El único tren que salía de Vicenza a aquella hora era uno de cercanías que paraba en todas las estaciones del trayecto entre Vicenza y Venecia, pero el Intercity que venía de Milán no pasaba hasta cuarenta minutos después, y Brunetti decidió no esperarlo, a pesar del fastidio que suponían las frecuentes paradas, el constante entrar y salir de pasajeros y el alboroto de los estudiantes que subían o bajaban en Padua.
En la mesa del restaurante había encontrado abandonado un periódico en lengua inglesa y se lo había llevado. Ahora lo sacó del bolsillo interior y empezó a leer. The Stars and Stripes, rezaba el título en letras rojas: al parecer, era un periódico publicado por las fuerzas estadounidenses en Europa. En primera plana se daba la noticia de que un huracán había barrido un lugar llamado Biloxi, población, según le parecía recordar, de Bangladesh. No; de Estados Unidos. Entonces, ¿a qué venía el nombre? Había una gran foto de casas destruidas, coches volcados y árboles tumbados. Volvió la página y leyó que un dogo había arrancado de un mordisco la mano de un niño que dormía. Esto había sucedido en Detroit, ciudad que sí estaba seguro de que era de Estados Unidos. No había foto. El secretario de Defensa había prometido al Congreso que sobre los contratistas que habían defraudado al Gobierno recaería todo el peso de la ley. Llamaba la atención la similitud entre la retórica de la política norteamericana y la italiana. No le cabía la menor duda de que la ilusoria naturaleza de la promesa era idéntica en ambos países.
Había tres páginas de historietas que no entendió y seis de deportes que entendió aún menos. En una de las historietas, un cavernícola blandía una estaca y en una de las páginas de deportes un individuo con uniforme a rayas hacía otro tanto. Todo lo demás eran enigmas para Brunetti. En la última página continuaba la crónica del huracán, pero el tren ya entraba en la estación de Venecia y el comisario abandonó la lectura. Dejó el periódico en el asiento; quizá otro viajero pudiera extraer más información que él.
Eran más de las siete, pero aún había luz en el cielo. Esto se acabaría el próximo fin de semana, pensó, cuando atrasaran la hora. Entonces oscurecería más temprano. ¿O quizá más tarde? Brunetti confiaba en que a la mayoría de la gente le costara tanto como a él aclararse. Cruzó el puente de los Scalzi y entró en el laberinto de callejuelas por el que, siguiendo un sinuoso itinerario, llegaría a su casa. Incluso a esta hora apenas había transeúntes, ya que la mayoría de la gente tomaba el barco para ir a la estación o a la terminal de autobuses de Piazzale Roma.
Mientras caminaba, Brunetti contemplaba las fachadas de las casas, las ventanas, las estrechas calles, siempre alerta para captar algo que no hubiera observado antes. Lo mismo que muchos de sus conciudadanos, Brunetti se complacía en descubrir cosas inadvertidas hasta entonces. Con los años, había establecido una recompensa por cada descubrimiento: por una ventana, un café; por la imagen de un santo, por pequeña que fuera, una copa de vino. Un día, hacía años, en una pared frente a la que había pasado cinco veces a la semana desde niño, reparó en una lápida que indicaba el emplazamiento de la imprenta Aldine, la más antigua de Italia, fundada en el siglo XIII. Aquel día, al doblar la esquina, entró en un bar de Campo San Luca y, a pesar de que eran apenas las diez de la mañana, pidió un Brandy Alexander, que el camarero le sirvió mirándole con extrañeza.
Pero esta tarde no estaba interesado en las calles; mentalmente, se encontraba todavía en Vicenza, viendo las ranuras de los cuatro tornillos que sujetaban la tapa frontal del calentador del apartamento de Foster, que no estaban perpendiculares entre sí, como él las había dejado la víspera, con lo que desmentían la aseveración de los soldados de que, después de Brunetti, no había entrado nadie en el apartamento. Así pues, ahora ellos -quienes quiera que fuesen «ellos»- sabían que Brunetti se había llevado la droga y no había dicho nada.
Entró en el edificio, y ya había abierto el buzón cuando recordó que Paola debía de estar en casa hacía horas y habría recogido el correo. Empezó la ascensión, agradeciendo el primer tramo de peldaños bajos y anchos, vestigio del palazzo del siglo XV. En el primer rellano, la escalera torcía hacia la izquierda empinándose bruscamente hasta el segundo piso. Allí le aguardaba una puerta, que Brunetti abrió y cerró con llave. Otro empinado tramo, que describía una peligrosa horquilla con los últimos veinticinco escalones, le condujo hasta la puerta de su apartamento. Abrió y entró: al fin en casa.
Le saludó un efluvio de cocina en el que se mezclaban distintos aromas. Hoy distinguía el olorcillo a barucca. Paola preparaba, pues, risotto con zucca, una hortaliza propia de la estación que traían de Chioggia, al otro lado de la laguna, donde se cultiva esta calabaza rechoncha, de piel verde oscuro. ¿Y de segundo? ¿Pierna de ternera? ¿Asada con aceitunas y vino blanco?
Colgó la chaqueta en el armario y fue por el pasillo hasta la cocina. Hacía más calor que de costumbre: estaba encendido el horno. Destapó la gran sartén y descubrió los pedazos de calabaza que se rehogaban con la cebolla picada. Tomó un vaso del escurridor situado al lado del fregadero y sacó del frigorífico una botella de Ribolla. Se sirvió un poco más de un trago, lo probó, apuró la copa, volvió a llenarla y dejó la botella en el frigorífico. El calor de la cocina lo envolvía. Se aflojó el nudo de la corbata y salió al pasillo.
– ¿Paola?
– Estoy aquí detrás -la oyó contestar.
Él no dijo más, sino que pasó a la larga sala de estar y salió a la terraza. Ésta era para Brunetti la mejor hora del día, porque, desde su casa, podía contemplar la puesta del sol. En los días claros, por la pequeña ventana de la cocina, veía los Dolomitas, pero ahora ya estarían cubiertos por la bruma. De codos en la barandilla, paseó la mirada por los tejados y las torres de la ciudad, un panorama del que nunca se cansaba. En el pasillo sonaron los pasos de Paola que volvía a la cocina, seguidos de un cencerreo de cacerolas, pero él no se movió y se quedó escuchando las campanadas de las ocho del reloj de San Polo a las que contestaron los sones graves de San Marco que, como siempre, llegaban segundos después, desde el otro lado de la ciudad. Cuando enmudecieron las campanas, Brunetti entró y cerró el balcón al aire fresco del anochecer.
En la cocina, Paola removía el risotto al que, de vez en cuando, agregaba un chorro del caldo que hervía en otro fuego.
– ¿Una copita de vino? -preguntó él. Su mujer sacudió la cabeza negativamente, sin dejar de remover. Él se paró detrás de ella a darle un beso en la nuca y se sirvió otra copa.
– ¿Cómo te ha ido en Vicenza? -se interesó ella.
– Di mejor cómo me ha ido en América.
– Sí, ya sé. Es increíble, ¿eh?
– ¿Has estado allí?
– Hace años. Con los Alvise. -Al ver que él la miraba desconcertado, explicó-: Él es coronel y estaba destinado en Padua. Dieron una fiesta en el club de oficiales para italianos y norteamericanos. Te hablo de hace diez años.
– No me acuerdo.
– Tú no fuiste. Me parece que entonces estabas en Nápoles. ¿Sigue igual?
– Depende de cómo estuviera entonces -sonrió él.
– No te hagas el gracioso conmigo, Guido. ¿Cómo está aquello?
– Muy limpio. Y la gente sonríe mucho.
– Bien -dijo ella volviendo a remover el arroz-. Entonces no ha cambiado.
– Me gustaría saber por qué sonríen tanto. -Esto le había llamado la atención cada vez que había ido a Estados Unidos.
Ella se volvió de espaldas al risotto y miró a su marido sin pestañear.
– ¿Cómo no van a sonreír, Guido? Imagina: son el pueblo más rico del mundo. En política, todo el mundo tiene que inclinarse ante ellos y han conseguido convencerse a sí mismos de que todo lo que han hecho en su breve historia ha tenido la única finalidad de favorecer a la humanidad. ¿Cómo no van a sonreír?
Dio media vuelta y juró entre dientes al palpar con la espátula que el arroz empezaba a agarrarse. Echó más caldo y removió deprisa un momento.
– ¿Vamos a tener una reunión de la célula local? -preguntó él plácidamente. Aunque él y su mujer tenían ideas políticas afines, Brunetti siempre había dado su voto a los socialistas mientras que Paola, con arrojo, votaba a los comunistas. Ahora, tras la caída del sistema y la muerte del partido, él empezaba a tantearla.
Ella no se dignó contestarle.
Él empezó a bajar platos para poner la mesa.
– ¿Y los niños?
– Los dos, con amigos. -Y, sin darle tiempo a preguntar, agregó-: Sí, los dos han llamado para pedir permiso.
Apagó el fogón del risotto, le agregó una buena porción de la mantequilla que tenía en la repisa y lo cubrió con el parmesano reggiano rallado de un platillo. Removió hasta que ambos ingredientes se disolvieron en el arroz y echó éste en una fuente honda que puso en la mesa. Apartó su silla, se sentó y volviendo el mango de la cuchara hacia su marido exclamó:
– Mangia, ti fa bene -invitación que, desde tiempo inmemorial, tenía la virtud de llenar de alegría a Brunetti.
Se sirvió una ración abundante. Había trabajado mucho. Después de pasar el día en un país extranjero, se había ganado una buena cena. Hundió el tenedor en el centro del plato y esparció el arroz hacia el borde, para que se enfriara. Comió dos bocados, suspiró apreciativamente y siguió comiendo.
Cuando Paola observó que, saciado el apetito, su marido empezaba a comer por placer, dijo:
– No me has contado cómo te ha ido en América.
Él contestó entre bocado y bocado de risotto.
– En realidad, no lo sé. Los norteamericanos son gente muy educada, siempre te dicen que están a tu disposición, pero luego nadie sabe nada que pueda serte útil.
– ¿Y la doctora?
– ¿La bella doctora? -preguntó él, sonriendo.
– Sí, Guido, la bella doctora.
Al darse cuenta de que ella no seguía la broma, explicó con sobriedad:
– Sigo pensando que es la persona que sabe lo que yo quiero averiguar. Pero no suelta prenda. Dentro de seis meses dejará el ejército, regresará a Estados Unidos y todo esto quedará atrás.
– ¿Y eran amantes? -preguntó Paola con un resoplido de incredulidad, para indicar que no concebía que la doctora, pudiendo ayudarle, se negara a ello.
– Eso parece.
– Pues no me parece probable que ella líe el petate y se olvide de todo.
– Quizá se trate de algo que ella no quiera admitir.
– ¿Por ejemplo?
– No sé. No puedo explicarlo. -Él había decidido no hablarle de las dos bolsas de plástico que había encontrado en el apartamento de Foster. Nadie lo sabría.
Excepto la persona que había destapado el calentador, descubierto que las bolsas habían desaparecido y vuelto a apretar los tornillos. Él se acercó la fuente del risotto.
– ¿Puedo terminarlo? -No hacía falta ser detective para saber la respuesta.
– Adelante. No me gusta que quede comida. Y a ti tampoco.
Mientras él terminaba el risotto, Paola llevó la fuente al fregadero. Él apartó dos manteles individuales de paja trenzada para hacer sitio a la cazuela de la carne que Paola sacaba del horno.
– ¿Qué piensas hacer?
– No lo sé. Esperar a ver qué hace Patta -dijo él, cortando una loncha de la pierna de ternera y poniéndola en el plato de su mujer. Con un ademán, ella indicó que no quería más. Él cortó entonces dos grandes trozos para sí, alargó la mano hacia el pan y se puso a comer otra vez.
– ¿Qué puede importar lo que haga Patta? -preguntó ella.
– Ah, cándida paloma -bromeó él-. Si trata de apartarme del caso, sabré que alguien quiere taparlo. Y, puesto que nuestro vicequestore sólo atiende a las voces de las alturas, y cuanto más alta la voz, más aprisa se mueve él, sabré que quien quiere cerrar el caso tiene cierto poder.
– ¿Y quién puede ser esa persona?
Él tomó más pan, lo partió y lo mojó en la salsa.
– De eso sé tanto como tú, pero pensar en quién pueda ser esa persona hace que me sienta muy incómodo.
– ¿En quién piensas?
– En nadie en concreto. Pero si está involucrado el ejército norteamericano puedes estar segura de que se trata de algo político, y eso implica al Gobierno. Su Gobierno. Y también el nuestro.
– ¿Y de ahí parte la llamada telefónica a Patta?
– Sí.
– ¿Y ahí empiezan las complicaciones?
Brunetti no era dado a recalcar lo evidente.
– ¿Y si Patta no trata de parar la investigación?
Brunetti se encogió de hombros. Habría que esperar acontecimientos.
Paola quitó los platos.
– ¿Postre?
Él movió la cabeza negativamente.
– ¿A qué hora volverán los niños?
Mientras se movía por la cocina, ella respondió.
– Chiara estará en casa a las nueve. A Raffaele le he dicho que llegue antes de las diez.
La diferencia en el enunciado de una y otra parte de la respuesta no podía ser más reveladora.
– ¿Has hablado con sus maestros? -preguntó Brunetti.
– No. El curso no ha hecho más que empezar.
– ¿Cuándo es la primera reunión de padres?
– No lo sé. Por ahí he de tener la carta de la escuela. En octubre, si mal no recuerdo.
– ¿Tú cómo lo ves? -Mientras lo preguntaba, confiaba en que Paola se limitara a responder simplemente, en lugar de preguntarle qué quería decir. Porque no sabía qué quería decir.
– No sé qué decirte, Guido. Él nunca me habla de la escuela, ni de sus amigos, ni de lo que hace. ¿Tú eras así, a su edad?
Él pensó en sus dieciséis años y en lo que sentía entonces.
– No lo sé. Supongo que sí. Pero entonces empezaron a gustarme las chicas y me olvidé de mi cólera, mi angustia vital o lo que fuera. Sólo quería caerles bien. Era lo único que contaba.
– ¿Hubo muchas chicas? -preguntó Paola.
Él se encogió de hombros.
– ¿Y les caías bien?
Él sonrió ampliamente.
– Anda, fuera de aquí, Guido, búscate algo que hacer. Ve a mirar la tele.
– Odio la tele.
– Pues ayúdame a fregar los cacharros.
– Me encanta la tele.
– Guido -dijo ella, no exasperada, pero casi-, hazme el favor de irte a donde no te vea.
Entonces oyeron girar una llave en la cerradura. Era Chiara, que entró en el apartamento dando un portazo y dejando caer un libro. Entró en la cocina, besó a sus padres y se quedó al lado de Brunetti, rodeándole los hombros con el brazo.
– ¿Hay algo de comer, mamma? -preguntó.
– ¿No te ha dado cena la madre de Luisa?
– Hace horas. Estoy muerta de hambre.
Brunetti la asió por la cintura y la sentó en sus rodillas. Con su voz de policía severo, dijo ásperamente:
– Ya te tengo. Confiesa. ¿Dónde pones la comida?
– Ah, papá, basta -dijo ella estremeciéndose de satisfacción-. Me la como y ya está. Pero luego vuelvo a tener hambre. ¿Tú no?
– Tu padre tarda por lo menos una hora, Chiara -dijo Paola y, suavizando el tono-: ¿Fruta? ¿Un sandwich?
– Las dos cosas -suplicó su hija.
Cuando Chiara hubo devorado un respetable sandwich de prosciutto con tomate y mayonesa y dos manzanas, ya era hora de irse a la cama. A las once y media, Raffaele aún no había vuelto, pero, al cabo de un rato, Brunetti se despertó y oyó abrirse y cerrarse la puerta y los pasos de su hijo por el pasillo. Entonces se durmió profundamente.