Normalmente, Brunetti no iba a la questura en sábado, pero esta mañana fue, más que nada para ver qué novedades se presentaban. No trató de llegar a la hora de todos los días, sino que fue paseando por Campo San Luca y tomó un capuccino en Rosa Salva, donde, según Paola, daban el mejor café de la ciudad.
Siguió hacia la questura cortando en paralelo San Marco, pero sin pasar por la piazza. Al llegar, subió directamente al primer piso, donde encontró a Rossi hablando con Riverre, un agente al que creía de baja por enfermedad. Cuando entró Brunetti, Rossi le llamó con una seña.
– Me alegro de que haya venido, comisario. Ha ocurrido algo.
– ¿Qué?
– Un robo con fuerza. En el Gran Canal. Ese palazzo grande recién restaurado, cerca de San Stae.
– ¿El del milanés?
– Sí, señor. Anoche, cuando llegó, encontró dentro a dos hombres, quizá tres.
– ¿Qué pasó?
– Vianello ha ido al hospital a interrogarle. Yo sólo sé lo que dijo al hombre que recibió la llamada y lo llevó al hospital.
– ¿Qué dijo?
– Dijo que había tratado de huir, pero que ellos lo agarraron y le golpearon. Han tenido que llevarlo al hospital, pero no es grave. Magulladuras.
– ¿Y de los tres hombres qué se sabe? ¿O los dos hombres?
– Nada. Los agentes que recibieron el aviso volvieron a la casa después de llevarlo al hospital. Parece ser que faltan un par de cuadros y joyas de la esposa.
– ¿Tienen la descripción de esos hombres?
– No los vio claramente, no ha podido decir mucho, sólo que uno era muy alto y otro quizá llevara barba. Ahora bien -Rossi levantó la mirada y sonrió-, unos turistas que estaban sentados al borde del canal vieron salir del palazzo a tres hombres, uno con una maleta. Esos chicos aún estaban allí cuando llegaron nuestros hombres, y dieron la descripción. -Hizo una pausa y sonrió, como si estuviera seguro de que a Brunetti le gustaría lo que iba a decir ahora-. Por las señas, uno podía ser Ruffolo.
La respuesta de Brunetti fue inmediata.
– Creí que estaba en la cárcel.
– Estaba, hasta hace dos semanas.
– ¿Les han enseñado fotos a esos turistas?
– Sí, señor. Y creen que es él. Se fijaron en sus grandes orejas.
– ¿Y al dueño de la casa, le han enseñado fotos?
– Todavía no. Acabo de llegar de hablar con esos chicos belgas. Tengo la impresión de que era Ruffolo.
– ¿Y los otros dos hombres? ¿Coincide la descripción de los belgas con la que hizo el dueño de la casa?
– Estaba oscuro, comisario, y no prestaban mucha atención…
– ¿Pero…?
– Pero están casi seguros de que ninguno tenía barba.
Brunetti reflexionó un momento y dijo a Rossi:
– Lleve la fotografía al hospital y enséñela al milanés, por si lo reconoce. ¿Está en condiciones de hablar?
– Oh, sí, señor. Está bien. No tiene más que un par de golpes, un ojo morado, pero está bien. La propiedad está asegurada.
– Si identifica a Ruffolo, avíseme. Iré a ver a su madre, por si sabe dónde está.
Rossi resopló al oír esto.
– Ya sé, ya sé -dijo Brunetti-. Esa mujer mentiría al mismo papa, para salvar a su Peppino. ¿Y quién había de reprochárselo? Es su único hijo. Además, me gustaría volver a ver a la vieja furia; no he hablado con ella más que dos veces desde el día en que arresté a Ruffolo por última vez.
– El día en que ella trató de clavarle unas tijeras, ¿no es verdad, comisario? -dijo Rossi.
– Fue sin gran convicción. Además, Peppino se lo impidió. -Sonrió al recordar la escena, uno de los momentos más absurdos de su carrera-. Y eran las tijeras de la labor.
– La signora Concetta es de armas tomar.
– Lo es -convino Brunetti-. Que vigilen a la novia de Ruffolo, ¿cómo se llama?
– Ivana Nosecuantos.
– Sí, ésa.
– ¿Quiere que la interroguemos, comisario?
– No; les diría que no le ha visto. Pregunten a los vecinos del piso de abajo. Ellos denunciaron a Ruffolo la última vez. Quizá nos dejen apostar a un hombre en su apartamento por si el chico se presenta. Propónganselo.
– Sí, señor.
– ¿Algo más?
– Nada más.
– Estaré en mi despacho hasta dentro de una hora. Llámenme desde el hospital, si ha sido Ruffolo.
Cuando Brunetti ya se iba, Rossi le dijo:
– Otra cosa, comisario. Anoche le llamaron por teléfono.
– ¿Quién era?
– No lo sé. El agente que estaba en la centralita dijo que la llamada se recibió sobre las once. Era una mujer. Preguntó por usted, pero no hablaba italiano, o muy poco. El agente dijo algo más, pero ahora no recuerdo qué era.
– Entraré a hablar con él -dijo Brunetti mientras salía de la oficina.
En lugar de subir directamente a su despacho, entró en la cabina de la centralita, situada al extremo del pasillo. La atendía un policía de cara aniñada que no tendría más de dieciocho años. Brunetti no recordaba el apellido.
Al ver a Brunetti, el policía se puso en pie rápidamente, dando un tirón al cable que conectaba sus auriculares a la centralita.
– Buenos días, comisario.
– Buenos días. Siéntese, haga el favor.
El joven obedeció, apoyando nerviosamente las posaderas en el borde del asiento.
– Me ha dicho Rossi que anoche me llamaron por teléfono.
– Sí, señor -asintió el joven, sobreponiéndose al impulso de cuadrarse al hablar con un superior.
– ¿Atendió usted la llamada?
– Sí, señor. -Entonces, adelantándose a la pregunta de Brunetti de por qué seguía allí al cabo de doce horas, el joven explicó:
– Sustituía a Monico, que está enfermo.
Brunetti, indiferente a este detalle, preguntó:
– ¿Qué dijo la mujer?
– Preguntó por usted, comisario. Pero hablaba muy poco italiano.
– ¿Recuerda qué dijo exactamente?
– Sí, señor -respondió el muchacho, revolviendo en la mesa de la centralita-. Lo tengo anotado.
Apartó unos papeles, levantó una hoja y leyó:
– Preguntó por usted, pero no dejó nombre ni ningún mensaje. Yo le solicité su nombre, pero ella no me contestó, o no me entendió. Le dije que usted no estaba, pero ella volvió a preguntar por usted.
– ¿Hablaba en inglés?
– Creo que sí, señor, pero sólo dijo un par de palabras, que yo no entendí. Le pedí que hablara en italiano.
– ¿Qué dijo?
– Algo que sonó como «basta» o quizá «pasta», o «posta».
– ¿Algo más?
– No, señor. Sólo eso. «Basta» o «pasta» y colgó.
– ¿Cómo sonaba su voz?
– ¿Que cómo sonaba?
– Sí, alegre, triste o nerviosa.
El joven reflexionó y al fin respondió:
– No sonaba de ningún modo en particular. Sólo defraudada por no encontrarlo, me parece.
– Está bien. Si vuelve a llamar, póngala conmigo o con Rossi. Él habla inglés.
– Sí, señor -dijo el joven.
Cuando Brunetti se volvía para salir de la cabina, pudo más el impulso, y el joven se puso en pie de un salto para saludar militarmente a la espalda del comisario que se alejaba.
Una mujer, que hablaba muy poco italiano. «Molto poco», evocó que había dicho la doctora. También recordó algo que su padre le había dicho a propósito de la pesca, cuando aún se podía pescar en la laguna: no había que mover el anzuelo, porque eso asustaba a los peces. Así pues, esperaría. Al fin y al cabo, ella estaría allí seis meses más y él no tenía intención de moverse. Si no volvía a llamar, él la llamaría el lunes al hospital.
¡Conque Ruffolo ya estaba en la calle y había vuelto a las andadas! Ruffolo, ratero y revientapisos, se había pasado los diez últimos años entrando y saliendo de la cárcel, adonde Brunetti lo había enviado dos veces. Sus padres habían venido de Nápoles hacía años, trayendo a este delincuente juvenil. El padre había muerto alcoholizado, pero no sin antes inculcar en su hijo el principio de que los Ruffolo no habían nacido para cosas tan vulgares como el trabajo, el comercio, ni siquiera el estudio.
Giuseppe, digno hijo de su padre, nunca había trabajado; el único comercio que había ejercido era el de objetos robados y lo único que había estudiado era cómo abrir una cerradura o colarse en una casa. Si había vuelto al trabajo tan pronto después de que lo soltaran era prueba de que no había desperdiciado los dos años pasados en la cárcel.
Brunetti, sin embargo, no podía reprimir cierta simpatía por la madre y el hijo. Peppino no parecía hacer personalmente responsable a Brunetti del arresto, y la signora Concetta, una vez olvidado el incidente de las tijeras, había quedado agradecida porque Brunetti declaró en el juicio que Ruffolo siempre se había abstenido de emplear la fuerza o las amenazas de violencia en la comisión de sus delitos. Probablemente, su testimonio influyó en que la condena por robo con fuerza fuera sólo de dos años.
Brunetti no necesitaba hacer bajar a nadie al archivo a buscar el expediente de Ruffolo. Antes o después, el chico aparecería en casa de su madre o en la de Ivana, y volvería a la cárcel, a adquirir más práctica en el crimen y acabar de hundirse.
Al llegar a su despacho, Brunetti se puso a buscar el informe de Rizzardi, de la autopsia del joven norteamericano. Cuando hablaron, el forense no dijo nada acerca de la presencia de drogas en la sangre, y después de la autopsia Brunetti no se lo preguntó. Encontró el informe en la mesa, lo abrió y empezó a hojearlo. Rizzardi había cumplido su amenaza, y el lenguaje era prácticamente indescifrable. En la segunda página, vio lo que parecía la respuesta, aunque era difícil aclararse, con aquellos términos latinos tan largos y aquella sintaxis atormentada. Lo leyó de arriba abajo tres veces y se sintió relativamente seguro de que decía que no se habían encontrado en la sangre vestigios de droga alguna. Le hubiera sorprendido que la autopsia hubiera revelado otra cosa.
Zumbó el intercomunicador. Él respondió con un inmediato:
– Sí, señor.
Patta no se molestó en preguntarle cómo sabía quién le llamaba, señal inequívoca de que la llamada era importante.
– Tenemos que hablar, comisario.
El empleo del título en lugar del apellido confirmaba la importancia de la llamada.
Brunetti resistió la tentación de señalar que ya estaban hablando y se limitó a responder que enseguida bajaba al despacho del vicequestore. Patta era hombre de registros limitados, todos ellos, claramente legibles, y el de hoy tendría que descifrarlo Brunetti con sumo cuidado.
Cuando entró en el despacho, Brunetti encontró a su superior sentado detrás de un escritorio despejado, con las manos enlazadas ante sí. Por regla general, Patta procuraba dar una impresión de actividad, aunque fuera poniéndose una carpeta vacía delante. Hoy, nada, sólo una cara seria, incluso solemne, y las manos juntas. El olor ácido de una colonia andrógina emanaba de Patta, cuya cara parecía esta mañana, más que rasurada, bruñida. Brunetti se paró delante de la mesa, preguntándose cuánto rato se quedaría Patta en silencio, técnica que utilizaba con frecuencia para realzar la importancia de lo que tenía que comunicar.
Finalmente, dijo:
– Siéntese, comisario.
La reiteración en el uso de su título anunció a Brunetti que lo que iba a oír era desagradable y que Patta lo sabía.
– Deseo hablar de ese robo -empezó Patta, sin más preámbulos, tan pronto como Brunetti se sentó.
Brunetti sospechaba que no se refería al cometido la noche anterior en el Gran Canal, a pesar de que la víctima era un industrial de Milán. Generalmente, un ataque a una persona tan relevante bastaría para inducir a Patta a cualquier exceso para aparentar diligencia.
– Sí, señor -aceptó Brunetti.
– Hoy me he enterado de que volvió usted a Vicenza.
– Sí, señor.
– ¿Por qué lo consideró necesario? ¿No tiene bastantes cosas que hacer aquí, en Venecia?
– Quería hablar con algunas de las personas que conocían a la víctima.
– ¿No habló con ellas en su primer viaje?
– No, señor; no tuve tiempo.
– No me dijo nada aquella tarde, cuando regresó.
Como Brunetti no respondiera, Patta preguntó:
– ¿Por qué no lo hizo el primer día?
– No hubo tiempo.
– A las seis ya estaba aquí. Podía haberse quedado y terminado los trámites.
Brunetti tuvo dificultades para reprimir el asombro que le producía que Patta recordara un detalle tan nimio como la hora en que había regresado de Vicenza. Al fin y al cabo, este hombre se había mostrado incapaz de retener el apellido de más de dos o tres de sus policías de uniforme.
– No tuve ocasión de hacerlo.
– ¿Y la segunda vez, qué pasó?
– Hablé con su oficial superior y con uno de los hombres que trabajaban con él.
– ¿Y qué averiguó?
– Nada revelador.
Patta le miró con ojos llameantes.
– ¿Qué quiere decir?
– Que no pude descubrir nada que revelara por qué alguien había de querer matarlo.
Patta alzó las manos y exhaló un gran suspiro de exasperación.
– Ahí está el quid, Brunetti. No hay ninguna razón por la que alguien hubiera de querer matarlo, y por eso no pudo usted encontrarla. Ni la encontrará, diría yo. Porque no existe. Lo mataron para robarle, y la prueba es que no llevaba la cartera.
Brunetti pensó entonces que la víctima también tenía un pie descalzo. ¿Significaba eso que lo mataron para robarle una Reebok del número 42?
Patta abrió el cajón de arriba y sacó varios papeles.
– Creo que bastante tiempo ha perdido ya con esas excursiones a Vicenza, Brunetti. No me gusta que incordie a los norteamericanos con esto. El crimen se cometió aquí y aquí encontraremos al asesino.
Patta hizo esta última afirmación en tono terminante. Levantó y miró uno de los papeles.
– De ahora en adelante, le agradeceré que aproveche mejor su tiempo.
– ¿De qué manera, señor?
Patta le miró entornando los ojos, como si ello hubiera de permitirle detectar algo especial en el tono que acababa de emplear Brunetti y volvió a concentrar su atención en el papel.
– Quiero que usted se encargue de la investigación del robo que se ha cometido en el Gran Canal.
Brunetti estaba seguro de que el emplazamiento del delito, que denotaba que la víctima era una persona acaudalada, bastaba para hacerlo, a ojos de Parta, mucho más importante que un simple asesinato, especialmente si la víctima ni siquiera era un oficial.
– ¿Y qué hacemos con el norteamericano, señor?
– Seguir el procedimiento acostumbrado. Ver si alguno de nuestros facinerosos habituales dice algo o parece tener de pronto más dinero de lo normal.
– ¿Y si no?
– Los norteamericanos también investigan el caso -dijo Patta, como si esto zanjara la cuestión.
– Perdón, señor. Pero, ¿cómo pueden los norteamericanos investigar un caso que ha ocurrido en Venecia?
Patta entornó los párpados tratando de denotar sabiduría, pero sólo consiguió aparentar miopía.
– Tienen sus medios, Brunetti. Tienen sus medios.
Brunetti no lo dudaba, pero no estaba seguro de que tales medios se utilizaran necesariamente para descubrir al asesino.
– Preferiría continuar con esto, señor. No creo que sea obra de un atracador.
– Pues yo digo que sí, comisario. Y así lo consideraremos.
– ¿Qué quiere decir, señor?
Patta trató de aparentar asombro.
– Significa, comisario, y quiero que preste atención a mis palabras, significa, ni más ni menos, lo dicho: que lo consideraremos un homicidio ocurrido durante un intento de robo.
– ¿Oficialmente?
– Oficialmente -repitió Patta, y agregó, recalcando las sílabas con exagerado énfasis-: y también extraoficialmente.
Brunetti no necesitó volver a preguntar a su superior qué quería decir. Patta, magnánimo en la victoria, prosiguió:
– Por supuesto, los norteamericanos le quedarán muy agradecidos por el interés y la diligencia demostrados en el caso.
Brunetti pensó que más lógico sería que le estuvieran agradecidos si hubiera resuelto el caso, pero no le pareció oportuno manifestar semejante opinión en un momento en que Patta estaba más cerril que nunca y había que tratarlo con cautela.
– No estoy muy seguro -empezó Brunetti, instilando en su voz duda y resignación-. Pero es posible. Desde luego, no he descubierto indicio alguno que apunte a otra posibilidad.
Descontando, por supuesto, cocaína por valor de cientos de millones.
Patta tuvo el detalle de no refocilarse en su victoria, pero no pudo menos que mostrarse efusivo.
– Me alegro de que lo vea así, Brunetti. Ello indica que está adquiriendo una visión más realista de lo que debe ser la labor de la policía.
Miró los papeles que acababa de poner encima de la mesa:
– Tenían un Guardi.
Brunetti, a quien había pillado desprevenido la velocidad con que su superior acababa de pasar de un tema a otro, sólo acertó a preguntar:
– ¿Un qué?
Patta tuvo que fruncir los labios ante esta nueva prueba de la incurable incultura de los subalternos.
– Un Guardi, comisario. Francesco Guardi. Creí que, por lo menos, reconocería usted el nombre: es uno de sus más célebres pintores venecianos.
– Oh, perdón. Creí que era un televisor alemán.
Patta no pudo reprimir un enérgico «No» de reprobación, luego se dominó, carraspeó y bajó la mirada a los papeles.
– Lo único que tengo es una lista que nos ha dado el signor Viscardi. Un Guardi, un Monet y un Gauguin.
Con un esfuerzo evidente, se abstuvo de explicar que los dos últimos también eran pintores, aunque no venecianos.
– ¿Aún está en el hospital ese signor Viscardi? -preguntó Brunetti.
– Creo que sí. ¿Por qué lo pregunta?
– Al parecer, vio claramente cuáles eran los cuadros que le estaban robando, pero no distinguió a los ladrones.
– ¿Qué insinúa?
– No insinúo nada -respondió Brunetti-. Quizá no tenía más que tres cuadros.
En tal caso, suponía Brunetti, no le costaría trabajo recordar cuáles eran. Pero, si el hombre no hubiera tenido más que tres cuadros, el caso no se hubiera situado tan rápidamente en el primer lugar de la lista de Patta.
– ¿Puedo preguntar a qué se dedica el signor Viscardi en Milán?
– Dirige varias fábricas.
– ¿Es director o director y propietario?
Patta no hizo nada por disimular la irritación.
– No comprendo qué importancia puede tener eso, Brunetti. Es un ciudadano importante y ha invertido una enorme cantidad de dinero en la restauración de ese palazzo. Representa un gran beneficio para la ciudad, y creo que lo menos que podemos hacer es velar por su seguridad mientras se halle entre nosotros.
– Su seguridad y la de sus pertenencias -agregó Brunetti secamente.
– Sí, también la de sus pertenencias. -Patta repitió la palabra, pero con distinta entonación-. Le agradeceré que se encargue de que así sea, comisario, y espero que durante la investigación se trate al signor Viscardi con la mayor consideración.
– Desde luego. -Brunetti se puso en pie-. ¿Sabe de qué son las fábricas que dirige, señor?
– Tengo entendido que de armamento.
– Gracias.
– Y no siga mareando a los norteamericanos, Brunetti, ¿está claro?
– Sí, señor. -La orden estaba clara, pero no la razón.
– Bien, ocúpese del robo. Me gustaría que se resolviera lo antes posible.
Brunetti sonrió y salió del despacho de Patta preguntándose quién estaría moviendo los hilos. En el asunto de Viscardi, era fácil de adivinar: armamento, dinero suficiente para comprar y restaurar un palazzo del Gran Canal… En cada una de las frases pronunciadas por Patta se percibía olor a dinero y poder. En el caso del norteamericano, no era tan fácil identificar los olores, pero no eran menos perceptibles que los otros. Estaba claro que a Patta se le había dado una consigna: la muerte del norteamericano debía considerarse accidental, a consecuencia de un intento de robo, nada más. ¿De quién había partido la consigna? ¿De quién?
En lugar de subir a su despacho, Brunetti bajó a la oficina principal. Vianello había vuelto del hospital y estaba en su sitio, recostado en la silla, con el teléfono pegado al oído. Al ver a Brunetti, cortó la conversación y colgó.
– ¿Sí, señor?
Brunetti apoyó las manos en un lado de la mesa.
– Ese Viscardi, ¿cómo estaba cuando habló usted con él?
– Furioso. Había pasado la noche en una sala general y acababa de conseguir que lo llevaran a una habitación individual.
– ¿Cómo se las ha ingeniado? -le interrumpió Brunetti.
Vianello se encogió de hombros. El casino no era la única institución pública marcada con la inscripción NON NOBIS. También el hospital lo estaba, aunque estas palabras sólo eran visibles para los ricos.
– Debe de tener influencias; habrá llamado por teléfono a alguien. Con esa gente ya se sabe.
Por el tono de Vianello, no parecía que Viscardi le hubiera causado muy buena impresión.
– ¿Qué clase de persona es? -preguntó Brunetti.
Vianello sonrió y luego hizo una mueca.
– Típico milanés. Ya sabe, de los que no pronuncian la erre ni que los maten -dijo el policía remedando perfectamente la afectada manera de hablar de los milaneses, muy extendida entre los políticos arribistas y los cómicos que los imitan-. Lo primero que hizo fue decirme lo importantes que son los cuadros, que es una manera de decir lo importante que es él. Luego se lamentó de haber tenido que pasar la noche en una sala general. Supongo que esto significa que tenía miedo de haberse contagiado alguna enfermedad de las «clases inferiores».
– ¿Le hizo una descripción de los hombres?
– Dijo que uno era muy alto, más que yo. -Vianello era uno de los hombres más altos del cuerpo-. Y que el otro tenía barba.
– ¿Cuántos eran, dos o tres?
– No está seguro. Se le echaron encima cuando entró en la casa, y él, con el susto, no se dio cuenta, o no se acuerda.
– ¿Son graves las lesiones?
– No tanto como para que tenga que estar en una habitación individual -resumió Vianello con evidente desaprobación.
– ¿Podría ser más explícito? -preguntó Brunetti con una sonrisa.
– Tiene un ojo morado. Hoy estará peor. Alguien le dio un buen puñetazo. También tiene un corte en el labio y hematomas en los brazos.
– ¿Eso es todo?
– Sí, señor.
– Desde luego, no parece que la cosa requiera una habitación individual. Ni siquiera hospitalización.
Vianello reaccionó inmediatamente al tono de Brunetti:
– ¿Está pensando lo mismo que yo, comisario?
– El vicequestore Patta ya sabe cuáles son los tres cuadros que faltan.
Vianello se levantó el puño del uniforme y miró el reloj. A fin de cerciorarse de la hora, agitó la muñeca y volvió a mirar.
– Casi las doce. Pronto será la hora del almuerzo.
– ¿A qué hora se recibió la llamada?
– Poco después de medianoche.
Ahora fue Brunetti quien miró su reloj.
– Hace doce horas. Y ya tenemos un informe que dice que los cuadros son un Guardi, un Monet y un Gauguin.
– Perdón, comisario, yo no entiendo de esas cosas; pero, ¿esos nombres representan dinero?
Brunetti asintió con énfasis.
– Me ha dicho Rossi que la propiedad está asegurada. ¿Cómo lo ha averiguado?
– A eso de las diez llamó el agente del seguro para preguntar si podía ir a echar un vistazo al palazzo.
– Todo, en menos de doce horas. Interesante.
Vianello tomó un paquete de cigarrillos de encima de la mesa y encendió uno.
– Dice Rossi que esos chicos belgas han identificado a Ruffolo. -Brunetti asintió-. Pues Ruffolo es más bien canijo. De alto no tiene nada, ¿verdad?
Exhaló una fina franja de humo y la disipó agitando una mano.
– Y podemos estar seguros de que en la cárcel no se dejó barba. Por lo menos si su madre iba a visitarlo -observó Brunetti.
– De manera que ninguno de los hombres que Viscardi dice haber visto puede ser Ruffolo.
– Eso parece -aceptó Brunetti-. He enviado a Rossi al hospital con una fotografía de Ruffolo, para que la enseñe a Viscardi.
– Probablemente no lo reconocerá -dijo Vianello lacónicamente.
Brunetti se irguió apartándose de la mesa.
– Tengo que hablar por teléfono. Usted me perdonará, sargento.
– Cómo no, señor -dijo Vianello, y agregó:
– Cero dos.
Era el prefijo de Milán.