CAPÍTULO VII

El maggiore empujó la delgada carpeta hacia Brunetti con un grueso dedo y se sirvió otro vaso de agua.

– Esto es lo que nos dieron. Hay una traducción, por si la necesita.

Brunetti movió la cabeza negativamente y tomó la carpeta. Encima, escrito en letras rojas, se leía: «Foster, Michael, nac. 28.09.62, NSS 651 34 1054.» La abrió. Sujeta con un clip a la tapa, por el interior, había la fotocopia de una fotografía. Imposible reconocer en esta imagen borrosa en blanco y negro la cara amarillenta de la muerte que Brunetti había visto la víspera al borde del canal. Dentro de la carpeta había dos hojas mecanografiadas en las que se hacía constar que el sargento Foster trabajaba en el departamento de Higiene, que había sido amonestado una vez por saltarse un stop en la base, que había sido ascendido a sargento hacía un año y que su familia residía en Biddeford Pool, Maine.

La segunda hoja contenía el resumen de una entrevista realizada con un civil italiano que trabajaba en el departamento de Higiene y que manifestaba que Foster se llevaba bien con sus compañeros, trabajaba con entusiasmo y era amable y cortés con los civiles italianos que trabajaban en el departamento.

– No es mucho -dijo Brunetti cerrando la carpeta y empujándola hacia el maggiore-. El soldado perfecto. Trabajador. Obediente. Amable.

– No obstante, alguien le clavó un cuchillo entre las costillas.

Brunetti recordó a la doctora Peters y preguntó:

– ¿Alguna mujer?

– Ninguna, que sepamos nosotros -respondió Ambrogiani-. Aunque esto no quiere decir que no la hubiera. Era joven, hablaba el italiano bastante bien. Es posible. -Ambrogiani hizo una pausa antes de agregar-: A no ser que se sirviera de lo que se vende delante de la estación del ferrocarril.

– ¿Es ahí donde están?

Ambrogiani asintió.

– ¿En Venecia no hay de eso?

Brunetti sacudió la cabeza.

– Muy poco, desde que el Gobierno cerró los burdeles. Algunas hay, pero se dedican a los hoteles y no nos causan problemas.

– Aquí las tenemos delante de la estación, pero yo diría que corren malos tiempos para ellas. Son muchas las que lo hacen gratis -apuntó Ambrogiani, y agregó-: Por amor.

La hija de Brunetti tenía trece años recién cumplidos, y él no quería pensar en lo que las jóvenes hacen por amor.

– ¿Puedo hablar con los norteamericanos? -preguntó.

– Supongo que sí -respondió Ambrogiani alargando la mano hacia el teléfono-. Les diremos que es usted el jefe de policía de Venecia. Les gustará el rango y se avendrán a hablar. -Marcó un número de memoria y, mientras esperaba la respuesta, atrajo hacia sí la carpeta, alineó meticulosamente los pocos papeles que contenía y la colocó frente a sí, perfectamente perpendicular al borde de la mesa.

De pronto, se puso a hablar en un inglés correcto pero con fuerte acento italiano:

– Buenas tardes, Tiffany. Aquí el comandante Ambrogiani. ¿Está el comandante? ¿Cómo? Sí, espero. -Cubrió el micro con la mano y apartó el teléfono del oído-. Está reunido. Los norteamericanos se pasan la vida «reunidos».

– Podría ser… -empezó Brunetti, pero se interrumpió al ver que Ambrogiani retiraba la mano.

– Sí, gracias. Buenos días, comandante Butterworth. -El nombre estaba en la carpeta, pero dicho por Ambrogiani sonó «Buderword».

– Sí. Comandante, tengo en mi despacho al jefe de la policía de Venecia. Sí, lo hemos traído en helicóptero. -Una pausa larga-. No; sólo puede dedicarnos el día de hoy. -Miró su reloj de pulsera-. ¿Veinte minutos? Sí, ahí estará. No, comandante, lo siento mucho, pero no puedo. Tengo una reunión. Sí, muchas gracias.

Colgó el teléfono, dejó el lápiz en una diagonal perfecta encima de la carpeta y dijo:

– Le recibirá dentro de veinte minutos.

– ¿Tiene usted una reunión? Entonces, ¿no estará en la entrevista?

Ambrogiani agitó la mano con displicencia.

– Será una pérdida de tiempo. Si nada saben, nada podrán decirle y, si algo saben, tampoco se lo dirán. Así que no merece la pena que vaya. -Cambiando de tono, preguntó:

– ¿Qué tal habla usted inglés?

– Bien.

– Entonces todo será mucho más fácil.

– ¿Quién es este comandante?

Ambrogiani repitió el apellido, comiéndose otra vez las consonantes más duras.

– El oficial de enlace. O, como dicen ellos, el que «enlaza» con nosotros. -Los dos hombres sonrieron por la flexibilidad que el inglés brinda a sus usuarios, familiaridades que el italiano nunca permitiría, desde luego.

– ¿Y en qué consiste el «enlace»?

– Pues, si tenemos problemas, viene a vernos y, si los tienen ellos, va a ver a sus superiores.

– ¿Qué clase de problemas?

– Si alguien trata de entrar sin el correspondiente documento de identidad. O si nosotros no respetamos sus normas de tráfico. O si tienen que preguntar a un carabiniere por qué compra diez kilos de buey en su supermercado. Cosas así.

– ¿Supermercado? -preguntó Brunetti con auténtica sorpresa.

– Sí, supermercado. Y bolera, y cine, y hasta un Burger King. -Pronunció las últimas palabras sin asomo de acento italiano.

Brunetti, fascinado, repitió «Burger King» con la misma entonación con que un niño diría «pony» si alguien se lo prometiera.

Al oírlo, Ambrogiani se echó a reír.

– Es fantástico, desde luego. Aquí hay un pequeño mundo que nada tiene que ver con Italia. -Señaló por la ventana-. Ahí está América, comisario. O mucho me equivoco, o en eso nos convertiremos todos.

Después de una pausa, repitió:

– América.

Esto era exactamente lo que encontró Brunetti cuando, un cuarto de hora después, abrió las puertas del Cuartel General del mando de la OTAN y subió los tres peldaños que conducían al vestíbulo. En las paredes había pósters de ciudades sin nombre que, dada la altura y homogeneidad de sus rascacielos, sólo podían ser norteamericanas. También las reiteradas prohibiciones de fumar y los anuncios de los tableros proclamaban esta nacionalidad. El único toque italiano era el suelo de mármol.

Siguiendo las instrucciones recibidas, Brunetti subió la escalera que tenía enfrente, torció a la derecha y entró en el segundo despacho de la izquierda. La habitación estaba dividida por unas mamparas que llegaban a la altura de la cabeza y que, lo mismo que las paredes de la planta baja, estaban cubiertas de tableros de anuncios. Arrimados a una de ellas había dos sillones tapizados de lo que parecía grueso plástico gris. Ocupaba una mesa, a la derecha de la puerta, una muchacha que sólo podía ser norteamericana. Tenía una cabellera rubia, que por delante estaba cortada en un flequillo a ras de sus ojos verdes y por detrás le colgaba casi hasta la cintura. Una franja de pecas le cruzaba la nariz y su dentadura tenía esa perfección común en la mayoría de norteamericanos e italianos más adinerados. Ella le miró con una brillante sonrisa, doblando las comisuras de los labios hacia arriba, pero manteniendo los ojos extrañamente inexpresivos.

– Buenos días -dijo él, sonriendo a su vez-. Brunetti. El comandante me espera.

La muchacha se levantó, descubriendo un tipo tan perfecto como la dentadura, y salió por una abertura de la mampara, aunque le hubiera sido más cómodo anunciarle por teléfono o, simplemente, de viva voz, por encima de la divisoria. Brunetti la oyó hablar al otro lado, y percibió la respuesta de una voz más ronca. A los pocos segundos, la muchacha reapareció y dijo a Brunetti:

– Pase, por favor.

Detrás del escritorio había un joven rubio que aparentaba poco más de veinte años. Brunetti lo miró, pero enseguida desvió la mirada, porque aquel hombre parecía resplandecer. Cuando volvió a mirar, Brunetti descubrió que no era luz lo que irradiaba sino sólo juventud, salud y la prueba de que tenía quien le cuidara los uniformes.

– ¿Jefe Brunetti? -preguntó levantándose. A Brunetti le parecía que aquel hombre acababa de salir de la ducha o del baño: tenía la piel tirante, lustrosa, como si hubiera dejado la máquina de afeitar para darle la mano. Mientras se estrechaban la mano, Brunetti se fijó en sus ojos, de un azul translúcido, el color que tenía la laguna hacía veinte años-. Celebro que haya podido venir desde Venecia para hablar con nosotros, jefe Brunetti, ¿o es questore?

Vicequestore -dijo Brunetti, concediéndose un ascenso, con miras a conseguir mayor información. Observó que en la mesa del comandante había bandejas de Entradas y Salidas; la primera, vacía y la última, llena.

– Tome asiento, por favor -dijo Butterworth, que esperó a que se hubiera sentado Brunetti para hacer otro tanto. El norteamericano sacó del cajón central una carpeta, escasamente más gruesa que la que tenía Ambrogiani-. Ha venido a hablar del sargento Foster, ¿no es así?

– En efecto.

– ¿Qué quiere saber?

– Me gustaría saber quién lo mató -dijo Brunetti con gesto impasible.

Butterworth titubeó un momento, sin saber cómo reaccionar, y decidió tomarlo a broma.

– Sí -dijo con una risita que apenas escapó de sus labios-, eso nos gustaría a todos. Pero me parece que la información que tenemos no nos ayudará a averiguarlo.

– ¿Qué información tienen?

El joven le acercó la carpeta. Aunque sabía que contendría lo mismo que acababa de ver, Brunetti, la abrió y leyó los papeles. La fotografía era distinta. Brunetti había visto la cara muerta y el cuerpo desnudo de Foster, pero hasta este momento no pudo hacerse una idea clara de su aspecto. En esta foto, estaba más guapo y tenía un bigotito que luego debió de quitarse.

– ¿De cuándo es la foto?

– Probablemente, de cuando entró en el servicio.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Siete años.

– ¿Cuánto tiempo llevaba en Italia?

– Cuatro años. Por cierto, acababa de reengancharse, a fin de poder quedarse en Italia.

– ¿Para cuánto tiempo?

– Otros tres años.

– ¿Y hubiera seguido aquí?

– Sí.

Brunetti recordó entonces algo que había leído en el expediente y preguntó:

– ¿Cómo aprendió el italiano?

– ¿Cómo dice?

– Trabajando a jornada completa, no debía de tener mucho tiempo para aprender un nuevo idioma -explicó Brunetti.

Tanti di noi parliamo italiano -respondió Butterworth, con una pronunciación defectuosa pero comprensible.

– Por supuesto -dijo Brunetti, sonriendo ante el alarde lingüístico del comandante, por suponer que esto era lo que se esperaba de él-. ¿Vivía aquí? Hay cuarteles, ¿verdad?

– Sí, hay cuarteles -respondió Butterworth-. Pero el sargento Foster tenía un apartamento en Vicenza.

Brunetti sabía que el apartamento ya habría sido registrado, por lo que no se molestó en preguntarlo.

– ¿Encontraron ustedes algo?

– No.

– ¿Podría echar un vistazo?

– No estoy muy convencido de que eso sea necesario -dijo Butterworh rápidamente.

– Yo tampoco lo estoy -convino Brunetti con una leve sonrisa-. No obstante, me gustaría ver dónde vivía.

– Eso no entra en el procedimiento ordinario.

– No imaginaba que hubiera un procedimiento ordinario -dijo Brunetti. Sabía que tanto los carabinieri como la policía de Vicenza podían autorizarle a examinar el apartamento, pero, por lo menos en esta fase de la investigación, quería mantener la mayor armonía posible con todas las autoridades implicadas.

– En fin, podría arreglarse -concedió Butterworth-. ¿Cuándo quiere ir a verlo?

– No hay prisa. Esta tarde. Mañana.

– Creí que no pensaba volver mañana, vicequestore.

– Sólo si no termino hoy, comandante.

– ¿Qué más desea hacer?

– Me gustaría hablar con alguien que le conociera, que hubiera trabajado con él. -Brunetti había descubierto, por los papeles de la carpeta, que Foster había asistido a clase en la universidad de la base. Al igual que los romanos, estos nuevos forjadores de imperios llevaban consigo sus escuelas-. Quizá con personas que fueran a clase con él.

– Podría arreglarse, imagino, aunque no veo la necesidad. Nosotros nos encargaremos de esta parte de la investigación. -Hizo una pausa, como esperando que Brunetti protestara. En vista de que no era así, preguntó:

– ¿Cuándo desea ver el apartamento?

Antes de responder, Brunetti miró el reloj. Era casi mediodía.

– Quizá esta tarde. Si me dice dónde está el apartamento, mi conductor me llevará cuando regresemos a la estación.

– ¿Desea que vaya con usted, vicequestore?

– Muy amable, comandante, pero no lo creo necesario. Bastará con que me dé la dirección.

El comandante Butterworth se acercó un bloc, escribió la dirección sin necesidad de abrir la carpeta para buscarla, y la entregó a Brunetti.

– No está lejos. Su conductor lo encontrará sin dificultad.

– Gracias, comandante -dijo Brunetti levantándose-. ¿Tiene inconveniente en que me dé una vuelta por la base?

– Puesto -dijo Buterworth inmediatamente.

– ¿Cómo?

– Puesto. Esto es un puesto. La Fuerza Aérea tiene bases. Nosotros, el Ejército de tierra, tenemos puestos.

– Comprendo. En italiano todo son bases. ¿Puedo quedarme un rato por aquí?

Tras apenas un momento de vacilación, Butterworth dijo:

– No hay inconveniente.

– ¿Y cómo entro en el apartamento, comandante?

El comandante Butterworth se puso en pie y empezó a dar la vuelta a la mesa.

– Tenemos allí a dos hombres. Les avisaré de su visita.

– Gracias, comandante -dijo Brunetti alargando la mano.

– No hay de qué. Encantado de poder serle útil. -El apretón de Butterworth era fuerte, enérgico. No obstante, Brunetti observó que el norteamericano no le había pedido que le informara de lo que pudiera descubrir acerca del muerto.

La rubia ya no estaba en su escritorio del antedespacho. La pantalla de su ordenador brillaba a un lado de la mesa, tan inexpresiva como sus ojos.

– ¿Adonde desea ir? -preguntó el conductor cuando Brunetti volvió a subir al coche.

Brunetti le entregó el papel con la dirección de Foster.

– Me gustaría ir esta tarde -dijo-. ¿Sabe dónde es?

– ¿Borgo Casale? Sí, señor. Queda justo detrás del campo de fútbol.

– ¿Es por donde vinimos?

– Sí, señor. Pasamos por delante. ¿Quiere que vayamos ahora?

– No; todavía no. Antes me gustaría comer algo.

– ¿Nunca había estado aquí?

– No. ¿Usted lleva aquí mucho tiempo?

– Seis años. Y tuve suerte con el destino. Mi familia es de Schio -explicó, refiriéndose a una población situada a media hora de camino.

– Todo esto es muy extraño, ¿no le parece? -dijo Brunetti abarcando con un ademán los edificios de alrededor.

El conductor asintió, sin hacer comentarios.

– ¿Es muy grande?

– Ocupa unos dos kilómetros cuadrados en total.

– ¿Qué hay, además de oficinas? El maggior Ambrogiani ha hablado de un supermercado.

– Hay cine, piscina, biblioteca, colegios. Es toda una ciudad. Tienen hasta su propio hospital.

– ¿Cuántos norteamericanos hay? -preguntó Brunetti.

– No lo sé con exactitud. Unos cinco mil, contando esposas e hijos, supongo.

– ¿A usted le gustan? -preguntó Brunetti.

El hombre se encogió de hombros.

– ¿Por qué no habían de gustarme? Son amables. -No parecía un elogio entusiasta. El conductor preguntó entonces, cambiando de tema:

– ¿Dónde quiere almorzar, aquí, en la base, o fuera?

– No sé. ¿Qué sugiere usted?

– El mejor sitio es la mensa italiana. Allí sí que dan comida. -Al oír esto, Brunetti se preguntó qué servirían los norteamericanos en sus comedores. ¿Tuercas?-. Pero hoy está cerrada. Están de huelga. -Bien, ésta era la prueba de que era realmente italiana, incluso dentro de una instalación militar norteamericana.

– ¿Algún otro sitio?

Sin contestar, el conductor metió la primera, arrancó, hizo un brusco viraje de 180 grados y volvió hacia la calle principal que dividía el puesto. Circulando detrás de otros coches, dieron la vuelta a varios bloques. Brunetti estaba completamente desorientado cuando el coche paró delante de uno de tantos edificios prefabricados de una sola planta.

Por la ventanilla trasera del coche, Brunetti vio que estaban parados en diagonal delante de un ángulo formado por dos establecimientos. Encima de una puerta vidriera se leía FOOD MALL. Estas palabras, sin saber por qué, le hicieron pensar en una comida de leones. El otro rótulo rezaba BASKIN-BOBBINS. Brunetti, sin asomo de optimismo, preguntó:

– ¿Café?

El conductor señaló con el mentón la segunda puerta. Era evidente que estaba deseando que Brunetti se apeara. Éste así lo hizo y entonces el carabiniere se volvió y le dijo:

– Vendré a recogerle dentro de diez minutos. -Cerró la puerta y se alejó rápidamente, dejando a Brunetti en la acera con la sensación de estar abandonado en tierra extraña. A la derecha de la segunda puerta, leyó entonces CAPUCINO BAR. Era evidente que el rótulo era de fabricación norteamericana.

Entró y pidió un café a la mujer que estaba detrás del mostrador. Entonces, despidiéndose de la posibilidad de almorzar, pidió también un brioche. La pasta tenía aspecto de brioche y tacto de brioche, pero sabía a cartón. Dejó en el mostrador tres billetes de mil liras. La mujer los miró, le miró a él, los tomó y puso en el mostrador unas monedas como las que él había encontrado en los bolsillos del muerto. Durante un momento, Brunetti pensó si aquella mujer estaría tratando de transmitirle un mensaje secreto, pero le bastó mirarla a la cara para comprender que no había hecho sino devolverle el cambio.

Salió del local y se paró en la acera, aprovechando la ocasión para respirar el ambiente del lugar mientras esperaba el coche. Se sentó en un banco situado frente a las tiendas y observó a los transeúntes. Algunos le miraban con extrañeza: un hombre con americana y corbata desentonaba en aquel entorno. Muchos de los que pasaban por delante de él, tanto hombres como mujeres, vestían de uniforme y, los que no, shorts y zapatillas deportivas. Algunas mujeres, especialmente las que menos podían permitírselo, llevaban tops que dejaban el estómago al aire. Todos vestían para ir o a la guerra o a la playa. La mayoría de los hombres parecían estar en buena forma física y bien musculados; muchas de las mujeres eran enormes, descomunalmente obesas.

Los coches circulaban despacio, buscando un hueco donde aparcar: coches grandes, coches japoneses, todos con la matrícula AFI. Muchos tenían los cristales subidos y en su refrigerado interior sonaba música rock a diferentes volúmenes.

Los transeúntes se saludaban e intercambiaban frases amables, perfectamente a sus anchas en esta pequeña ciudad norteamericana de Italia.

Al cabo de diez minutos, su coche paraba delante de él. Brunetti subió detrás.

– ¿Quiere ir ahora a esa dirección? -preguntó el conductor.

– Sí-dijo Brunetti, un poco harto de América.

Circulando más aprisa que los otros coches de la base, se dirigieron hacia la verja principal. Cuando hubieron salido, giraron hacia la derecha y regresaron a la ciudad, cruzando de nuevo sobre el puente del ferrocarril, torcieron hacia la izquierda, otra vez hacia la derecha y pararon frente a un edificio de cinco plantas que tenía delante una franja de jardín. Frente al portillo estaba aparcado un jeep verde oscuro, con dos soldados en el asiento delantero. Uno de los hombres se apeó del jeep al acercarse Brunetti.

– Soy el comisario Brunetti, de Venecia -dijo él, recuperando su verdadero rango, y agregó-: Me envía el comandante Butterworth para que eche un vistazo al apartamento de Foster. -Quizá no fuera rigurosamente cierto, pero era verosímil.

El soldado esbozó un ademán que podía tomarse por un saludo, sacó unas llaves del bolsillo y las entregó a Brunetti.

– La roja es la de la puerta, señor. Apartamento 3B, tercer piso. El ascensor está a mano derecha.

El comisario entró en el edificio y tomó el ascensor. Se sentía incómodo, encerrado en aquel pequeño espacio. La puerta del 3B estaba frente al ascensor y la cerradura se abrió con suavidad.

Al empujar la puerta, Brunetti vio un pasillo con el consabido suelo de mármol y puertas a ambos lados y al fondo, esta última, entreabierta. La habitación de la derecha era el cuarto de baño, la de la izquierda, una pequeña cocina. Ambas estaban limpias y ordenadas. En la cocina había un frigorífico enorme, una cocina de cuatro quemadores y, a su lado, un lavavajillas no menos desmesurado. Los dos aparatos eléctricos estaban conectados a un transformador que reducía los 220 voltios de la corriente italiana a los 110 de Norteamérica. ¿Se traían los electrodomésticos de Estados Unidos? En la cocina apenas quedaba sitio para una mesita cuadrada con sólo dos sillas. En la pared había un calentador a gas que, al parecer, suministraba agua caliente a los grifos y a los radiadores de la calefacción.

Las dos puertas siguientes correspondían a dormitorios. En uno había una cama de matrimonio y un gran armario. El otro había sido convertido en despacho y contenía un escritorio con un teclado y una pantalla de ordenador conectados a una impresora. En los estantes había libros, un equipo estéreo y, debajo, una hilera de compactos perfectamente alineados. El comisario repasó los títulos de los libros. La mayoría parecían de estudio, los demás, de viajes y -¿sería posible?- de religión. Sacó varios de estos últimos para hojearlos. Vida cristiana en tiempos de duda, Trascendencia espiritual y Jesús: la vida ideal. El autor de este último era el reverendo Michael Foster. ¿Su padre?

La música, al parecer, era rock. Reconoció varios nombres, por haberlos oído mencionar a Raffaele y a Chiara, pero estaba seguro de que no podría reconocer la música.

El comisario conectó el lector de discos compactos y oprimió el pulsador «Eject» del cuadro de mandos. Al igual que un paciente que enseñara la lengua al médico, el aparato sacó la bandeja reproductora. Vacía. Cerró la gaveta y desconectó el lector. Entonces probó el magnetófono y el amplificador. Se encendieron las luces que indicaban que ambos aparatos funcionaban. Los apagó. Encendió el ordenador, observó la aparición de las letras en la pantalla y lo apagó.

No resultó más reveladora la ropa del armario. Encontró tres uniformes completos, con las chaquetas todavía en las bolsas de plástico de la lavandería y, al lado de cada una, el correspondiente pantalón verde oscuro. También estaban colgados del armario varios pantalones vaqueros, pulcramente doblados en las perchas, tres o cuatro camisas y un traje azul marino de fibra sintética. Casi distraídamente, Brunetti palpó los bolsillos de las chaquetas y de todos los pantalones, pero no había nada: ni monedas, ni papeles, ni un peine. O el sargento Foster era un joven muy ordenado o los norteamericanos habían estado allí antes que él.

Volvió al cuarto de baño, levantó la tapa del depósito del inodoro y la bajó. Abrió la puerta de espejo del armarito y destapó un par de frascos.

En la cocina, abrió la parte superior del frigorífico gigante. Hielo. Nada más. Abajo, unas manzanas, una botella de vino blanco, abierta, y un trozo de queso, un poco viejo, envuelto en plástico. En el horno había sólo tres sartenes, limpias; el lavavajillas estaba vacío. Brunetti se apoyó en la repisa y paseó una lenta mirada por la cocina. Sacó un cuchillo del cajón de arriba de un mueble situado debajo de la repisa, apartó una de las sillas de madera de la mesa y la puso debajo del calentador. Se subió a la silla y aflojó con el cuchillo los tornillos de la tapa frontal. Luego los sacó y los guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cuando hubo sacado el último, metió también el cuchillo en el bolsillo y sacudió la placa frontal hasta que se desprendió. La dejó en la silla, apoyada en su pierna.

Había dos bolsas de plástico sujetas con cinta adhesiva a la pared interna del calentador. Contenían polvo blanco, un kilo, calculó. Sacó el pañuelo y, envolviéndose la mano en él, desprendió primero una bolsa y después la otra. Para corroborar lo que ya sabía, abrió el cierre de pestaña de una de las bolsas, se humedeció la yema del dedo índice y lo introdujo en el polvo. Cuando se puso el dedo en la lengua, percibió el sabor ligeramente metálico e inconfundible de la cocaína.

Agachándose, dejó las dos bolsas en la repisa. Luego volvió a colocar la placa frontal del calentador, haciendo coincidir los orificios de anclaje. Luego, lentamente, puso los cuatro tornillos, dejando perfectamente horizontales las ranuras de los superiores y verticales las de los inferiores.

Miró el reloj. Llevaba en el apartamento quince minutos. Los norteamericanos habían tenido todo un día para registrarlo y la policía italiana, otro tanto: a Brunetti le había bastado menos de un cuarto de hora para encontrar los paquetes.

Abrió uno de los armarios superiores y vio sólo tres o cuatro platos. Miró debajo del fregadero y encontró lo que necesitaba: dos bolsas de plástico. Cubriéndose todavía la mano con el pañuelo, puso en cada una de ellas una de las bolsas de la cocaína y las introdujo en los bolsillos interiores de la chaqueta. Limpió la hoja del cuchillo con la manga y volvió a guardarlo en el cajón, luego borró con el pañuelo las huellas que pudiera haber dejado en el calentador, salió del apartamento y cerró la puerta. En la calle, se acercó al jeep, sonriendo amigablemente a los soldados.

– Gracias -dijo devolviendo la llave al que se la había dado.

– ¿Y bien? -preguntó el soldado.

– Nada. Sólo quería ver cómo vivía. -Si la respuesta de Brunetti le sorprendió, el soldado no lo demostró.

Brunetti fue hasta su coche, subió y dijo al conductor que lo llevara a la estación. Tomó el Intercity de las tres quince procedente de Milán y se dispuso a pasar el viaje de vuelta como había pasado el de ida: mirando por la ventanilla y pensando qué motivos podía tener alguien para asesinar a un joven soldado norteamericano. Aunque ahora tenía algo más en qué pensar: ¿Qué motivos podía tener alguien para colocar droga en su apartamento, después de su muerte? ¿Y quién era ese alguien?

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