CAPÍTULO XIX

Al día siguiente, ni Brunetti tuvo noticias de Ambrogiani ni Vianello consiguió ponerse en contacto con el chico de Burano. Al otro día, cuando el comisario volvió de almorzar, aún no había novedades. Alrededor de las cinco, Vianello entró a decirle que el chico había llamado y habían concertado una cita para el sábado por la tarde en Piazzale Roma. Un coche pasaría a recoger a Vianello, que no iría de uniforme, y le llevaría hasta el lugar de la entrevista con Ruffolo. Después de dar todas estas explicaciones, Vianello agregó con una sonrisa:

– Hollywood.

– Además, seguramente tendrán que robar un coche para eso.

– Y supongo que tampoco habrá posibilidad de tomar una copa -insistió Vianello con resignación.

– Lástima que derribaran el Pullman Bar. Por lo menos hubiera podido tomarla antes de salir.

– Quiá. Tengo que esperar en la parada del autobús número cinco. Pasarán a recogerme por allí.

– ¿Cómo lo reconocerán?

¿Se había puesto colorado Vianello?

– Tengo que llevar un ramo de claveles rojos.

Brunetti no pudo contener una carcajada.

– ¿Claveles rojos? ¿Usted? Que ningún conocido le vea en una parada de autobús de las afueras con un ramo de claveles.

– Se lo he dicho a mi mujer, y no le ha gustado nada el plan. Y menos un sábado por la tarde. Pensábamos cenar fuera. Estará echándomelo en cara durante meses.

– Vianello, le propongo un trato. Usted sigue adelante con el plan y, además de pagarle los claveles, eso sí, siempre que traiga el comprobante correspondiente, yo fijo los turnos de servicio de manera que libre usted el viernes y el sábado próximos, ¿de acuerdo?

Le parecía que era lo menos que podía hacer por un hombre que estaba dispuesto a correr el riesgo de ponerse en manos de unos conocidos delincuentes y, lo que exigía todavía mayor valentía, enfurecer a su esposa.

– Gracias, señor, pero esto no me gusta nada.

– No vaya usted si no quiere, Vianello. Antes o después encontraremos a Ruffolo.

– No importa, comisario. Nunca ha sido tan estúpido como para hacer algo a uno de nosotros. Además, yo le conozco de la última vez.

Brunetti recordó que Vianello tenía dos hijos y un tercero en camino.

– Si sale bien, todo el mérito será suyo. Puntos para el ascenso.

– Magnífico, pero ¿qué dirá él? -Vianello levantó la mirada hacia el despacho de Patta-. ¿Qué dirá cuando se entere de que hemos arrestado a su amigo, el poderoso signor Viscardi?

– Usted ya sabe lo que dirá, Vianello. Cuando Viscardi esté entre rejas con una acusación en firme, Patta dirá que él sospechaba desde el primer momento y que, si mantenía buenas relaciones con Viscardi, era para hacerle caer en la trampa que él mismo le había tendido. -Ambos sabían por experiencia que así solía ocurrir.

En aquel momento, sonó el teléfono de Vianello, cortando cualquier otro comentario acerca de la idiosincrasia del jefe. El sargento contestó dando su nombre, escuchó un momento y tendió el aparato a Brunetti.

– Es para usted, comisario.

– Sí -contestó Brunetti, y sintió que se le aceleraba el pulso al reconocer la voz de Ambrogiani.

– El padre de ese niño sigue aquí. Uno de mis hombres lo siguió, vive en Grisignano, a unos veinte minutos de la base.

– El tren para allí, ¿verdad? -preguntó Brunetti, empezando a hacer planes.

– Sólo el correo. ¿Cuándo vendría?

– Mañana por la mañana.

– Un momento, aquí tengo un horario. -Brunetti esperó, oyó dejar el teléfono y, al cabo de un momento, la voz de Ambrogiani-: Hay uno que sale de Venecia a las ocho y llega a Grisignano a las ocho cuarenta y tres.

– ¿Y antes?

– A las seis veinticuatro.

– ¿Puede enviar a alguien a esperarme a ese tren?

– Guido, ese tren llega a las siete treinta -dijo Ambrogiani con voz casi suplicante.

– Quiero hablar con él en su casa, y no podré si no estoy allí antes de que salga.

– Guido, no puede presentarse en una casa antes de las ocho de la mañana, ni aunque sean norteamericanos.

– Si me da la dirección, quizá pueda ir en coche. -Mientras hablaba, Brunetti sabía que esto era imposible. Si pedía un coche, Patta se enteraría, y tendría problemas.

– Cabezón, ¿eh? -dijo Ambrogiani, pero en su voz había más respeto que cólera-. De acuerdo, iré a esperarlo al tren yo mismo y llevaré mi propio coche. Así podremos dejarlo cerca de la casa sin llamar la atención del vecindario. -A Brunetti, que no estaba acostumbrado a utilizar coche, no se le había ocurrido que un vehículo con el distintivo de los carabinieri o de la policía forzosamente tenía que suscitar curiosidad en una población pequeña.

– Gracias, Giancarlo. Muy reconocido.

– No es para menos: las siete y media, un sábado por la mañana -murmuró Ambrogiani con incredulidad, colgando el teléfono antes de que Brunetti pudiera decir más.

En fin, él, por lo menos, no tenía que llevar una docena de claveles rojos.


A la mañana siguiente, Brunetti llegó a la estación aún con tiempo de tomar café antes de que saliera el tren, por lo que estuvo relativamente amable con Ambrogiani, que le esperaba en la minúscula estación de Grisignano. El maggiore, que vestía pantalón de pana y jersey grueso, tenía un aspecto sorprendentemente fresco y despierto, como si llevara horas levantado, algo que Brunetti, en su actual estado, encontró ligeramente irritante. Entraron en un bar situado enfrente de la estación y tomaron un brioche y café. El maggiore indicó al camarero con una seña que echara un chorrito de grappa en su taza.

– No está lejos de aquí -explicó Ambrogiani-. A un par de kilómetros. Es una casa pareada. En la otra vive el dueño. -Al observar la mirada interrogativa de Brunetti, explicó-: Envié a un hombre a preguntar. No hay mucho que decir. Tres hijos. Hace más de tres años que viven aquí; siempre han pagado el alquiler puntualmente y se llevan bien con el dueño. La esposa es italiana, y eso, en el barrio, siempre es una baza a favor.

– ¿Y el niño?

– Ya ha vuelto del hospital de Alemania.

– ¿Cómo está?

– Este mes ha empezado la escuela. Parece estar bien, pero uno de los vecinos dijo que tiene una fea cicatriz en el brazo. Como de una quemadura.

Brunetti apuró el café y dejó la taza en el mostrador.

– Vamos. Por el camino le contaré todo lo que sé.

Mientras avanzaban por calles tranquilas y carreteras arboladas, Brunetti explicó a Ambrogiani lo que había averiguado en los libros, le habló de la copia del historial médico del hijo de Kayman y del artículo de la revista.

– Da la impresión de que ella, o Foster, hicieron deducciones y establecieron la relación de causa a efecto. Pero no explica por qué los asesinaron.

– ¿También cree que fueron asesinados? -preguntó Brunetti.

Ambrogiani desvió la mirada de la carretera y la fijó en Brunetti.

– Nunca he pensado que Foster muriera durante un robo, ni creo en la hipótesis de la sobredosis, por muy convincente que nos la presenten.

Ambrogiani torció por una carretera aún más estrecha y paró el coche a un centenar de metros de una casa blanca prefabricada, un poco apartada de la carretera, rodeada de una cerca metálica. Las puertas gemelas de las dos viviendas daban a un porche situado sobre los garajes. En la entrada de coches yacían juntas dos bicicletas con ese completo abandono que sólo las bicicletas pueden manifestar.

– Dígame algo más de esas sustancias químicas -solicitó Ambrogiani después de apagar el motor-. Anoche traté de informarme, pero nadie sabía nada concreto sobre ellas, aparte de que son peligrosas.

– Yo no saqué en limpio mucho más de todo lo que leí -reconoció Brunetti-. Hay gran cantidad de ellas, todo un repertorio de la muerte. Son fáciles de producir, y parece que muchas industrias las necesitan o las generan en sus procesos de fabricación, pero es difícil deshacerse de ellas. Antes podías tirarlas en cualquier sitio, pero ahora ya no. Eran muchos los que se quejaban de que se las dejaran en la puerta de su casa.

– ¿No salió algo en el periódico hace años acerca de un barco, el Karen B me parece que se llamaba, que fue hasta África, tuvo que regresar y acabó en Génova?

Cuando Ambrogiani lo mencionó, Brunetti recordó el caso y los titulares que hablaban del «Barco del Veneno», que trató de dejar la carga en un puerto de África, pero no se le concedió permiso de atraque y estuvo navegando por el Mediterráneo durante semanas. La prensa estaba tan encariñada con él como con esas marsopas locas que cada dos o tres años tratan de subir por el Tíber. Finalmente, el barco atracó en Génova y ahí se acabó la historia. El Karen B desapareció de las páginas de los diarios y de las pantallas de la televisión italiana como si se lo hubieran tragado las aguas del Mediterráneo. Y los venenos que transportaba, todo un barco de sustancias letales, desaparecieron también, sin que nadie supiera, ni preguntara, cómo, ni adonde habían ido a parar.

– Sí, me acuerdo del caso, pero no recuerdo cuál era la carga -dijo Brunetti.

– Nosotros no llegamos a tener constancia de ello -indicó Ambrogiani, que no consideró necesario explicar que «nosotros» eran los carabinieri y «ello», el vertido ilegal-. Ni siquiera sé si entre nuestras funciones está la de vigilar y hacer arrestos por eso.

Ninguno parecía deseoso de romper el silencio que siguió a esta confesión. Finalmente, Brunetti exclamó:

– Interesante, ¿verdad?

– ¿Que no haya ningún responsable de aplicar la ley? ¿Y en el caso de que lo hubiera? -preguntó Ambrogiani.

– Sí.

En aquel momento, se abrió la puerta de la vivienda izquierda de la casa que estaban observando y salió al porche un hombre. Bajó la escalera, abrió el garaje y se agachó para retirar del camino las dos bicicletas y dejarlas sobre la hierba. Cuando el hombre entró en el garaje, Brunetti y Ambrogiani se apearon del coche y empezaron a andar hacia la casa.

Ya llegaban a la verja de la cerca cuando el coche salía lentamente del garaje marcha atrás. El hombre se apeó dejando el motor en marcha y se dispuso a abrir la verja. O no vio a los recién llegados o hizo como si no los viera. Quitó el pasador, abrió la verja y se volvió hacia el coche.

– ¿Sargento Kayman? -le llamó Brunetti, alzando la voz para dominar el ruido del motor.

Al oír su nombre, el hombre los miró. Los dos policías avanzaron hasta el umbral del portillo, evitando escrupulosamente entrar en la propiedad sin ser invitados. Al observarlo, el hombre les instó a avanzar con un ademán y se inclinó a quitar el contacto.

Era alto y rubio, con los hombros un poco encorvados, postura que quizá en un principio adoptara para disimular la estatura y ahora se había convertido en habitual. Tenía esa soltura de movimientos de los norteamericanos, que casa bien con la ropa deportiva y los hace un poco desgarbados cuando visten de modo formal. Fue hacia ellos con expresión interrogativa y abierta, sin sonrisa pero sin recelo.

– ¿Sí? -preguntó en inglés-. ¿Me buscan a mí?

– ¿El sargento Edward Kayman? -preguntó Ambrogiani.

– Sí. ¿Qué desean? ¿No es un poco temprano?

Brunetti se adelantó con la mano extendida.

– Buenos días, sargento. Soy Guido Brunetti, de la policía de Venecia.

El norteamericano estrechó la mano de Brunetti con firmeza.

– Está usted muy lejos de su casa, ¿no, Mr. Brunetti? -preguntó convirtiendo las dos últimas consonantes en «dd».

Lo dijo en son de broma, y Brunetti sonrió.

– En efecto, sargento. He venido porque me gustaría hacerle un par de preguntas.

Ambrogiani sonreía y movía la cabeza de arriba abajo, pero no daba señales de querer presentarse, dejando que Brunetti llevara la voz cantante.

– Pues pregunte -aceptó el norteamericano, y agregó-: Lo siento, pero no puedo invitarles a entrar a tomar una taza de café. Mi mujer aún duerme, y me mataría si despertara a los niños. El sábado es el único día en que puede dormir.

– Lo comprendo -dijo Brunetti-. Lo mismo ocurre en mi casa. Esta mañana he tenido que salir como un ladrón. -Intercambiaron una amplia sonrisa por la tiranía de las esposas dormilonas, y Brunetti empezó-: Me gustaría que me hablara de su hijo.

– ¿De Daniel?

– Sí.

– Me lo figuraba.

– No parece sorprenderle -observó Brunetti.

Antes de contestar, el soldado retrocedió y se apoyó en el coche. Brunetti aprovechó la pausa para mirar a Ambrogiani y preguntar en italiano:

– ¿Sigue lo que decimos?

El carabiniere asintió.

El norteamericano cruzó los tobillos y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa. Lo ofreció a los dos italianos, que rehusaron. Extrajo uno, le arrimó el encendedor protegiendo con las manos la llama de la inexistente brisa y guardó paquete y encendedor en el bolsillo.

– Es por eso de la doctora, ¿verdad? -preguntó, echando la cabeza hacia atrás para expulsar el humo.

– ¿Qué le hace suponer eso, sargento?

– No hay que ser muy listo. Ella trató a Danny y no cabe duda de que se horrorizó al ver lo que el niño tenía en el brazo. No hacía más que preguntar qué había pasado, y luego su compañero, ése que mataron en Venecia, también andaba siempre detrás de mí con preguntas.

– ¿Sabía usted que era su compañero? -preguntó Brunetti, sorprendido.

– Verá, nadie dijo nada hasta después de que lo mataran, pero imagino que muchos debían de saberlo. Yo no lo sabía, desde luego; no trabajaba con ellos. Aquí no somos más que unos pocos miles y trabajamos y vivimos todos juntos. No se pueden guardar secretos. O no por mucho tiempo.

– ¿Qué preguntas le hacía?

– Que dónde había estado Danny aquel día. Y qué más vimos allí. Cosas así.

– ¿Qué le dijo usted?

– Que no lo sabía.

– ¿No lo sabía?

– Verá, exactamente, no. Aquel día estuvimos más arriba de Aviano, cerca del lago Barcis, y al bajar paramos a merendar. Danny se fue al bosque y se cayó, pero después no recordaba dónde. Yo traté de describirle el sitio a Foster, aunque no pude decirle exactamente dónde dejamos el coche. Con tres crios y un perro que vigilar, no prestas mucha atención a esas cosas.

– ¿Qué hizo él cuando usted le dijo que no se acordaba?

– Pretendía que lo llevase allí. Que subiéramos los dos un sábado por la mañana y nos pusiéramos a buscar el sitio, para ver si me acordaba de dónde habíamos dejado el coche.

– ¿Fueron ustedes?

– Ni hablar. Tengo tres hijos y esposa y, si hay suerte, un día de permiso a la semana. No voy a pasármelo subiendo y bajando montañas para tratar de encontrar el sitio en el que un día me paré a merendar. Además, entonces Danny estaba en el hospital, y no iba a dejar sola a mi mujer todo el día para ponerme a buscar una aguja en un pajar.

– ¿Y él cómo se lo tomó?

– Le sentó muy mal, pero le expliqué por qué no me era posible, y pareció comprenderlo. Dejó de pedirme que fuera con él, pero creo que fue solo o, quizá, con la doctora Peters.

– ¿Qué le hace suponer eso?

– Verá, estuvo hablando con un amigo mío que trabaja en la clínica dental. Es el técnico en rayos X, y me dijo que un viernes por la tarde Foster fue al laboratorio a pedirle que le prestara el sensor.

– ¿El qué?

– El sensor. Es una tarjetita que tienen que llevar todos los que trabajan con rayos X. Si te expones más de lo tolerable, cambia de color. No sé su nombre exacto. -Brunetti asintió: sabía a qué se refería-. Bien, él se lo prestó durante el fin de semana y el otro se lo devolvió el lunes por la mañana, antes de entrar a trabajar, tal como le había prometido.

– ¿Y el sensor?

– No había cambiado. Estaba del mismo color que cuando se lo prestó.

– ¿Por qué cree que se lo pidió?

– Usted no le conocía, ¿verdad? -preguntó Kayman a Brunetti, que movió la cabeza negativamente-. Era un tipo especial. Muy formal. Se tomaba muy en serio su trabajo y todo lo demás. Creo que también era muy religioso, pero no tenía nada de fanático. Cuando consideraba que tenía que hacer una cosa, no había quien le parase. Y se le había metido en la cabeza que… -Aquí se interrumpió-. No estoy seguro de qué se le había metido en la cabeza, pero quería descubrir dónde había tocado Danny la sustancia que le había provocado la alergia.

– ¿Era alergia lo que tenía el niño?

– Eso me dijeron cuando volvió de Alemania. Tiene el brazo que da pena, pero los médicos dicen que se curará. Quizá tarde un año, pero la cicatriz desaparecerá o, por lo menos, se borrará bastante.

Ahora habló Ambrogiani por primera vez.

– ¿Le dijeron la causa de la alergia?

– No; no han podido descubrirla. Nos explicaron que, probablemente, era debida a la savia de un árbol que crece en esas montañas. Le hicieron pruebas de toda clase. -Aquí su expresión se suavizó y los ojos le brillaron de orgullo-. El chico no se quejó. Ni una sola vez se quejó. Es todo un hombre. Estoy muy orgulloso de él.

– ¿Así que no le dijeron a qué es alérgico? -insistió el carabiniere.

– No. Y luego los muy idiotas van y pierden la ficha de Danny; por lo menos, la ficha de Alemania.

Al oírlo, Brunetti y Ambrogiani intercambiaron una mirada, y Brunetti preguntó:

– ¿Sabe si Foster llegó a encontrar el sitio?

– No sabría decírselo. Lo mataron dos semanas después de que pidiera prestado el sensor y no tuve ocasión de volver a hablar con él. No lo sé. Siento mucho lo que le ocurrió. Era un buen sujeto y me duele que su amiga se lo tomara tan a pecho. No sabía que estuvieran tan… -No encontró la palabra y dejó la frase sin terminar.

– ¿Eso creen aquí, que la doctora Peters se inyectó la sobredosis por lo de Foster?

Ahora fue el soldado el sorprendido.

– Es que no cabe otra explicación. Además, era médico. Si alguien sabía cuánto había que inyectarse, era ella.

– Se supone -asintió Brunetti, sintiéndose desleal.

– Pero es curioso -empezó el norteamericano-, de no haber estado tan preocupado por Danny, quizá me hubiera acordado de una cosa que hubiera ayudado a Foster a encontrar ese sitio.

– ¿Qué cosa? -preguntó Brunetti, procurando que su voz sonara con indiferencia.

– Aquel día, en la montaña, vi dos de los camiones que suelen venir por aquí, los vi torcer por una pista de tierra que está un poco más abajo del lugar en el que nos paramos. No me acordé de eso cuando Foster me preguntó. Ojalá lo hubiera recordado. Hubiera podido ahorrarle muchas molestias. No tenía más que preguntar a Mr. Gamberetto adonde habían ido aquel día sus camiones.

– ¿Mr. Gamberetto? -inquirió Brunetti cortésmente.

– Sí. Es el que tiene el contrato de retirada de desechos del puesto. Sus camiones vienen dos veces a la semana y se llevan todos los residuos especiales: ya saben, los del hospital y de la clínica dental. Me parece que también se lleva cosas del taller. El aceite de los transformadores y de los motores. No es que los camiones lleven su nombre, pero tienen una franja roja en el costado, y por eso los identifiqué aquel día en el lago Barcis. -Reflexionó-. No me explico cómo no me acordé cuando Foster me preguntó. Pero acababan de llevarse a Danny a Alemania, y no tenía la cabeza muy clara.

– Usted trabaja en la oficina de contratación, ¿verdad, sargento?

Si al norteamericano le pareció extraño que Ambrogiani supiera esto, no lo demostró.

– Efectivamente.

– ¿Ha hablado alguna vez con ese Mr. Gamberetto?

– No. Ni lo he visto. Sólo sé su nombre de verlo en los contratos.

– ¿No va a firmarlos a la oficina? -preguntó Ambrogiani.

– No; uno de los oficiales se los lleva al despacho. Supongo que con ello consigue que Gamberetto le invite a almorzar. Cuando vuelve con la firma nosotros tramitamos el contrato. -Brunetti no necesitó mirar a Ambrogiani para saber que estaba pensando que ese oficial debía de conseguir de Mr. Gamberetto algo más que una invitación a almorzar.

– ¿Es el único contrato que tiene Mr. Gamberetto?

– No, señor. También tiene el de la construcción del nuevo hospital. Hace tiempo que tenían que haber empezado las obras, pero cuando estalló la Guerra del Golfo todos los contratos de edificios nuevos quedaron en suspenso. Ahora parece que las cosas empiezan a moverse otra vez, y supongo que la obra se iniciará en primavera, en cuanto el suelo esté en condiciones para que trabajen las excavadoras.

– ¿Es importante el contrato? -preguntó Brunetti-. Un hospital debe de serlo.

– No recuerdo las cifras exactas, hace ya mucho tiempo que pasó por nuestro departamento, pero me parece que rondaba los diez millones de dólares, y, como hace tres años que se firmó, imagino que ahora subirá bastante más.

– Seguramente -musitó Brunetti. De pronto, todos miraron hacia la casa, donde habían empezado a sonar fuertes ladridos. Se abrió la puerta y un gran perro negro salió disparado. Ladrando frenéticamente, corrió hacia Kayman, dio un salto y le lamió la cara. Miró de arriba abajo a los dos hombres, se apartó unos metros para hacer sus necesidades y volvió a saltar sobre Kayman, tratando de unir su nariz a la de él.

– Fuera, Kitty Kat -exclamó el hombre, sin asomo de firmeza en la voz. La perra volvió a saltar y a lamer-. Siéntate, chica. Basta. -En lugar de obedecer, el animal se alejó, tomando carrerilla para el salto siguiente-. Eres muy mala -añadió Kayman en un tono que daba a entender todo lo contrario. Oprimió a la perra contra el suelo con las dos manos rascándole el cuello con rudeza-. Perdonen, quería marcharme sin ella. Cuando me ve subir al coche, se vuelve loca. Le encanta el coche.

– No queremos entretenerle más, sargento. Ha sido usted de gran ayuda -concluyó Brunetti alargando la mano. La perra siguió el movimiento de las manos con la mirada, dejando colgar la lengua por el lado izquierdo de la boca. Kayman levantó una mano para estrechar la de Brunetti en actitud forzada, inclinado como estaba sobre la perra. Luego estrechó la de Ambrogiani y, cuando ellos daban media vuelta e iban hacia la verja, él abrió la puerta del coche y dejó que la perra entrara la primera.

Brunetti se había quedado junto a la verja. Cuando el coche del sargento se acercó marcha atrás, hizo una seña para indicarle que él cerraría, y así lo hizo. El norteamericano esperó hasta que la verja quedó cerrada, metió la primera marcha y se alejó lentamente. Lo último que vieron fue la cabeza de la perra que asomaba de la ventanilla trasera del coche, con el hocico al viento.

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