CAPÍTULO XIV

En su despacho, Brunetti sacó de la mesa una libreta de espiral y empezó a hojearla. Hacía años que se decía y hasta se juraba a sí mismo que un día copiaría ordenadamente los nombres y los números que tenía anotados en esta libreta. Era un voto que renovaba cada vez que, como ahora, tenía que buscar un número al que hacía meses o años que no llamaba. En cierto modo, cuando pasaba las hojas de esta libreta tenía la sensación de estar recorriendo un museo lleno de cuadros conocidos, y dejaba que cada uno le trajera su recuerdo antes de seguir buscando. Finalmente lo encontró: el número particular de Riccardo Fosco, director de la sección económica de uno de los grandes semanarios de actualidad.

Hasta hacía unos años, Fosco había sido la brillante luz de la prensa que descubría escándalos financieros en los lugares más insospechados. Él fue de los primeros en hacer preguntas acerca del Banco Ambrosiano. Su despacho era el centro de una red de información sobre el mundo de los negocios en Italia, y su columna, piedra de toque para detectar cualquier indicio de irregularidad en una empresa, una «opa» o una fusión.

Hacía dos años, Fosco salía de su despacho una tarde a las cinco para ir a tomar una copa con unos amigos cuando, desde un coche aparcado enfrente, alguien disparó con una metralleta apuntándole cuidadosamente a las rodillas y destrozándoselas. Ahora Fosco había convertido su casa en despacho, y, con una rodilla rígida y treinta grados de juego en la otra, tenía que andar con muletas. No se había arrestado a nadie por el atentado.

– Fosco -contestó el periodista, como de costumbre.

Ciao, Riccardo. Soy Guido Brunetti.

Ciao, Guido. Cuánto tiempo sin saber de ti. ¿Aún investigas adonde fue a parar el dinero que tenía que salvar Venecia?

Ésta era una vieja broma entre ellos: la facilidad con que los millones de dólares -nadie llegó a saber exactamente cuántos- recaudados por la UNESCO para «salvar» Venecia habían desaparecido en los despachos y los hondos bolsillos de los «proyectistas» que se habían apresurado a presentar planes y programas de restauración tras la devastadora inundación de 1966. Había una fundación con una nutrida plantilla de personal, un gran archivo de planos y hasta un calendario de galas y bailes para recaudar fondos, pero no había dinero, y las mareas seguían ensañándose con la ciudad. La cuestión, que tenía ramificaciones que apuntaban a la ONU, la Unión Europea, instituciones financieras y Gobiernos varios, había resultado excesivamente complicada incluso para Fosco, que nunca había escrito sobre ella, por miedo a que sus lectores dijeran que se había pasado a la novela. Brunetti, por su parte, tenía la hipótesis de que, dado que la mayoría de los involucrados en los proyectos eran venecianos, en el fondo, el dinero había servido realmente para salvar la ciudad, aunque de modo distinto al previsto en un principio.

– No, Riccardo; se trata de un paisano tuyo, un milanés, un tal Viscardi. Ni siquiera sé su nombre de pila. Se dedica al armamento y acaba de gastarse una fortuna en la restauración de un palazzo de por aquí.

– Augusto -repuso Fosco al instante, y repitió el nombre, haciendo resaltar su disonancia-: Augusto Viscardi.

– No has tenido que pensar mucho -comentó Brunetti.

– Ah, no. El nombre del signor Viscardi se oye aquí muy a menudo.

– ¿Y qué se dice de él?

– Las fábricas de municiones están en Monza. Posee cuatro. Al parecer, tenía grandes contratos con Irak y otros países del Oriente Próximo. Es más, dicen que incluso durante la guerra siguió haciendo suministros, a través del Yemen, según creo. -Fosco se interrumpió un momento y agregó-: Pero también hay quien dice que durante la guerra tuvo problemas.

– ¿Qué clase de problemas? -preguntó Brunetti.

– Nada grave, por lo menos eso me han dicho. Ninguna de esas fábricas, y no me refiero sólo a las suyas, tuvo que cerrar. Se asegura que todo el sector siguió trabajando a pleno rendimiento. Siempre habrá compradores para sus productos.

– Pero, ¿no sabes qué clase de problemas tuvo?

– No estoy seguro. Necesitaría hacer unas cuantas llamadas. Corrían rumores de que sufrió un fuerte revés. El fabricante, antes de hacer la entrega, suele asegurarse de que la mercancía está pagada, de que la transferencia ya ha llegado a algún lugar seguro, como Panamá o Licchtenstein; pero Viscardi llevaba mucho tiempo haciendo negocios con Irak, creo que incluso fue allí varias veces y se entrevistó con el gran jefe, y no tomó precauciones, porque estaba convencido de haber adquirido el derecho a que le dieran trato preferente.

– ¿Y no se lo dieron?

– No se lo dieron. Gran parte de la mercancía fue volada durante el viaje. Y unos piratas se apoderaron de toda la carga de un barco en el Golfo. Deja que haga unas cuantas llamadas, Guido. Te diré algo antes de una hora.

– ¿Algún asunto personal?

– Nada que yo sepa, pero ya preguntaré.

– Gracias, Riccardo.

– ¿Puedes decirme de qué se trata?

Brunetti no vio inconveniente.

– Anoche entraron en su casa unos ladrones y él los sorprendió. No ha podido identificar a los tres hombres, pero enseguida supo qué cuadros se habían llevado.

– Muy propio de Viscardi -dijo Fosco.

– ¿Tan estúpido es?

– No; de estúpido no tiene nada. Pero es arrogante y audaz. Son las cualidades que le han ayudado a hacer fortuna. -La entonación de Fosco cambió-. Perdona, Guido, me llaman por otra línea. Luego te llamo.

– Gracias, Riccardo -aceptó el comisario, pero antes de que pudiera agregar: «Te lo agradezco mucho» se cortó la comunicación.

Brunetti sabía que el secreto del éxito policial no radica en las deducciones brillantes ni en la manipulación psicológica de los sospechosos, sino en el simple principio de que el ser humano tiende a suponer que su nivel de inteligencia es el normal y en esta premisa basa sus actos. Por eso es fácil pescar a los tontos: su noción de lo que es hábil e ingenioso es tan lastimosa que los delata. Lo malo es que también hay criminales más inteligentes de lo normal y, por consiguiente, más difíciles de atrapar.

Durante la hora siguiente, Brunetti llamó a Rossi a la oficina general para preguntarle el nombre del agente de seguros que había solicitado visitar el escenario del robo. Cuando, por fin, consiguió localizarlo, el hombre aseguró a Brunetti que los cuadros eran auténticos y que, efectivamente, habían sido robados. Encima de la mesa tenía copia de los certificados de autenticidad. ¿El valor actual de los tres cuadros? Bien, estaban asegurados por un total de cinco mil millones de liras, pero su valor real podía haber aumentado durante el año último, en que había subido la cotización de los impresionistas. No; no había habido antes otro robo. También se habían llevado joyas, pero su valor era insignificante, comparado con el de los cuadros: unos cientos de millones de liras. Brunetti pensó en lo placentero que debía de ser un mundo en el que unos cientos de millones de liras se consideraban una nimiedad.

Cuando el comisario acabó de hablar con el agente, Rossi ya había vuelto del hospital y le informaba de que el signor Viscardi se había sorprendido sensiblemente al ver la foto de Ruffolo. Pero enseguida se había dominado y declarado que aquel hombre no se parecía en nada a los dos que había visto, porque, ahora que había tenido tiempo para reflexionar, estaba seguro de que eran sólo dos.

– ¿Usted qué opina? -preguntó Brunetti.

– Que miente. Miente, por lo menos en lo de que no conoce a Ruffolo, y quizá también en otras cosas. No se hubiera llevado una sorpresa mayor si llego a enseñarle una foto de su propia madre.

– A propósito de madres, tendré que ir a hablar con la de Ruffolo -comentó Brunetti.

– ¿Pido un chaleco antibalas al almacén? -preguntó Rossi riendo.

– No hace falta, Rossi. La viuda Ruffolo y yo somos amigos. Después de que en el juicio yo declarara en descargo de su hijo, ella decidió perdonar y olvidar. Ahora, cuando me ve por la calle, hasta sonríe. -No dijo que había ido a visitarla varias veces durante los dos últimos años. Al parecer, era el único de la ciudad.

– Qué suerte. ¿Y también le habla?

– Sí.

– ¿En siciliano?

– No creo que ella sepa otra lengua.

– ¿Y usted la entiende?

– Entiendo aproximadamente la mitad de lo que dice -contestó Brunetti, y agregó, en honor a la verdad-: si habla muy despacio.

Aunque no podía decirse que la signora Ruffolo se hubiera integrado en la vida de Venecia, había entrado en los anales de la policía de la ciudad: la mujer capaz de agredir a un comisario para proteger a su hijo.

Poco después de que se fuera Rossi, llamó a Fosco.

– Guido, he hablado con varias personas de aquí. Se dice que en lo del Golfo perdió una fortuna. Un barco con un cargamento de nadie sabe qué desapareció, probablemente capturado por piratas. Y, como había boicot, la mercancía no estaba asegurada.

– ¿Así que lo perdió todo?

– Sí.

– ¿Tienes idea de cuánto?

– Nadie lo sabe a ciencia cierta. Los cálculos oscilan entre cinco mil y quince mil millones. Pero nadie ha podido darme la cifra exacta. Se dice que consiguió mantenerse a flote durante algún tiempo, pero ahora tiene graves problemas de liquidez. Un amigo mío que trabaja en el Corriere dice que, en realidad, Viscardi no tiene de qué preocuparse porque interviene en no sé qué programa del Gobierno. Y tiene intereses en otros países. Mi contacto no estaba seguro de cuáles son. ¿Quieres que averigüe algo más?

El signor Viscardi empezaba a adquirir a ojos de Brunetti el perfil de uno de los empresarios de nuevo cuño que habían sustituido la laboriosidad por la audacia y la honradez por el amiguismo.

– No hace falta, Riccardo. Sólo quería saber si ese hombre era capaz de montar una operación de esta índole.

– ¿Y?

– Bien, yo diría que quizá las circunstancias le hayan inducido a intentarlo.

Sin que Brunetti se lo pidiera, Fosco amplió:

– Se dice que tiene amigos influyentes, pero mi informador no estaba seguro de quiénes son. ¿Quieres que pregunte por ahí?

– ¿Crees que pudiera ser la Mafia? -preguntó Brunetti.

– Eso parece. -Fosco soltó una risita de resignación-. Pero, ¿cuándo no lo parece? Y también se dice que tiene amigos en el Gobierno.

Brunetti resistió la tentación de preguntar cuándo no lo parecía también, pero se limitó a inquirir:

– ¿Qué hay de su vida privada?

– Aquí tiene mujer y dos hijos. Ella es una especie de hada madrina de los Caballeros de Malta. Organiza bailes benéficos y visitas a los hospitales. Y en Verona, una amante. Por lo menos, creo recordar que es en Verona. Cerca de tus lares.

– Dices que es un tipo altanero.

– Sí y, según algunos de los preguntados, más que eso.

– ¿En qué sentido?

– Dos dijeron que puede ser peligroso.

– ¿Personalmente agresivo?

– ¿Quieres decir si sacaría un cuchillo? -preguntó Fosco riendo.

– Por ejemplo.

– No; no da la impresión de ser capaz de eso. Por lo menos, cara a cara. Pero le gusta arriesgarse, ésa es la reputación que tiene. Y, como te digo, está bien respaldado y no tendría escrúpulos en pedir ayuda a sus amigos.

Fosco agregó, al cabo de un momento:

– Uno de mis informantes insinuó cosas aún más fuertes, pero no quiso entrar en detalles. Sólo dijo que a Viscardi hay que manejarlo con mucha precaución.

Brunetti optó por un tono de desenfado:

– No me dan miedo los cuchillos.

La respuesta de Fosco fue inmediata.

– Ni a mí me daban miedo las metralletas, Guido.

Luego, incómodo por la observación, agregó:

– En serio, Guido, ten cuidado con ese hombre.

– Está bien, lo tendré. Muchas gracias por la información. -Y agregó-: Todavía no he descubierto nada de lo tuyo, pero te tendré al corriente.

La mayoría de los policías que conocían a Fosco habían hecho saber a sus informadores que agradecerían cualquier información acerca de quién había apretado el gatillo y quién había encargado el trabajo, pero tanto inductores como ejecutores, conscientes de las simpatías que Fosco tenía entre la policía, habían procedido con mucha cautela y, en aquellos dos años, el silencio había sido total. Brunetti, por si acaso, aún preguntaba aquí y allá, dejaba caer una insinuación, daba a entender a posibles sospechosos la posibilidad de hacer un trato, pero era inútil.

– Te lo agradezco, Guido. Pero ya no me parece tan importante.

¿Era ecuanimidad o era resignación lo que oía Brunetti?

– ¿Por qué no?

– Me caso. -Entonces era amor. Más valía.

– Enhorabuena, Riccardo. ¿Quién es ella?

– No creo que la conozcas, Guido. Trabaja en la revista, pero no lleva aquí más que un año.

– ¿Cuándo es la boda?

– Dentro de un mes.

Brunetti no perdió el tiempo en falsas promesas de hacer todo lo posible por asistir, pero dijo, de corazón:

– Deseo que seáis felices, Riccardo.

– Gracias, Guido. Si me entero de alguna otra cosa sobre ese individuo, te llamo, ¿de acuerdo?

– Te lo agradeceré. -Después de repetir su felicitación, Brunetti se despidió y colgó. ¿Podía ser tan simple? ¿Sería posible que sus pérdidas financieras hubieran llevado a Viscardi a organizar algo tan arriesgado como un falso robo? Sólo un forastero podía elegir a Ruffolo, un pobre chico que se distinguía más por la facilidad con que se dejaba atrapar que por su habilidad para delinquir. Aunque quizá la circunstancia de que acababa de salir de la cárcel había sido recomendación suficiente.

Nada más podía hacer hoy Brunetti, ya que Patta sería el primero en tachar de acoso policial el que tres policías interrogaran a un multimillonario el mismo día, en especial si el hombre aún estaba en el hospital. Y nada adelantaría con ir a Vicenza en un día en que las oficinas americanas estaban cerradas, aunque, por otro lado, si quería contravenir las órdenes de Patta, le sería más fácil hacerlo en su tiempo libre. No; por el momento, dejaría que la doctora nadara hacia el anzuelo, y la semana próxima daría otro pequeño tirón al sedal. Hoy se dedicaría a pescar en aguas venecianas, y buscaría otra especie de pez.

Cuando no estaba en la cárcel, Giuseppe Ruffolo vivía con su madre en un apartamento de dos habitaciones próximo a Campo San Boldo, muy cerca de la truncada torre de esta iglesia, pero no tan cerca de San Simone Piccolo, donde, a despecho del aggiornamento, el domingo aún se dice la misa en latín, y lejos de cualquier parada de vaporetto. La viuda ocupaba un apartamento propiedad de la IRE, fundación pública que arrienda viviendas sociales a quien puede acreditar la condición de necesitado. Generalmente, se concedían a venecianos. Cómo había podido conseguir la suya la signora Ruffolo era un misterio, a pesar de que su necesidad era patente.

Brunetti cruzó el puente de Rialto, bajó por delante de San Cassiano, torció hacia la izquierda y no tardó en encontrar a su derecha la achaparrada torre de San Boldo. Entró en una estrecha calle y se paró frente a un edificio bajo. El apellido «Ruffolo» estaba grabado con trazo elegante en una placa metálica situada a la derecha del timbre. Placa y timbre habían teñido el deteriorado revoque de la pared con manchas color de herrumbre en forma de lágrima. El comisario llamó, esperó, volvió a llamar y a esperar y llamó por tercera vez.

Dos minutos largos después de su última llamada, oyó una voz que preguntaba desde dentro:

– Si, chi é?

– Soy yo, signora Concetta. Brunetti.

Cuando ella abrió la puerta, el comisario, lo mismo que en sus visitas anteriores, tuvo la sensación de encontrarse frente al cañón de un arma, no frente a una mujer. Cuarenta años atrás, la signora Concetta era la muchacha más hermosa de Caltanisetta. Se decía que los jóvenes se paseaban por su calle durante horas, con la esperanza de ver a la hermosa Concetta ni que fuera un instante. Hubiera podido casarse con cualquiera, desde el hijo del alcalde hasta el hermano menor del médico, pero ella eligió al tercer hijo de la familia que en tiempos había dominado con mano de hierro toda la provincia.

Su matrimonio hizo de ella una Ruffolo. Después, cuando las deudas de Annunziato les obligaron a marchar de Sicilia, fue una forastera en esta ciudad fría e inhóspita, donde, en rápida sucesión, se convirtió en una viuda que vivía de una pensión del Estado y de la caridad de la familia de su marido, y, antes de que Giuseppe terminara la secundaria, en la madre de un delincuente.

Desde el día en que enviudó, la signora Concetta iba de luto riguroso: vestido, zapatos, medias y hasta el pañuelo que se ponía en la cabeza cuando salía a la calle eran negros. Con los años, había engordado y, con los disgustos que le daba su hijo, se le había arrugado la cara, pero el luto permanecía inalterable: lo llevaría hasta la tumba y quizá más allá.

Buon giorno, signora Concetta -saludó Brunetti, sonriendo y tendiéndole la mano.

Él le miraba la cara, leyendo su expresión como un niño, las viñetas de una historieta: el reconocimiento inmediato, el instintivo desagrado por la institución que representaba, pero, enseguida, el recuerdo de su amabilidad para con su hijo, su tesoro, su vida y, entonces, la distensión y la sonrisa de bienvenida.

– Ah, dottore, vuelve usted a visitarme. Qué bien, qué bien. Pero tenía que haberme avisado, y hubiera limpiado a fondo la casa y hecho unos pastelitos.

Él entendió: «avisado», «casa», «limpiado» y «pastelitos» y dedujo el resto.

Signora, una taza de su excelente café es más de lo que me atrevería a esperar.

– Adelante, adelante -le invitó ella pasándole la mano por debajo del brazo y atrayéndolo hacia sí. Andaba hacia atrás sin soltarlo, como si temiera que tratara de escapar.

Cuando estuvieron dentro, ella cerró la puerta con una mano asiéndolo con la otra. El apartamento era pequeño y nadie podría perderse en él, pero ella seguía tirando del comisario para guiarlo hacia la sala.

– Siéntese aquí, dottore -dijo llevándolo a una mullida butaca cubierta con una funda de vivo color naranja, donde por fin lo soltó. Como él vacilara, insistió-: Siéntese, siéntese. Tomaremos café.

Él obedeció y se hundió en la butaca hasta que las rodillas le quedaron casi a la altura de la barbilla. La mujer encendió la lámpara de pie que estaba al lado de la butaca: los Ruffolo vivían en el perpetuo crepúsculo de las plantas bajas. La luz eléctrica disipó la oscuridad, pero nada podía contra la humedad, ni siquiera a mediodía.

– No se mueva -ordenó la mujer, mientras iba hacia un extremo de la habitación, donde apartó una cortina floreada que ocultaba un fregadero y una cocina de gas.

Desde donde estaba, Brunetti podía ver que los grifos refulgían y la cocina tenía una blancura casi deslumbrante. Ella abrió un armario y sacó la cafetera cilíndrica que él, no sabía por qué, siempre había asociado con el Sur. La desenroscó, la enjuagó bien, volvió a enjuagarla y la llenó de agua. De un armario bajo, sacó el bote de vidrio del café. Con ademanes en los que décadas de repetición habían impreso cadencia de ritual, cargó la cafetera, encendió el gas y la puso sobre la llama.

La habitación no había cambiado desde su última visita. Flores amarillas de plástico, delante de una imagen de escayola de la Madonna; tapetitos bordados, redondos, ovalados y rectangulares, en todas las superficies planas; encima, hileras de fotografías y, en todas ellas, Peppino: Peppino de minúsculo marinero, Peppino con el traje blanco inmaculado de la primera comunión, Peppino subido en un burro, sonriendo de oreja a oreja pero con miedo. En todas las fotos llamaban la atención las grandes orejas del niño, que casi le daban aspecto de personaje de dibujos animados.

En un ángulo estaba lo que podía llamarse la capilla de su difunto esposo: la foto de la boda, en la que destacaba la belleza de la novia, ahora mero recuerdo; el bastón de paseo, con puño de marfil, que relucía hasta a la poca luz de la habitación, y la lupara, con sus cañones cortos y siniestros, limpia y engrasada, más de una década después de la muerte de su dueño, como si, como buen siciliano, ni muerto se hubiera liberado de la obligación de defender con la escopeta cualquier ofensa hecha a su honor o a su familia.

Brunetti siguió observando mientras la mujer, aparentemente ajena a su presencia, sacaba de un armario una bandeja, platos y, de otro, una caja metálica que abrió haciendo palanca con la hoja de un cuchillo. De la caja extrajo pastas y más pastas que fue amontonando en uno de los platos. De otra caja sacó caramelos envueltos en papel de colores chillones y los puso en otro plato. El agua del café subió y ella, con un rápido movimiento, dio la vuelta a la cafetera y llevó la bandeja a la mesa grande que ocupaba un lado de la sala. Como el que reparte cartas de la baraja, fue esparciendo platos, cucharitas y tazas que colocaba cuidadosamente en el tapete de plástico. Después, fue en busca de la cafetera. Cuando todo estuvo dispuesto, se volvió hacia el comisario y lo invitó a acercarse agitando una mano.

Brunetti tuvo que apoyar con fuerza las manos en los brazos de la butaca para levantarse de sus profundidades. Cuando llegó a la mesa, ella le arrimó una silla y, una vez lo tuvo instalado, se sentó delante de él. Los dos platillos de Capodimonte estaban surcados de finas grietas que irradiaban del centro hacia los bordes y que recordaron al comisario las apergaminadas mejillas de su abuela. Las cucharillas relucían y, al lado de su plato, había una servilleta de lino que la plancha había reducido a un rectángulo perfecto.

La signora Ruffolo sirvió dos tazas de café, depositó una frente a Brunetti y le acercó el azucarero de plata. Con unas pinzas de plata le puso en el plato seis pastas del tamaño de un albaricoque y cuatro caramelos.

Brunetti se echó el azúcar al café y tomó un sorbo.

– El mejor café de Venecia, signora. ¿No querrá decirme su secreto?

Ella sonrió, y Brunetti vio que le faltaba otro diente, el incisivo derecho. Él mordió una pasta y sintió que la boca se le llenaba de azúcar. Almendra molida, azúcar, una masa finísima y más azúcar. La siguiente tenía pistacho. La tercera, chocolate y la cuarta, una explosión de crema. Empezó la quinta y dejó la mitad en el plato.

– Coma, dottore, que está muy delgado. El azúcar da energía y es bueno para la sangre. -Sólo los sustantivos le hacían llegar el mensaje.

– Son deliciosas, signora Concetta. Pero acabo de almorzar y, si como mucho, no tendré apetito para cenar y mi esposa se enfadará.

Ella asintió. Comprendía el enfado de la esposa.

Él terminó el café y dejó la taza en el platillo. No habían transcurrido ni diez segundos cuando ella volvió a levantarse, cruzó la habitación y volvió con una botella de cristal tallado y dos copitas del tamaño de una aceituna.

– Marsala. De casa -explicó, mientras le servía un dedal.

Él tomó la copa que la mujer le tendía, esperó mientras ella se echaba unas gotas, brindaron y bebió. Sabía a sol, a mar y a canciones de amor y de muerte. El comisario dejó la copa, miró a la mujer y dijo:

Signora Concetta, supongo que no hace falta que le diga por qué estoy aquí.

Ella asintió.

– ¿Peppino?

– Sí, signora.

Ella levantó la mano con la palma hacia él, como para rechazar sus palabras o, quizá, protegerse del malocchio.

Signora, creo que Peppino se ha metido en un asunto muy feo.

– Pero esta vez… -empezó ella, y entonces, recordando quién era Brunetti, dijo tan sólo-: No es mal chico.

Brunetti esperó hasta estar seguro de que ella no decía más y prosiguió:

– Hoy un amigo me ha dicho que un hombre con el que creo que Peppino está relacionado es muy peligroso. ¿Sabe algo de esto? ¿Sabe qué hace Peppino, con quién tiene tratos desde… -buscó los términos más suaves-…desde que ha vuelto a casa?

Ella meditó largamente antes de contestar.

– Peppino conoció a muy mala gente cuando estuvo en ese sitio. -Ni aun ahora, al cabo de los años, era capaz de nombrar el sitio-. Me ha hablado de esa gente.

– ¿Qué le ha dicho?

– Que son importantes, que su suerte va a cambiar.

Sí; éste era uno de los tópicos de Peppino: siempre estaba a punto de cambiar su suerte.

– ¿Le dijo algo más?

Ella sacudió la cabeza. Era una negativa, pero Brunetti no estaba seguro de a qué decía ella que no. Nunca había podido averiguar qué sabía la signora Concetta de las actividades de su hijo. Seguramente, más de lo que admitía saber, pero era probable que se negara a reconocerlo incluso ante sí misma.

– ¿Ha visto usted a alguno de esos hombres?

Ella movió la cabeza negativamente con énfasis.

– Él nunca los traería aquí. A mi casa, nunca.

Esto, indudablemente, era verdad.

Signora Ruffolo, estamos buscando a Peppino.

Ella cerró los ojos e inclinó la cabeza. Sólo hacía dos semanas que su hijo había salido de aquel sitio, y ya lo buscaba la policía.

– ¿Qué ha hecho, dottore?

– No estamos seguros. Queremos hablar con él. Hay quien dice haberlo visto en un lugar en el que se había cometido un delito. Pero sólo han podido reconocerlo por una fotografía.

– Entonces, ¿quizá no ha sido él?

– No lo sabemos. Por ello queremos hablar con él. ¿Sabe dónde está?

Ella movió la cabeza negativamente, pero, una vez más, Brunetti no estaba seguro de si lo que decía era que no lo sabía o que no quería revelárselo.

– Si habla usted con él, ¿querrá decirle dos cosas de mi parte?

– Sí, dottore.

– Dígale que necesitamos hablar con él, y dígale que ésa es mala gente, gente peligrosa.

Dottore, es usted mi huésped y no debería hacerle esta pregunta.

– ¿Qué pregunta?

– ¿Eso es verdad o es una treta?

Signora, dígame por qué quiere que se lo jure.

Sin vacilar, ella dijo:

– ¿Me lo juraría sobre el corazón de su madre?

– Sobre el corazón de mi madre le juro que es verdad. Peppino debe hablar con nosotros. Y debe tener mucho cuidado con esa gente.

Ella dejó la copa en la mesa, sin probar el licor.

– Trataré de hablar con él. Pero, ¿no cree que esta vez podría ser diferente?

No podía borrar de su voz una nota de esperanza. Brunetti dedujo que Peppino debía de haber dicho a su madre muchas cosas acerca de sus importantes amigos y de esta nueva oportunidad, en la que todo sería diferente y por fin iban a ser ricos.

– Lo siento, signora -se excusó con sinceridad y se levantó-. Muchas gracias por el café y las pastas. En Venecia nadie las hace tan buenas como usted.

Ella se levantó a su vez, tomó un puñado de caramelos y los metió en el bolsillo de la chaqueta del comisario.

– Para sus hijos. Les conviene el azúcar. Están creciendo.

– Muy amable -aceptó él, con la triste convicción de que la mujer tenía razón.

Ella lo acompañó a la puerta. También ahora lo llevaba del brazo como si fuera un ciego o pudiera perderse. En la puerta de la calle, se estrecharon la mano ceremoniosamente y ella lo siguió con la mirada mientras él se alejaba.

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