Mientras esperaba la comunicación, a Brunetti le parecía volver a ver aquella cara joven con los ojos desorbitados por la muerte. Podría haber sido cualquiera de las caras que había visto en las fotos de los soldados norteamericanos de la Guerra del Golfo: fresca, rasurada, inocente, con el lustre de esa salud extraordinaria característica de los norteamericanos. Pero la cara del muchacho del muelle tenía una extraña solemnidad, se distinguía de las de aquellos soldados compatriotas suyos por obra del misterio de la muerte.
– Brunetti -dijo el comisario en respuesta al zumbido del intercomunicador.
– Estos norteamericanos son difíciles de encontrar -dijo el agente de la centralita-. En la guía telefónica de Vicenza no se encuentra nada por Base, por OTAN ni por Estados Unidos. Pero hay un número de Policía Militar. Un momento, señor. Estoy llamando.
Era extraño, pensó Brunetti, que una presencia tan poderosa fuera casi imposible de encontrar en la guía telefónica. Se quedó escuchando los chasquidos que acompañan las comunicaciones interurbanas, la señal de llamada y, luego, una voz masculina que decía:
– Puesto de la Policía Militar, ¿en qué puedo servirle?
– Buenas tardes -dijo Brunetti en inglés-. Aquí el comisario Guido Brunetti de la policía de Venecia. Deseo hablar con la persona que esté al frente de su policía.
– ¿Puede decirme de qué se trata, señor?
– Asunto policial. ¿Puedo hablar con el responsable?
– Un momento, por favor.
Una pausa, voces en sordina y:
– Sargento Frolich. Dígame…
– Buenas tardes, sargento. Comisario Brunetti, de la policía de Venecia. Deseo hablar con su oficial superior.
– ¿Podría decirme de qué se trata, señor?
– Como ya he explicado a su compañero -respondió Brunetti, manteniendo la voz neutra-, se trata de un asunto policial y deseo hablar con su oficial superior. -¿Cuántas veces tendría que repetir la fórmula?
– Lo lamento, pero en este momento no está en el puesto.
– ¿Cuándo volverá?
– No lo sé, señor. ¿Podría indicarme de qué asunto se trata?
– De un soldado desaparecido.
– ¿Cómo dice?
– Me gustaría saber si se les ha informado de la desaparición de algún soldado.
La voz preguntó entonces en tono más grave:
– ¿Quién ha dicho que llamaba, señor?
– Comisario Brunetti. Policía de Venecia.
– ¿Podemos llamarle a algún número?
– Pueden llamarme a la questura de Venecia. El número es 5203222 y el prefijo de Venecia es el 041, pero seguramente querrán comprobarlo en la guía. Esperaré su llamada. Brunetti. -Colgó el teléfono, seguro de que comprobarían el número y le llamarían. El cambio en el tono de voz del sargento indicaba interés, no alarma, por lo que probablemente no habría ningún parte de desaparición de un soldado.
Al cabo de unos diez minutos, sonó el teléfono, y el operador le anunció que le llamaban de la base norteamericana de Vicenza. «Brunetti», dijo.
– Comisario Brunetti -empezó una voz distinta-, le habla el capitán Duncan, de la Policía Militar de Vicenza. ¿Podría decirme qué desea saber?
– Deseo saber si tienen noticia de la desaparición de un soldado. Unos veinticinco años. Pelo rubio. Ojos azules. -Hizo una pausa, calculando la estatura en pies y pulgadas-. Unos cinco pies y nueve pulgadas.
– ¿Por qué le interesa este hombre a la policía de Venecia? ¿Ha tenido algún problema?
– Ya lo creo, capitán. Esta mañana hemos encontrado el cadáver de un hombre joven flotando en un canal. Tenía en el bolsillo un billete de tren de ida y vuelta expedido en Vicenza, y tanto sus ropas como sus empastes dentales denotan que era norteamericano, por lo que hemos supuesto que venía de la base.
– ¿Se ha ahogado?
Brunetti tardaba tanto en contestar que el otro repitió la pregunta.
– ¿Se ha ahogado?
– No, capitán. Mostraba señales de violencia.
– ¿Qué quiere decir?
– Que lo apuñalaron.
– ¿Para robarle?
– Eso parece.
– Da la impresión de que lo duda.
– Parece robo. No llevaba cartera, ni documentación. -Brunetti volvió a su pregunta primera-: ¿Puede decirme si han recibido informes sobre la desaparición de algún soldado, alguien que no se haya presentado a trabajar?
Después de una larga pausa, el capitán respondió:
– ¿Puedo volver a llamarle dentro de una hora?
– Por supuesto.
– Tendremos que preguntar en todos los departamentos si falta alguien. ¿Haría el favor de repetir la descripción?
– El hombre que encontramos aparenta unos veinticinco años, tiene ojos azules, cabello rubio y una estatura de unos cinco pies y nueve pulgadas.
– Gracias, comisario. Pondré a mis hombres a trabajar en esto inmediatamente, y en cuanto sepamos algo le llamaremos.
– Gracias, capitán -se despidió Brunetti, y colgó el teléfono.
Si el joven resultaba ser un soldado norteamericano, Patta se pondría histérico por encontrar al asesino. Patta era incapaz de contemplar el caso como la pérdida de una vida humana. Para él no podía ser ni más ni menos que un atentado contra el turismo, y en la protección de este bien de la ciudad Patta ponía verdadera ferocidad.
Brunetti salió de su despacho y bajó el tramo de escaleras que conducían a las salas en las que trabajaban los agentes de uniforme. Al entrar vio a Luciani en su puesto, sin huellas de su baño de madrugada. La sola idea de tener que sumergirse en el agua de los canales daba escalofríos a Brunetti, pero no por el frío, sino por la suciedad. A menudo comentaba jocosamente que preferiría no sobrevivir a la experiencia de caer en un canal. Sin embargo, de niño había nadado en las aguas del Gran Canal, y algunos viejos decían que, en su juventud, se utilizaba el agua salada de los canales y de la laguna para cocinar, porque la sal era cara, tenía unos impuestos muy altos y los venecianos eran gente pobre: en aquella época se desconocía el turismo.
Vianello, que estaba hablando por teléfono cuando Brunetti entró en la oficina, llamó a su superior con una seña.
– Sí, tío, ya lo sé -decía-. Pero, ¿y su hijo? No, el que el año pasado tuvo problemas en Mestrino.
Mientras escuchaba la respuesta de su tío, el sargento saludó a Brunetti moviendo la cabeza de arriba abajo y levantó la mano para indicarle que esperase a que acabara de hablar. Brunetti se sentó y escuchó el resto de la conversación.
– ¿Cuándo fue la última vez que trabajó? ¿En Breda? Vamos, tío, tú sabes que es incapaz de conservar un empleo tanto tiempo. -Vianello escuchó en silencio un buen rato y añadió-: No, no, si sabes algo de él, por ejemplo, que de repente tiene mucho dinero, dímelo. Sí, tío, sí, y da un beso de mi parte a la tía Luisa. -Siguió esa serie de bisílabos «ciaos» sin los que los venecianos parecen incapaces de terminar una conversación.
Después de colgar el teléfono, Vianello dijo a Brunetti:
– Era mi tío Carlo. Vive cerca de Fondamenta Nuove, detrás de Santi Giovanni e Paolo. Le he preguntado por la gente del barrio, quién vende droga y quién la consume. Él sólo conoce a un tal Vittorio Argenti. -Brunetti asintió, para indicar que recordaba el nombre-. Le hemos tenido aquí una docena de veces, pero mi tío dice que hará unos seis meses que encontró un empleo en Breda, y ahora caigo en que desde esa época no hemos vuelto a verle. Lo comprobaré en el archivo, pero supongo que, si lo hubiéramos detenido, me acordaría. Mi tío conoce a la familia y dice que todos están convencidos de que Vittorio ha cambiado. -Vianello encendió un cigarrillo y apagó la cerilla de un soplo-. Por lo que dice mi tío, da la impresión de que también él está convencido.
– Aparte de Argenti, ¿nadie más trafica con drogas en el barrio?
– Al parecer, él era el más importante. Nunca se ha traficado mucho en ese barrio. Conozco a Noe, el basurero, y que yo sepa nunca se ha quejado de encontrar jeringuillas en la calle por la mañana. No es como en San Maurizio -agregó, refiriéndose a una zona de la ciudad en la que proliferaba el consumo de droga.
– ¿Qué dice Rossi? ¿Ha encontrado algo?
– Poco más o menos lo mismo, señor. Es un vecindario tranquilo. Algún que otro robo o atraco; respecto a las drogas, poco, y de violencia, nada -y agregó-: Hasta ahora.
– ¿Y la gente de aquellas casas? ¿Han oído o han visto algo?
– No, señor. Hemos hablado con todas las personas que esta mañana estaban en el campo, y ninguna oyó ni vio nada sospechoso. Y los de las casas, tampoco. -Se adelantó a la siguiente pregunta de Brunetti-: Lo mismo dice Puccetti, comisario.
– ¿Dónde está Rossi?
Sin vacilar, Vianello respondió:
– Ha salido a tomar café. Estará aquí dentro de unos minutos, por si quiere usted hablar con él.
– ¿Qué dicen los buzos?
– Han estado buscando más de una hora, pero no han encontrado nada que se pareciera a un arma. La basura de siempre: botellas, tazas, hasta un frigorífico y un destornillador, pero nada que se parezca a un cuchillo.
– ¿Y Bonsuan? ¿Alguien le ha preguntado por la marea?
– No, señor. Todavía no. No sabemos la hora de la muerte.
– A eso de las doce de la noche -informó Brunetti.
Vianello abrió un libro registro que tenía encima de la mesa y recorrió con un grueso dedo una columna de nombres.
– En este momento va camino de la estación. Escolta a dos prisioneros al tren de Milán. ¿Le digo cuando llegue que suba a verle?
Brunetti asintió y en aquel momento les interrumpió el regreso de Rossi. Su informe era parecido al de Vianello: ni los que estaban aquella mañana en el campo ni los de las casas contiguas habían visto ni oído nada extraño.
En cualquier otra ciudad de Italia, que nadie viera ni oyera nada no sería sino señal de desconfianza hacia la policía y mala disposición para colaborar con ella. Aquí, por el contrario, donde, en general, la gente respetaba la ley y la mayoría de los policías eran venecianos, ello significaba, sencillamente, que no habían visto ni oído nada. Si en el barrio se traficara con droga, antes o después se sabría. Alguien tendría un primo, un novio o una suegra que llamaría por teléfono a un amigo que tenía un primo, una novia o una suegra que trabajaba para la policía, y el comisario se enteraría. Mientras, tendría que dar por bueno que en el barrio había poco o ningún tráfico de drogas y que no era un sitio al que la gente iba a consumir o comprar droga, y menos un extranjero. Lo cual parecía descartar el móvil de la droga, por lo menos si el crimen estaba relacionado de algún modo con este vecindario.
– Digan a Bonsuan cuando vuelva que suba a verme, por favor -dijo Brunetti, y volvió a su despacho utilizando la escalera de la parte de atrás del edificio, a fin de evitar pasar cerca del despacho de Patta. Cuanto más pudiera demorar hablar con su superior, mejor.
Una vez en su despacho, se acordó por fin de llamar a Paola. Había olvidado avisarla de que no iría a almorzar, pero hacía años que estas cosas habían dejado de sorprenderla o de preocuparla. A la hora del almuerzo, en lugar de conversar, leía un libro, a no ser que estuvieran los niños. En el fondo, él empezaba a sospechar que su mujer disfrutaba con aquellos almuerzos tranquilos a solas con los autores cuya obra enseñaba en la universidad, porque nunca protestaba si él se retrasaba o no se presentaba.
Ella contestó a la tercera señal. «Pronto.»
– Ciao, Paola, soy yo.
– Me lo figuraba. ¿Cómo van las cosas? -Ella nunca le preguntaba directamente por su trabajo ni por lo que le impedía ir a almorzar a casa. No era por falta de interés, sino porque prefería esperar a que él se lo explicara. Al fin se enteraba de todos modos.
– Perdona que no haya ido a almorzar, pero he tenido que hacer varias llamadas.
– No importa. He almorzado con William Faulkner. Es un hombre muy interesante. -Con los años, habían llegado a considerar a sus visitantes de la hora del almuerzo auténticos invitados, y bromeaban acerca de los modales en la mesa del doctor Johnson (horripilantes), la conversación de Melville (picante) y lo que bebía Jane Austen (algo asombroso).
– Pero a cenar iré. Sólo tengo que hablar con un par de personas y esperar una llamada de Vicenza. -Como ella no decía nada, él especificó-: De la base militar norteamericana.
– Ah, ¿ésas tenemos? -dijo ella, dando a entender con su pregunta que ya estaba enterada del crimen y de la probable identidad de la víctima. El camarero se lo decía al cartero, que lo comentaba con la señora del segundo, que llamaba a su hermana y así toda la ciudad se enteraba de lo ocurrido mucho antes de que los periódicos publicaran ni una palabra o el telediario diera la noticia.
– Sí -dijo él.
– ¿A qué hora piensas llegar?
– Antes de las siete.
– Está bien. Ahora cuelgo, no sea que llegue esa llamada que esperas. -Él quería a Paola por muchas razones, y una de ellas era que ahora podía estar seguro de que éste era el verdadero motivo por el que ella cortaba la conversación. No había mensajes secretos ni agenda oculta en lo que decía.
– Gracias, Paola. Hasta las siete.
– Ciao, Guido -y ella colgó, para volver a William Faulkner, dejándole libre para trabajar y libre también de todo remordimiento por las exigencias de su trabajo.
Eran casi las cinco, y los norteamericanos no llamaban. Brunetti se sintió tentado de llamarles, pero resistió el impulso. Si había desaparecido un soldado, tendrían que acudir a él. A fin de cuentas, hablando lisa y llanamente, él tenía al muerto.
Entre los informes de personal que aún le quedaban encima de la mesa buscó los de Luciani y Rossi. En ambos agregó de su puño y letra sendas anotaciones de que habían ido mucho más allá de lo que el deber les exigía al meterse en el canal para sacar el cadáver. En lugar de esperar un bote o utilizar pértigas, habían hecho algo que él no sabía si tendría el valor, o la voluntad, de hacer.
Sonó el teléfono.
– Brunetti.
– Aquí el capitán Duncan. Hemos indagado en todos los departamentos. Hoy ha faltado al trabajo una persona que se ajusta a su descripción. Hemos ido a investigar en su apartamento, pero no hay rastro de él. De modo que me gustaría enviar a alguien a ver a ese hombre.
– ¿Cuándo, capitán?
– Esta misma tarde, si es posible.
– Desde luego. ¿Cómo vendrá?
– ¿Cómo dice?
– Me gustaría saber si vendrá en tren o en coche, para que pueda enviar a alguien a recogerle.
– Ah -exclamó Duncan-. En coche.
– Pues le esperaremos en Piazzale Roma. Entrando, a mano derecha, hay un puesto de carabinieri.
– Bien. El coche estará aquí dentro de un cuarto de hora, de modo que habrán llegado antes de una hora, a eso de las seis y cuarto.
– Habrá una lancha esperando. Tendrá que ir al cementerio a identificar el cadáver. ¿Será alguien que conocía al hombre, capitán? -Brunetti sabía por experiencia lo difícil que era reconocer un cadáver por una fotografía.
– Sí; es su oficial superior en el hospital.
– ¿El hospital?
– El desaparecido es nuestro inspector del departamento de Higiene, el sargento Foster.
– ¿Podría darme el nombre del oficial que vendrá?
– Capitán Peters. Terry Peters. Pero, comisario -agregó Duncan-, es una mujer. -Había en su voz una audible autocomplacencia al puntualizar-: Y la capitán Peters es, además, médico.
Brunetti se preguntó si el otro esperaría que se desmayara porque los norteamericanos admitían a las mujeres en el ejército y, por si fuera poco, además les dejaban ser médicos. Optó por asumir el papel del clásico italiano que no puede resistirse al atractivo de todo lo que lleve faldas, aunque sean de un uniforme militar.
– Está bien, capitán. En tal caso, iré personalmente a recibir a la capitán Peters.
También quería hablar con el superior de Foster.
Duncan tardó unos segundos en contestar, pero no dijo más que:
– Muy amable, comisario. Diré a la capitán que pregunte por usted.
– Sí, conforme -dijo Brunetti, y colgó sin esperar a que el otro se despidiera. Ahora se daba cuenta, sin pesar, de que su tono había sido muy seco. Como solía ocurrirle, se había dejado dominar por el resentimiento que le producía algo que creía percibir de modo subliminal. En el pasado, tanto durante los seminarios de la Interpol a los que asistían norteamericanos como durante los tres meses de un cursillo que había seguido en Washington, frecuentemente se había tropezado con este «sentido nacional» de superioridad moral, esta creencia, tan generalizada entre los norteamericanos, de que habían sido elegidos para servir de faro de moralidad en un mundo sumido en las tinieblas del error. Quizá no era así en este caso, quizá había interpretado mal el tono de Duncan, y lo único que pretendía el capitán era evitarle un momento de desconcierto. En tal caso, su reacción habría servido para alimentar los prejuicios que pudiera tener el capitán acerca de los italianos impulsivos y quisquillosos.
Sacudiendo la cabeza con un gesto de contrariedad, pulsó la línea exterior y a continuación el número de su casa.
– Pronto -respondió Paola a la tercera señal.
– Esta vez te llamo para avisar -dijo él sin preámbulos.
– Es decir, que llegarás tarde.
– Tengo que ir a Piazzale Roma a recibir a un capitán estadounidense que viene de Vicenza a identificar el cadáver. No creo que me retrase demasiado, no serán mucho más de las nueve. Ella llegará a eso de las siete.
– ¿Ella?
– Sí, «ella» -dijo Brunetti-. Ésa fue también mi reacción. Y, además, es médico.
– El mundo está lleno de prodigios -dijo Paola-. Capitán y médico. Pues más le valdrá ser buena en lo uno y lo otro, porque por su culpa te perderás hígado con polenta. -Era uno de sus platos favoritos, y seguramente su mujer lo había hecho porque él se había saltado el almuerzo.
– Lo tomaré cuando llegue.
– Está bien. Daré la cena a los niños y te esperaré.
– Gracias, Paola. No tardaré.
– Te espero -dijo ella, y colgó.
Cuando la línea quedó libre, él llamó al segundo piso y preguntó si había vuelto Bonsuan. El piloto acababa de llegar, y Brunetti pidió que le enviaran a su despacho.
A los pocos minutos, Danilo Bonsuan entraba en el despacho de Brunetti. Era un hombre robusto, de facciones toscas, con aspecto del que vive sobre el agua pero nunca pensaría en beberla. Brunetti señaló la silla que estaba delante de su escritorio. Bonsuan se sentó con la rigidez que imprimía en sus movimientos el reuma acumulado durante las décadas pasadas en los barcos.
Brunetti le conocía lo suficiente como para no esperar que hablase sin ser preguntado, no porque fuera reacio a colaborar sino, simplemente, porque no tenía costumbre de hablar si no lo exigía alguna finalidad práctica.
– Danilo, la mujer vio el cadáver a las cinco y media, es decir, con la marea baja. El doctor Rizzardi dice que había estado en el agua cinco o seis horas, que es el tiempo que llevaba muerto. -Brunetti hizo una pausa, para dar al hombre tiempo de visualizar mentalmente los canales contiguos al hospital-. En el canal en el que ha aparecido el hombre no hemos encontrado arma alguna.
Bonsuan no se molestó en comentar esto. Nadie se desprendería de un buen cuchillo.
Brunetti lo dio por dicho y agregó:
– Quizá lo mataran en otro sitio.
– Probablemente -dijo Bonsuan, poniendo fin a su mutismo.
– ¿Dónde?
– ¿Cinco o seis horas? -preguntó Bonsuan. Brunetti asintió y entonces el piloto echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, y Brunetti casi pudo ver la carta de mareas de la laguna que el otro estaba estudiando. Bonsuan mantuvo la postura durante varios minutos. Una vez sacudió la cabeza, en breve negativa, descartando una posibilidad que Brunetti nunca escucharía. Finalmente, abrió los ojos y dijo:
– Puede haber ocurrido en dos sitios. Detrás de Santa Marina. ¿Conoce la calle sin salida que desemboca en Rio Santa Marina, detrás del hotel nuevo?
Brunetti asintió. Era un lugar tranquilo, una calle sin salida.
– El otro sitio es la calle Coceo. -Como Brunetti lo mirara con extrañeza, explicó-: Es una de las dos calles sin salida que parten de la calle Lunga, que arranca de Campo Santa Maria Formosa y termina en el agua.
Aunque la descripción de Bonsuan le ayudó a situar la calle y hasta recordó su embocadura, ante la que debía de haber pasado cientos de veces, Brunetti no recordaba haber entrado en ella. Ni él ni nadie que no viviera allí, porque, como había dicho Bonsuan, era una calle sin salida que iba a parar al agua.
– Tanto un sitio como otro serían perfectos -apuntó Bonsuan-. Nadie pasa por allí y, menos, a esa hora.
– ¿Y las mareas?
– Esta noche han sido flojas. No tenían mucha fuerza. Y un cuerpo se encalla, no se deja arrastrar fácilmente. Puede haber sido en cualquiera de estos dos sitios.
– ¿Algún otro?
– Cualquiera de las otras calles que salen a Rio Santa Marina, pero éstos son los mejores sitios, si no estuvo en el agua más que cinco o seis horas. -Parecía que Bonsuan había terminado de hablar, pero entonces agregó:
– A no ser que fuera en barco -dejaba que Brunetti adivinara que se refería al asesino.
– Cabe la posibilidad -convino Brunetti, aunque no le parecía probable. Un barco suponía un motor, y a altas horas de la noche, un motor provocaba airadas miradas en las ventanas de los que querían descubrir quién metía tanto ruido.
– Gracias, Danilo. ¿Podría decir a los buzos que echen una ojeada en esos dos sitios? Pueden esperar a mañana. Y que Vianello envíe a un equipo para ver si encuentran indicios de que el crimen se cometiera en uno de ellos.
Bonsuan se puso en pie con un crujido de rodillas, y asintió.
– ¿Quién hay abajo que pueda llevarme a Piazzale Roma y luego al cementerio?
– Monetti -respondió Bonsuan, nombrando a otro de los pilotos.
– Dígale que me gustaría salir dentro de diez minutos.
Y, con un movimiento de cabeza afirmativo y un «Sí, señor» dicho a media voz, Bonsuan se fue.
De pronto, Brunetti descubrió que estaba hambriento. Desde la mañana no había comido más que tres emparedados, y ni siquiera eso, porque uno se lo había zampado Orso. Abrió el cajón de abajo de la mesa, con la esperanza de encontrar algo, una bolsa de buranei, las galletas en forma de S que tanto le gustaban y que con frecuencia tenía que disputarse con sus hijos, un caramelo olvidado, cualquier cosa, pero el cajón seguía tan vacío como la última vez.
Tendría que conformarse con un café. Pero en tal caso debería pedir a Monetti que hiciese una parada. La irritación que le producía este pequeño problema daba una idea del hambre que sentía.
Entonces se acordó de las mujeres que trabajaban abajo, en Ufficio Stranieri; siempre que iba a mendigar comida encontraban algo que darle.
Salió del despacho, descendió a la planta baja por la escalera posterior y empujó las pesadas puertas de la oficina. Sylvia, menuda y morena, y Anita, alta rubia y espectacular, estaban sentadas a sus escritorios, frente a frente, hojeando los papeles que llegaban a sus mesas en un flujo aparentemente inagotable.
– Buona sera -le dijeron al verle entrar y volvieron a concentrarse en las carpetas verdes.
– ¿Tenéis algo para comer? -les preguntó con más hambre que diplomacia.
Sylvia sonrió y movió la cabeza negativamente; él sólo venía a pedir comida o a decirles que uno de sus solicitantes de permiso de residencia o de trabajo había sido arrestado y, por lo tanto, podían eliminarlo de sus listas y archivos.
– ¿No te dan de comer en tu casa? -preguntó Anita, pero mientras hablaba abrió un cajón de la mesa y sacó una bolsa de papel marrón. La abrió y extrajo una, dos y tres peras maduras que fue dejando en el borde de la mesa, al alcance de la mano de él.
Hacía tres años, un argelino al que se había negado el permiso de residencia perdió los estribos al serle comunicada la noticia, agarró a Anita por los hombros y empezó a tirar de ella por encima de la mesa mientras le gritaba histéricamente en árabe. En aquel preciso instante entró Brunetti a pedir un expediente y, al momento, el comisario pasó un brazo alrededor del cuello del hombre y se lo oprimió hasta obligarle a soltar a Anita, que cayó encima de la mesa, aterrada y sollozando. Ninguno de los dos había vuelto a hablar del incidente, pero el comisario sabía que en la oficina de Extranjeros siempre encontraría algo de comer.
– Grazie, Anita -dijo, tomando una de las peras. Le arrancó el rabo y le dio un mordisco: estaba madura y jugosa. En cinco bocados, la pera desapareció, y él tomó entonces la segunda. Menos madura, pero dulce y tierna. Con los dos húmedos corazones en la mano izquierda, agarró la tercera pera, volvió a dar las gracias a la mujer y salió de la oficina, con nuevas fuerzas para el viaje a Piazzale Roma y su encuentro con la doctora Peters. La capitán Peters.