CAPÍTULO XVII

Durante los tres días siguientes, Brunetti no hizo casi nada. En la questura, cumplía con la rutina del trabajo: leer papeles, firmarlos y rellenar formularios sobre las necesidades de personal previstas para el año siguiente, sin detenerse a pensar que éste era trabajo de Patta. En casa, charlaba con Paola y los niños que, absortos en las tareas del nuevo curso escolar, no advertían su abstracción. Ni las pesquisas para encontrar a Ruffolo le interesaban mucho, seguro como estaba de que aquel atolondrado no tardaría en cometer un error que le hiciera caer de nuevo en manos de la policía.

No volvió a llamar a Ambrogiani y, en sus entrevistas con Patta, no mencionaba los asesinatos, ni el que tan aprisa había sido olvidado por la prensa ni el que nunca se llamó asesinato, ni se refería a la base de Vicenza. Con una insistencia casi obsesiva, rememoraba imágenes de la joven doctora, la veía tendiéndole la mano al saltar del barco, o con los brazos apoyados en el lavabo del depósito y el cuerpo sacudido por los espasmos del trauma, o diciéndole con una sonrisa que dentro de seis meses empezaría su vida.

Lo más usual es que el policía no haya tratado a las personas cuya muerte investiga, por muy bien que llegue a conocerlas después, al averiguar cómo eran en el trabajo, en la cama y ante la muerte. Por ello, la muerte de la doctora Peters afectaba a Brunetti de modo especial, haciéndole sentirse directamente responsable de encontrar al asesino.

Al llegar a la questura el jueves por la mañana, Brunetti habló con Vianello y con Rossi. Aún no se sabía nada de Ruffolo. Viscardi había vuelto a Milán, después de dar por escrito la descripción de los dos hombres, uno muy alto y otro con barba, tanto al seguro como a la policía. Al parecer, habían entrado en el palazzo forzando las cerraduras de la puerta lateral y serrando el candado de una verja. Brunetti no había hablado con Viscardi, pero sus conversaciones con Vianello y con Fosco le habían convencido de que no se había robado nada, por lo menos nada que no fuera el dinero del seguro.

Poco después de las diez, una de las secretarias de la planta baja subió el correo a los despachos del último piso y dejó en la mesa de Brunetti varias cartas y un sobre marrón del tamaño de una revista.

Las cartas eran las consabidas invitaciones a conferencias, ofertas de seguros de vida y respuestas a cuestionarios enviados a departamentos de policía de otras ciudades. Después de leerlas, Brunetti examinó el sobre grande. Una fina franja de sellos discurría junto al borde superior: había, por lo menos, veinte. Tenían una pequeña bandera de Estados Unidos y eran de veintinueve centavos. El sobre estaba dirigido a su nombre y no llevaba más señas que «Questura, Venecia, Italia». No podía adivinar quién le escribiría desde América. No había remite.

Rasgó el sobre, metió la mano y sacó una revista. Al ver la portada, reconoció la revista médica que la doctora Peters le había arrancado de las manos en su despacho. Empezó a pasar las hojas, se paró un momento en las fotos de los pies deformes y siguió mirando. Hacia el final, encontró insertas entre las páginas de la revista tres fotocopias. Las sacó y las puso en la mesa.

En lo alto se leía: «Ficha médica», y debajo había casillas para el nombre, edad y graduación del paciente. La ficha correspondía a Daniel Kayman y el año de nacimiento que se indicaba era 1984. Seguían tres páginas de historial, empezando por sarampión en 1989, una serie de hemorragias nasales en el invierno de 1990, fractura de un dedo en 1991 y, en las dos últimas páginas, una serie de visitas, que se iniciaba hacía dos meses, por una erupción cutánea en el brazo izquierdo. En sucesivas anotaciones, la erupción se hacía más extensa, más profunda y más misteriosa para los tres médicos que habían intentado curarla.

El ocho de julio, el niño había sido examinado por la doctora Peters por primera vez. Su letra, pulcra e inclinada, indicaba que la erupción era «de origen desconocido» y se había manifestado al regreso de una merienda en el campo. La lesión cubría la cara interna del antebrazo desde la muñeca hasta el codo, tenía un tinte amoratado pero no picaba. Se le había prescrito una pomada.

Tres días después, el niño había vuelto, la erupción había empeorado. Ahora supuraba un líquido amarillo, era dolorosa y el niño tenía mucha fiebre. La doctora Peters propuso consultar a un dermatólogo del hospital de Vicenza, pero los padres se negaron a permitir que un médico italiano examinara a su hijo. Ella le recetó otra pomada, ésta a base de cortisona, y un antibiótico para hacerle bajar la fiebre.

Sólo dos días después, el niño fue llevado otra vez al hospital y examinado por otro médico, el doctor Girrard, que anotó en la ficha que el paciente sufría fuertes dolores. La erupción parecía ahora una quemadura y se le había extendido hasta el hombro. Tenía la mano hinchada y dolorida. La fiebre persistía.

Un tal doctor Grancheck, al parecer dermatólogo, había examinado al niño y recomendado su inmediato traslado al hospital militar de Landstuhl, en Alemania.

Al día siguiente, el niño era enviado a Alemania en un vuelo de evacuación médica. No había más entradas en el historial, pero, junto a la observación de que la erupción del niño había adquirido el aspecto de una quemadura, se leía, en la fina letra de la doctora Peters, la anotación «PCB» y, debajo, «FPJ, marzo».

Brunetti buscó la fecha de la revista, aunque ya imaginaba cuál era. Family Practice Journal, número de marzo. Abrió la revista y empezó a leer. Observó que el cuadro editorial estaba compuesto casi exclusivamente por hombres, que la mayoría de artículos estaban escritos por hombres y que los artículos del índice trataban de los temas más diversos, desde los pies que tanto le habían horrorizado hasta el aumento en la incidencia de la tuberculosis a consecuencia de la epidemia del sida, pasando por la transmisión de parásitos de los animales domésticos a los niños.

En vista de que el índice no le daba ninguna pista, Brunetti empezó a leer desde la primera página, sin olvidar los anuncios ni las cartas al director. En la página 62 lo encontró: una breve referencia a un caso que se había dado en Newark, Nueva Jersey, de una niña de seis años que, jugando en un descampado, había pisado lo que parecía un charco de aceite dejado por un coche abandonado. El líquido se le había metido en el zapato empapándole el calcetín. Al día siguiente, la niña tenía una erupción en el pie que pronto tomó el aspecto de una quemadura y le fue subiendo hasta la rodilla. Tenía mucha fiebre. Todos los tratamientos fueron inútiles, hasta que un funcionario del departamento de Salud Pública fue al solar y tomó una muestra del líquido, que resultó tener un alto contenido de PCB y proceder de unos bidones de residuos tóxicos que habían sido vertidos en el solar. Aunque las quemaduras se curaron, los médicos eran pesimistas respecto al futuro de la niña, habida cuenta de los daños de tipo neurológico y genético que se habían observado en los experimentos realizados en animales con substancias que contenían PCB.

Brunetti dejó la revista y volvió a leer el historial médico. Los síntomas eran idénticos, pero no se mencionaba dónde ni cómo el niño había entrado en contacto con la sustancia que le había causado la erupción. «Una merienda en el campo con sus padres» era lo único que recogía el informe. Tampoco indicaba qué tratamiento se había aplicado al niño en Alemania.

Volvió a mirar el sobre. El matasellos consistía en un círculo con la inscripción «Army Postal Service» y la fecha del viernes. Así pues, la semana anterior ella le envió esto por correo y luego trató de hablar con él por teléfono. No dijo «Basta» ni «Pasta» sino «Posta», para anunciarle el envío. ¿Qué podía haber ocurrido? ¿Qué la había hecho actuar? ¿Qué la había inducido a enviarle estos papeles?

Brunetti recordó que Wolf le había dicho que una de las funciones de Foster era la de supervisar la recogida de las radiografías. También le habló de otros desechos y sustancias, pero sin puntualizar su naturaleza ni dónde los depositaban. Los norteamericanos tenían que saberlo, sin duda.

Éste tenía que ser el nexo entre las dos muertes, o ella no le hubiera enviado el sobre y tratado de hablar con él. El niño era paciente suyo, pero se lo habían llevado a Alemania, y aquí terminaba su historial médico. Sabía el apellido del niño y, como Ambrogiani tendría acceso a la lista de todos los norteamericanos de la base, sería fácil averiguar si la familia aún estaba allí. ¿Y si no estaba?

Descolgó el teléfono y pidió al telefonista que le pusiera con el maggior Ambrogiani, de la base norteamericana en Vicenza. Mientras esperaba, trataba de ensamblar todas las piezas, con la esperanza de descubrir al que había clavado la aguja en el brazo de la doctora.

Ambrogiani contestó dando su nombre. No demostró sorpresa cuando Brunetti se dio a conocer, sino que se quedó a la escucha, dejando que se prolongara el silencio.

– ¿Han descubierto algo? -preguntó Brunetti.

– Parece que están haciendo una serie de análisis para detectar el consumo de droga. La medida, que se aplica de forma aleatoria, afecta a todo el personal. No se ha librado ni el director del hospital. Dicen que tuvo que entrar en el servicio de hombres y producir una muestra de orina mientras un médico esperaba en la puerta. Al parecer, han hecho más de un centenar de pruebas esta semana.

– ¿Con qué resultados?

– Aún no se conocen. Todas las muestras han de ser enviadas a Alemania para ser analizadas en los laboratorios de allí. Los resultados no se sabrán hasta dentro de un mes.

– ¿Y serán fiables? -preguntó Brunetti, asombrado de que cualquier organización estuviera dispuesta a fiarse de unos resultados que pasaban por tantas manos, durante tanto tiempo.

– Ellos así parecen creerlo. Si da positivo, simplemente, te expulsan.

– ¿Y a quiénes analizan?

– Como le digo, no hay una norma. Los únicos que quedan excluidos son los que regresan del Oriente Próximo.

– ¿Porque son héroes? -preguntó Brunetti.

– No; porque temen que muchos den positivo. Es muy fácil conseguir droga en esa parte del mundo, tanto como en el Vietnam, y tienen miedo de la publicidad negativa que se crearía si se supiera que todos sus héroes regresan con souvenirs en el sistema circulatorio.

– ¿Aún se mantiene lo de la sobredosis?

– Categóricamente. Uno de mis hombres me dijo que la familia ni siquiera quiso venir a recoger el cadáver.

– ¿Y qué hicieron?

– Mandárselo. Pero hizo el viaje solo.

Brunetti se dijo que no tenía importancia. Que a los muertos no les afectan estas cosas; que les es indiferente cómo los traten y lo que piensen de ellos los vivos. Pero no se lo creía del todo.

– Le agradecería que viera si puede conseguir información para mí, maggiore.

– Con sumo gusto, si está en mi mano.

– Deseo saber si hay en la base un soldado que se apellida Kayman. -Deletreó el apellido-. Tiene un hijo que fue paciente de la doctora Peters. El niño fue enviado a un hospital de Alemania, en Landstuhl. Me gustaría averiguar si los padres siguen ahí y, en tal caso, hablar con ellos.

– ¿Todo esto es extraoficial?

– Totalmente.

– ¿Puede decirme de qué se trata?

– No estoy seguro. Ella me envió una copia del historial médico del niño y un artículo sobre PCBs.

– ¿Sobre qué?

– Agentes químicos tóxicos. No sé de qué están compuestos exactamente, ni qué efectos tienen, pero me consta que su eliminación es difícil. Y son corrosivos. El niño tenía una erupción en un brazo, causada, probablemente, por exposición a ellos.

– ¿Qué tiene eso que ver con los norteamericanos?

– No lo sé. Por eso quiero hablar con los padres del niño.

– Está bien. Ahora mismo me ocupo de ello y esta tarde le llamo.

– ¿Podrá dar con él sin que se enteren los norteamericanos?

– Creo que sí -respondió Ambrogiani-. Tenemos un registro de las matrículas de los coches y, como casi todos tienen coche, no me será difícil averiguar si aún está aquí, sin tener que preguntar.

– Bien -dijo Brunetti-. Creo preferible que esto no trascienda.

– ¿Quiere decir, a los norteamericanos?

– Por el momento.

– De acuerdo. Le llamaré cuando haya mirado el registro.

– Muchas gracias, maggiore.

– Giarcarlo -dijo el carabiniere-, ya que vamos a meternos juntos en esto, opino que podemos prescindir del tratamiento.

– Estoy de acuerdo -dijo Brunetti, encantado de encontrar un aliado-. Guido.

Cuando colgó el teléfono, Brunetti sintió de pronto el deseo de encontrarse en Estados Unidos. Una de las cosas que más le impresionaron de aquel país fue su red de bibliotecas públicas, en las que cualquiera puede entrar a hacer consultas, leer el libro que desee o repasar un catálogo de revistas. Aquí, en Italia, o compras el libro o tienes que acudir a la biblioteca de una universidad, a la que no es fácil acceder sin la correspondiente tarjeta, permiso y documento de identidad. ¿Cómo informarse, pues, acerca de los PCBs, qué son, de dónde salen y qué hacen en el cuerpo humano que entra en contacto con ellos?

Miró el reloj. Si se apresuraba, aún podría llegar a la librería de San Luca, donde probablemente encontraría la clase de libros que podrían serle útiles.

Llegó quince minutos antes de la hora del cierre y explicó lo que deseaba al librero. Éste le dijo que había dos libros básicos sobre sustancias tóxicas y contaminación, aunque uno de ellos se refería más concretamente a las emisiones que van directamente a la atmósfera. Un tercero era una especie de introducción a la química para profanos. Después de hojearlos, Brunetti compró el primero y el tercero, a los que agregó una obra de aspecto estridente, publicada por el Partido Verde y titulada Suicidio planetario. Confiaba en que el tratamiento del tema fuera más serio de lo que auguraban el título y la cubierta.

Entró en un restaurante, almorzó cumplidamente, volvió al despacho y abrió el primer libro. Al cabo de tres horas, empezaba a darse cuenta, con horror creciente, de la magnitud del problema que el hombre industrial había creado para sí y, lo que es peor, para las generaciones futuras.

Al parecer, estas sustancias químicas eran esenciales en muchos de los procesos de los que dependía la sociedad moderna, como la técnica del frío, ya que servían de refrigerante en los frigoríficos domésticos y los acondicionadores de aire. También se utilizaban en el aceite para transformadores, pero los PCBs no eran más que una flor del mortífero ramillete que la industria había regalado a la humanidad. Leía con dificultad los nombres y, con total incomprensión, las fórmulas. Estaban también las cifras que indicaban la media de vida de cada sustancia. Dedujo que éste era el tiempo que tardaba la sustancia en hacerse la mitad de perniciosa de lo que lo era cuando fue medida. En algunos casos, eran cientos de años; en otros, miles. Y eran sustancias que el mundo industrializado, en su carrera hacia el futuro, producía en cantidades ingentes.

Durante décadas, el Tercer Mundo fue el vertedero de las naciones industrializadas, y recibía barcos de sustancias tóxicas que eran esparcidas en pampas, sabanas y altiplanos, a cambio de dinero, sin que nadie se preocupara por el precio que tendrían que pagar las generaciones futuras. Ahora que algunos países del Tercer Mundo se negaban a servir de basurero del Primero, los países industrializados estaban obligados a buscar sistemas de eliminación, algunos de los cuales eran ruinosos. En consecuencia, flotas de camiones fantasma con documentación falsa circulaban arriba y abajo de la Península Italiana, buscando, y encontrando, lugares propicios para descargar su carga letal. O de Génova y Tarento zarpaban barcos con la bodega llena de bidones de disolventes, sustancias químicas y sólo Dios sabía qué, pero, cuando llegaban al puerto de destino, los bidones ya no estaban a bordo, como si ese dios que era el único que sabía su contenido hubiera decidido acogerlo en su seno. Algunos eran arrojados por el mar a las costas del Norte de África o de Calabria y, por supuesto, nadie tenía ni la más remota idea sobre de dónde procedían, ni advertía cómo eran devueltos a las olas que los habían arrastrado a las playas.

El tono del libro publicado por el Partido Verde le irritó; los datos le horrorizaron. Daban el nombre de los remitentes, de las empresas que los pagaban y, peor aún, mostraban fotografías de los lugares en los que se habían encontrado vertidos ilegales. La retórica era acusadora y el reo, según los autores, era el Gobierno italiano en pleno, confabulado con las empresas que generaban estos desperdicios y a las que la ley no obligaba a justificar sus vertidos. El último capítulo del libro se refería al Vietnam, donde ahora empezaban a apreciarse los daños genéticos causados por las toneladas de dioxina arrojadas en aquel país durante la guerra contra Estados Unidos. La descripción de las malformaciones congénitas, el alto índice de abortos y la presencia de dioxina en el pescado, el agua y en la misma tierra era clara y, aun descontando las inevitables exageraciones de los autores, aterradora. Y se afirmaba que las mismas sustancias químicas se vertían por toda Italia constante y sistemáticamente.

Cuando acabó de leer, Brunetti descubrió que había sido manipulado, que todos aquellos razonamientos tenían fisuras, que presuponían relaciones de causa a efecto que no podían demostrarse y que atribuían culpas sin aportar pruebas. Ahora bien, también comprendía que probablemente una de las suposiciones básicas que se formulaban en todos los libros era cierta: la violación de la ley, tan generalizada como impune, y la resistencia del Gobierno a dictar leyes más rigurosas indicaban que existía complicidad entre los delincuentes y el Gobierno que tenía la misión de prevenir el delito o castigarlo. ¿Acaso aquellos dos infelices de la base se habían metido inconscientemente en esta ciénaga, empujados por un niño que tenía una erupción en un brazo?

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