Ni aquella noche ni al día siguiente llamó Ambrogiani, y Brunetti tuvo que dominar la constante tentación de llamar a la base norteamericana para ponerse en contacto con él. Llamó a Fosco a Milán y no pasó del contestador, sintiéndose un poco ridículo por tener que hablar a una máquina; dijo a Riccardo lo que Ambrogiani le había contado de Gamberetto, le pidió que viera qué más podía averiguar y le rogó que le llamara. No se le ocurría qué otra cosa podía hacer, y se puso a repasar y acotar informes y después leyó los periódicos, mientras le asaltaban constantemente pensamientos de lo que podía deparar la cita con Ruffolo de aquella noche.
Cuando se disponía a ir a almorzar a su casa, sonó el intercomunicador.
– Sí, vicequestore -respondió automáticamente, muy preocupado para saborear el inevitable momento de desconcierto de Patta al ser identificado antes de darse a conocer.
– Brunetti -empezó Patta-, le agradeceré que baje un momento a mi despacho.
– Sí, señor; enseguida voy -respondió Brunetti acercándose otro informe, abriéndolo y empezando a leer.
– Quiero que venga ya, no «enseguida», comisario -le increpó Patta en un tono de voz tan severo que Brunetti comprendió que debía de tener a alguien en su despacho, alguien importante.
– Ahora mismo -respondió Brunetti, volviendo del otro lado la hoja que estaba leyendo, para localizar más fácilmente cuando volviera el punto en el que se había quedado. «Después del almuerzo continuaré», pensó, acercándose a la ventana para ver si todavía amenazaba lluvia. Encima de San Lorenzo, el cielo estaba gris y tétrico, y las hojas de los árboles del pequeño campo tremolaban al viento. Brunetti fue al armario a buscar un paraguas. Aquella mañana no lo había traído. Abrió la puerta y miró al revuelto interior: una bota amarilla, una bolsa de plástico llena de periódicos atrasados, dos sobres grandes con forro acolchado y un paraguas rosa. Rosa. De Chiara, que lo había olvidado hacía meses. Si mal no recordaba, tenía estampados unos elefantes gordos y alegres, pero ahora no le apetecía abrirlo para comprobarlo. Bastante malo era ya que fuera rosa. Apartó delicadamente varios objetos con la punta del pie, pero no encontró otro paraguas.
Volvió a la mesa con el paraguas en la mano. Si lo enrollaba en La Repubblica, quedaría bastante disimulado, sólo asomaría el puño y medio palmo de tela rosa. Así lo hizo y, satisfecho con el resultado, salió de su despacho y bajó al de Patta. Llamó con los nudillos, aguardó hasta estar seguro de que su superior había dicho «Avanti» y entró.
Generalmente, al entrar en el despacho, Brunetti encontraba a Patta detrás del escritorio -«entronizado» era la primera palabra que sugería su actitud-, pero hoy estaba sentado en uno de los sillones más pequeños que había delante de la mesa, y tenía a su derecha a un hombre de pelo negro que estaba cómodamente instalado en el otro, con una pierna encima de la otra y una mano colgando del brazo del sillón con un cigarrillo entre el índice y el mayor. Ninguno de los dos se molestó en levantarse cuando entró Brunetti, pero el visitante descruzó las piernas y se inclinó hacia adelante para aplastar el cigarrillo en el cenicero de malaquita.
– Ah, Brunetti -dijo Patta. ¿Esperaba a otra persona? Señaló al hombre que estaba a su lado-. El signor Viscardi. Está en Venecia en viaje relámpago y ha venido a invitarme a la cena de gala que da en el palazzo Pisani Moretta la semana próxima. Le he pedido que se quedara un momento, porque he pensado que le gustaría cambiar impresiones con usted.
Viscardi se puso en pie y se acercó a Brunetti con la mano extendida.
– Deseo darle las gracias, comisario, por su interés en el caso.
Como había observado Rossi, el hombre se comía las «erres», como solían hacer los milaneses. Era alto, con ojos de color castaño oscuro, de mirada tierna y sonrisa plácida y relajada. Debajo del ojo izquierdo tenía la piel ligeramente más clara, como retocada con maquillaje.
Brunetti le estrechó la mano y devolvió la sonrisa.
– Por desgracia, hasta el momento no hemos adelantado mucho, Augusto -prosiguió Patta-, pero confío en que pronto sabremos algo de tus cuadros. -Brunetti tomó nota del tuteo, tal como supuso que se esperaba de él. Con el debido respeto.
– Así lo espero. Mi esposa está muy encariñada con esos cuadros. Sobre todo, con el Monet. -Oyéndole, se diría que hablaba del entusiasmo que sienten los niños por sus juguetes. Volvió su atención, y su seducción, hacia Brunetti-. ¿Podría decirme si tiene alguna pista, comisario? Me gustaría poder darle la buena noticia a mi esposa.
– Lamentablemente, hay pocas novedades, signor Viscardi. He pasado a nuestros agentes las descripciones que nos dio de esos hombres y hemos enviado copias de las fotografías de los cuadros a la brigada de Falsificaciones. Pero no hay más. -Sería preferible, pensó Brunetti, que Viscardi no se enterase de los deseos de Ruffolo de hablar con la policía. El visitante sonrió al oír la respuesta.
– ¿Pero no tenían ustedes a un sospechoso? -preguntó Patta-. Recuerdo haber leído en su informe algo de Vianello, de que iba a hablar con él este fin de semana. ¿Qué pasó?
– ¿Un sospechoso? -preguntó Viscardi, con una mirada de interés.
– No era nada -corrigió Brunetti dirigiéndose a Patta-. Una pista falsa.
– Creí que era el hombre de la fotografía -insistió Patta-. Leí su nombre en el informe, pero lo he olvidado.
– ¿No será el hombre del que su sargento me enseñó una foto? -preguntó Viscardi.
– Al parecer, era una pista falsa -objetó Brunetti, mientras sonreía con aire de disculpa-. Se ha comprobado que no pudo tener nada que ver. Por lo menos nosotros estamos seguros de que no tuvo nada que ver.
– Por lo visto, tú tenías razón, Augusto -dijo Patta, llenándose la boca con el nombre de pila. Miró a Brunetti y endureció el tono-: ¿Qué hay de los otros dos hombres de los que tienen las descripciones?
– Desgraciadamente, nada todavía.
– ¿Han investigado…? -empezó Patta, y Brunetti era todo oídos, curioso por descubrir qué sugerencias concretas le haría su jefe-. ¿Han investigado en los medios habituales? -Los subordinados ya sabrían dónde.
– Sí, señor; precisamente por ahí empezamos.
Viscardi se subió un puño almidonado, miró un reluciente disco de oro y dijo a Patta:
– No quiero que por mi causa llegues tarde a tu almuerzo, Pippo.
Nada más oír el diminutivo, Brunetti empezó a repetir mentalmente, como un mantra: Pippo Patta, Pippo Patta, Pippo Patta.
– ¿Almuerzas con nosotros, Augusto? -preguntó, desentendiéndose de Brunetti.
– No, no. Me voy al aeropuerto. Mi mujer me espera para el cóctel y, como ya sabes, tenemos invitados a cenar. -Viscardi debía de haber dicho ya a Patta el nombre de los invitados, porque bastó el mero recuerdo de su mágico poder para que Patta sonriera ampliamente y juntara las manos como si pudiera disfrutar de su presencia aquí, en su despacho, por delegación.
Patta miró su propio reloj, y Brunetti creyó adivinar su pesadumbre por tener que dejar a un hombre rico y poderoso para ir a cenar con otros.
– Sí, tengo que irme ya. No puedo hacer esperar al ministro.
No se molestó en dar el nombre del ministro, y Brunetti se preguntó si lo omitía porque sabía que no le impresionaría o porque imaginaba que no lo conocería.
Patta fue al armario toscano del siglo XV que estaba al lado de la puerta y sacó su Burberry's. Se la puso y ayudó a Viscardi a ponerse su propia gabardina.
– ¿Ya se marcha? -preguntó Viscardi a Brunetti, que respondió afirmativamente-. El vicequestore almuerza en corte Sconta, pero yo subo hacia San Marco, a tomar un barco que me lleve al aeropuerto. ¿Por casualidad va usted hacia allí?
– Vaya, pues sí -mintió Brunetti.
Patta fue delante con Viscardi hasta la puerta de la questura. Allí los dos hombres se estrecharon la mano y Patta se despidió vagamente de Brunetti hasta después del almuerzo. En la calle, Patta se subió el cuello de la gabardina y se alejó rápidamente por la izquierda. Viscardi torció hacia la derecha, se paró un momento para esperar a Brunetti y se encaminó hacia Ponte dei Greci y San Marco.
– Confío en que este caso pueda resolverse rápidamente -expuso Viscardi a modo de introducción.
– Yo también -repuso Brunetti.
– Esperaba que esta ciudad fuera más segura que Milán.
– No son frecuentes los delitos de esta clase -explicó Brunetti.
Viscardi se paró un momento, miró de soslayo a Brunetti y siguió andando.
– Antes de venir a vivir aquí, yo creía que en Venecia no había delitos de ninguna clase.
– Hay menos que en otras ciudades; pero los hay -explicó Brunetti, y agregó-: Y también hay delincuentes.
– ¿Me permite que le invite a una copa, comisario? ¿Cómo dicen ustedes, los venecianos, «un' ombra»?
– Sí, «un' ombra». Encantado.
Entraron en un bar que encontraron al paso, y Viscardi pidió dos copas de vino blanco. Cuando se las sirvieron, dio una a Brunetti, levantó la otra y dijo:
– Cin, cin. -Brunetti respondió moviendo la cabeza de arriba abajo.
Era un vino áspero, nada bueno. De haber estado solo, Brunetti lo hubiera dejado. Tomó otro sorbo, su mirada tropezó con la de Viscardi y sonrió.
– La semana pasada hablé con su suegro -dijo Viscardi.
Brunetti estaba preguntándose cuánto tardaría aquel hombre en abordar el tema. Tomó otro sorbo.
– Ah, ¿sí?
– Teníamos varios asuntos que tratar.
– ¿Sí?
– Cuando acabamos de hablar de negocios, el conde mencionó su parentesco. Reconozco que, en un principio, me sorprendió. -El tono de Viscardi daba a entender que le había sorprendido que el conde hubiera permitido que su hija se casara con un policía, y más, con este policía.
– Por la coincidencia, ¿comprende? -agregó Viscardi, un poco tarde, y volvió a sonreír.
– Por supuesto.
– Francamente, fue una grata sorpresa saber que estaba emparentado con el conde. -Brunetti le miró interrogativamente-. Y es que ello me brinda la posibilidad de hablarle con franqueza. Es decir, si me lo permite.
– Se lo ruego.
– Entonces le diré que hay en esta investigación varias cosas que me molestan.
– ¿Qué cosas, signor Viscardi?
– Por ejemplo -dijo mirando a Brunetti con una sonrisa de cándida cordialidad-, la forma en que me trataron sus policías. -Hizo una pausa, bebió y esbozó otra sonrisa, ésta, de franca incertidumbre-. Supongo que puedo hablar sin tapujos, comisario.
– No deseo otra cosa, signor Viscardi.
– Entonces permita que le diga que me dio la impresión de que sus policías me trataban más como sospechoso que como víctima. -En vista de que Brunetti no hacía ningún comentario, Viscardi agregó-: Verá, al hospital fueron a hablar conmigo dos hombres, y los dos me hicieron preguntas que tenían muy poco que ver con el robo.
– ¿Qué preguntas le hicieron? -inquirió Brunetti.
– Uno, que si sabía qué cuadros eran. Como si yo pudiera no saber eso. Y, el otro, que si reconocía al hombre de la foto, y cuando le dije que no, pareció que no acababa de creerme.
– Pero eso ya está aclarado -dijo Brunetti-. Ese chico no tuvo nada que ver con el robo.
– ¿Y no hay más sospechosos?
– Desgraciadamente, no -respondió Brunetti, preguntándose por qué Viscardi estaría tan deseoso de descartar al joven de la foto-. Ha dicho usted que le han disgustado varias cosas, signor Viscardi, y ésa es sólo una. ¿Cuáles son las otras, si me permite la pregunta?
Viscardi se llevó la copa a los labios, la bajó sin beber y dijo:
– Me he enterado de que se han hecho ciertas preguntas acerca de mi persona y mis negocios.
Brunetti abrió mucho los ojos fingiendo sorpresa:
– Confío que no sospechará que yo haya estado indagando en su vida privada, signor Viscardi.
Bruscamente, Viscardi dejó la copa, casi llena todavía, en el mostrador y dijo con vehemencia:
– Qué asco. -Al advertir la sorpresa de Brunetti, explicó-: El vino, por supuesto. Me parece que la elección del bar no ha sido muy afortunada.
– Muy bueno no es, desde luego -reconoció Brunetti, dejando la copa vacía en el mostrador, al lado de la de Viscardi.
– Insisto, comisario, se ha preguntado acerca de mis asuntos. Nada bueno podrá conseguirse con esas preguntas. Si siguen invadiendo mi esfera privada, lamentándolo mucho, tendré que pedir ayuda a ciertos amigos.
– ¿A qué amigos, signor Viscardi?
– Sería presunción por mi parte dar sus nombres. Sólo puedo decir que son lo bastante importantes como para impedir que se me haga víctima de acoso burocrático. Llegado el caso, estoy seguro de que intervendrían para poner coto.
– Eso suena a amenaza, signor Viscardi.
– No sea melodramático, dottor Brunetti. Mejor llamémosle sugerencia. Y es una sugerencia que apoya su suegro. Sé que hablo en su nombre cuando digo que será más prudente no hacer esas preguntas. Repito, nada bueno puede resultar para el que las haga.
– No estoy seguro de que pueda resultar algo bueno de cualquier cosa que tenga que ver con sus negocios, signor Viscardi.
Con un brusco ademán, Viscardi se sacó del bolsillo varios billetes sueltos y los dejó caer en el mostrador, sin molestarse en preguntar cuánto costaba el vino. Sin decir nada a Brunetti, dio media vuelta y fue hacia la puerta del bar. Brunetti le siguió. Había empezado a llover, el viento del otoño sacudía una cortina de agua. Viscardi se paró en la puerta, pero sólo lo justo para subirse el cuello de la gabardina. Sin decir nada ni mirar a Brunetti, salió a la lluvia y desapareció rápidamente por una esquina.
Brunetti se quedó en la puerta un momento. Por fin, se decidió a desenrollar La Repubblica mostrando todo el paraguas. Dobló el periódico de forma más manejable y echó a andar. Oprimió el botón de apertura y, al levantar la mirada, vio extenderse sobre su cabeza el círculo de plástico con los elefantes que bailaban alegremente. Con el agrio sabor del vino en la boca, se encaminó con rapidez hacia su casa y su almuerzo.