CAPÍTULO XXI

Durante el viaje de regreso a la estación de Grisignano, Ambrogiani trazó a Brunetti, a grandes rasgos, el esquema de cómo era posible hacer semejante vertido. Aunque la policía de aduanas italiana tenía derecho a inspeccionar todos los camiones que llegaban a la base norteamericana procedentes de Alemania, como eran tantos la supervisión resultaba, cuando más, superficial y, en algunos casos, inexistente. Para no hablar de los aviones, que aterrizaban y despegaban de los aeropuertos militares de Villafranca y Aviano a placer, cargando y descargando sin trabas.

Cuando Brunetti preguntó el porqué de tanto trasiego de mercancías, Ambrogiani explicó que el Gobierno de Estados Unidos se desvelaba para que sus soldados y las esposas y los hijos de sus soldados se sintieran felices. Helados, pizza congelada, salsa para spaghetti, patatas chips, licor, vinos de California, cerveza: todo esto y más llegaba por avión para abastecer las estanterías del supermercado, por no hablar de las cadenas de música, televisores, bicicletas de carreras, tierra vegetal y ropa interior. Después estaban los transportes que traían el equipo pesado, como tanques y jeeps. Como la Navy tenía bases en Nápoles y en Livorno, también podían traer por barco cualquier cosa.

– No tendrían grandes dificultades para entrar esos residuos -comprendió Brunetti.

– Pero, ¿por qué traerlos aquí? -preguntó Ambrogiani.

Para Brunetti estaba claro.

– Los alemanes son más escrupulosos en estas cosas. Allí los ecologistas tienen mucha fuerza. En Alemania, si se descubriera algo semejante, se armaría un escándalo. Ahora que se han reunificado, alguien empezaría a hablar de echar a los norteamericanos, sin esperar a que se marcharan por su voluntad. Mientras que aquí, en Italia, a nadie le importa lo que se vierte ni dónde se vierte, por lo que no tienen más que retirar todas las identificaciones. Así, si se descubre el vertedero clandestino, no puede atribuirse a nadie, todos pueden decir que no saben nada, y a nadie le importará tanto el asunto como para ponerse a hacer averiguaciones. Aparte de que aquí a nadie le dará por pedir que se eche a los norteamericanos.

– Pero no han quitado todas las identificaciones -señaló Ambrogiani.

– Quizá pensaban que todo eso estaría enterrado antes de que alguien lo descubriera. Es muy fácil traer una excavadora y taparlo. De todos modos, parece que ya no queda mucho espacio.

– ¿Y por qué no se lo llevan a Estados Unidos?

Brunetti le dedicó una larga mirada. ¿Tan ingenuo era?

– También nosotros tratamos de llevar nuestros residuos al Tercer Mundo, Giancarlo. A los ojos de los norteamericanos, quizá nosotros seamos un país tercermundista. O quizá todos los países que no son Estados Unidos sean tercermundistas.

Ambrogiani masculló entre dientes.

Delante de ellos, el tráfico se hacía más lento al llegar al peaje del final de la autostrada. Brunetti sacó el billetero y dio a Ambrogiani diez mil liras, se guardó el cambio y puso el billetero en el bolsillo. Ambrogiani torció a la derecha por la salida 3 y se insertó en el tráfico caótico del sábado por la tarde. A paso de tortuga, avanzaron hacia la estación de Grisignano, plantando cara a la agresión de varios vehículos. Ambrogiani paró atravesando el coche en la entrada a la estación, indiferente a la señal de no aparcar y al furioso claxonazo de un turismo que pretendía entrar.

– ¿Y bien? -dijo, mirando a Brunetti.

– Vea qué puede averiguar sobre Gamberetto. Yo hablaré con algunas personas de por aquí.

– ¿Quiere que le llame?

– Pero no desde la base. -Brunetti anotó el número de su casa en un papel que dio al otro hombre-. Es mi número particular. Me encontrará aquí a primera hora de la mañana o por la noche. Creo que será preferible que me llame desde una cabina.

– Sí -convino Ambrogiani en tono lúgubre, como si la recomendación le hubiera advertido de pronto de la índole del asunto que tenían entre manos.

Brunetti abrió la puerta del coche y se apeó. Dio la vuelta al vehículo y se acercó a la ventanilla abierta.

– Gracias, Giancarlo.

Se estrecharon la mano sin decir más, y Brunetti cruzó la calzada hacia la estación mientras el coche se alejaba.

Brunetti llegó a casa con los pies torturados por los zapatos que Ambrogiani le había comprado en una tienda de la autopista. Ciento sesenta mil liras, y le hacían daño. Nada más cruzar el umbral, se descalzó y se fue directamente al cuarto de baño dejando caer la ropa al suelo. Se dio una ducha muy larga, enjabonándose el cuerpo varias veces, restregándose bien las plantas de los pies y entre los dedos con una toallita y aclarando con agua abundante. Se secó y se sentó en el borde de la bañera a mirarse los pies atentamente. Los tenía rojos del agua caliente y las fricciones, pero no advirtió señales de erupción ni quemadura. Los sentía como un par de pies, aunque no estaba muy seguro de cómo hay que sentir los pies.

Se envolvió en una toalla limpia y fue al dormitorio. Por el pasillo, oyó a Paola decir desde la cocina:

– En este establecimiento no está incluido el servicio de camarera, Guido.

Dominaba con la voz el murmullo del agua que entraba en la lavadora.

Él no contestó, fue hacia el armario y se vistió. Se sentó en la cama para ponerse los calcetines, y volvió a mirarse los pies. Seguían teniendo aspecto de pies. Sacó un par de zapatos marrones del fondo del ropero, se los calzó y fue a la cocina. Cuando le oyó llegar, ella prosiguió:

– ¿Cómo voy a conseguir que los niños sean ordenados si tú dejas la ropa tirada por ahí?

Al entrar en la cocina, la encontró arrodillada delante de la lavadora, con el pulgar apoyado en la tecla de paro y marcha. Por el cristal de la puerta, se veía un montón de ropa mojada que giraba primero hacia un lado y después hacia el otro lado.

– ¿Qué le pasa a ese trasto? -preguntó él.

Ella no le miró al contestar sino que siguió, como hipnotizada, con los ojos fijos en el tambor que zarandeaba la colada.

– No sé por qué, está desequilibrada. Si meto toallas o algo que absorba mucha agua, al empezar el centrifugado el peso provoca una vibración muy fuerte y se queda a oscuras toda la casa. Así que tengo que vigilar, por si acaso. Si empieza a oscilar, paro la máquina y escurro la ropa a mano.

– Paola, ¿tienes que hacer eso cada vez que lavas?

– No; sólo si hay toallas o las sábanas de franela de la cama de Chiara. -Se interrumpió y levantó el pulgar de la tecla en el momento en que la máquina hacía «clic». Bruscamente, empezó a girar y la ropa se aplastó contra la pared del bombo. Paola se puso en pie, sonrió y dijo:

– Esta vez todo va bien.

– ¿Cuánto tiempo hace que está así?

– Pues no sé, un par de años.

– ¿Y cada vez que lavas tienes que hacer eso?

– Si lavo toallas, ya te lo he dicho. -Le sonrió, olvidando su anterior irritación-. ¿Dónde has estado desde antes de que saliera el sol? ¿Has comido?

– En el lago Barcis.

– ¿Y qué hacías allá arriba, jugar a los soldados? Has traído la ropa hecha un asco. Como si hubieras estado revoleándote por el suelo.

– He estado revoleándome por el suelo -dijo él, y le contó cómo habían pasado el día él y Ambrogiani. Tardó bastante en explicárselo, porque tuvo que hablar del hijo del sargento Kayman, del historial clínico «perdido» y de la revista médica recibida por correo. Y, por último, le habló de las drogas escondidas en el apartamento de Foster.

Cuando terminó, Paola preguntó:

– ¿Y a esa gente les dijeron que su hijo tenía alergia a algo que salía de un árbol? ¿Que no había que preocuparse? -Él asintió y entonces ella explotó-. Canallas. ¿Y si el niño tiene más síntomas qué dirán, que sufre una enfermedad desconocida? ¿Y volverán a perder el historial?

Brunetti deseaba decir que no era culpa suya, pero parecía una protesta banal y optó por callarse.

Después del estallido, Paola, comprendiendo que de nada servía enfurecerse, buscó el lado práctico.

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé. -Él esperó un momento y agregó-: Me gustaría hablar con tu padre.

– ¿Con papá? ¿Por qué?

Brunetti sabía lo explosiva que era la respuesta, pero la dio de todos modos, porque era la verdad.

– Porque él debe de estar enterado.

Ella atacó antes de reflexionar.

– ¿Cómo que debe de estar enterado? ¿Cómo va a estar enterado? ¿Quién te has creído que es mi padre, una especie de gángster internacional?

En vista de que Brunetti no respondía, calló. A su espalda, la lavadora terminó el centrifugado y se desconectó. En el silencio de la habitación, vibraba el eco de su pregunta. Ella dio media vuelta y se agachó a vaciar la máquina. Sin decir nada, pasó por delante de él con una brazada de ropa húmeda y salió a la terraza, donde dejó la colada en una silla y fue colgándola en el tendedero pieza por pieza. Cuando volvió a entrar sólo dijo:

– Es posible que conozca a gente que sepa algo de eso. ¿Quieres llamarle tú o prefieres que le llame yo?

– Creo que será mejor que le llame yo.

– Pues vale más que no esperes, Guido. Me ha dicho mi madre que mañana se van a Capri y no volverán hasta dentro de una semana.

– De acuerdo -dijo Brunetti, y salió a la sala, en busca del teléfono.

Marcó el número de memoria; no sabía por qué este número, al que no llamaba más de dos veces al año, no se le olvidaba. Contestó su suegra que, si se sorprendió al oír la voz de Brunetti, no lo dejó adivinar. Dijo que el conde Orazio estaba en casa, y que ahora mismo lo avisaba, y fue en busca de su marido sin hacer preguntas.

– Sí, Guido -saludó el conde.

– Me pregunto si tendrá un poco de tiempo libre esta tarde -empezó Brunetti-. Me gustaría que habláramos de un asunto que se ha presentado.

– ¿De Viscardi? -preguntó el conde, sorprendiendo a Brunetti, que no imaginaba que estuviera enterado del caso.

– No; no es eso -respondió Brunetti. Ahora se le ocurría que hubiera sido mucho más fácil y, quizá, más productivo, preguntar a su suegro, y no a Fosco, acerca de Viscardi-. Es otro asunto en el que estoy trabajando.

El conde, muy cortés para preguntar de qué se trataba, dijo tan sólo.

– Estamos invitados a cenar, pero, si vienes ahora, tendríamos una hora poco más o menos. ¿Te va bien, Guido?

– Sí. Ahora mismo voy. Gracias.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Paola cuando él volvió a la cocina, donde otra carga de ropa nadaba briosamente en un mar espumoso.

– Voy ahora mismo. ¿Quieres venir, y así ves a tu madre?

Por toda respuesta, ella señaló la lavadora con un movimiento del mentón.

– De acuerdo. Iré solo. Esta noche cenan fuera, de modo que supongo que antes de las ocho estaré en casa. ¿Quieres que salgamos a cenar?

Ella asintió con una sonrisa.

– Bien. Tú elige el sitio y haz la reserva. Donde quieras.

– ¿Al Covo?

Primero, los zapatos y, ahora, cena en Al Covo. Pero la cocina era exquisita y valía la pena. Sonrió a su vez.

– Reserva para las ocho y media. Y pregunta a los niños si quieren venir.

Al fin y al cabo, tenía la sensación de que aquella tarde había vuelto a nacer. ¿Por qué no celebrarlo?

Al llegar al palazzo de los Falier, Brunetti se encontró ante el dilema que siempre le aguardaba en la puerta: utilizar el enorme aldabón de hierro que haría retumbar en el patio el anuncio de su llegada o servirse del prosaico timbre. Optó por este último y, al cabo de un momento, una voz preguntó por el intercomunicador quién era. Él dio su nombre y la puerta se abrió con un espasmo. Empujó la gruesa madera, entró, cerró y cruzó el patio en dirección a la parte del palazzo que daba al Gran Canal. Desde una ventana del primer piso, una doncella uniformada atisbaba al recién llegado. Convencida, al parecer, de que Brunetti no era un facineroso, se retiró. El conde esperaba en lo alto de la escalera exterior que conducía al ala del palazzo que habitaba el matrimonio.

Brunetti sabía que el conde pronto cumpliría los setenta años; sin embargo, al verlo resultaba difícil creer que fuera el padre de Paola. Un hermano mayor, quizá, o un tío joven, pero no un hombre casi treinta años mayor que ella. Lo único que delataba su edad era el pelo, escaso, canoso y muy corto, que orlaba el óvalo reluciente de la cabeza, pero la piel tersa de la cara y el brillo de la mirada disipaban esa impresión.

– Encantado de verte, Guido. Tienes buen aspecto. Vamos al estudio, ¿quieres? -dijo el conde, dando media vuelta y llevando a Brunetti hacia la parte delantera de la casa.

Después de cruzar varias habitaciones, llegaron al estudio, una habitación dominada por una tribuna acristalada que daba al Gran Canal en el punto en que éste describe el arco hacia el puente de la Accademia.

– ¿Una copa? -preguntó el conde mientras iba hacia una consola en la que había una botella de Dom Perignon, ya abierta, en un cubo de plata lleno de hielo.

Brunetti conocía al conde lo suficiente como para saber que no había en esto ni la menor afectación. Si hubiera preferido Coca-Cola, hubiera tenido una botella de plástico de litro y medio en el mismo cubo de hielo, y la hubiera ofrecido a sus invitados con la misma pompa.

– Sí, gracias -respondió Brunetti. De este modo, marcaría el tono para la cena en Al Covo.

El conde sirvió champaña en una copa, agregó un chorro a la suya y dio la primera a Brunetti.

– ¿Nos sentamos, Guido? -solicitó, adelantándose hacia dos butacas situadas de cara al agua.

Cuando estuvieron sentados y Brunetti hubo probado el champaña, el conde preguntó:

– ¿En qué puedo serte útil?

– Me gustaría pedirle información, pero no estoy seguro de cuáles son las preguntas que he de hacer -empezó Brunetti, decidiendo decir la verdad. No podía pedir al conde que no repitiera lo que iba a revelarle: sería un insulto que el conde no perdonaría ni al padre de sus dos únicos nietos-. Me interesa un tal signor Gamberetto de Vicenza que es dueño de una agencia de transportes y, al parecer, también de una empresa constructora. No sé de él nada más que el nombre. Y que quizá esté implicado en un asunto ilegal.

El conde asintió, dando a entender que el nombre le era familiar pero que, antes de manifestarse, prefería esperar a saber qué más deseaba averiguar su yerno.

– También me interesa descubrir en qué medida los militares norteamericanos pueden estar involucrados, primero, con el signor Gamberetto y, segundo, con el vertido ilegal de sustancias tóxicas que parece tener lugar en este país. -Tomó un sorbo de champaña-. Le estaré muy agradecido por todo lo que pueda decirme.

El conde vació la copa y la puso en una mesita de marquetería que tenía a su lado. Cruzó sus largas piernas descubriendo un tobillo enfundado en seda negra y juntó las yemas de los dedos formando una pirámide debajo del mentón.

– El signor Gamberetto es un empresario tan poco recomendable como bien relacionado. Esas dos empresas que has mencionado, Guido, no son las únicas que posee. También es dueño de una gran cadena de hoteles, agencias de viajes y centros de vacaciones, muchos de los cuales no están en este país. Se dice que, últimamente, también tiene intereses en la industria del armamento y se ha asociado con uno de los fabricantes más importantes de Lombardía. Muchas de sus empresas están a nombre de su esposa. El suyo no aparece en ningún papel, ni escrituras, ni contratos. Tengo entendido que la constructora figura inscrita a nombre de un tío suyo, pero no estoy seguro.

»Al igual que la mayoría de nuestros nuevos magnates de la industria -prosiguió el conde-, Gamberetto es curiosamente invisible. No obstante, parece estar mejor relacionado que otros. Tiene amigos influyentes tanto en el partido socialista como en el cristiano-demócrata, lo cual no es una nimiedad, y hace que esté bien protegido.

El conde fue a la consola, volvió sobre sus pasos, llenó las dos copas y de nuevo dejó la botella en el cubo de hielo. Cómodamente instalado en su butaca, prosiguió:

– El signor Gamberetto es del Sur. Su padre, si mal no recuerdo, era conserje de una escuela pública. Por lo tanto, no frecuentamos los mismos círculos y no es fácil que coincidamos. No sé nada de su vida personal.

Bebió un sorbo.

– Por lo que se refiere a tu segunda pregunta, sobre los norteamericanos, me gustaría saber a qué se debe tu curiosidad. -Como Brunetti no respondiera, el conde agregó-: Circulan muchos rumores.

Brunetti no podía sino especular a qué vertiginosas alturas de las finanzas y la política captaba los rumores el conde, pero no hizo comentarios.

El conde hizo girar el pie de la copa entre sus finos dedos. Cuando se convenció de que Brunetti pensaba guardar silencio, prosiguió:

– Ya sé que se les han concedido ciertos derechos extraordinarios, derechos que no están estipulados en el tratado que firmamos con ellos al fin de la guerra. Casi todos nuestros efímeros y diversamente incompetentes gobiernos han creído oportuno ofrecerles trato especial de una u otra índole. Esto, como comprenderás, abarca no sólo cuestiones tales como permitirles salpicar nuestras montañas de silos de misiles y darles acceso a información acerca de cualquier residente de la provincia de Vicenza, sino también consentir que introduzcan en este país todo aquello que les convenga.

– ¿Incluidas las sustancias tóxicas? -preguntó Brunetti.

El conde inclinó la cabeza.

– Eso se rumorea.

– Pero, ¿por qué? Hace falta estar loco para aceptarlas.

– Guido, lo que interesa a los políticos no es obrar con cordura, sino ganar elecciones. -Desechando un tono que él mismo debió de considerar pedante, el conde adoptó un aire más directo y confidencial-. Según los rumores, antes estos cargamentos sólo pasaban por Italia en tránsito, para su trasiego de un medio de transporte a otro. Llegaban de las bases de Alemania, eran cargados en barcos italianos y éstos los llevaban a África o América del Sur, donde nadie hacía preguntas acerca de lo que se arrojaba en la selva, la floresta o el lago. Sin embargo, durante los últimos años la mayoría de esos países han cambiado sus sistemas de gobierno de forma radical, y esas salidas han quedado cortadas, porque nadie está dispuesto a aceptar desechos venenosos. O, si los aceptan, exigen un precio exorbitante. Pero los que reciben el cargamento en este país no quieren dejar de recibirlo, para no perder los beneficios que ello les reporta, simplemente porque no puedan colocarlo fuera.

Así que el cargamento sigue llegando, y se le busca sitio aquí.

– ¿Tanto sabe usted? -preguntó Brunetti, sin esforzarse por ocultar su sorpresa y su indignación.

– Guido, todo lo que yo sé, sea mucho o poco, es de dominio público, por lo menos en calidad de rumor. Podrías averiguarlo fácilmente pasándote un par de horas al teléfono. Pero nadie sabe nada, salvo las personas directamente implicadas, que no son la clase de personas que suelen hablar de estas cosas. Ni son tampoco la clase de personas con las que uno suele hablar.

– Hacerles el vacío en las fiestas no bastará para conseguir que enmienden su conducta -proclamó Brunetti con sequedad-. Ni que desaparezcan las porquerías que ya han desparramado.

– Comprendo tu sarcasmo, Guido, pero mucho me temo que en esta situación está uno impotente.

– ¿Quién es «uno»? -preguntó Brunetti.

– Los que están enterados de lo que hace el Gobierno sin intervenir activamente en ello. Y hay que tomar en consideración la circunstancia de que la responsabilidad no es sólo de nuestro propio Gobierno, sino también del de Estados Unidos.

– Y no digamos de los señores del Sur.

– Ah, sí, la Mafia -asintió el conde, con un suspiro de cansancio-. Se diría que es una trama tejida por los tres, y por ello, tres veces fuerte y, si me permites la advertencia, tres veces peligrosa. -Miró a Brunetti y preguntó-: ¿Hasta dónde estás metido en esto, Guido? -Era evidente su preocupación.

– ¿Se acuerda del norteamericano que fue asesinado hace una semana?

– Ah, sí, el del atraco. Una pena. -Entonces, cansado de su propia pose, el conde apuntó sobriamente-: O mucho me equivoco o has descubierto una relación entre él y el tal signor Gamberetto.

– Sí.

– Tengo entendido que ha habido otra muerte en extrañas circunstancias entre los norteamericanos, una doctora del hospital de Vicenza, ¿no es así?

– Sí. Ella y la primera víctima eran amantes.

– Sobredosis, si mal no recuerdo.

– Asesinato -rectificó Brunetti, sin más explicaciones.

El conde no se las pidió, sino que se quedó en silencio, mirando las embarcaciones que navegaban canal arriba y canal abajo. Al fin preguntó:

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé -respondió Brunetti, y preguntó a su vez, aproximándose al motivo de su visita-: ¿Usted podría ejercer alguna influencia en este asunto?

El conde meditó largamente la pregunta.

– No estoy seguro de haber comprendido lo que quieres decir con eso, Guido -respondió al fin.

Brunetti, que consideraba que la pregunta estaba ya lo bastante clara, hizo caso omiso de la observación del conde y pasó a relatar los hechos.

– Arriba, en las montañas, cerca del lago Barcis, hay un vertedero clandestino. Los bidones y latas que he visto allí proceden de la base norteamericana de Ramstein, en Alemania, y quizá de otras. Las etiquetas están en inglés y alemán.

– ¿Encontraron el sitio los dos norteamericanos?

– Yo diría que sí.

– ¿Y después murieron?

– Sí.

– ¿Lo sabe alguien más?

– Un oficial de carabinieri que trabaja en la base norteamericana. -No era necesario dar el nombre de Ambrogiani, y Brunetti tampoco consideró pertinente decir al conde que la única persona que sabía algo del asunto, además de ellos, era su única hija.

– ¿Confías en ese hombre?

– ¿Para qué?

– No te hagas el inocente, Guido -exclamó el conde-. Yo trato de ayudarte. -No sin esfuerzo, el conde dominó la impaciencia e insistió-: ¿Confías en que tendrá la boca cerrada?

– ¿Hasta cuándo?

– Hasta que se haga algo al respecto.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que esta noche llamaré a ciertas personas para ver qué puede hacerse.

– ¿Para qué?

– Para limpiar ese vertedero y hacer que se lleven esos residuos.

– ¿Que se los lleven adonde? -preguntó Brunetti con voz áspera.

– A otro sitio, Guido.

– ¿A otro sitio de Italia?

Brunetti observó cómo el conde dudaba entre mentirle o no. Finalmente, optando por el no, Brunetti nunca comprendería por qué, dijo:

– Quizá. Pero es más probable que se lo lleven fuera del país. -Antes de que Brunetti pudiera hacer más preguntas, el conde levantó una mano para frenarle-. Guido, compréndelo, no puedo prometer más. Creo que ese vertedero puede limpiarse, pero temo que de ahí no puedo pasar.

– ¿Teme, literalmente?

– Literalmente.

– ¿Por qué?

– Prefiero no decírtelo, Guido.

Brunetti decidió hacer otro intento.

– La causa por la que descubrieron el vertedero fue que un niño se cayó allí y se quemó el brazo con las sustancias que se filtran de esos bidones. Hubiera podido ser cualquier niño. Hubiera podido ser Chiara.

– Guido, por favor, ahora tratas de pulsar la fibra sensible.

Era verdad.

– ¿Es que a usted no le afectan estas cosas? -preguntó, sin poder impedir que la pasión vibrara en su voz.

El conde humedeció la yema del dedo en las gotas de champaña que quedaban en su copa y la pasó por el borde. A medida que aceleraba el movimiento, un sonido agudo y plañidero brotaba del cristal hasta llenar la habitación. Cuando levantó el dedo, el sonido persistió en el aire, lo mismo que el eco de su conversación. El conde miró de la copa a Brunetti.

– Sí que me afecta, Guido, pero no del mismo modo que a ti. Tú has conseguido conservar vestigios de optimismo, incluso a pesar de tu trabajo. Yo, no. Ni respecto a mí y mi futuro, ni a este país y su futuro.

Volvió a mirar el fondo de su copa.

– Me afecta que pasen estas cosas, que nos envenenemos a nosotros mismos y a nuestros descendientes, que deliberadamente destruyamos nuestro futuro, pero no creo, repito, no creo que pueda hacerse algo para remediarlo. Somos una nación de egoístas. Ello fue nuestra gloria y será nuestra perdición, porque no es posible conseguir que nos preocupemos por algo tan abstracto como «el bien común». Los mejores de nosotros podemos sentir ansiedad por nuestras familias, pero como nación somos incapaces de más.

– Me resisto a creerlo -insistió Brunetti.

– Que no lo creas no impide que sea verdad, Guido.

– Su hija tampoco lo cree -insistió Brunetti.

– Es una bendición por la que todos los días doy gracias -murmuró el conde con voz suave-. Quizá eso sea lo mejor que he conseguido en mi vida, que mi hija no comparta mis convicciones.

Brunetti buscaba ironía o sarcasmo en el tono del conde, pero encontró sólo una dolorida sinceridad.

– Dice usted que podría encargarse de que el vertedero quedara limpio, de que se llevasen los residuos. ¿Por qué no puede hacer más?

El conde volvió a dedicar a su yerno aquella sonrisa triste.

– Me parece que ésta es la primera vez en todos estos años que tú y yo hemos hablado, Guido. -Y, cambiando de tono-: Porque hay demasiados vertederos y demasiados Gamberettos.

– ¿Podrá hacer algo respecto a él?

– Ah, ahí no puedo hacer nada.

– ¿No puede o no quiere?

– En ciertas situaciones, Guido, poder y querer vienen a ser lo mismo.

– Sofismas -espetó Brunetti.

El conde rió.

– Tienes razón. Bien, te lo diré de otra manera: prefiero no hacer nada más que lo que te he dicho que haría.

– ¿Y eso por qué?

– Porque no soy capaz de preocuparme por algo que no sea mi familia. -Su tono era terminante; Brunetti no conseguiría más explicaciones.

– ¿Me permite una última pregunta?

– Sí.

– Cuando le llamé para preguntar si podíamos hablar, me dijo si quería hablar de Viscardi. ¿Por qué?

El conde lo miró con involuntaria sorpresa y luego se volvió hacia las embarcaciones del canal. Después de seguir con la mirada a varias de ellas, respondió:

– El signor Viscardi y yo tenemos intereses comunes.

– ¿Qué significa eso?

– Ni más ni menos que lo dicho, que tenemos intereses comunes.

– ¿Puedo preguntar qué intereses?

El conde lo miró fijamente antes de contestar:

– Guido, yo sólo hablo de mis intereses con las personas directamente implicadas.

Guido deseaba preguntar al conde si sus tratos con el signor Viscardi eran lícitos, pero no sabía cómo formular la pregunta sin ofender a su suegro. Lo que era peor, Brunetti temía no saber ya con exactitud qué significaba la palabra «lícito».

– ¿Puede decirme algo acerca del signor Viscardi?

La respuesta del conde tardó en llegar.

– Hace negocios con gente muy diversa. Muchos son personas muy poderosas.

Brunetti percibió la nota de advertencia que había en la voz del conde, pero no se le escapaba que aquí podía haber un eslabón.

– ¿No habremos estado hablando ahora mismo de una de esas personas?

El conde asintió.

– ¿Y puede decirme qué clase de intereses les unen?

– No puedo, ni quiero, decirte sino que te mantengas alejado de uno y otro.

– ¿O si no?

– Me gustaría que me hicieras caso.

Brunetti no pudo resistir la tentación de decir:

– A mí me gustaría que me hablara usted de esos intereses.

– Pues me parece que estamos en un callejón sin salida -espetó el conde con fingida jovialidad.

Antes de que Brunetti pudiera contestar, oyeron ruido a su espalda y al volverse vieron entrar a la condesa, que se adelantó con un alegre taconeo en el parquet. Los dos hombres se levantaron.

– Guido, qué alegría verte -exclamó empinándose para besarle en las mejillas.

– Ah, carissima -dijo el conde inclinándose sobre la mano de su mujer. Cuarenta años de matrimonio, pensó Brunetti, y aún le besa la mano. Menos mal que no saluda con un taconazo.

– Estábamos hablando de Chiara -explicó el conde sonriendo beatíficamente a su esposa.

– Sí -abundó Brunetti-, precisamente hablábamos de lo afortunados que somos Paola y yo por lo sanos que están nuestros dos hijos. -El conde lo asaeteó con la mirada por encima de la cabeza de su mujer, que sonriendo a ambos dijo:

– Sí, demos gracias a Dios por ello. Es una suerte vivir en un país tan saludable como Italia.

– Por supuesto -reconoció el conde.

– ¿Qué podría traer de Capri a los niños? -preguntó la condesa.

– A usted misma sana y salva -respondió Brunetti galantemente-. Ya sabe lo que ocurre en el Sur.

Ella le sonrió.

– Mira, Guido, todo eso que se dice de la Mafia no puede ser verdad. Son cuentos. Es lo que dicen todas mis amigas.

Miró a su marido, buscando la confirmación de sus palabras.

– Si lo dicen tus amigas, cara, así debe de ser -convino el conde. Y a Brunetti-: Me encargaré de esas gestiones, Guido. Esta misma noche haré unas cuantas llamadas. Y haz el favor de hablar con tu amigo de Vicenza. No hace falta que vosotros os preocupéis de esto.

Su mujer lo miró interrogativamente.

– No es nada, mi vida. Un asunto para el que Guido me ha pedido ayuda. Nada importante. Unos trámites burocráticos que yo podré solventar más rápidamente que él.

– Qué bueno eres, Orazio. Y, Guido -agregó, encantada con esta visión de una familia bien avenida y feliz-, me alegro mucho de que hayas acudido a él.

Tomándola del brazo, el conde dijo:

– Habrá que empezar a pensar en marcharse, mi vida. ¿Ya ha llegado la lancha?

– Oh, sí, eso es lo que venía a decirte, pero, hablando de esos asuntos vuestros, se me olvidó. -Miró a Brunetti-. Besos a Paola y a los niños de mi parte. La llamaré cuando volvamos de Capri, ¿o es Ischia? Orazio, ¿adonde vamos?

– A Capri, cariño.

– Bien, ya os llamaré. Adiós Guido -se despidió, alzándose sobre las puntas de los pies para volver a besarle.

El conde y Brunetti se estrecharon la mano. Bajaron los tres juntos al patio. Los condes salieron por la puerta del canal y subieron a la lancha que aguardaba en el embarcadero del palazzo. Brunetti se fue por la puerta principal, cerrándola cuidadosamente.

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