CAPÍTULO XV

El domingo era un día que Paola temía, porque esa mañana se despertaba con un extraño en su cama. Durante sus años de matrimonio, se había acostumbrado a despertarse al lado de su marido, un ser arisco y malhumorado, incapaz de tener un detalle amable hasta una hora después de despertar, una presencia huraña de la que sólo cabía esperar gruñidos y miradas ceñudas. No era una compañía amena pero, por lo menos, se desentendía de ella y la dejaba dormir en paz. El domingo, por el contrario, amanecía al lado de un individuo que -la sola palabra la irritaba- literalmente retozaba. Libre de trabajo y responsabilidad, Guido era otro: risueño, juguetón y, con frecuencia, tierno. Aborrecible.

Este domingo, a las siete ya estaba despierto y pensando en lo que haría con sus ganancias del casino. Podía adelantarse a su suegro y regalar a Chiara el ordenador que pedía. Podía comprarse un abrigo. Podía llevar a toda la familia a la montaña una semana en enero. Estuvo media hora gastando y volviendo a gastar el dinero hasta que le sacó de la cama el deseo de tomar café.

Tarareando, se fue a la cocina, sacó la cafetera grande, la llenó y la puso en uno de los quemadores; puso el perol de la leche en el fogón de al lado y se fue al cuarto de baño. Cuando salió, con los dientes limpios y la cara enrojecida por el agua fría, el café ya burbujeaba y esparcía su aroma por la casa. Lo echó en dos tazas grandes, agregó azúcar y leche y volvió al dormitorio. Dejó las tazas en la mesita de noche, se metió en la cama y golpeó la almohada para darle una forma que le permitiera tomar su café con comodidad. Tomó un ruidoso sorbo, se contoneó buscando una postura más cómoda y dijo en voz baja:

– Paola.

Del largo bulto de su consorte no emergió respuesta alguna.

– Paola -repitió, alzando un poco el tono. Silencio-. Hummm, qué bueno está este café. Tomaré otro sorbito -y así lo hizo, audiblemente. Del bulto surgió una mano que se cerró en un puño y le dio un golpe en el hombro-. Un café delicioso. Un poco más. -Entonces se oyó un ruido, un ruido claramente amenazador. Él siguió bebiendo, impasible. Luego, sabiendo lo que ahora venía, dejó la taza en la mesita, para que no se derramara.

– Hummm -suspiró cuando el bulto hizo erupción y Paola, girando sobre sí misma como un gran pez, se puso boca arriba y extendió la mano izquierda por encima del pecho de su marido. Él tomó entonces la segunda taza y la puso en la mano de su mujer, sosteniéndola mientras ella se incorporaba.

La primera vez que tuvo lugar una de estas escenas fue el segundo domingo después de la boda. Él se inclinó sobre su esposa que aún dormía y empezó a pellizcarle la oreja con los labios. La voz glacial que entonces dijo: «Si no paras ahora mismo, te arranco el hígado y me lo como», le dio a entender que la luna de miel había terminado.

Aunque lo intentaba, sin poner gran empeño en el intento, desde luego, no lograba comprender aquella aversión de su mujer hacia la que él consideraba su verdadera personalidad. El domingo era el único día de la semana que le pertenecía, el único día en que no tenía que enfrentarse directamente con muertes ni desgracias, por lo tanto, la persona que despertaba el domingo era su verdadero yo, el Brunetti auténtico, porque ese día podía descartar al otro, su «Mr. Hyde», que en modo alguno reflejaba su manera de ser. Pero no había forma de convencer a Paola.

Mientras ella tomaba el café y trataba de abrir los ojos, él puso la radio para escuchar las noticias de la mañana, aun a sabiendas de que, probablemente, le pondrían de un humor parecido al de su mujer. Otros tres muertos en Calabria, todos de la Mafia; uno de ellos, un asesino al que buscaba la policía (uno menos); volvía a hablarse de la inminente caída del Gobierno (¿y cuándo no era inminente?); un barco cargado de residuos tóxicos había atracado en Génova, después de que en África no lo admitieran (¿y por qué iban a admitirlo?); y un cura había sido asesinado en su jardín de ocho tiros en la cabeza (¿había puesto una penitencia demasiado severa?). Apagó la radio mientras aún era tiempo de salvar el día y se volvió de cara a Paola.

– ¿Estás despierta?

Ella asintió, aún incapaz de hablar.

– ¿Qué podríamos hacer con el dinero?

Ella movió la cabeza negativamente, con la nariz inmersa en los efluvios del café.

– ¿Hay algo que te gustaría comprar?

Ella terminó el café, le devolvió la taza sin decir palabra y se dejó caer en la almohada. Al verla, él no supo si darle más café o hacerle la respiración artificial.

– ¿Los niños necesitan algo?

Sin abrir los ojos, ella movió la cabeza negativamente.

– ¿Seguro que no deseas nada?

A su mujer le costó un esfuerzo sobrehumano, pero al fin articuló las palabras:

– Vete y vuelve dentro de una hora con un brioche y más café.

Dicho esto, volvió a ponerse boca abajo y, antes de que él saliera de la habitación, ya dormía.

Él tomó una ducha larga, afeitándose bajo la cascada de agua caliente, contento de poder zafarse de los reproches ecológicos de los restantes miembros de la familia, que no dejaban pasar la ocasión de denunciar lo que consideraban un derroche de energía o un abuso contra el medio ambiente. Brunetti tenía la sospecha de que su familia siempre elegía las causas y aficiones que más podían fastidiarle. Estaba seguro de que había hombres que tenían hijos que se preocupaban por cosas que quedaban lejos de casa, como las selvas tropicales, las pruebas nucleares o la lamentable situación de los kurdos, mientras que a él, un funcionario público, un hombre que una vez hasta fue elogiado por los periódicos, su propia familia le prohibía comprar agua mineral en botellas de plástico y tenía que subir y bajar noventa y cuatro escalones cargado con botellas de cristal. Si estaba debajo de la ducha más tiempo del que el ser humano medio tarda en lavarse las manos, ellos empezaban a despotricar acerca de la inconsciencia de Occidente que estaba devorando los recursos de la Tierra. Cuando era niño, no se podía derrochar porque eran pobres y ahora, porque eran ricos. Al llegar a este punto, dejó el catálogo de sus desdichas y cerró el grifo.

Cuando, veinte minutos después, Brunetti salió de casa, sintió que le invadía una euforia tan grande como injustificada. La mañana estaba fresca, pero después haría calor; hoy sería uno de aquellos maravillosos días de sol que el otoño regala a Venecia. El aire estaba tan seco que parecía imposible que la ciudad estuviera construida en el agua, aunque no tenía más que volver la cabeza hacia las calles que quedaban a su derecha mientras iba hacia Rialto para convencerse de ello.

Al llegar a la principal calle transversal, torció hacia la derecha, camino del mercado de pescado, que, pese a estar cerrado, exhalaba el tufillo de la mercancía que allí se vendía desde hacía cientos de años. Cruzó un puente, dobló a la izquierda y entró en una pasticceria. Pidió una docena de pastas. Aunque no se las comieran todas en el desayuno, Chiara las liquidaría durante el resto del día. Lo más probable es que antes de la tarde.

Sosteniendo el paquete rectangular en la palma de la mano, volvió hacia Rialto, dobló a la derecha y subió hacia San Polo. En San Aponal, se paró en el quiosco y compró dos periódicos, Corriere e II Manifesto, que creía que serían los que Paola querría leer aquel día. Al volver a casa, subió la escalera casi sin darse cuenta.

Encontró a Paola en la cocina. El café empezaba a subir. Al extremo del pasillo Raffaele gritaba a Chiara a través de la puerta del cuarto de baño:

– Vamos, date prisa. Llevas ahí dentro toda la mañana. -Ah, la policía del agua volvía a la carga.

Dejó el paquete en la mesa y rompió el papel. Las pastas relucían, acarameladas. Se levantó una nubecita de azúcar glas que se posó en la oscura mesa. Brunetti tomó un pastel de manzana y le dio un mordisco.

– ¿De dónde son? -preguntó Paola, sirviendo el café.

– De la tienda de Carampane.

– ¿Hasta allí has ido?

– Hace un día espléndido, Paola. Podríamos salir a pasear después del desayuno. Llegarnos a Burano y almorzar allí. ¿Qué dices? Es un día perfecto para una excursión. -Se animaba a ojos vista pensando en la larga travesía en barco hasta la isla y en el panorama de las casas de colores que resplandecían al sol como una labor de retales.

– Buena idea -dijo ella-. ¿Y los niños?

– Pregúntales. Chiara querrá venir.

– Sí. Y quizá Raffi también.

Quizá.

Paola le acercó el Manifesto y se reservó el Corriere. En aquella casa no se haría nada, no se daría ni un paso para disfrutar de este día fabuloso, hasta que ella hubiera tomado por lo menos otras dos tazas de café y leído los periódicos. Con el periódico en una mano y la taza en la otra, él salió a la sala. Dejó su carga junto al balcón y sacó a la terraza una silla, que situó a la distancia justa de la barandilla. Se sentó, echó la silla hacia atrás y apoyó los pies en la barandilla. Abrió el periódico y empezó a leer.

Sonaron campanas de iglesia, el sol le inundaba la cara generosamente y Brunetti conoció un momento de paz absoluta.

Paola llamó desde el balcón.

– Guido, ¿cómo se llamaba esa doctora?

– ¿La bella doctora? -preguntó él, sin levantar la mirada ni prestarle atención.

– Guido, ¿cómo se llamaba?

Él bajó el periódico y se volvió a mirarla. Al verle la cara, quitó los pies de la barandilla y asentó la silla en el suelo.

– Peters.

Ella cerró los ojos un momento y le tendió el Corriere abierto por una de las páginas centrales.

DOCTORA NORTEAMERICANA, MUERTA DE SOBREDOSIS, leyó. Era un suelto que se podía pasar por alto fácilmente, no más de una docena de líneas. El cadáver de la capitán Terry Peters, pediatra del ejército de Estados Unidos, había sido hallado la tarde del sábado en su apartamento de Due Ville, provincia de Vicenza. La doctora Peters, que trabajaba en el hospital militar de Caserme Ederle, había sido encontrada por un amigo que había ido a averiguar por qué la doctora no se había presentado al trabajo por la mañana. Junto al cadáver se encontró una jeringuilla y otras señales de consumo de droga, así como pruebas de que la doctora había ingerido bebidas alcohólicas. Los carabinieri y la policía militar estadounidense se habían hecho cargo de la investigación.

Brunetti leyó la noticia una segunda vez, y una tercera. Repasó el periódico que tenía él, pero II Manifesto no mencionaba el hecho.

– ¿Será posible, Guido?

Él sacudió la cabeza. No; una sobredosis, imposible, pero estaba muerta: el periódico lo atestiguaba.

– ¿Qué vas a hacer?

Él miró hacia el campanario de San Polo, la iglesia más próxima. No tenía ni idea. Patta lo vería como un hecho independiente, a lo sumo como un desgraciado accidente o, en el peor de los casos, un suicidio. Dado que únicamente Brunetti sabía que ella había destruido la postal de El Cairo y sólo él había visto su reacción ante el cadáver de su amante, no había nada que permitiera relacionar ambas muertes: Foster y ella eran simples compañeros de trabajo, relación que no justificaba el suicidio. Drogas y alcohol, y una mujer que vivía sola: cómo harían correr la tinta los periódicos. A menos que… a menos que en los despachos de los directores se recibiera una llamada como la que Brunetti estaba seguro que había recibido Patta. En tal caso, la noticia tendría una muerta rápida, como tantas otras. Como la doctora Peters.

– No sé -murmuró, contestando por fin la pregunta de Paola-. Patta me ordenó que lo dejara, me dijo que no volviera a Vicenza.

– Pero esto cambia las cosas.

– No para Patta. Para él, será sobredosis. La policía de Vicenza llevará el caso. Le harán la autopsia y repatriarán el cadáver.

– Lo mismo que el otro -recordó Paola, poniendo voz a sus propios pensamientos-. ¿Por qué habrán tenido que matarlos a los dos?

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– No tengo ni idea.

Pero lo sabía. Habían cerrado la boca a la doctora. Aquella observación casual de que a ella no le interesaban las drogas no era mentira: la idea de la sobredosis era absurda. La habían matado por lo que sabía de Foster, por lo que le había hecho cruzar tambaleándose la sala del depósito al ver el cadáver de su amante. Asesinada con droga. Brunetti se preguntó si con ello se habría pretendido hacerle una advertencia a él, pero desechó la idea por presuntuosa. Quien la hubiera matado no había tenido tiempo para simular un accidente. Un segundo asesinato hubiera resultado revelador y un suicidio, inexplicable y, por lo tanto, sospechoso. La solución era, pues, una muerte accidental por sobredosis: ella se la administró a sí misma, no había nada que investigar, otro callejón sin salida. Y Brunetti ni siquiera sabía si era ella la que había llamado y dicho: «Basta

Paola se acercó a él y le puso una mano en el hombro.

– Lo siento, Guido. Lo siento por ella.

– No tenía ni treinta años -dijo él-. Tanto estudiar, tanto trabajo. -Quizá su muerte le hubiera parecido menos injusta si ella hubiera tenido tiempo para divertirse-. Ojalá su familia no crea lo de la sobredosis.

Paola volvió a hacerse eco de sus pensamientos.

– Cuando la policía y el ejército te dicen algo, lo crees. Y estoy segura de que la escena resultaba muy real y convincente.

– Pobre gente -dijo él.

– ¿Tú no podrías…? -empezó Paola, pero se interrumpió al recordar que Patta había ordenado a su marido que se mantuviera al margen.

– Si tengo ocasión. Bastante pena tendrán con su muerte como para que, además, tengan que pensar eso.

– Poco les consolará saber que la han asesinado.

– Pero, por lo menos, sabrán que no se drogaba.

Los dos se quedaron en la terraza, al sol del otoño, pensando en lo que es ser padres y en lo que los padres quieren saber o necesitan saber de sus hijos. Él no sabía qué sería mejor ni peor. Por lo menos, si sabes que tu hija ha sido asesinada, te queda la esperanza de poder matar un día a su asesino, aunque sea un pobre consuelo.

– Debí llamarla.

– Guido -exclamó ella con voz más firme-, no empieces ahora con eso, hubieras tenido que ser adivino. Y no lo eres. De manera que vale más que lo dejes. -A él le sorprendió la cólera de su voz.

Le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí. Así se quedaron, en silencio, hasta que el reloj de San Marco dio las diez con su voz grave.

– ¿Qué piensas hacer? ¿Irás a Vicenza?

– Todavía no. Esperaré a que alguien venga a mí.

– ¿Por qué?

– Lo que esos dos supieran fue con motivo de su trabajo. Es lo que relaciona ambas muertes. Y tiene que haber otras personas que sepan o sospechen o tengan acceso a lo que ellos averiguaron. Así pues, esperaré.

– Guido, ahora pretendes que los demás sean adivinos. ¿Cómo van a saber que deben acudir a ti?

– Iré a Vicenza, pero no antes de una semana. Procuraré hacerme notar. Hablaré con el comandante, con el sargento que trabajaba con ellos, con otros médicos. Aquello es un mundo pequeño. La gente hará comentarios, algo saldrá a la luz. -Y a hacer puñetas Patta.

– Dejemos lo de Burano, ¿te parece, Guido?

Él asintió y se levantó.

– Me voy a dar una vuelta. Volveré para el almuerzo. -Le oprimió el brazo-. Necesito andar.

Miró los tejados de la ciudad. Qué extraño: el día seguía espléndido. Los gorriones hacían piruetas persiguiéndose y lanzando trinos por la alegría de volar. Parecía que con sólo extender la mano se los podría tocar. A lo lejos, en lo alto del campanario de San Marco, brillaban al sol las alas del ángel, abarcando toda la ciudad con su áurea bendición.

Загрузка...