Como la questura quedaba muy cerca, Brunetti creyó más práctico ir andando que en la lancha con los agentes. Pasando por la iglesia evangélica llegó a la fachada lateral de la jefatura. El agente de uniforme que estaba en la puerta principal abrió la pesada vidriera al ver a Brunetti. El comisario, para ir hacia la escalera que le conduciría a su despacho del cuarto piso, tuvo que pasar junto a la cola de extranjeros que esperaban para tramitar permisos de residencia y de trabajo, que alcanzaba hasta el centro del vestíbulo.
Su mesa estaba tal como la había dejado la víspera, desordenada, llena de papeles y carpetas. Las que estaban más a mano contenían informes de personal que el comisario debía leer y comentar, dentro del bizantino proceso de promoción al que estaban sometidos todos los funcionarios. Otras trataban sobre el último asesinato cometido en la ciudad, la muerte de un joven a consecuencia de una paliza brutal, ocurrida en el muelle de Zattera. La víctima había sido golpeada con tanto encarnizamiento que, en un principio, la policía creyó que en el crimen había intervenido una banda. Sin embargo, al cabo de tan sólo veinticuatro horas, se descubrió que el homicida era un enclenque mozalbete de dieciséis años. La víctima era homosexual y el homicida, el hijo de un fascista notorio que le había inculcado la idea de que los comunistas y los maricas eran escoria y había que liquidarlos a todos. A las cinco de una diáfana mañana de verano, los caminos de los dos jóvenes se cruzaron en una trayectoria fatal junto al canal de la Giudecca. Nadie sabía qué pasó entre ellos, pero la víctima quedó tan desfigurada que se negó a la familia el derecho a ver el cuerpo, que les fue enviado en un féretro sellado. La estaca que había sido utilizada para golpear a la víctima estaba ahora en una caja de plástico, dentro de un archivador del segundo piso de la questura. Poco quedaba por hacer, además de vigilar que el tratamiento psiquiátrico del homicida se mantuviera y que éste permaneciera bajo arresto domiciliario hasta el juicio. El Estado no había dispuesto la prestación de tratamiento psiquiátrico a la familia de la víctima.
En lugar de sentarse a la mesa, Brunetti abrió un cajón lateral y sacó una máquina de afeitar eléctrica. Mientras se afeitaba, de pie frente a la ventana, miraba la fachada de la iglesia de San Lorenzo, que seguía cubierta con el andamiaje montado hacía cinco años, detrás del cual debían de realizarse grandes obras de restauración, o por lo menos eso se decía. El comisario lo dudaba, ya que nada había cambiado durante aquellos años, y las puertas de la iglesia permanecían cerradas.
Sonó el teléfono, la línea directa. Brunetti miró el reloj. Las nueve y media. Serían los cuervos. Desconectó la máquina de afeitar y se acercó a la mesa para contestar.
– Brunetti.
– Buon giorno, comisario. Aquí Carlon -saludó una voz grave que, innecesariamente, completó la identificación agregando que era el encargado de sucesos del Gazzettino.
– Buon giorno, signor Carlon. -Brunetti sabía lo que quería el periodista, pero dejó que se lo pidiera. Carlon había convertido la crónica del último asesinato en una exposición de la vida privada de la víctima, y Brunetti le guardaba vivo rencor por ello.
– Hábleme del norteamericano que han sacado esta mañana de Rio dei Mendicanti.
– Lo sacó el agente Luciani, y no hay pruebas de que fuera norteamericano.
– Le ruego que me excuse, dottore -dijo Carlon con un sarcasmo que convertía la disculpa en insolencia. En vista de que Brunetti no respondía, le azuzó-: Asesinado, ¿verdad? -No hacía nada por disimular el placer que tal posibilidad le producía.
– Eso parece.
– ¿Apuñalado?
¿Cómo podían saber tanto tan pronto?
– Sí.
– ¿Asesinado? -repitió Carlon con fingida paciencia en la voz.
– Eso no lo sabremos a ciencia cierta hasta que tengamos los resultados de la autopsia que el dottor Rizzardi va a practicar esta tarde.
– ¿Había herida de arma blanca?
– Sí.
– ¿Y no están seguros de si ésa fue la causa de la muerte? -Carlon terminó la pregunta con un resoplido de incredulidad.
– No lo estamos -respondió Brunetti afablemente-. Como ya le he dicho, no hay nada concreto mientras no tengamos los resultados de la autopsia.
– ¿Alguna otra señal de violencia? -preguntó Carlon, irritado por la escasa información que obtenía.
– Eso no lo sabremos hasta después de la autopsia -repitió Brunetti.
– No falta sino que sugiera que quizá murió ahogado.
– Signor Carlon -dijo Brunetti, decidiéndose por fin a cortar la conversación-, como usted sabe, si ese hombre permaneció en uno de nuestros canales durante cierto período de tiempo, es más probable que haya muerto envenenado que ahogado. -En el otro extremo del hilo, silencio-. Si tiene la bondad de llamarme esta tarde a eso de las cuatro, con mucho gusto le daré información más detallada.
– Muchas gracias, comisario, le llamaré. Sólo una cosa: ¿podría repetirme el nombre de ese agente?
– Luciani, Mario Luciani, un policía modelo.
Como lo eran todos, cuando Brunetti los mencionaba a la prensa.
– Gracias, comisario. Tomo nota. Y no dejaré de reseñar en mi artículo su amable colaboración. -Sin más ceremonia, Carlon colgó.
En otro tiempo, las relaciones de Brunetti con la prensa eran relativamente cordiales y hasta más que eso. En ocasiones, el comisario incluso había utilizado la prensa para solicitar información sobre algún delito. Durante los últimos años, no obstante, la creciente oleada de sensacionalismo periodístico había impedido que el trato con los informadores pasara de lo estrictamente oficial; una hipótesis que él aventurara, al día siguiente, indefectiblemente, aparecía redactada en términos de acusación terminante. Así que ahora Brunetti era cauto en sus declaraciones y daba la información con cuentagotas, aunque, por supuesto, los periodistas podían estar seguros de su escrupulosa exactitud.
Brunetti comprendió que, hasta que recibiera los datos del laboratorio acerca del billete de tren hallado en el bolsillo del hombre, o el informe de la autopsia, poco podía hacer él. Ahora, en los pisos inferiores, los hombres estarían llamando a los hoteles. Si algo averiguaban, se lo dirían. Por lo tanto, podía seguir leyendo y firmando informes de personal.
Una hora después, poco antes de las once, zumbó el intercomunicador. Cuando descolgó, Brunetti ya sabía quién le llamaba:
– ¿Sí, vicequestore?
El vicequestore Patta, que quizá esperaba sorprender a su subordinado fuera del despacho o dormido, quedó momentáneamente desconcertado al oírse interpelar de modo tan directo y tardó un instante en reaccionar.
– Brunetti, ¿qué es eso de que han encontrado muerto a un norteamericano? ¿Por qué no se me ha informado? ¿Tiene idea de lo que esto puede suponer para el turismo?
Brunetti sospechaba que la tercera pregunta era la única que interesaba realmente a Patta.
– ¿Qué norteamericano? -preguntó el comisario con fingida curiosidad.
– El que han sacado del agua esta mañana.
– Oh -hizo Brunetti, ahora en un cortés tono de sorpresa-. ¿Ya ha llegado el informe? ¿Así que era norteamericano?
– No se haga el listo conmigo, Brunetti -espetó Patta, irritado-. El informe aún no ha llegado, pero el cadáver tenía monedas norteamericanas en el bolsillo, de manera que tiene que ser norteamericano.
– Quizá era numismático -apuntó Brunetti afablemente.
Siguió una larga pausa que indicó al comisario que su superior ignoraba el significado de aquella palabra.
– Basta de chanzas, Brunetti. Vamos a suponer que se trata de un norteamericano. No podemos consentir que se ande asesinando a los norteamericanos en esta ciudad. Y, menos, estando como está el turismo este año. ¿Lo comprende?
Brunetti tuvo que morderse la lengua para no preguntar si se podría consentir que asesinaran a personas de otra nacionalidad, ¿albaneses, quizá?, y dijo sólo:
– ¿Sí, señor?
– ¿Y bien?
– ¿Bien qué, señor?
– ¿Qué ha hecho hasta ahora?
– Los buzos están buscando en el canal en el que se encontró el cadáver. Cuando sepamos la hora de la muerte, buscaremos en los lugares desde los que pudiera haberlo arrastrado la corriente, suponiendo que lo mataran en otro sitio. Vianello está investigando si hay tráfico o consumo de drogas en el barrio y el laboratorio trabaja en lo que le encontramos en los bolsillos.
– ¿Las monedas?
– No creo que necesitemos que el laboratorio nos diga que son norteamericanas.
Después de un largo silencio, que indicaba que no sería prudente seguir pinchando a Patta, éste preguntó:
– ¿Qué dice Rizzardi?
– Que esta tarde me enviará el informe.
– Hágame llegar una copia.
– Sí, señor. ¿Alguna cosa más?
– No; eso es todo. -Patta colgó el teléfono y Brunetti siguió leyendo informes.
Cuando terminó, era más de la una. Como no sabía a qué hora llamaría Rizzardi y quería disponer del informe lo antes posible, decidió no ir a almorzar a casa ni perder tiempo en un restaurante, a pesar de que, después de una mañana tan larga, tenía hambre. Se dijo que se acercaría al bar situado al pie del Ponte dei Greci y tomaría unos tramezzini.
Cuando Brunetti entró, Arianna, la propietaria, le saludó llamándole por su nombre e inmediatamente puso una copa en el mostrador delante de él. Orso, el viejo pastor alemán que a lo largo de los años había desarrollado un vivo afecto por Brunetti, se levantó con movimientos artríticos de su lugar habitual junto al frigorífico de los helados y se acercó renqueando. Esperó el tiempo justo para que Brunetti le palmeara la cabeza y le tirara suavemente de las orejas y se desplomó a sus pies. Los clientes del bar estaban acostumbrados a tener que saltar por encima de Orso y a echarle trozos de cortezas y emparedados. El animal tenía predilección por los espárragos.
– ¿Qué será, Guido? -preguntó Arianna, refiriéndose a los tramezzini y llenando la copa de vino tinto.
– Uno de jamón y alcachofa y uno de gambas. -La cola de Orso inició un movimiento de abanico golpeándole el tobillo-. Y uno de espárragos. -Cuando llegaron los emparedados, Brunetti pidió otra copa de vino, que bebió despacio, pensando en cómo se complicarían las cosas si, efectivamente, el muerto resultaba ser norteamericano. No sabía si habría cuestiones de jurisdicción. Decidió no pensar en ello.
Como si se propusiera impedirle poner en práctica esta decisión, Arianna dijo:
– Qué horror lo de ese norteamericano.
– Todavía no estamos seguros de que lo sea.
– Pues, si lo es, no faltará quien grite «terrorismo», y eso no será bueno para nadie. -Aunque Arianna era yugoslava de nacimiento, su idiosincrasia era totalmente veneciana: el negocio, lo primero.
– Hay mucha droga en ese barrio -agregó, como si por hablar de ello se pudiera hacer que la droga fuera la causa. Brunetti recordó que la mujer también era dueña de un hotel, por lo que la sola idea del terrorismo tenía que ser para ella causa de pánico y escándalo.
– Sí, Arianna, estamos investigándolo. Gracias. -Mientras hablaba, un espárrago se desprendió del bocadillo y cayó al suelo, delante del hocico de Orso. Y, cuando el primer espárrago desapareció, cayó el segundo. Ya que a Orso le costaba trabajo levantarse, ¿por qué no llevarle el almuerzo a casa?
Brunetti puso en el mostrador un billete de diez mil liras y se guardó el cambio. La mujer no se había preocupado de pulsar el importe en la caja, por lo que la suma no había quedado registrada ni sería gravada. Hacía años que el comisario había dejado de prestar atención a este fraude continuo que se cometía contra el Estado. Allá se las compusieran los de la policía encargada de los delitos tributarios. La ley ordenaba que la mujer registrara el importe de la consumición y le diera un recibo; si él salía del bar sin el recibo, los dos se hacían acreedores a una multa de cientos de miles de liras. Los de delitos tributarios solían apostarse en la puerta de bares, tiendas y restaurantes, atisbaban por el escaparate las transacciones y pedían a los clientes que salían del establecimiento que les enseñaran el recibo. Pero Venecia era una ciudad pequeña, todos los policías le conocían y ninguno le abordaría. A menos que trajeran agentes de fuera y organizaran lo que los periódicos habían dado en llamar un blitz, una operación de peinado de todo el centro comercial, en la que, en un día, se recaudaban millones de liras en multas. En tal caso, si le paraban, les enseñaría la placa y diría que había entrado para ir al aseo.
Aquellos impuestos servían para pagar su sueldo, cierto. Pero eso había dejado de inquietarle, lo mismo, sospechaba, que a la mayoría de sus conciudadanos. En un país en el que la Mafia podía asesinar a su antojo, no pedir el comprobante del pago de una taza de café no era un delito que interesara a Brunetti.
Cuando volvió a su despacho, encontró en la mesa el recado de que llamara a Rizzardi. Así lo hizo y aún pudo encontrar al forense en su despacho de la isla del cementerio.
– Ciao, Ettore. Aquí Guido. ¿Qué puede decirme?
– Le eché una ojeada a la dentadura. Trabajo norteamericano. Seis empastes y un puente, a lo largo de varios años, pero no cabe duda sobre la técnica. Todo norteamericano.
Brunetti se guardó de preguntarle si estaba seguro.
– ¿Qué más?
– La hoja del arma criminal tenía dos centímetros de ancho y, por lo menos, quince de largo. La punta penetró en el corazón, tal como yo me figuraba. Pasó entre las costillas sin rozarlas siquiera, de modo que quien lo hiciera sabía que tenía que sostener la hoja perfectamente horizontal. Y el ángulo era perfecto. -El médico hizo una breve pausa y agregó-: Puesto que la herida está en el lado izquierdo, diría que el asesino es diestro o, por lo menos, utilizó la derecha.
– ¿Y de la estatura, puede decirme algo?
– Nada concreto. Pero tenía que estar cerca de la víctima, cara a cara.
– ¿Señales de lucha? ¿Tenía algo en las uñas?
– Nada. Pero tenga en cuenta que ha estado en el agua unas cinco o seis horas, de manera que lo que pudiera tener se habrá disuelto.
– ¿Cinco o seis horas?
– Sí. Yo diría que murió entre las doce y la una de la noche.
– ¿Algo más?
– Nada de particular. Estaba en buena forma física. Bien musculado.
– ¿Comida?
– Comió algo varias horas antes de morir. Probablemente, un bocadillo. Jamón y tomate. Pero no bebió nada, por lo menos nada alcohólico. No tenía alcohol en la sangre y, por el estado del hígado, yo diría que debía de beber poco o nada.
– ¿Cicatrices? ¿Operaciones?
– Tenía una pequeña cicatriz… -empezó Rizzardi, y Brunetti oyó roce de papel-…en la muñeca izquierda, en forma de media luna. Pudo producírsela cualquier cosa. No había sido operado de nada. Tenía vegetaciones y apéndice. Una salud perfecta. -Por el tono de voz de Rizzardi dedujo Brunetti que esto era todo lo que podía decirle el médico.
– Gracias, Ettore. ¿Me enviará un informe por escrito?
– ¿Quiere verlo «Su Superioridad»?
Brunetti sonrió al oír el título que Rizzardi daba a Patta.
– Me lo ha pedido, sí. Aunque no estoy seguro de que vaya a leerlo.
– Pues le pondré tanta jerga médica que, si quiere enterarse de lo que dice, va a tener que llamarme para que se lo descifre. -Tres años antes, Patta se había opuesto a la designación de Rizzardi para el puesto de forense, porque el hijo de un amigo que estaba terminando la carrera de medicina buscaba un empleo del gobierno. Pero Rizzardi, con quince años de experiencia en medicina forense, se había llevado la plaza, y desde entonces él y Patta libraban una batalla de guerrillas.
– Entonces espero leerlo -dijo Brunetti.
– No va a entender ni una palabra. Ni lo intente, Guido. Si tiene alguna duda, llámeme y con mucho gusto procuraré aclarársela.
– ¿Qué me dice de la ropa? -preguntó Brunetti, aunque sabía que ésta no era responsabilidad de Rizzardi.
– Llevaba vaqueros, Levi's. Y una zapatilla Reebok, número cuarenta y dos. -Antes de que Brunetti pudiera decir algo, Rizzardi agregó-: Ya sé, ya sé. Eso no quiere decir que fuera norteamericano. Hoy en día puedes comprar Levis y Reeboks en todas partes. Pero la ropa interior es norteamericana. Las etiquetas están en inglés y dicen: «Made in USA». -El tono de voz del médico cambió denotando una curiosidad insólita en él-: ¿Sus hombres han averiguado algo en los hoteles? ¿Alguna idea de quién era?
– No sé nada. Supongo que aún estarán haciendo llamadas.
– Espero que no tarden en descubrir quién es, para que podamos enviarlo a su casa. No es nada grato morir en un país extraño.
– Gracias por todo, Ettore. Haré todo lo que pueda por averiguar quién era. Y enviarle a su casa.
Brunetti colgó el teléfono. Norteamericano. No llevaba billetero, ni pasaporte, ni documentos de identidad, ni dinero, excepto aquellas monedas. Todo ello parecía indicar que había sido víctima de un atraco callejero, un atraco que se había torcido trágicamente y había acabado en asesinato en lugar de robo. Y el ladrón tenía un cuchillo y lo había utilizado con suerte o con habilidad.
Los delincuentes callejeros de Venecia tenían algo de suerte, pero rara vez tenían habilidad. Solían utilizar el método de robar y correr. En otra ciudad, este caso hubiera podido considerarse un atraco callejero que había acabado mal, pero aquí, en Venecia, no ocurrían estas cosas. ¿Habilidad o suerte? Si había sido habilidad, ¿quién era el habilidoso y por qué había sido necesaria tanta destreza?
Brunetti llamó a la oficina general para preguntar si los hombres habían averiguado algo en los hoteles. En los de primera y segunda categoría sólo faltaba un cliente, un hombre de más de cincuenta años que la noche anterior no había vuelto al Gabriele Sandwirth. Ya habían empezado a preguntar en los hoteles pequeños, en uno de los cuales dijeron que un cliente norteamericano se había marchado la pasada noche, pero la descripción no cuadraba.
Brunetti pensó entonces que quizá la víctima tuviera alquilado un apartamento. En tal caso, podían transcurrir varios días antes de que se denunciara su desaparición, y quizá ni llegara a echársele de menos.
El comisario llamó al laboratorio y preguntó por Enzo Bocchese, el técnico principal. Cuando éste se puso al teléfono, Brunetti preguntó:
– Bocchese, ¿puede decirme algo de las cosas que llevaba en los bolsillos? -No hacía falta especificar a qué bolsillos se refería.
– Hemos pasado el billete de tren por infrarrojos. Estaba tan deteriorado que creí que no sacaríamos nada. Pero algo sacamos.
A Bocchese, que se sentía muy orgulloso de su tecnología y de lo que podía conseguir con ella, le gustaba que le hiciesen preguntas y elogios.
– Bien. No sé cómo se las ingenia, pero siempre encuentra usted algo. -Ojalá fuera verdad esta vez-. ¿De dónde era el billete?
– De Vicenza. Ida y vuelta a Venecia. Comprado ayer. El trayecto de ida estaba validado. Va a venir un empleado de la estación, por si puede decirnos algo acerca del tachado; por ejemplo, en qué tren se hizo. Sin embargo, no estoy seguro de que sea posible.
– ¿De qué clase es el billete, primera o segunda?
– Segunda.
– ¿Algo más? ¿Calcetines? ¿Cinturón?
– ¿Le ha dicho algo Rizzardi de la ropa?
– Sí. Dice que la ropa interior es norteamericana.
– De eso no cabe duda. El cinturón… podía haberlo comprado en cualquier sitio. Piel negra, hebilla de latón. Los calcetines son sintéticos. Hechos en Taiwan o en Corea. Los venden en todas partes.
– ¿Algo más?
– Nada más.
– Buen trabajo, Bocchese, pero me parece que no necesitamos nada más que el billete para estar seguros.
– ¿Seguros de qué, comisario? -preguntó Bocchese.
– De que era norteamericano.
– ¿Por qué? -preguntó el técnico, con audible sorpresa.
– Porque es ahí donde están los norteamericanos -explicó Brunetti.
Todos los italianos de la zona conocían la base de Vicenza, Caserma «No sé cuántos», la base en la que todavía ahora, cincuenta años después del fin de la guerra, vivían miles de soldados norteamericanos con sus familias. Si él estaba en lo cierto, sin duda se levantaría el espectro del terrorismo y habría cuestiones de jurisdicción. Los norteamericanos tenían su propia policía, y en el momento en que alguien pronunciara la palabra «terrorismo» podrían intervenir la OTAN, la Interpol y hasta la misma CIA.
Brunetti hizo una mueca al pensar en cómo se pavonearía Patta con el revuelo que se formaría a la llegada de los agentes norteamericanos. Brunetti ignoraba qué impresión producían los actos de terrorismo, pero éste no daba la impresión de ser un caso de terrorismo. Un cuchillo es un arma muy vulgar; no llama la atención sobre el crimen. Y nadie había reivindicado el asesinato. Aún podía llamar alguien para atribuírselo, pero ya sería tarde y el embuste se notaría demasiado.
– Claro, claro -dijo Bocchese-. Debí pensar en ello. -Hizo una pausa, para dar a Brunetti ocasión de decir algo y, en vista de que el comisario no hacía comentarios, preguntó-: ¿Desea algo más?
– Sí. Cuando haya hablado con el empleado del ferrocarril, comuníqueme si ha podido decirle qué tren tomó la víctima.
– Dudo que pueda decírnoslo. Es sólo una muesca en el billete. No creo que podamos identificar el tren. De todos modos, se lo confirmaré. ¿Algo más?
– Nada más. Muchas gracias, Bocchese.
Después de colgar, Brunetti se quedó mirando fijamente la pared que tenía delante del escritorio, mientras sopesaba la información y las posibilidades. Un joven, en perfecta forma física, llega a Venecia con un billete de ida y vuelta, procedente de una ciudad en la que hay una base militar norteamericana. Tenía trabajo dental norteamericano y llevaba monedas norteamericanas en el bolsillo.
Brunetti descolgó el teléfono y marcó el número de la centralita.
– Póngame con la base militar norteamericana de Vicenza.