Brunetti no vio la necesidad de ir a la questura por la mañana y se quedó en casa hasta que fue hora de ir a la estación para tomar el tren a Vicenza. Antes de salir, llamó al maggior Ambrogiani para pedirle que enviara el coche a recogerle a la estación.
Cuando el tren salía de la ciudad por el viaducto, el comisario miró por la ventanilla y distinguió a lo lejos las montañas, visibles muy raramente en esta época del año. Aún no estaban nevadas, pero confiaba en que no tardarían en estarlo. Era éste el tercer año de sequía: poca lluvia en primavera, ninguna en verano y malas cosechas en otoño. Los agricultores cifraban sus esperanzas en las nieves de este invierno. Ahora recordaba un dicho de los campesinos del Friuli, gente adusta y trabajadora: «Sotto la neve, pane; sotto la pioggia, jame.» Sí; las nieves del invierno, que durante la primavera empapan la tierra poco a poco con el agua almacenada, traen pan, mientras que la lluvia, que se escurre pronto, trae hambre.
Hoy no llevaba la cartera; no era probable que encontrara bolsas de cocaína dos días seguidos. Había comprado un diario en la estación, y lo leyó de cabo a rabo mientras el tren cruzaba la llanura en dirección a Vicenza. Ya no se mencionaba al norteamericano muerto. Ocupaba su lugar un crimen pasional ocurrido en Módena, un dentista que había estrangulado a una mujer que no quería casarse con él y después se había suicidado disparándose un tiro. Pasó el resto del viaje leyendo las noticias políticas, y llegó a Vicenza tan enterado como salió de Venecia.
Delante de la estación le esperaban el mismo coche y el mismo conductor, que esta vez se apeó y abrió la puerta a Brunetti.
– ¿Adonde vamos, comisario?
– ¿Dónde está el departamento de Higiene? -preguntó.
– En el hospital.
– Pues ahí vamos.
El conductor lo llevó por la larga calle de la base, y Brunetti se sintió otra vez en un país extranjero. Había pinos a uno y otro lado. El coche pasaba junto a hombres y mujeres con shorts que montaban en bicicleta o empujaban cochecitos de niños. Otros corrían cadenciosamente. Hasta pasaron por delante de una piscina, todavía llena de agua pero vacía de bañistas.
El conductor paró el coche frente a uno de tantos anodinos edificios prefabricados, HOSPITAL MILITAR DE VICENZA, leyó Brunetti.
– Es aquí -señaló el conductor, mientras aparcaba en una plaza reservada para minusválidos y paraba el motor.
Al entrar, Brunetti encontró un mostrador bajo y curvo. Una muchacha levantó la cabeza y le preguntó con una sonrisa:
– ¿Qué desea?
– Busco la oficina de Higiene.
– Siga por el pasillo que está detrás de mí y tuerza a la derecha. Es la tercera puerta de la izquierda -indicó ella volviéndose hacia una embarazada vestida de uniforme que había entrado después de él. Brunetti se fue en la dirección indicada, muy satisfecho de sí mismo por no haberse vuelto a mirar a la embarazada de uniforme.
En la tercera puerta se leía, efectivamente: HIGIENE. Brunetti llamó con los nudillos. Nadie contestó y volvió a llamar. Siguieron sin contestar, y probó el picaporte, observando que era redondo, no de manubrio. La puerta se abrió y él entró. Era un despacho pequeño, con tres mesas metálicas, cada una con una silla delante y dos archivadores detrás, que servían de soporte a unas plantas largas y fatigadas que necesitaban no tanto un riego como una buena limpieza. En la pared había el consabido tablero de anuncios, lleno de avisos y gráficos. Dos de las mesas estaban cubiertas de la parafernalia normal del trabajo de oficina: papeles, formularios, carpetas, bolígrafos y lápices. En la tercera había un terminal de ordenador y, por lo demás, estaba curiosamente despoblada.
Brunetti se sentó en la silla que estaba claramente destinada a las visitas. Empezó a sonar un teléfono -había uno en cada mesa-, sonó hasta siete veces y paró. Brunetti esperó unos minutos y salió al pasillo. Preguntó a una enfermera que pasaba si sabía dónde estaban los de la oficina.
– Ya no pueden tardar -respondió ella, utilizando la fórmula universal con la que los compañeros de trabajo se protegen unos a otros frente a personas extrañas que pudieran haber sido enviadas a averiguar quién está en su puesto y quién no. Él volvió a entrar y cerró la puerta.
En el tablero, mezclados con los avisos oficiales, estaban los chistes, postales y notas manuscritas habituales. Todos los chistes eran de soldados o de médicos, y la mayoría de las postales de minaretes o de yacimientos arqueológicos. Desprendió la primera y leyó que Bob enviaba saludos desde la Mezquita Azul. Por la segunda se enteró de que a Bob le había entusiasmado el Coliseo. Pero la tercera, en la que se veía un camello delante de las Pirámides, revelaba algo más interesante: que M y T habían terminado la inspección de las cocinas y regresaban el martes. Volvió a clavar la postal y se apartó del tablero.
– ¿Qué se le ofrece? -dijo una voz a su espalda.
Él reconoció la voz, se volvió y la mujer lo reconoció a él.
– Señor Brunetti, ¿usted aquí?
Su sorpresa era tan fuerte como auténtica.
– Buenos días, doctora Peters. Ya le dije que vendría a ver si podía averiguar algo más acerca del sargento Foster. Me han dicho que ésta es la oficina de Higiene, y he entrado para ver si era posible hablar con alguien que hubiera trabajado con él. Pero, como puede ver -dijo señalando la desierta oficina con un ademán y dando dos pasos para alejarse del tablero-, no hay nadie.
– Están reunidos -explicó ella-, buscando la manera de repartirse el trabajo hasta que llegue un sustituto.
– ¿Y usted no ha ido a la reunión? -preguntó él.
En respuesta, ella sacó un estetoscopio del bolsillo del pecho de su bata blanca y dijo:
– Recuerde, yo soy pediatra.
– Comprendo.
– No tardarán en volver -dijo ella-. ¿Con quién desea hablar?
– No lo sé. Con quien trabajara más estrechamente con él.
– Como ya le expliqué, él llevaba la oficina prácticamente solo.
– ¿Entonces, no servirá de nada que hable con sus colaboradores?
– No puedo responder a eso, señor Brunetti, ya que no sé qué es lo que desea descubrir.
Brunetti supuso que la irritación de la mujer se debía al nerviosismo, y decidió cambiar de tema.
– ¿Sabe si el sargento Foster bebía?
– ¿Si bebía?
– Alcohol.
– Muy poco.
– ¿Y drogas?
– ¿Qué clase de drogas?
– Ilegales.
– No. -Su voz era firme y su convicción, absoluta.
– Parece muy segura.
– Estoy segura porque lo conocía, y también estoy segura porque era su oficial superior y he visto su ficha médica.
– ¿Aparecería eso en una ficha médica? -preguntó Brunetti.
Ella asintió.
– En el ejército pueden analizar a cualquiera de nosotros para determinar si consumimos drogas. A la mayoría nos hacen un análisis de orina una vez al año.
– ¿También a los oficiales?
– También a los oficiales.
– ¿Y a los médicos?
– También a los médicos.
– ¿Vio usted los resultados de Foster?
– Sí.
– ¿Cuándo le hicieron el último análisis?
– No lo recuerdo. Este verano, me parece. -Se cambió de mano unas carpetas-. No comprendo por qué lo pregunta. Él nunca consumió drogas. Al contrario. Era enemigo de ellas. Por eso habíamos discutido más de una vez.
– ¿Cómo? ¿Por qué?
– Yo no creo que las drogas representen un problema. A mí, personalmente, no me interesan, pero, si la gente quiere tomarlas, allá ellos. -Como Brunetti no dijera nada, prosiguió-: Mire, mi trabajo consiste en atender a niños, pero como estamos escasos de personal también trato a muchas madres, y la mayoría me piden recetas de Valium y Librium. Si me niego, porque me parece que abusan de estos medicamentos, ellas esperan un día o dos, piden hora a otro médico y antes o después encuentran a alguien que les dé lo que desean. A muchas de ellas les bastaría con fumarse un porro de vez en cuando y saldrían menos perjudicadas.
A Brunetti le hubiera gustado saber cómo recibían estas opiniones las autoridades médicas y militares, pero creyó preferible no preguntar. Al fin y al cabo, lo que a él le interesaba averiguar no era la opinión de la doctora Peters sobre el consumo de drogas, sino si el sargento Foster las tomaba o no. Y, de paso, por qué le mintió al decirle que no había salido de viaje con él.
Detrás de ella, se abrió la puerta y entró un hombre de mediana edad con uniforme verde. Pareció sorprenderse al ver allí a Brunetti, pero reconoció a la doctora.
– ¿Ha terminado la reunión, Ron? -preguntó ella.
– Sí -dijo él, hizo una pausa, miró a Brunetti e, ignorando quién pudiera ser el visitante, agregó-: señora.
La doctora Peters miró a Brunetti.
– Le presento al sargento de primera Wolf. Sargento, el comisario Brunetti, de la policía de Venecia. Ha venido a informarse acerca del sargento Foster.
Después de que los dos hombres se estrecharan la mano e intercambiaran unas frases de cortesía, la doctora Peters dijo:
– Seguramente, el sargento Wolf podrá explicarle mejor que yo en qué consistía el trabajo del sargento Foster, Mr. Brunetti. Él se encarga de todos los contactos que mantiene el hospital con el exterior del puesto. Les dejo, tengo pacientes que atender -agregó.
Brunetti asintió, pero ella ya había dado media vuelta y salía rápidamente de la oficina.
– ¿Qué desea saber, comisario? -preguntó el sargento Wolf, y agregó en tono más informal-: ¿Vamos a mi oficina?
– ¿No trabaja usted aquí?
– No; yo pertenezco al personal administrativo del hospital. Nuestras oficinas están al otro lado del edificio.
– Entonces, ¿aquí quién trabaja? -preguntó el comisario señalando las tres mesas.
– Esta mesa es la de Mike. Era la de Mike -rectificó-. Esa otra es la del sargento Dostie, que ahora está en Varsovia. -Señaló el ordenador de la tercera mesa-. Compartían el ordenador.
Grande era la envergadura de las alas del águila norteamericana.
– ¿Cuándo regresará? -preguntó Brunetti.
– La semana próxima, tengo entendido -respondió Wolf.
– ¿Hace mucho que se fue? -A Brunetti le pareció más suave esta fórmula que preguntar directamente cuándo se había ido.
– Antes de que ocurriera esto -dijo Wolf, contestando la pregunta de modo directo y eximiendo de sospecha al sargento Dostie-. ¿Vamos a mi oficina?
Brunetti siguió al sargento por los pasillos del hospital, tratando de grabarse en la memoria el recorrido. Cruzaron unas puertas de doble batiente, recorrieron un pasillo impoluto, cruzaron otras puertas dobles y Wolf se paró delante de una puerta abierta.
– No es gran cosa, pero yo lo llamo mi casa -explicó, con sorprendente ternura. Retrocedió para dejar pasar a Brunetti, entró tras él y cerró la puerta-. Confío en que nadie nos molestará -dijo con una sonrisa. Dio la vuelta a la mesa y se sentó en un sillón giratorio tapizado de cuero de imitación. Ocupaba casi toda la mesa un enorme calendario encima del que había carpetas, bandejas de Entradas y Salidas y un teléfono. Hacia la derecha, en marco de latón, la foto de una mujer oriental y tres niños, sin duda, hijos de este matrimonio mixto.
– ¿Su esposa? -preguntó Brunetti sentándose delante de la mesa.
– Sí. Guapa, ¿verdad?
– Mucho.
– Y nuestros tres hijos: Joshua, de diez años, Melissa, de seis y Aurora, de uno.
– Una bella familia -dijo Brunetti.
– Sí; no sé qué haría sin ellos. Solía decir a Mike que lo que a él le convenía era casarse y crearse una estabilidad.
– ¿Necesitaba estabilidad? -preguntó Brunetti, intrigado por la circunstancia de que solían ser los hombres casados y con varios hijos los que hacían esta recomendación a los solteros.
– Pues… no sé -dijo Wolf, inclinando el cuerpo hacia adelante y apoyando los codos en la mesa-. Tenía más de treinta años. Ya era hora de que fundara una familia.
– ¿Tenía novia, para empezar? -preguntó Brunetti con jovialidad.
Wolf le contempló un momento y bajó la mirada a la mesa.
– No que yo sepa.
– ¿Le gustaban las chicas? -Si Wolf comprendió que en realidad el comisario le preguntaba si le gustaban los hombres, no dio señales de ello.
– Supongo que sí. En realidad, tampoco le conocía tanto. Éramos compañeros de trabajo, nada más.
– ¿Tenía amistad con alguna persona en particular? -Como Wolf moviera la cabeza negativamente, Brunetti apuntó-: La doctora Peters se impresionó mucho al ver el cadáver.
– Al fin y al cabo, habían trabajado juntos cosa de un año. ¿No es normal que se impresionara?
– Seguramente -respondió Brunetti, sin dar explicaciones-. ¿Alguien más?
– Que yo recuerde, nadie.
– Podría preguntárselo a Mr. Dostie cuando vuelva.
– Sargento Dostie -rectificó Wolf automáticamente.
– ¿Conocía mucho al sargento Foster?
– No lo sé, comisario. -El comisario pensó que este hombre parecía saber muy poco de un hombre que había trabajado con él durante…
– ¿Cuánto tiempo hacía que el sargento Foster trabajaba para usted? -preguntó.
Wolf echó el cuerpo hacia atrás, miró el retrato, como si su mujer fuera a darle la respuesta y dijo:
– Cuatro años. Desde que llegó.
– Ya. ¿Y cuánto tiempo lleva aquí el sargento Dostie?
– Unos cuatro años.
– ¿Qué clase de persona era el sargento Foster? -preguntó Brunetti, llevando nuevamente la conversación hacia el muerto.
Esta vez, antes de contestar, el sargento Wolf interrogó a sus hijos.
– Un militar excelente. Por su hoja de servicios puede verlo. Se mantenía apartado de los demás, pero quizá era porque estaba estudiando y se tomaba muy en serio sus estudios. -Wolf hizo una pausa, como si buscara algo más profundo que decir-: Era una persona muy correcta.
– ¿Le era a usted simpático? -preguntó Brunetti a bocajarro.
La sorpresa de Wolf fue evidente.
– Bien, creo que sí. En fin, no éramos amigos íntimos, pero lo consideraba un buen sujeto.
– ¿Cuáles eran exactamente sus funciones? -preguntó Brunetti sacando la libreta del bolsillo.
– Verá… -empezó el sargento Wolf, enlazando los dedos en la nuca y arrellenándose en el sillón-…tenía que supervisar las viviendas, comprobar que los dueños cumplían las normas, ya sabe, suficiente agua caliente, suficiente calefacción en invierno, etcétera. Y vigilar que los inquilinos no causaran daños a las fincas que nosotros tenemos arrendadas. Si un propietario nos llama para denunciar que el inquilino está creando un peligro sanitario, nosotros tenemos que ir a investigarlo.
– ¿Qué clase de peligro sanitario? -preguntó Brunetti, sinceramente intrigado.
– Pues, los hay de muchas clases. No sacar la basura o dejarla muy cerca de la casa. No recoger los excrementos de los animales. Hay mucho de esto. Tenemos autorización, no, mejor dicho, tenemos derecho a entrar en sus casas.
– ¿Aunque ellos se opongan?
– Sobre todo si se oponen -dijo Wolf con una risita-. Es señal de que encontraremos un buen zafarrancho.
– ¿Y qué hacen entonces?
– Revisamos la casa, para comprobar si hay peligro para la salud.
– ¿Ocurre esto con frecuencia?
Wolf fue a contestar y se detuvo, y Brunetti comprendió que estaba sopesando lo que podía contar a un italiano y cómo reaccionaría su visitante a estos desaguisados de los norteamericanos.
– De vez en cuando -dijo lacónicamente.
– ¿Y qué hacen entonces?
– Informamos a sus superiores y se les da un plazo para que lo limpien.
– ¿Y si no lo limpian?
– Se les aplica el Artículo Quince.
Brunetti dibujó otra sonrisa plácida.
– ¿El Artículo Quince?
– Es una especie de amonestación oficial. Se hace constar en el expediente y puede causar disgustos.
– ¿Por ejemplo?
– Multas, degradación y hasta la expulsión del ejército.
– ¿Por no limpiar la casa? -preguntó Brunetti, sin poder disimular la sorpresa.
– Mr. Brunetti, si viera algunas de esas casas, desearía usted expulsarlos del país. -Se interrumpió un momento y volvió al tema principal-. Foster también tenía que inspeccionar las cocinas de nuestras embajadas, especialmente si alguien enfermaba o, peor aún, si enfermaban varias personas. Hace un año, tuvimos un brote de hepatitis en Belgrado, y él tuvo que ir a revisar las instalaciones.
– ¿Algo más?
– No, nada importante.
Brunetti sonrió.
– En este momento no puedo estar seguro de lo que es importante y lo que no lo es, y me gustaría tener una idea clara de cuáles eran las obligaciones del sargento Foster.
El sargento Wolf le devolvió la sonrisa.
– Naturalmente. Comprendo. También debía procurar que los niños de los colegios recibieran las vacunas correspondientes. Sarampión, varicela… en fin, ya sabe. Y disponer la recogida de las radiografías y otros desechos que no deben mezclarse con los desperdicios domésticos. También se encargaba de recoger y divulgar información sobre sanidad e higiene. -Levantó la mirada y concluyó-: Y eso es todo, me parece.
– ¿Radiografías, ha dicho? -preguntó Brunetti.
– Sí; de la clínica dental y algunas de este hospital. Hay que recogerlas aparte. No podemos tirarlas a la basura.
– ¿Quién las recoge?
– Tenemos un contrato con un transportista italiano que pasa una vez al mes y se las lleva. Mike tenía que asegurarse de que se llevaban los contenedores. -Wolf sonrió-. Me parece que no hay más que decir.
Brunetti sonrió a su vez y se levantó.
– Muchas gracias, sargento Wolf. Me ha sido de gran ayuda.
– Espero que le sirva de algo mi información. Todos apreciábamos a Mike y deseamos que detenga usted al que lo mató.
– Sí. Por supuesto -dijo Brunetti tendiendo la mano-. No quiero estorbarle más, sargento.
El norteamericano se levantó para estrechar la mano de Brunetti con un apretón enérgico y confiado.
– Me alegro de haber podido ayudarle, comisario. Si tiene más preguntas, estoy a su disposición.
– Muchas gracias, sargento. Quizá las tenga.
Una vez en el pasillo, Brunetti volvió a la oficina de Higiene y llamó a la puerta con los nudillos. Esperó unos segundos y, al no oír nada, empujó la puerta. La Mezquita Azul y el Coliseo seguían en el tablero. Las Pirámides, tal como suponía, habían desaparecido.