CAPÍTULO XVI

El lunes por la mañana, el comisario llegó a su despacho, como de costumbre, a eso de las nueve, y estuvo más de una hora contemplando la fachada de la iglesia de San Lorenzo. Durante todo este tiempo, no vio movimiento ni actividad en el andamiaje ni en el tejado, donde, en simétricas hileras, se hallaban apiladas tejas de barro cocido. Dos veces oyó entrar a alguien en el despacho, pero, como no le decían nada, no se molestó en mirar quién era, y el visitante volvió a salir, probablemente después de dejar papeles en la mesa.

A las diez y media, sonó el teléfono, y Brunetti, volviéndose de espaldas a la ventana, contestó.

– Buenos días, comisario. Aquí el maggior Ambrogiani.

– Buenos días, maggiore. Celebro que me llame. Pensaba llamarle esta tarde.

– La han hecho esta mañana -espetó Ambrogiani sin preámbulos.

– ¿Y bien? -preguntó Brunetti, que sabía a qué se refería.

– Sobredosis de heroína, suficiente para matar a una persona dos veces más corpulenta.

– ¿Quién la ha hecho?

– El doctor Francesco Urbani. De los nuestros.

– ¿Dónde?

– Aquí, en el hospital de Vicenza.

– ¿Estaba presente algún norteamericano?

– Enviaron a un médico. Venía de Alemania. Era coronel.

– ¿Ayudó en la autopsia o sólo observó?

– Sólo observó.

– ¿Quién es Urbani?

– Nuestro forense.

– ¿Es seguro?

– Mucho.

Consciente de la posible ambigüedad de la última pregunta, Brunetti insistió:

– ¿Digno de crédito?

– Sí.

– O sea que, realmente, fue sobredosis.

– Me temo que sí.

– ¿Qué más descubrió?

– ¿Urbani?

– Sí.

– En el apartamento no había señales de violencia. Tampoco, señales de consumo de droga anterior, pero el cadáver tenía un hematoma en el brazo derecho y otro en la muñeca izquierda. Se sugirió al doctor Urbani que podían deberse a una caída.

– ¿Quién hizo la sugerencia?

La larga pausa que precedió a la respuesta de Ambrogiani podía muy bien ser un reproche a Brunetti por creer necesario preguntarlo.

– El médico norteamericano, el coronel.

– ¿Y cuál es la opinión del doctor Urbani?

– Que las señales pueden deberse a una caída.

– ¿Tenía más señales de pinchazos?

– Ninguna.

– Así que la primera vez que se droga, se inyecta una sobredosis.

– También es fatalidad, ¿eh? -comentó Ambrogiani.

– ¿Usted la conocía?

– No. Pero uno de mis hombres trabaja con un policía norteamericano que tiene un hijo al que ella había tratado. Dice que se portó muy bien con el niño. El pequeño se rompió un brazo, y al principio el tratamiento dejaba mucho que desear. Los médicos y las enfermeras le atendían deprisa, sin entretenerse en explicarle lo que le hacían, ya sabe usted lo que ocurre a veces, y el niño les tomó miedo a los médicos, y temía que volvieran a hacerle daño. Pero ella era muy cariñosa y pasaba mucho tiempo con él. Siempre le reservaba una hora de visita doble, para no tener que ir con prisas.

– Eso no quiere decir que no se drogara, maggiore -señaló Brunetti tratando de hacer como si lo creyera así.

– Claro que no -convino Ambrogiani.

– ¿Qué más dice el informe?

– No lo sé. Todavía no lo he visto.

– Entonces, ¿cómo ha sabido lo que me ha contado?

– He llamado a Urbani.

– ¿Por qué?

– Dottor Brunetti, un soldado norteamericano es asesinado en Venecia. Menos de una semana después, su oficial superior muere en circunstancias misteriosas. Muy estúpido tendría que ser para no sospechar que existe relación entre uno y otro hecho.

– ¿Cuándo tendrá el informe de la autopsia?

– Probablemente esta tarde. ¿Quiere que le llame?

– Se lo agradeceré, maggiore.

– ¿Considera que hay algo que yo debería saber? -preguntó Ambrogiani.

Él estaba allí, en contacto diario con los norteamericanos. Sin duda, correspondería con creces a cualquier información que pudiera darle Brunetti.

– Eran amantes, y ella se asustó mucho al ver su cadáver.

– ¿Vio el cadáver?

– Sí; la enviaron a ella a identificarlo.

El silencio de Ambrogiani daba a entender que también a él le parecía esto demasiada coincidencia.

– ¿Habló usted con ella después? -preguntó al fin.

– Sí y no. Volvimos a la ciudad en el mismo barco, pero ella no quería hablar. Entonces me pareció que tenía miedo de algo. Tuvo la misma reacción cuando hablé con ella el otro día.

– ¿El día en que estuvo usted aquí? -preguntó Ambrogiani.

– Sí, el viernes.

– ¿Sospecha de qué pudiera tener miedo?

– No. Quizá me telefoneara el viernes por la noche. Se recibió en la questura la llamada de una mujer que no hablaba italiano. El agente que estaba en la centralita no habla inglés y sólo le pareció entender que decía: «Basta

– ¿Cree que era ella?

– Quizá. No sé. Pero el mensaje no tiene sentido.

Brunetti recordó la orden de Patta y preguntó:

– ¿Qué harán ahora ahí?

– Su policía militar tratará de averiguar dónde consiguió la heroína. Se encontraron otros restos de drogas, colillas de cigarrillos de marihuana, hachís. Y la autopsia reveló que había bebido.

– No quisieron dejar lugar a dudas, ¿eh? -comentó Brunetti.

– No hay indicios de que le pusieran la inyección a la fuerza.

– ¿Y los hematomas?

– Se cayó.

– O sea, que parece que se la puso ella.

– Sí. -Ninguno de los dos habló durante un momento, y luego Ambrogiani preguntó-: ¿Vendrá usted a Vicenza?

– Se me ha ordenado que no moleste a los norteamericanos.

– ¿Quién se lo ha ordenado?

– Mi superior inmediato en Venecia.

– ¿Qué piensa hacer?

– Esperar unos días, una semana. Luego, me gustaría hablar con usted. ¿Sus hombres mantienen contacto con los norteamericanos?

– No mucho. Guardamos las distancias. Pero veré qué puedo averiguar sobre ella.

– ¿Trabajaba con ellos algún italiano?

– No lo creo. ¿Por qué?

– No estoy seguro, pero los dos, y sobre todo Foster, tenían que viajar bastante. Ir a sitios tales como Egipto.

– ¿Drogas? -preguntó Ambrogiani.

– Podría ser eso. O podría ser otra cosa.

– ¿Qué?

– No lo sé. Pero me parece que aquí no encajan las drogas.

– ¿Qué encaja entonces?

– No sé. -Levantó la cabeza y vio a Vianello en la puerta del despacho-. Maggiore, me esperan. Le llamaré dentro de unos días. Entonces decidiremos cuándo voy.

– De acuerdo. Mientras tanto, veré qué puedo averiguar.

Brunetti colgó el teléfono y con una seña invitó a Vianello a entrar.

– ¿Han descubierto algo sobre Ruffolo? -preguntó.

– Sí, señor. Los vecinos de abajo de la amiga dicen que él estuvo allí la semana pasada. Se lo encontraron varias veces en la escalera, pero hace tres o cuatro días que no han vuelto a verlo. ¿Quiere que hable con ella, comisario?

– Sí, quizá sea conveniente. Dígale que esta vez es distinta de las otras. Viscardi fue agredido, y esto agrava el caso, especialmente para ella, si lo esconde o sabe dónde está.

– ¿Cree que dará resultado?

– ¿Con Ivana? -preguntó Brunetti con sarcasmo.

– No, claro que no -reconoció Vianello-. De todos modos, lo intentaré. Además, prefiero hablar con ella que con la madre. Por lo menos, a ella se la entiende, aunque no diga más que mentiras.

Cuando Vianello se fue a tratar de interrogar a Ivana, Brunetti volvió a la ventana, pero al cabo de unos minutos, cansado de la vista, fue a sentarse a la mesa. Haciendo caso omiso de las carpetas recibidas durante la mañana, se puso a estudiar hipótesis. La primera, la de una sobredosis, fue desechada de inmediato. También había que descartar el suicidio. Él se había encontrado con más de un desesperado que no concebía la vida sin la persona amada; pero ella no era de éstos. Excluidas estas dos posibilidades, sólo quedaba el asesinato.

Ahora bien, un asesinato exige planificación, no se puede dejar nada al azar. Los hematomas -ni durante un momento creyó que se debieran a una caída- podía habérselos hecho una persona que la sujetaba mientras otra le inyectaba la heroína. La autopsia revelaba que había bebido. ¿Cuánto tienes que beber para dormirte de tal modo que no sientas la aguja o para estar tan borracha que no puedas oponer resistencia? Y, lo que era más importante: ¿con quién habría bebido, con quién se habría sentido tan confiada? No podía ser un amante, porque al suyo acababan de matarlo. ¿Un amigo? ¿Qué amigos tienen los norteamericanos en el extranjero? ¿De quién se fían, además de los otros norteamericanos? Todos estos interrogantes apuntaban a la base y a su trabajo. La respuesta, pues, había que buscarla allí.

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