado algo…
Abrió la puerta de golpe. Esperanza estaba rodeada de un montón de gente, la mayoría de rodillas en el suelo. Y ella estaba ahí en medio, sonriendo y -casi no se lo podía creer- firmando autógrafos.
– ¡Es Pocahontas! -chilló alguien.
– Pon «con cariño para Manuel» en el mío.
– ¡Sigues siendo mi preferida!
– Me acuerdo de cuando ganaste a la Reina Carimba. ¡Menudo combate!
– Hannah la Bandolera, qué luchadora más guarra. La hubiera matado cuando te tiró sal a los ojos.
Esperanza vio a Myron, se encogió de hombros y siguió firmando cajas de cerillas y trozos de papel. La pelirroja apareció por la puerta y cuando vio a Esperanza se le iluminó la cara.
– ¿Poca?
– ¿Lucy? -dijo Esperanza al verla mirando por encima del hombro.
Las dos se dieron un abrazo y entraron en el estudio con Myron detrás.
– ¿Dónde has estado, chica? -dijo Lucy.
– Pues por ahí, trabajando.
Las dos se dieron un beso, en los labios. Un pelín demasiado largo. Esperanza se volvió y dijo:
– ¿Myron?
– ¿Eh?
– Se te van a salir los ojos de las cuencas.
– ¿Ah, sí?
– No te lo he contado todo sobre mí.
– Por lo que se ve, no -dijo-. Pero por lo menos ahora entiendo por qué mi increíble belleza no ha impresionado a tu amiga.
Ambas mujeres se rieron al oír aquel comentario.
– Lucy, te presento a Myron Bolitar.
Lucy lo miró de arriba abajo y dijo:
– ¿Es tu novio?
– No. Un buen amigo. Y también mi jefe.
– Se parece mucho a un tipo que conocí que trabajaba en un espectáculo algo pervertidillo en un club al final de esta calle. Tenía una escena en la que se meaba encima de varias mujeres a la vez.
– No era yo -se apresuró a decir Myron-. Ya tengo bastante con intentar mear en un urinario público.
Lucy volvió a centrarse en Esperanza.
– Tienes buen aspecto, Poca.
– Gracias.
– Has dejado lo de la lucha libre, ¿no?
– Sí, del todo.
– ¿Aún te entrenas?
– Siempre que puedo.
– ¿En Nautilus?
– Sí.
– Ya se nota -repuso Lucy con una sonrisa picarona-. Estas buenísima.
Myron se aclaró la garganta y dijo:
– ¿Eh, visteis el último partido de los Knicks?
Las dos mujeres lo ignoraron.
– ¿Todavía sacas fotos de las luchadoras? -preguntó Esperanza.
– No, casi nunca. Ahora trabajo básicamente en esta porquería.
Esperanza volvió a mirar a Myron y le explicó:
– Lucy no es su verdadero nombre, pero la llamamos así por el pelo. Era quien hacía las fotos a las luchadoras.
– Sí, eso he entendido -dijo Myron-. ¿Crees que podrá ayudarnos?
– ¿Qué queréis saber? -preguntó Lucy.
Myron le dio el ejemplar de Pezones y le señaló la fotografía de Kathy.
– Quiero saber todo lo que tenga que ver con esto -dijo.
Lucy observó la foto detenidamente un instante.
– ¿Es policía? -le preguntó a Esperanza.
– Es representante deportivo.
– Ah -dijo como si eso lo explicara todo-. Lo digo porque esto podría causarnos problemas.
– ¿Por qué? -inquirió Myron.
– Por la fotografía. La chica está en topless.
– ¿Y?
– Pues que es ilegal. No se pueden poner chicas en topless en los anuncios de líneas eróticas. El gobierno nos va a meter un puro si se entera.
– ¿Has dicho «nos»? -preguntó Myron haciendo gala de nuevo de su habilidad para los interrogatorios.
– Soy propietaria de una de estas compañías de líneas eróticas. Muchas de estas líneas operan desde este edificio.
– Creo que no te entiendo -dijo Myron-. ¿Qué quieres decir con que las chicas en topless son ilegales? Pero si casi todas las chicas que salen en esta revista están desnudas.
– Pero no en los anuncios de líneas eróticas -le corrigió Lucy-. Hará unos dos años aprobaron una ley y unas novecientas líneas tuvieron que pasar por el tubo. Mira aquí -pasó la página y señaló otro anuncio-, la chica puede parecer todo lo sugerente que quieras, pero no puede estar desnuda. Y mira el nombre de las líneas. Todas tienen nombres como «confesiones secretas» o «habla con chicas». Y ahora mira los nombres de las líneas 800. «Sexo duro», «Espuma entre las tetas», cosas así.
Myron recordó su conversación con Tawny de la línea 900. En aquel momento le sorprendió el hecho de que no dijera ninguna guarrada.
– ¿O sea que sólo se puede practicar sexo por teléfono por las otras líneas?
– Exacto. Para ésas se necesita un permiso legal. Así es como lo ve el gobierno. Cualquier gilipollas puede llamar a una línea 900. El cobro es automático. Empieza inmediatamente después de recibir la llamada. En cambio, en las líneas 800 y para el resto de números la cosa no funciona así. Hay que usar una tarjeta de crédito o un sistema de devolución automática de llamadas. Así es como se cobra la factura.
– O sea que todo eso de que las líneas 900 son guarradas…
– Es una gilipollez -sentenció Lucy-. Son un timo. No podemos decir ni una sola guarrada por esas líneas. Básicamente las utilizamos para atraer clientes, porque son muy fáciles de usar. Sólo hay que marcar un número. No hace falta tener tarjeta de crédito ni devolución del coste de la llamada. La mayoría de las veces hablamos de nadar desnudas o de masajes, cosas sugerentes pero sin contenido sexual. Se trata de que el cliente se excite, ¿me entiendes?
– Sí, creo que sí.
– De todas maneras, la gente que llama va cachonda. Quiero decir que la mayoría van tan calentorros que la meterían en el agujero de un árbol con tal de aliviarse. Lo que nosotras tratamos de conseguir es que sean ellos los que digan la primera guarrería, cosa que no suele ser muy difícil. Y entonces, le decimos: «Uy, nene, no puedo decir guarradas por esta línea, pero si llamas al número tal con una tarjeta de crédito te diré todo lo que tú quieras». El tipo llama y se le vuelve a cobrar desde el principio.
– ¿Y no les da miedo que eso aparezca en la factura de la tarjeta de crédito? -preguntó Myron.
Lucy negó con la cabeza. Seguía ondulando el cuerpo al hablar, lo cual resultaba irritante y erótico a la vez.
– Los nombres de las empresas suelen ser bastante discretos -explicó-. Pasamos factura con nombres como Norwood Incorpórate o Telemark, nada de Lesbianas Calientes o Chupanabos. ¿Te gustaría verlo?
– ¿Qué?
– Cómo funciona todo en el piso de arriba. Es donde respondemos a parte de las llamadas. Hay mucha gente que trabaja desde casa, pero tengo seis o siete miembros del personal trabajando ahora mismo.
– Sí, claro -dijo Myron encogiéndose de hombros.
Lucy los acompañó a la planta superior. En las escaleras flotaba un hedor nauseabundo. Al llegar al rellano, Lucy abrió una puerta, entraron y la cerró inmediatamente.
– Esto es Líneas Fantasías Eternas -dijo Lucy-. Bueno, y también Chupapollas, Línea Melones, Telediversión y muchas otras.
Myron no podía creer lo que veían sus ojos. Estaba boquiabierto. Había esperado encontrarse con mujeres feas o viejas, pero no aquello.
Eran hombres. Todo el personal excepto uno de sus miembros eran hombres.
– ¿Son líneas para gays? -preguntó Myron.
– No -dijo Lucy mientras negaba con la cabeza y sonreía a la vez-, nos llegan muy pocas llamadas de gays. Más o menos una de cada cien.
– Pero…, son hombres.
Myron Bolitar, la quintaesencia de la observación.
Escuchó a un hombre decir con voz áspera de camionero: «Sí, hombretón, métemela toda. Así, ¡oh, sí!, ¡qué gustazo!».
Lucy le dedicó una sonrisa, y él le respondió poniendo los ojos en blanco en gesto de aburrimiento y prosiguió: «¡No pares, pedazo de semental, móntame!».
Myron se alegró de ver que Esperanza tenía la misma cara que él de no entender nada.
– ¿Pero esto qué es? -preguntó Esperanza.
– Son los tiempos que corren -dijo Lucy-. En este negocio, los hombres son una fuente de mano de obra más barata que las mujeres. La mayoría de las chicas están en las calles y éstos son sus hermanos, sus primos, niños de la calle.
– Pero sus voces…
– Utilizan un distorsionador de voz. Los venden en Sharper Image, pero yo los consigo más baratos en el Village. Puedes hacer que una niña suene como Barry White, y viceversa. Estos tíos pueden convertirse en mujeres de voz ronca, en vírgenes adolescentes, en niñas… lo que exija la línea telefónica.
– ¿Y los clientes lo saben? -dijo Myron estupefacto.
– Pues claro que no -contestó Lucy. Luego se volvió a Esperanza-: Es tontito, pero bastante mono.
Myron Bolitar, la fantasía de toda lesbiana.
La sala era idéntica a cualquier oficina de televenta. Los teléfonos eran de última generación. Había montones de líneas en activo, cada una señalada según las expectativas del cliente: Ama de casa cachonda, Dominatrix, Travestidos, Nenas pechugonas y hasta Fetichista de la comida. Todos los empleados tenían otro teléfono para la verificación de las tarjetas Visa y MasterCard.
– Las líneas marcadas con una «L» tienen que ser limpias -explicó Lucy-. Tenemos a unas cien personas más trabajando desde casa. La mayoría mujeres.
– ¿Amas de casa cachondas?
– Algunas sí. La mayoría son amas de casa convencionales. De todas formas, por eso te he dicho que el anuncio era raro. En una línea 900 no debería salir ninguna chica en topless.
Abandonaron la sala y volvieron a bajar al estudio fotográfico. Myron estuvo a punto de tropezar con un borrachín que decidió levantarse justo en el momento en el que Myron le pasaba por encima.
– ¿ABC es una de las compañías que hay en los pisos de arriba?
– Sí.
– Sabemos que Gary Grady os llamó ayer. ¿Podrías decirnos por qué?
– ¿Quién has dicho?
– Gary Grady.
– No lo conozco -dijo Lucy haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– ¿Y a Jerry?
– Ah, sí, Jerry -asintió soltando una breve carcajada-. Ya me suponía que no era su nombre verdadero. Siempre ha sido muy reservado.
– ¿Y qué quería?
– Ahora lo entiendo -dijo Lucy como si se le acabara de ocurrir algo.
– ¿Qué es lo que entiendes?
– Me preguntó por una fotografía que hice hará unos dos años.
– ¿Ésta? -inquirió Myron enseñándole de nuevo la foto de Kathy.
– Sí, una de sus chicas.
Myron y Esperanza intercambiaron miradas.
– ¿Quieres decir que había otras?
– Algunas. Unas seis, tal vez más.
– ¿Menores de edad? -preguntó Myron, de quien la ira volvía a apoderarse.
– ¿Y cómo cojones voy a saberlo?
– ¿No se lo preguntaste? -inquirió Myron.
– ¿Tengo cara de policía? Mira, tío, si has venido aquí a jorobarme…
– No ha venido a eso -interrumpió Esperanza-, puedes confiar en él.
– Y una mierda, Poca. Ha entrado aquí armado con una puta pistola y ha acojonado viva a la modelo.
– Necesitamos que nos ayudes -explicó Esperanza-. Necesito que me ayudes.
– No tengo ninguna intención de molestarte, Lucy -dijo Myron-. Sólo me interesa la chica de la foto.
– Muy bien -asintió Lucy tras dudar un momento-, pero mantente alejado de mí.
Myron asintió rápidamente con la cabeza y preguntó:
– ¿Jerry te trajo a esa chica?
– Sí, cuando tenía el estudio a un par de manzanas de aquí. Como ya te he dicho, estuvo varios años trayéndome chicas. Quería fotos para toda clase de cosas: revistas porno, instantáneas de películas guarras… La mayoría de ellas parecían ser de mejor cuna que los típicos putones que suelen pasarse por aquí, pero normalmente se guardan las fotografías hasta que son más mayores. Hasta que son mayores de edad, supongo.
Myron volvió a sentir cómo la cólera le corría por las venas y apretó los puños con fuerza.
– ¿Así que ayer Jerry te preguntó sobre esta foto?
– Pues sí.
– ¿Y qué quería saber?
– Si había vendido alguna copia hacía poco.
– ¿Y lo has hecho?
– Sí -respondió Lucy tras una breve pausa-. Hará un par de meses.
– ¿Quién te las compró?
– ¿Te crees que me lo apunto?
– ¿Un hombre o una mujer?
– Un hombre.
– ¿Te acuerdas de su aspecto?
Lucy sacó un cigarrillo, lo encendió y le dio una buena calada.
– No se me da muy bien recordar caras.
– Dinos cualquier cosa -dijo Esperanza-. Era joven, viejo, lo que recuerdes.
Lucy inhaló otra calada y añadió:
– Viejo. No era un viejales, pero tampoco era joven. Tendría la edad mi padre. Y sabía lo que se hacía. -Lucy dirigió la mirada hacia Myron-. No como tú. Bernie Worley, madre mía…
– ¿Qué quieres decir con que sabía lo que se hacía? -insistió Myron.
– Pues que me pagó muy bien con una condición: que le entregara todas las copias y todos los negativos delante de él y al momento. Fue muy listo. Lo hizo para asegurarse de que yo no tuviera tiempo de hacer más copias ni otra serie de negativos.
– ¿Cuánto te dio?
– Seis mil quinientos en total. Y a tocateja. Cinco mil por las fotos y los negativos, más otros mil por el teléfono de Jerry. Me dijo que quería ponerse en contacto personalmente con esa chica. Después me dio otros quinientos si no le contaba nada a Jerry.
De fondo se oyó otro grito estremecedor, pero los tres lo ignoraron.
– ¿Reconocerías a ese hombre si lo volvieras a ver? -preguntó Myron.
– No lo sé -contestó Lucy-. Ahora mismo no recuerdo cómo era, pero si lo tuviera delante… ¿quién sabe?
En aquel momento se oyeron unos golpes procedentes del cuarto oscuro.
– ¿Os importa si dejo salir a Hector?
– Ya nos íbamos -dijo Myron dándole una tarjeta-. Y si recuerdas algo más…
– Sí, te llamaré -contestó. Luego se volvió hacia Esperanza-: Llámame de vez en cuando, Poca.
Esperanza asintió en silencio. Myron y ella bajaron hasta la primera planta sin decirse nada y al salir del edificio y toparse con el aire caliente de la noche, ella se disculpó:
– No era mi intención escandalizarte.
– No es asunto mío -dijo él-. Me he quedado un poco sorprendido, nada más.
– Lucy es lesbiana. Y yo me limité a experimentar un poco. De eso hace mucho tiempo.
– No tienes por qué darme explicaciones -contestó Myron, aunque se alegró de que ío hubiera hecho.
Myron siempre se lo había contado todo a Esperanza y no le gustaba que ella tuviera secretos para él.
Antes de subir al coche, Myron sintió que alguien le apretaba las costillas con la boca de una pistola.
– No te muevas ni un pelo, Myron -dijo una voz detrás de él.
Era el hombre del sombrero de ala curva que había conocido en el garaje. El tipo metió la mano en la chaqueta de Myron y le sacó el revólver del 38. Otro individuo, que llevaba un mostacho del calibre de Gene Shalit, el famoso crítico de la NBC, agarró a Esperanza y le puso la pistola en la sien.
– Si Myron se mueve -le dijo el tipo del sombrero al otro-, vuélale los sesos a esa zorra.
El hombre del mostacho asintió con una media sonrisa.
– Venga -prosiguió el tipo del sombrero empujando a Myron con el arma-, vamos a charlar un rato.