CAPÍTULO IV

Brunetti llegó al puesto de carabinieri de Piazzale Roma a las siete menos veinte, después de dejar a Monetti en la lancha, esperando su regreso con la doctora. Descubrió, aunque reconocía que ello denotaba prejuicios, que prefería considerarla médico que capitán.

Había avisado por teléfono, y los carabinieri le esperaban. Eran, como la mayoría de sus colegas, hombres del sur, que al parecer nunca salían del puesto, saturado de humo de tabaco, cuya utilidad Brunetti no acertaba a descubrir. Los carabinieri no tenían nada que ver con tráfico, y en Piazzale Roma no había nada más que tráfico: turismos, caravanas, taxis y, especialmente en verano, interminables hileras de autocares que paraban el tiempo justo para soltar su carga de turistas. El verano último se había sumado a la gama un nuevo tipo de autocar, voluminoso, pesado y contaminante que, rodando de noche, llegaba de algún país de la Europa Oriental y del que emergían, entumecidos y aturdidos por el viaje y la falta de sueño, decenas de miles de turistas muy educados, muy pobres y muy robustos, que pasaban en Venecia un solo día y se marchaban deslumbrados por la belleza que habían contemplado.

Aquí descubrían su primer atisbo de un capitalismo triunfante que los impresionaba tan vivamente que no advertían que, en su mayor parte, no consistía sino en máscaras de cartón piedra hechas en Taiwan y encajes tejidos en Corea.

El comisario entró en el puesto e intercambió amistosos saludos con los dos oficiales de guardia.

– La capitana no ha llegado todavía -señaló uno, ahogando una risa despectiva ante la idea de que una mujer pudiera ser oficial. Al oírlo, Brunetti decidió dirigirse a ella por su graduación, por lo menos en presencia de estos dos, y mostrarle todo el respeto al que su rango la hacía acreedora. No era la primera vez que sentía una punzada de desagrado cuando veía manifestarse en otras personas sus propios prejuicios.

Intercambió varios comentarios banales con los carabinieri. ¿Qué posibilidades tenía el Nápoles de ganar este fin de semana? ¿Jugaría Maradona? ¿Caería el Gobierno? Miraba por la puerta vidriera las oleadas de tráfico que entraban en la piazzale. Los peatones danzaban sorteando coches y autobuses. Nadie prestaba la menor atención a los pasos de cebra ni a las líneas blancas que debían separar los carriles de circulación. A pesar de todo, el tráfico era fluido y rápido.

Un sedán verde claro cortó por el carril bus y paró detrás de los dos coches azul y blanco de los carabinieri. Era un vehículo casi anónimo, exento de marcas y de luz en el techo, y su único distintivo era una matrícula en la que se leía «AFI Official». Se abrió la puerta del conductor y apareció un soldado, que se inclinó, abrió una puerta trasera y la sostuvo mientras se apeaba una joven con uniforme verde oscuro. La mujer se irguió, se puso la gorra de uniforme, miró en derredor y se volvió hacia el puesto de carabinieri.

Sin despedirse de los hombres del puesto, Brunetti se dirigió hacia la recién llegada.

– ¿Doctora Peters? -preguntó al acercarse.

Al oír su nombre, la mujer levantó la mirada y dio un paso hacia el comisario, al que estrechó brevemente la mano al tiempo que se presentaba como Terry Peters.

Poco menos de treinta años, pelo rizado castaño oscuro, comprimido por la gorra, ojos castaños y una tez que conservaba restos de bronceado del verano. De haber sonreído, hubiera sido más bonita todavía, pero le miraba sin pestañear con los labios apretados en una línea tensa al preguntar:

– ¿Es el inspector de policía?

– Comisario Brunetti. Tengo una lancha que nos llevará a San Michele. -Al observar su extrañeza, explicó-: La isla del cementerio. Es a donde han llevado el cadáver.

Sin esperar respuesta, señaló el embarcadero y empezó a cruzar la calzada. Ella se paró un momento a decir algo a su conductor y le siguió. Al llegar al borde del agua, él señaló la lancha azul y blanca de la policía amarrada al muelle.

– Por aquí, doctora -dijo, mientras saltaba a cubierta. Ella le siguió, tomando la mano que él le tendía. La falda del uniforme le llegaba unos centímetros por debajo de las rodillas. Tenía buenas piernas, bronceadas y musculosas, y tobillos finos. La mujer le asió la mano sin vacilar, permitiendo que él la ayudara a embarcar. Cuando se hubieron instalado en la cabina, Monetti se apartó del muelle haciendo marcha atrás y viró por el Gran Canal. Pasaron rápidamente por delante de la estación del ferrocarril, con la luz azul parpadeando y torcieron hacia la izquierda por el Canale della Misericordia, a cuya salida estaba la isla cementerio.

Habitualmente, cuando llevaba a un forastero en la lancha de la policía, Brunetti señalaba los puntos de interés del recorrido. Pero esta vez se limitó a recurrir a la más formal de las introducciones.

– Confío en que haya tenido un viaje sin incidentes, doctora.

Ella miró la franja de alfombra verde que los separaba y murmuró algo que a él le pareció un «sí», pero eso fue todo. Brunetti observó que de vez en cuando ella aspiraba profundamente, como si hiciera esfuerzos por tranquilizarse, una actitud extraña en alguien que, al fin y al cabo, era médico.

Como si le hubiera leído el pensamiento, ella le miró, esbozó una bonita sonrisa y dijo:

– Es distinto cuando conoces a la persona. En la facultad, son desconocidos, y entonces es fácil adoptar una actitud profesional y distante. -Hizo una pausa larga-. Y no es mucha la gente que muere a mi edad.

Era muy cierto.

– ¿Hacía tiempo que trabajaban juntos? -preguntó Brunetti.

Ella asintió e iba a responder, pero antes de que pudiera decir algo la lancha se estremeció con una brusca sacudida. Ella asió el asiento con las dos manos y le miró asustada.

– Hemos salido a la laguna, aguas abiertas. No se alarme, no es nada.

– No soy buena marinera. Nací en Dakota del Norte, y allí no tenemos mucha agua. Ni siquiera sé nadar. -Su sonrisa era débil, pero había vuelto a aflorar.

– ¿Trabajaron juntos mucho tiempo usted y Mr. Foster?

– Sargento Foster -rectificó ella automáticamente-. Sí, desde que llegué a Vicenza, hará un año. En realidad, él lo llevaba todo. Sólo necesitan a un oficial para que figure al frente y firme papeles.

– ¿Para que cargue con las culpas? -preguntó él con una sonrisa.

– Sí, sí, supongo que podríamos decirlo así. Pero nunca ha habido problemas con el sargento Foster. Es muy competente. -Su voz era afectuosa. ¿Elogio a la labor profesional? ¿Afecto personal?

Debajo de ellos, el zumbido del motor se redujo a un ronroneo regular, y luego vino el golpe sordo, al rozar la lancha el muelle del cementerio. Brunetti se levantó y subió a cubierta, parándose en lo alto de la escalerilla para sostener la puerta basculante. Monetti estaba ocupado en atar los cables de amarre a uno de los postes de madera que emergía de las aguas de la laguna en un ángulo inverosímil.

Brunetti saltó a tierra. Ella apoyó la mano en el brazo que él le tendía y saltó a su vez. Él observó que la mujer no llevaba bolso ni cartera; quizá los había dejado en el coche o en la lancha.

El cementerio cerraba a las cuatro, por lo que Brunetti tuvo que llamar al timbre que había a la derecha de las grandes puertas de madera. A los pocos minutos, la hoja de la derecha se abrió y apareció un hombre con uniforme azul marino, al que Brunetti dio su nombre. El hombre acabó de abrir la puerta y la cerró cuando ellos hubieron entrado. Brunetti, que iba delante, se paró en la ventanilla del vigilante, al que dio su nombre y mostró la placa, y éste les indicó que siguieran por la galería abierta de la derecha. Brunetti asintió. Conocía el camino.

Cuando entraron en el edificio en el que estaba el depósito, Brunetti percibió un brusco descenso de la temperatura. Al parecer, la doctora Peters lo notó también, porque cruzó los brazos y bajó la cabeza. Al extremo de un largo corredor, encontraron a un empleado con uniforme blanco, sentado a una mesa de escritorio. Al acercarse ellos, el hombre se puso en pie, colocando cuidadosamente el libro que estaba leyendo boca abajo sobre la mesa.

– ¿El comisario Brunetti? -preguntó.

Brunetti asintió.

– La doctora de la base norteamericana -dijo, indicando con un movimiento de cabeza a la joven que estaba a su lado. Para quien ha mirado a la muerte a la cara tan a menudo, la aparición de una mujer joven con uniforme militar apenas era digna de atención, de modo que el empleado echó a andar rápidamente delante de ellos y abrió una pesada puerta de madera que estaba a su izquierda.

– Como sabía que vendrían ustedes, lo he sacado -señaló el empleado, llevándolos hacia una camilla metálica situada a un lado de la habitación. Los tres sabían lo que había debajo de la sábana. Cuando se acercaron, el joven miró a la doctora Peters. Ella movió la cabeza afirmativamente. El empleado levantó la sábana, ella miró al muerto y Brunetti la miró a ella. Durante unos segundos, la cara de la mujer permaneció absolutamente quieta e inexpresiva, luego cerró los ojos y se mordió el labio superior. Si trataba de reprimir las lágrimas fracasó, porque le inundaron los ojos y le resbalaron por las mejillas.

– Mick, Mick -susurró, y se volvió de espaldas al muerto.

Brunetti hizo una seña al empleado que volvió a cubrir la cara del joven.

Brunetti sintió entonces que la mano de ella le atenazaba el brazo con una fuerza sorprendente.

– ¿Qué lo ha matado?

Él dio un paso atrás, con intención de llevársela de la habitación, pero la presión de su mano se intensificó y ella repitió con insistencia:

– ¿Qué lo ha matado?

Brunetti puso su mano sobre la de ella y dijo:

– Salgamos de aquí.

Antes de que él pudiera adivinar lo que ella pretendía hacer, la mujer lo había apartado de un empujón y había tirado de la sábana que cubría el cuerpo, destapándolo hasta la cintura. La gigantesca incisión de la autopsia en forma de Y, que iba desde el ombligo hasta los hombros, estaba cerrada con grandes puntos. La pequeña línea horizontal, causa de la muerte, seguía abierta, y parecía inofensiva, comparada con la otra herida.

La voz de la mujer era ahora un quejido sordo que repetía:

– Mick, Mick… -alargándose en tono plañidero. Ella se mantenía extrañamente erguida y rígida al lado del cadáver, mientras de su garganta salía aquel sonido.

El empleado se adelantó presuroso y extendió la sábana cubriendo meticulosamente ambas heridas y después la cara.

Ella se volvió hacia Brunetti, y él vio que en los ojos tenía lágrimas y algo más, algo que parecía terror, simple terror animal.

– ¿Se encuentra bien, doctora? -preguntó en voz baja, teniendo buen cuidado en no hacer ademán de tocarla ni de acercarse a ella.

Ella asintió y aquella mirada se borró de sus ojos. Bruscamente, dio media vuelta y fue hacia la puerta del depósito. Antes de llegar a ella, se paró, miró en derredor como si la sorprendiera encontrarse allí y corrió hacia un lavabo instalado en la pared del fondo, en el que vomitó violentamente. Cuando los espasmos se calmaron, se enderezó y se quedó apoyada en el lavabo, con la cabeza inclinada, jadeando.

El empleado apareció de pronto a su lado y le dio una toalla de algodón. Ella asintió, la tomó y se enjugó la cara. Suavemente, el hombre la llevó del brazo hasta otro lavabo situado unos metros más allá, en la misma pared. Abrió el grifo del agua caliente, después el de la fría y puso la mano bajo el chorro hasta que el agua adquirió la temperatura deseada. Entonces alargó la mano y sostuvo la toalla mientras la doctora Peters se lavaba la cara y se enjuagaba la boca. Cuando ella hubo terminado, él volvió a darle la toalla, cerró los dos grifos y salió de la habitación por la puerta del otro lado.

Ella dobló la toalla y la colgó del lavabo. Al ir hacia Brunetti, evitó mirar a su izquierda, a la camilla donde estaba el cuerpo, ahora cubierto.

Cuando ella llegaba a su lado, Brunetti se volvió y la precedió hasta la puerta, que sostuvo para que ella pasara y los dos salieron al aire, más cálido, de la tarde. Mientras caminaban por la larga galería, ella dijo:

– Lo siento. No sé qué me ha ocurrido. He visto otras autopsias. Y he hecho autopsias. -Sacudió la cabeza una y otra vez, gesto que él veía a medias, desde su mayor estatura.

Por puro formulismo, preguntó:

– ¿Es el sargento Foster?

– Sí, el sargento Foster -respondió ella sin vacilar, pero a él le pareció que hacía un esfuerzo para mantener la voz serena y firme. Hasta su manera de caminar era más rígida que cuando entraron, como si hubiera dejado que el uniforme controlase ahora sus movimientos.

Cuando dejaron atrás las puertas del cementerio, Brunetti llevó a la mujer hacia el lugar en el que Monetti había amarrado el barco. El piloto estaba sentado en la cabina, leyendo el periódico. Al verlos llegar, lo dobló y fue hacia la popa, donde tiró del cable de amarre, acercando la lancha al muelle para que ellos pudieran embarcar con facilidad.

Esta vez, la mujer saltó a bordo sin ayuda e inmediatamente bajó a la cabina. Brunetti la siguió, parándose sólo el tiempo justo para susurrar a Monetti:

– Procure alargar el viaje.

Ahora ella se había sentado cerca de la proa y tenía la cara vuelta hacia el cristal delantero. Ya se había puesto el sol y a la luz del crepúsculo apenas se divisaba el perfil de la ciudad que se extendía a su izquierda. Él se sentó frente a ella y observó que seguía agarrotada.

– Hay que hacer varios trámites, pero imagino que mañana podremos entregar el cadáver.

Ella asintió, para dar a entender que le había oído.

– ¿Qué hará el ejército?

– ¿Cómo dice?

– ¿Qué hace el ejército en un caso como éste? -puntualizó él.

– Enviar el cadáver a su familia.

– No me refiero al cadáver, sino a la investigación.

Ella se volvió a mirarle a los ojos. Él creyó adivinar que su desconcierto era fingido.

– No comprendo. ¿Qué investigación?

– Para descubrir por qué lo mataron.

– Creí que se trataba de un robo -dijo ella.

– Quizá -concedió él-, aunque lo dudo.

Ella desvió la mirada hacia la ventana, pero la noche había borrado la vista de Venecia, y no descubrió más que su propio reflejo en el cristal.

– De eso no sé nada -exclamó con énfasis.

A Brunetti le sonó su voz como si ella creyera que a fuerza de repetir con la suficiente convicción que no sabía nada podría hacerlo realidad.

– ¿Qué clase de persona era? -preguntó él.

Ella tardó en responder, y cuando habló, a él le parecieron extrañas sus palabras.

– Era un hombre honrado. -Extraña definición para un hombre tan joven.

Él esperó que agregara algo. En vista de que no decía más, preguntó:

– ¿Le conocía bien?

Él observaba, no su cara, sino el reflejo de su cara en el cristal. Ya no lloraba, pero la tristeza se había fijado en sus facciones. Con un suspiro, dijo:

– Le conocía muy bien. -Entonces cambió la inflexión de su voz, se hizo más casual e indiferente-. Hemos trabajado juntos un año. -Y no dijo más.

– ¿En qué consistía su trabajo? Me ha dicho el capitán Duncan que era inspector de Higiene, pero no estoy muy seguro de lo que eso significa.

Ella, al observar que sus miradas se cruzaban en el cristal, se volvió y le miró directamente.

– Tenía que inspeccionar los apartamentos en que vivimos. Me refiero a nosotros, los norteamericanos. Y, si había quejas de los propietarios acerca de los inquilinos, iba a investigarlas.

– ¿Algo más?

– Debía visitar las embajadas de la zona atendida por nuestro hospital, que abarca El Cairo, Varsovia y Belgrado, y comprobar la higiene.

– Entonces, ¿viajaba mucho?

– Bastante, sí.

– ¿Le gustaba ese trabajo?

Sin vacilación y con énfasis, ella dijo:

– Sí, le gustaba. Le parecía muy importante.

– ¿Y usted era su oficial superior?

La sonrisa de la mujer fue muy tenue.

– Podríamos decirlo así, aunque, en realidad, yo soy pediatra; si me destinaron a Higiene fue para tener la firma de un oficial, y un médico, donde fuera necesaria. Él llevaba el departamento prácticamente solo. A veces, me traía algo para firmar o me pedía que solicitara material. Las cosas se resuelven más aprisa si las pide un oficial.

– ¿Le acompañó usted en alguno de los viajes que hacía a las embajadas?

Si a ella le pareció extraña su pregunta, no pudo detectarlo Brunetti, porque la mujer se volvió otra vez a mirar por la ventana.

– No. El sargento Foster siempre iba solo.

Sin previo aviso ella se levantó y fue hacia la escalerilla de la parte posterior de la cabina.

– ¿Conoce el camino su conductor, o lo que sea? Parece que estamos tardando mucho en llegar.

Empujó una de las puertas y miró atentamente a uno y otro lado, pero los edificios del canal no le decían nada.

– Sí, se tarda más en regresar -mintió Brunetti con desparpajo-. Muchos canales son de un solo sentido, de manera que para ir a Piazzale Roma hay que dar la vuelta por la estación. -Vio que estaban entrando en el Canale di Canareggio. Habrían llegado en cinco minutos, quizá menos.

Ella salió a cubierta. Una ráfaga de viento casi le hizo volar la gorra, que ella aplastó contra la cabeza; luego se la quitó y se la puso bajo el brazo. Sin el austero tocado militar, estaba francamente bonita.

Él subió la escalerilla y se situó a su lado. Viraron hacia la derecha por el Gran Canal.

– Cuánta belleza -dijo ella. Y, cambiando de tono:

– ¿Cómo es que habla usted tan bien el inglés?

– Lo estudié en el colegio y en la universidad, y viví una temporada en Estados Unidos.

– Lo habla perfectamente.

– Gracias. ¿Habla usted italiano?

– Un poco -respondió ella, y agregó sonriendo-: Molto poco.

Brunetti vio ante ellos los atraques de Piazzale Roma. Se adelantó y agarró el cabo de amarre mientras Monetti arrimaba la embarcación al poste. Luego lanzó el cabo alrededor del poste e hizo el nudo con destreza. Monetti paró el motor y Brunetti saltó al muelle. Ella le asió el brazo con espontánea familiaridad y no lo soltó hasta que estuvo en tierra firme. Juntos fueron hacia el coche que seguía aparcado delante del puesto de carabinieri.

El conductor, al verla llegar, salió precipitadamente del asiento delantero, saludó y abrió la portezuela trasera. Sujetándose la falda del uniforme, ella se sentó en el coche. Brunetti, con un ademán, impidió al soldado cerrar la puerta.

– Gracias por venir, doctora -murmuró, inclinándose con una mano en el techo del coche.

– No hay de qué -respondió ella, sin molestarse en darle gracias a su vez por haberla acompañado a San Michele.

– Espero verla en Vicenza -dijo él, atento a su reacción.

Fue brusca y fuerte, y surgió otro fogonazo de aquel miedo que él había visto cuando ella miraba la herida que había matado a Foster.

– ¿Por qué?

Él sonrió con inocencia.

– Quizá descubra más cosas acerca de por qué lo mataron.

Ella alargó el brazo y tiró de la puerta, y él no tuvo más remedio que retroceder. La puerta se cerró con un golpe seco, ella se inclinó hacia delante y dijo algo al conductor, y el coche se alejó. Brunetti se quedó mirando cómo se introducía en la corriente del tráfico que salía de Piazzale Roma y subía por la rampa hacia la carretera. Al llegar arriba, desapareció de su vista, un vehículo anónimo verde pálido que volvía al continente después de una visita a Venecia.

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