CAPÍTULO XXV

Aunque no se había acostado hasta más de las cuatro, Brunetti ya estaba en la questura a las diez de la mañana. Encontró en su mesa notas que le informaban de que la autopsia de Ruffolo se haría aquella tarde, que se había comunicado a la signora Concetta la muerte de su hijo y que el vicequestor Patta deseaba ver en su despacho a Brunetti en cuanto llegara.

Patta, ¿en su despacho antes de las diez? Un prodigio digno de ser pregonado por los coros angélicos.

Cuando Brunetti entró en el despacho, Patta levantó la mirada y al comisario le pareció que le sonreía, una ilusión óptica causada sin duda por su falta de descanso.

– Buenos días, Brunetti. Siéntese, por favor. No debía llegar tan temprano, después de sus hazañas de anoche.

¿Hazañas?

– Muchas gracias. Es un placer verle por aquí tan temprano.

Patta hizo como si no le hubiera oído y siguió sonriendo.

– Ha llevado usted muy bien este asunto de Ruffolo. Me alegro de que finalmente lo viera del mismo modo que yo.

Brunetti no podía adivinar de qué le hablaba, y eligió la vía de menor riesgo.

– Muchas gracias.

– Eso lo aclara todo, ¿no? Es verdad que no tenemos una confesión, pero me parece que el procuratore convendrá con nosotros en que Ruffolo quería hacer un trato. Era tan tonto como para llevar encima la prueba, pero estoy seguro de que creía que ayer no harían más que hablar.

En la pequeña playa no había ningún cuadro, de esto Brunetti estaba seguro. Pero podía llevar, bien disimulada, alguna de las joyas de la signora Viscardi. Brunetti únicamente le había registrado los bolsillos, por lo que no podía descartar esta posibilidad.

– ¿Dónde la llevaba? -preguntó.

– En la cartera, Brunetti. No me diga que no la vio. Estaba en la lista de los objetos que llevaba encima cuando encontramos el cuerpo. ¿No se quedó usted a hacer la lista?

– El sargento Vianello se encargó de eso.

– Comprendo. -A la primera señal de lo que parecía un descuido de Brunetti, la actitud de Patta se hizo más afable todavía-. Entonces, ¿no lo vio?

– No, señor; lo lamento, debió de escapárseme. Allí había muy poca luz. -Empezaba a no entender nada. No había joyas en la cartera de Ruffolo, a no ser que hubiera vendido alguna de las piezas por veinte mil liras.

– Los norteamericanos nos enviarán a alguien a examinarlo, pero no creo que quepa la menor duda. Está el nombre de Foster, y dice Rossi que la foto parece suya.

– ¿Del pasaporte?

La sonrisa de Patta era condescendiente.

– El documento militar de identidad.

Claro. Las tarjetas de plástico que estaban en la cartera y que él había vuelto a guardar sin leer.

– Es la prueba concluyente de que lo mató Ruffolo -prosiguió Patta-. El norteamericano haría algún amago. Una estupidez, delante de un cuchillo. Y a Ruffolo, recién salido de la cárcel, debió de entrarle pánico. -Patta sacudió la cabeza, atónito por la temeridad de los criminales.

– Se da la coincidencia de que ayer por la tarde me llamó el signor Viscardi para decirme que era posible que el joven de la foto estuviera en su casa aquella noche. En aquellos momentos, la sorpresa le impidió pensar con claridad. -Patta frunció los labios con gesto de reprobación al agregar-: Y el trato que recibió de sus agentes, comisario, no le ayudó a recordar. -Mudó de expresión, y volvió a florecer la sonrisa-: Pero todo eso es agua pasada, y no parece guardarles rencor. Así pues, tenían razón esos turistas belgas y Ruffolo estaba entre los ladrones. Supongo que no debió de conseguir mucho dinero del norteamericano y pensó en montar una operación más provechosa.

Patta estaba muy comunicativo.

– Ya he hablado con la prensa. Les he dicho que desde el principio no tuvimos ni la menor duda. El asesinato del norteamericano fue fortuito. Ahora, a Dios gracias, así se ha demostrado. -Mientras oía a Patta atribuir tan lisa y llanamente el asesinato de Foster a Ruffolo, Brunetti comprendió que la muerte de la doctora Peters nunca se consideraría más que suicidio.

No tenía más remedio que desafiar al monstruo de la certidumbre de Patta.

– Pero, ¿por qué iba a correr el riesgo de llevar la tarjeta del norteamericano? No lo comprendo.

Patta lo arrolló.

– Él corría más que usted, comisario, de modo que no había peligro de que se la encontraran. O quizá olvidó que la llevaba.

– La gente no suele olvidarse de pruebas que los relacionan con un asesinato.

Patta hizo como si no le oyera.

– He dicho a la prensa que teníamos razones para sospechar de Ruffolo desde el principio, y que por eso quería usted hablar con él. Que probablemente él temía que sospecháramos y pensó que podía hacer un trato con nosotros acerca de un delito menor. O quizá iba a acusar a alguien más de la muerte del norteamericano. Que tuviera en su poder la tarjeta de identidad indica claramente que lo mató él. -Al fin y al cabo, que Brunetti hubiera estado seguro de ello disiparía cualquier duda al respecto-. Porque usted fue a verle por eso, ¿no? Para hablar del norteamericano. -Como Brunetti no respondiera, Patta repitió la pregunta-: ¿No era por eso, comisario?

Brunetti desestimó la pregunta con un movimiento de cabeza y preguntó, a su vez:

– ¿Ha dicho algo de esto al procuratore?

– Por supuesto. ¿Qué cree que he estado haciendo toda la mañana? Él piensa lo mismo que yo, que el caso está cerrado: Ruffolo mató al norteamericano al ir a robarle y después trató de sacar más dinero robando el palazzo Viscardi.

Brunetti hizo una última tentativa de razonamiento.

– Un atraco callejero y un robo de obras de arte son dos delitos completamente diferentes.

La voz de Patta subió de tono.

– Hay pruebas de que intervino en ambos delitos, comisario. Está el documento de identidad y están los testigos belgas. Antes usted estaba dispuesto a creer que los vieron la noche del robo. Y ahora el signor Viscardi cree recordar a Ruffolo. Me ha pedido ver otra vez la foto y, si lo reconoce, no habrá duda posible. Existen pruebas más que suficientes para mí y más que suficientes para convencer al procuratore.

Brunetti echó la silla hacia atrás y se puso en pie bruscamente.

– ¿Manda algo más?

– Creí que se alegraría, Brunetti -dijo Patta con verdadera sorpresa-. Esto cierra el caso del norteamericano, aunque hará más difícil encontrar los cuadros del signor Viscardi. En realidad, no es usted un héroe, ya que no detuvo a Ruffolo, pero estoy seguro de que lo hubiera detenido, si no llega a caerse de la pasarela.

Probablemente a Patta le hubiera resultado más fácil entregar a su primogénito que decir a Brunetti estas palabras. Habría que darse por satisfecho con el obsequio.

– Muchas gracias.

– Como puede suponer, dejé bien claro que seguía usted instrucciones mías y que yo sospeché de Ruffolo desde el principio. Al fin y al cabo, hacía apenas una semana que había salido de la cárcel cuando mató al norteamericano.

– Sí, señor.

– Es una lástima que no hayamos encontrado los cuadros del signor Viscardi. Trataré de ir a verle hoy mismo, si tengo un momento, para informarle personalmente.

– ¿Está aquí?

– Sí; ayer, cuando hablé con él, me dijo que hoy estaría en Venecia y que no tenía inconveniente en venir a mirar la fotografía otra vez. Como le digo, eso despejará cualquier duda.

– ¿Le parece que estará muy disgustado porque no hayamos recuperado los cuadros?

– Oh -hizo Patta, que era evidente que ya había pensado en ello-, naturalmente. Todo coleccionista ama profundamente sus cuadros. Hay personas para las que el arte es algo vivo. No sé si usted me comprende, Brunetti, pero le aseguro que es así.

– Imagino que eso es lo que Paola debe de sentir por ese Canaletto.

– ¿Ese qué?

– Canaletto. Era un pintor veneciano. Un tío de Paola nos regaló un cuadro suyo cuando nos casamos. No es muy grande, pero ella le tiene mucho cariño. Por más que le digo que deberíamos colgarlo en la sala, ella se empeña en tenerlo en la cocina. -Como venganza no era gran cosa, pero era mejor que nada.

Patta dijo, con un hilo de voz:

– ¿Su esposa tiene un cuadro de Canaletto colgado en la cocina?

– Sí. Me alegro de que también a usted le parezca un lugar poco apropiado. Se lo diré. -Patta estaba tan horrorizado que Brunetti decidió no decirle que también había tratado de convencer a su mujer de que en la cocina estaría mucho mejor el dibujo de las manzanas de aquel francés, por temor a la impresión que pudiera causar en Patta el nombre de Cézanne.

– Ahora bajaré a ver qué ha hecho Vianello. Le encargué varias cosas.

– Muy bien, Brunetti. Yo sólo quería felicitarle por un trabajo bien hecho. El signor Viscardi estaba muy satisfecho.

– Muchas gracias -dijo Brunetti dirigiéndose hacia la puerta.

– Es amigo del alcalde, ¿lo sabía?

– No, señor; no lo sabía. -Pero hubiera debido saberlo.

Encontró a Vianello sentado a su escritorio. Cuando llegó Brunetti, el sargento le sonrió.

– Dicen que hoy es usted un héroe.

– ¿Qué más había escrito en el papel que firmé anoche? -preguntó Brunetti sin preámbulos.

– Que usted pensaba que Ruffolo estaba complicado en la muerte del norteamericano.

– Eso es absurdo. Usted conocía a Ruffolo. Hubiera echado a correr con sólo que alguien le hubiera gritado.

– Había estado dos años en la cárcel. Quizá había cambiado.

– ¿De verdad lo cree así?

– Es posible.

– No le pregunto eso, Vianello. Le pregunto si cree realmente que lo hizo él.

– Si no lo hizo, ¿cómo fue a parar a su billetero la tarjeta de identidad del norteamericano?

– ¿Entonces lo cree?

– Sí. Por lo menos, lo considero posible. ¿Usted no?

A causa de la advertencia del conde -ahora Brunetti sólo podía interpretar sus palabras como lo que eran, una advertencia- acerca de la relación que existía entre Gamberetto y Viscardi, ahora veía también que la amenaza de Viscardi nada tenía que ver con la investigación que hacía Brunetti del robo perpetrado en el palazzo. Eran las pesquisas relacionadas con el asesinato de los dos norteamericanos lo que le había valido la amenaza de Viscardi, asesinatos con los que el pobre Ruffolo nada tenía que ver, asesinatos, ahora lo sabía, que quedarían impunes.

Su pensamiento fue de los dos norteamericanos a Ruffolo, que creía que por fin había dado un buen golpe, que se jactaba ante su madre de tener amigos importantes. Había robado en el palazzo, había hecho lo que el importante personaje le ordenaba, y le había atizado un poco, a pesar de que esto no era propio de Ruffolo. ¿Cuándo se había enterado Ruffolo de que el signor Viscardi estaba involucrado en algo mucho más grave que el robo de sus propios cuadros? Se había referido a tres cosas que interesarían a Brunetti -debían de ser los tres cuadros- y, no obstante, en su billetero sólo había una. ¿Quién la había puesto allí? ¿Se había apoderado Ruffolo de la tarjeta de identidad para utilizarla como moneda de cambio en su trato con Brunetti? O, peor, ¿había tratado de amenazar a Viscardi dando a entender que sabía lo que aquello significaba? ¿O, simplemente, había sido un infeliz ignorante, uno de tantos insignificantes peones del juego, lo mismo que Foster y Peters, que se utilizaban durante un tiempo y, cuando se enteraban de algo que comprometía a los jugadores importantes, eran destruidos? ¿Había puesto la tarjeta en su billetero la misma persona que lo había matado golpeándolo contra la roca?

Vianello seguía mirándole de un modo extraño, pero Brunetti no tenía una respuesta que darle, una respuesta plausible. Como era casi un héroe, subió a su despacho, cerró la puerta y estuvo mirando por la ventana durante cerca de una hora. Por fin, en el andamiaje de San Lorenzo habían aparecido varios hombres, pero a saber lo que estarían haciendo. Ninguno subía hasta el tejado, y las tejas seguían intactas. Tampoco parecían llevar herramientas. Recorrían los distintos pisos de andamios, subían y bajaban de uno a otro por las diversas escaleras, se reunían y conversaban, se separaban y volvían a trepar por las escaleras. Era como observar un ajetreo de hormigas: todo aquel movimiento parecía tener un objetivo, por lo menos, por la energía que se invertía en él, pero era un objetivo que ningún ser humano era capaz de comprender.

Sonó el teléfono, y Brunetti se volvió de espaldas a la ventana para contestar.

– Brunetti.

– Comisario Brunetti. Aquí el maggior Ambrogiani de la base norteamericana de Vicenza. Hace algún tiempo tuvimos ocasión de hablar a raíz de la muerte de aquel soldado ocurrida en Venecia.

– Ah, sí, maggiore -dijo Brunetti, después de marcar una pausa lo bastante prolongada como para dar a entender a quien estuviera escuchando la conversación que había tenido que hacer un esfuerzo para recordar al maggiore-. ¿En qué puedo servirle?

– Ya me ha servido, signor Brunetti, por lo menos, a mis colegas norteamericanos, al descubrir al asesino de aquel joven. Le llamo para expresarle mi agradecimiento personal y transmitirle el de las autoridades norteamericanas de la base.

– Ah, muy amable, maggiore. Le quedo muy reconocido. Por supuesto, todo cuanto podamos hacer por Estados Unidos, y muy especialmente por las agencias de su Gobierno, lo hacemos muy gustosos.

– Tiene razón, signor Brunetti. Así se lo comunicaré.

– Se lo agradezco, maggiore. ¿Puedo hacer algo más por usted?

– Sólo desearme suerte -dijo Ambrogiani con una risa forzada.

– Con gusto, maggiore, ¿y por qué, si me permite la pregunta?

– Por mi nuevo destino.

– ¿Y cuál es?

– Sicilia -le comunicó Ambrogiani con voz neutra.

– Ah, qué suerte, maggiore. Dicen que el clima es excelente. ¿Cuándo se va?

– Este fin de semana.

– ¿Tan pronto? ¿Y cuándo se reunirá su familia con usted?

– Eso, desgraciadamente, no será factible. Me han confiado el mando de una pequeña unidad de la montaña, a donde no nos es posible llevar a nuestras familias.

– Lo lamento de verdad, maggiore.

– Son gajes del servicio, imagino.

– Sin duda. ¿Podemos hacer por usted algo más desde aquí?

– No, comisario. De nuevo muchas gracias en mi nombre y en el de mis colegas norteamericanos.

– A sus órdenes, maggiore. Y buena suerte -dijo Brunetti, las únicas palabras sinceras que había pronunciado en toda la conversación. Colgó el teléfono y volvió a mirar el andamiaje. Ya no había hombres. Se preguntó si también los habrían enviado a Sicilia. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir en Sicilia un carabiniere? ¿Un mes? ¿Dos? Había olvidado cuánto tiempo le había dicho Ambrogiani que le faltaba para retirarse. Brunetti deseaba sinceramente que durase hasta entonces.

Volvió a pensar en los tres jóvenes, víctimas de muerte violenta, peones descartados por una mano brutal. Hasta ahora, parecía que la mano sólo podía ser de Viscardi; pero el traslado de Ambrogiani denotaba que intervenían jugadores más poderosos, jugadores que podían barrer a Ambrogiani y a él mismo del tablero. Recordó la inscripción de una de aquellas bolsas de plástico, «PROPERTY OF U.S. GOVERNMENT», y tuvo un escalofrío.

No necesitó mirar la dirección en el archivo. Salió de la questura y caminó hacia Rialto, sin ver nada, insensible al entorno. Al llegar a Rialto, bruscamente abrumado por la idea de seguir andando, se quedó esperando el vaporetto 1 y desembarcó en la segunda parada, San Stae. Aunque nunca había estado allí, sus pies lo llevaron hasta la puerta; Vianello le había dicho -parecía que hacía meses- dónde estaba. Tocó el timbre, dio su nombre y la puerta se abrió con un chasquido.

Era un patio pequeño y desnudo de plantas con una escalera de un gris mortecino. Al llegar al rellano, Brunetti levantó la mano, pero Viscardi abrió la puerta sin darle tiempo a llamar.

El hematoma de debajo del ojo estaba más pálido y las rozaduras, casi habían desaparecido. Pero la sonrisa permanecía inalterable.

– ¡Qué grata sorpresa verle por aquí, commissario! Pase, pase.

Extendió la mano y, como Brunetti hizo como si no la viera, la bajó con naturalidad y con ella empujó la puerta.

Brunetti entró en el recibidor y se paró mientras Viscardi cerraba la puerta a su espalda. Sentía un fuerte deseo de pegar a este hombre, de hacerle daño físico. Siguió a Viscardi hasta un salón grande y alegre que daba a lo que debía de ser un jardín interior.

– ¿En qué puedo servirle, commissario? -preguntó Viscardi, manteniendo la cortesía, aunque sin llevarla al extremo de ofrecer a Brunetti un asiento o una copa.

– ¿Dónde estaba usted anoche, signor Viscardi?

Viscardi sonrió con una mirada afable. La pregunta no le sorprendía.

– Estaba donde suelen estar los hombres decentes por la noche, dottore: en casa, con mi esposa y mis hijos.

– ¿Aquí?

– No; en Milán. Y, si me permite adelantarme a su siguiente pregunta, conmigo estaban otras personas: dos invitados y tres criados.

– ¿Desde cuándo está en Venecia?

– He llegado esta mañana, en el primer avión. -Sonrió y sacó del bolsillo una cartulina azul-. Ah, qué suerte, aún tengo la tarjeta de embarque. -La tendió a Brunetti-. ¿Quiere examinarla, comisario?

– Hemos encontrado al muchacho de la foto -dijo Brunetti, haciendo caso omiso del ofrecimiento.

– ¿El muchacho? -preguntó Viscardi, que hizo una pausa y después se permitió un gesto de comprensión-. Ah, sí, el joven delincuente de la foto que me enseñó su sargento. ¿Le ha dicho el vicequestor Patta que ahora me parece que podría reconocerlo? -Brunetti no contestó, y Viscardi prosiguió-: ¿Así que lo han arrestado? Si eso significa que voy a recuperar mis cuadros, mi esposa tendrá una gran alegría.

– Está muerto.

– ¿Muerto? -preguntó Viscardi alzando una ceja con gesto de sorpresa-. Qué lástima. ¿De muerte natural? -preguntó, e hizo una pausa, como si sopesara la pregunta siguiente-: ¿Quizá por sobredosis? Dicen que son frecuentes esa clase de accidentes, especialmente entre los jóvenes.

– No ha muerto por sobredosis. Ha sido asesinado.

– Lo lamento de veras. Últimamente, parece haber una epidemia, ¿verdad? -Se sonrió de la bromita y preguntó-: ¿Y al fin ha resultado responsable del robo que hubo en esta casa?

– Existen pruebas que lo relacionan con él.

Viscardi entornó los ojos, sin duda con intención de manifestar que empezaba a comprender las implicaciones.

– ¿Entonces era él el hombre al que vi aquella noche?

– Sí; lo vio.

– ¿Significa eso que pronto recuperaré los cuadros?

– No.

– Ah, lástima. Mi esposa tendrá un disgusto.

– Hemos encontrado pruebas que lo relacionan con otro delito.

– ¿Sí? ¿Qué delito?

– El asesinato del soldado norteamericano.

– Usted y el vicequestor Patta deben de estar muy satisfechos por haber podido resolver también ese otro crimen.

– El vicequestore lo está.

– ¿Usted, no? ¿Por qué no, comisario?

– Porque no lo mató él.

– Parece estar muy seguro.

– Lo estoy.

Viscardi trató de esbozar otra sonrisa, muy sutil.

– Me alegraría mucho de que estuviera usted tan seguro de poder encontrar mis cuadros.

– Puede usted contar con que los encontraré, signor Viscardi.

– Eso es muy halagüeño, comisario. -Levantó el puño, miró brevemente el reloj y dijo-: Lo siento, pero tendrá que disculparme. Espero a unos amigos a almorzar. Luego tengo una cita de negocios y he de ir a la estación.

– ¿La cita no es en Venecia? -preguntó Brunetti.

Una sonrisa de cinismo afloró a los ojos de Viscardi, que trató de reprimirla y no pudo.

– No, comisario. La cita no es en Venecia. Es en Vicenza.


Con la cólera en el cuerpo, Brunetti llegó a su casa y se sentó a almorzar con su familia. Trataba de responder a las preguntas que le hacían, prestar atención a lo que decían, pero mientras Chiara contaba algo que había ocurrido aquella mañana en clase, él no veía más que la sonrisa de triunfo de Viscardi. Cuando Raffi sonrió por algo que decía su madre, Brunetti recordó la sonrisa boba y contrita con que, dos años antes, Ruffolo había quitado a su madre las tijeras de la mano y le suplicaba que comprendiera que el comisario sólo estaba cumpliendo con su deber.

Esta tarde entregarían a la madre el cadáver de Ruffolo, una vez hecha la autopsia y determinada la causa de la muerte. Brunetti no tenía la menor duda de cuál sería el dictamen: la herida de la cabeza coincidiría exactamente con la configuración de la roca que estaba al lado del cadáver en la pequeña playa. ¿Quién podría determinar si Ruffolo recibió el golpe al caer accidentalmente sobre la roca o le fue infligido de manera intencionada? ¿Y a quién importaría eso, si la muerte de Ruffolo lo resolvía todo tan convenientemente? Quizá en la sangre de Ruffolo, lo mismo que en la de la doctora Peters, encontraran alcohol, y ello confirmaría la hipótesis de la caída. El caso de Brunetti estaba resuelto. En realidad, estaban resueltos los dos casos, porque el asesino del norteamericano había resultado ser el ladrón de los cuadros de Viscardi. Brunetti se levantó de la mesa, sin reparar en los tres pares de ojos que seguían su salida de la habitación. Sin dar explicaciones, salió de casa y se encaminó al Hospital Civil, donde sabía que estaba el cadáver de Ruffolo.

Cuando llegó a Campo Santi Giovanni e Paolo, fue hacia la parte posterior del hospital, sin reparar en nadie. Una vez hubo dejado atrás el departamento de Radiología y enfilado el estrecho corredor que conducía al depósito, ya no pudo seguir abstrayéndose del entorno: en el pasillo había mucha gente, y no circulaba, sino que se agolpaba en grupitos que charlaban animadamente. Había pacientes en pijama y bata, visitantes en ropa de calle y enfermeros y enfermeras con bata blanca. En la puerta del departamento de Patología, Brunetti distinguió un uniforme que le era familiar: allí estaba Rossi, con una mano levantada para contener a la multitud.

– ¿Qué ocurre, Rossi? -preguntó Brunetti, abriéndose paso entre la primera fila de curiosos.

– No lo sé con seguridad, señor. Nos han llamado hará una media hora. Han dicho que una anciana de la residencia de al lado se había vuelto loca y había empezado a romper cosas. Hemos venido Vianello, Miotti y yo. Ellos han entrado y yo me he quedado en la puerta, para impedir que entre la gente.

Brunetti empujó la puerta que guardaba Rossi. Al otro lado, la escena era muy similar a la del pasillo: grupos que charlaban y comentaban. Pero aquí todos llevaban la bata blanca del personal del hospital. Hasta él llegaban palabras y frases sueltas: «impazzita», «terribile», «che paura», «vecchiaccia». Ello confirmaba lo que había dicho Rossi, pero no daba a Brunetti una idea de lo sucedido.

Fue hacia la puerta de las salas de reconocimiento. Al verle, un enfermero se separó del grupo en el que estaba hablando y le cerró el paso.

– No puede entrar ahí. Está la policía.

– Yo soy de la policía -informó Brunetti, disponiéndose a pasar por su lado.

– No puedo dejarle entrar si no se identifica -insistió el hombre poniendo la mano en el pecho de Brunetti.

La oposición del enfermero volvió a desatar en Brunetti toda la cólera que había sentido ante Viscardi; echó el brazo hacia atrás, cerrando la mano involuntariamente en un puño. El hombre retrocedió, y este movimiento bastó para hacer reaccionar a Brunetti. Abrió la mano, sacó la cartera del bolsillo y mostró su credencial al enfermero. Aquel hombre estaba haciendo su trabajo.

– Sólo trato de cumplir con mi obligación, señor -se disculpó abriendo la puerta a Brunetti.

– Gracias -aceptó el comisario mientras pasaba por delante de él sin mirarle a los ojos.

Dentro vio a Vianello y a Miotti al otro extremo de la habitación. Se inclinaban sobre un hombre que estaba sentado en una silla apretándose la cabeza con una toalla. Vianello tenía la libreta en la mano y parecía estar interrogándole. Cuando se acercó Brunetti, los tres le miraron. Entonces Brunetti reconoció al que estaba sentado: era el doctor Ottavio Bonaventura, el ayudante de Rizzardi. El joven médico le saludó con un movimiento de cabeza, dobló el cuello hacia atrás y cerró los ojos sin apartar la toalla de la frente.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Brunetti.

– Es lo que tratamos de averiguar, comisario -respondió Vianello señalando a Bonaventura con un movimiento de cabeza-. Hace media hora, nos ha llamado una enfermera de ahí fuera -señaló, refiriéndose a la recepción-. Ha dicho que una loca había atacado a un médico y hemos venido inmediatamente. Al parecer, los enfermeros no podían sujetarla, a pesar de ser dos.

– Tres -concretó Bonaventura sin abrir los ojos.

– ¿Qué ha pasado?

– Aún no lo sabemos, comisario. Estamos tratando de averiguarlo. Cuando hemos llegado, ella ya no estaba, pero ignoramos si se la han llevado los enfermeros. Aún no sabemos nada -terminó, sin hacer nada por disimular la irritación. ¿Tres hombres no habían podido con una anciana?

– Dottor Bonaventura -preguntó Brunetti-, ¿puede usted explicarnos lo ocurrido? ¿Se encuentra bien?

Bonaventura asintió ligeramente. Retiró la toalla de la cabeza, y Brunetti vio que tenía un corte profundo que partía del pómulo y desaparecía entre el pelo encima de la oreja. El médico dobló la toalla de manera que quedara a la vista una parte limpia y se la aplicó a la herida.

– Yo estaba sentado a esa mesa -empezó, sin molestarse en señalar la única mesa de la habitación-, despachando papeles, cuando de repente, no sé de dónde, ha aparecido esa mujer, gritando como una loca. Se me ha echado encima agitando algo que traía en la mano, no sé qué, quizá sólo el bolso. Gritaba, pero yo no entendía lo que decía. Quizá de la sorpresa. O del susto. -Volvió a dar la vuelta a la toalla; la herida no dejaba de sangrar.

– Se ha acercado a la mesa, me ha golpeado y se ha puesto a romper papeles. Entonces han entrado los enfermeros, pero estaba frenética, histérica. Ha tirado al suelo a uno y el otro ha tropezado con él. No sé qué ha pasado entonces porque me ha entrado sangre en el ojo. Cuando he vuelto a mirar, ella ya no estaba. Había dos enfermeros en el suelo, y ella se había ido.

Brunetti miró a Vianello, que respondió.

– No, señor. No está ahí fuera. Ha desaparecido. He hablado con dos de los enfermeros, pero no saben nada de ella. Hemos llamado a la casa di riposo, pero no falta ningún residente. Como era la hora del almuerzo han podido contarlos fácilmente.

Brunetti miró otra vez a Bonaventura.

– ¿No tiene idea de quién pudiera ser, dottore?

– No la había visto nunca. Ni me explico cómo ha podido entrar.

– ¿Estaba usted con algún paciente?

– No; como le he dicho, estaba escribiendo.

Con aquel revuelo y el confuso relato de Bonaventura, Brunetti había olvidado su furor. Ahora, bruscamente, quedó paralizado, helado hasta los huesos, pero no por un sentimiento de cólera.

– ¿Cómo era esa mujer, dottore?

– Era, sencillamente, una mujer vieja y gruesa, vestida de negro.

– ¿Qué era lo que usted escribía, doctor?

– Ya se lo he dicho, un informe. De la autopsia.

– ¿Qué autopsia? -preguntó Brunetti, aunque no tenía necesidad de preguntar.

– La de ese chico que trajeron anoche. ¿Cómo se llamaba… Rigetti, Ribelli?

– No, dottore; Ruffolo.

– Eso es. Acababa de terminar. Ya está cosido. La familia tenía que venir a recogerlo a las dos, pero terminé temprano y trataba de hacer el informe antes de empezar con el siguiente.

– ¿Recuerda algo que ella dijera, dottore?

– Ya le he dicho que no se la entendía.

– Se lo ruego, trate de recordar -solicitó Brunetti esforzándose por mantener la voz serena-. Podría ser importante. Una palabra. Una frase. -Bonaventura no contestaba, y Brunetti apuntó-: ¿Hablaba italiano, doctor?

– Algo parecido. Algunas palabras eran italianas, pero el resto era dialecto, el más cerrado que he oído en mi vida. -Ya no había zonas limpias en la toalla de Bonaventura-. Me parece que vale más que vaya a que me curen esto -añadió.

– Sólo un momento, dottore. ¿Entendió usted alguna palabra?

– Alguna sí, claro. Gritaba: «Bambino, bambino», pero no creo que ese chico fuera su bambino. Esa mujer debía de tener más de sesenta años. -No los tenía, pero Brunetti no creyó necesario sacarlo de su error.

– ¿Entendió algo más, dottore? -insistió.

Bonaventura cerró los ojos bajo el peso combinado del dolor y el esfuerzo por recordar.

– Decía «Assassino», pero supongo que me lo decía a mí. Me amenazaba con matarme, pero sólo me ha golpeado. Es inconcebible. De su boca no salían palabras, sólo ruido, como de un animal. Me parece que entonces llegaron los enfermeros.

Brunetti se volvió y señaló con un movimiento de cabeza la puerta del depósito.

– ¿El cadáver está ahí?

– Sí; como ya le he dicho, se ha avisado a la familia para que vengan a recogerlo a las dos.

Brunetti fue hasta la puerta y la empujó. Dentro, a pocos metros, en una camilla metálica, estaba el cuerpo de Ruffolo, desnudo. La sábana estaba en el suelo, arrugada, como si la hubieran arrojado violentamente.

Brunetti se acercó unos pasos y contempló al joven. Al ver la gran oreja, cerró los ojos un momento. El cuerpo tenía la cabeza vuelta hacia un lado, por lo que Brunetti podía ver la herida de la trepanación que había hecho Bonaventura para examinar los daños del cerebro. La gran incisión en forma de mariposa cruzaba tórax y abdomen, la misma línea horrible que había surcado el cuerpo joven y fuerte del norteamericano. El círculo de la muerte se cerraba como trazado con un compás, situando a Brunetti otra vez en el punto de partida.

Andando hacia atrás, se alejó de los restos de Ruffolo y volvió al despacho. Ahora había otro hombre con bata blanca que se inclinaba sobre Bonaventura, manipulando delicadamente en la herida. Brunetti hizo una seña a Vianello y Miotti, pero antes de que ellos pudieran moverse, Bonaventura dijo, mirando a Brunetti:

– Hay otra cosa extraña.

– ¿Qué otra cosa, dottore? -preguntó Brunetti.

– Esa mujer creía que yo era de Milán.

– No entiendo. ¿A qué se refiere?

– Cuando dijo que me mataría, me llamó «milanese traditore», pero luego sólo me pegó. Gritaba que me mataría y me llamaba «milanese traditore». Es absurdo, no lo entiendo.

De pronto, Brunetti lo entendió.

– Vianello, ¿ha traído la lancha?

– Sí, señor.

– Miotti, llame a la questura y diga que envíen inmediatamente la Squadra Mobile al palazzo de Viscardi. Vamos, Vianello.

La lancha de la policía estaba amarrada a la izquierda del hospital, con el motor en marcha. Brunetti saltó a bordo seguido de Vianello.

– Bonsuan -señaló el comisario, contento de ver junto al timón al excelente piloto-, a San Stae, al nuevo palazzo que está al lado del palazzo Duodo.

Bonsuan no necesitó más indicaciones: el terror de Brunetti era contagioso. Conectó la sirena de dos tonos, empujó la palanca hacia adelante y, con un cerrado viraje, sacó la lancha al canal. Al llegar al extremo, giró por Rio San Giovanni Crisostomo, con la sirena aullando, hacia el Gran Canal. Minutos después, la embarcación salía disparada a las anchas aguas del Gran Canal, casi rozando una lancha-taxi y levantando olas que golpeaban las embarcaciones y los edificios. Pasaron rápidamente junto a un vaporetto que atracaba en San Stae, al que la estela lanzó contra el embarcadero haciendo tambalearse a más de un turista.

Junto al palazzo Duodo, Bonsuan acercó la lancha a la uva, y Brunetti y Vianello saltaron a tierra, dejando para el piloto la operación de atraque. Brunetti subió corriendo las escaleras, se paró un momento para orientarse tras esta llegada por agua y giró hacia la izquierda, donde estaba el palazzo.

Cuando vio que la pesada puerta del patio estaba abierta, comprendió que había llegado tarde: tarde para Viscardi y tarde para la signora Concetta. Encontró a ésta al pie de la escalera que arrancaba del patio, con los brazos sujetos a la espalda por dos de los invitados al almuerzo de Viscardi, uno de los cuales todavía llevaba la servilleta prendida del cuello de la camisa.

Eran hombres muy corpulentos los invitados del signor Viscardi, y a Brunetti le pareció que no era necesario que sujetaran a la signora Concetta con tanta fuerza. Por un lado, ya era tarde y, por otro lado, ella no ofrecía resistencia. Estaba tranquila, casi feliz, mirando lo que tenía a los pies. Viscardi había caído de bruces, y no se veían las heridas que la escopeta de caza le había abierto en el pecho; sólo se veía la sangre que se extendía por las losas de granito. Al lado del cuerpo, cerca de la signora Concetta, donde ella la había dejado caer, estaba la escopeta. La lupara de su difunto esposo había cumplido su misión de vengar el honor de la familia.

Antes de que Brunetti pudiera decir algo, en la puerta de lo alto de la escalera apareció un hombre que, al ver el uniforme de Vianello, preguntó:

– ¿Cómo han podido llegar tan pronto?

Brunetti no le contestó y se acercó a la mujer. Ella le miró y le reconoció, pero no sonrió: su cara hubiera podido ser una máscara de hierro. Brunetti dijo a los hombres:

– Suéltenla. -Ellos no se movieron y él repitió, todavía con voz neutra-: Suéltenla. -Ahora le obedecieron, soltaron los brazos de la mujer y se alejaron de ella prudentemente.

Signora Concetta -dijo Brunetti-, ¿cómo se enteró? -No era necesario preguntarle por qué lo había hecho.

Lentamente, como si le dolieran, ella empezó a mover los brazos hasta cruzarlos sobre el pecho.

– Mi Peppino me lo contó.

– ¿Qué le contó, signora?

– Que esta vez ganaría suficiente dinero para que pudiéramos irnos a casa. A casa. Hace mucho tiempo que falto de allí.

– ¿Qué más le dijo, signora? ¿Le habló de los cuadros?

El hombre de la servilleta al cuello le interrumpió con voz atiplada e insistente.

– ¿Se puede saber quién es usted? Sepa que soy el abogado del signor Viscardi. Le advierto que está dando información a esta mujer. Yo he sido testigo del crimen, y nadie debe hablar con ella hasta que llegue la policía.

Brunetti miró al hombre y luego a Viscardi.

– Él ya no necesita abogados. -Se volvió hacia la signora Concetta-: ¿Qué le contó Peppino, signora?

Ella hizo un esfuerzo por hablar con claridad, prescindiendo del dialecto. Al fin y al cabo, era la policía.

– Yo lo sabía todo. Los cuadros. Todo. Sabía que mi Peppino iba a hablar con usted. Estaba muy asustado mi Peppino. Tenía miedo de este hombre -indicó señalando a Viscardi-. Encontró algo que le hizo sentir mucho miedo. -Su mirada fue de Viscardi a Brunetti-. ¿Puedo irme de aquí, dottore? Ya he terminado mi trabajo.

El hombre de la servilleta insistió:

– Usted está haciendo preguntas capitales a esta mujer, y yo he sido testigo de los hechos.

Brunetti extendió la mano y tomó del brazo a la signora Concetta.

– Venga conmigo, signora. -Hizo una seña a Vianello, que rápidamente se puso a su lado-. Vaya con este hombre, signora. Él la llevará en barco a la questura.

– En barco, no -dijo ella-. El agua me da miedo.

– Es un barco muy seguro -terció Vianello.

Ella miró a Brunetti:

– ¿Irá usted con nosotros, dottore?

– No, signora; yo he de quedarme.

Ella preguntó entonces a Brunetti, señalando a Vianello:

– ¿Puedo confiar en él?

– Sí, signora, puede confiar en él.

– ¿Me lo jura?

– Se lo juro.

Va bene, iremos en el barco.

Empezó a andar, conducida por Vianello, que tenía que inclinarse para sujetarla por debajo del codo. Después de dar dos pasos, ella se paró y se volvió hacia Brunetti.

Dottore

– ¿Sí, signora Concetta?

– Los cuadros están en mi casa. -Se volvió y siguió andando hacia la puerta, al lado de Vianello.

Después, Brunetti se enteraría de que, tras veinte años de residir en Venecia, la mujer nunca había subido a un barco: al igual que muchos habitantes de las montañas de Sicilia, tenía pánico al agua, un pánico que no había podido vencer en veinte años. Pero antes se enteró de lo que había hecho ella con los cuadros. Aquella tarde, cuando la policía fue al apartamento, encontró las telas hechas trizas con las mismas tijeras con que había tratado de atacar a Brunetti. Esta vez no estaba allí Peppino para detenerla, y las había destruido por completo, dejando sólo pequeños retazos de lienzo de colores en la estela de su dolor. No sorprendió a Brunetti que mucha gente viera en esto la prueba concluyente de que estaba loca: cualquiera podía matar a un hombre, pero sólo una loca destruiría un Guardi.


Al cabo de dos días, después de cenar, Paola contestó al teléfono. Por el tono cariñoso de su voz y sus frecuentes risas, Brunetti dedujo que hablaba con sus padres. Casi media hora después, ella salió a la terraza y le dijo:

– Guido, mi padre quiere hablar un momento contigo.

Él entró en la sala y se puso al teléfono.

– Buenas noches -saludó.

– Buenas noches, Guido -dijo el conde-. Tengo una noticia para ti.

– ¿Es sobre el vertedero?

– ¿El vertedero? -repitió el conde, consiguiendo imprimir en su voz un tono de perplejidad.

– El del lago Barcis.

– Ah, te refieres a los terrenos para la nueva construcción. Un transportista particular estuvo allí a principios de semana. El terreno ha sido despejado y cubierto de tierra.

– ¿Terrenos para la nueva construcción?

– Sí; el ejército ha decidido realizar pruebas sobre emanaciones de gas radón en aquella zona. La cerrarán y edificarán una especie de laboratorio de pruebas. Completamente robotizado, desde luego.

– ¿Qué ejército, el de ellos o el nuestro?

– El nuestro, por supuesto.

– ¿Adonde han llevado la carga?

– Tengo entendido que los camiones iban a Génova. Pero el amigo que me lo dijo no estaba seguro.

– Usted sabía que Viscardi estaba involucrado, ¿verdad?

– Guido, no me gusta ese tono de acusación -espetó el conde ásperamente. Brunetti no se disculpó, y el conde prosiguió-. Yo sabía muchas cosas del signor Viscardi, Guido, pero estaba fuera de mi alcance.

– Ahora está fuera del alcance de todos -puntualizó Brunetti, pero no le producía la menor satisfacción decirlo.

– Traté de advertirte.

– No imaginaba que fuera tan poderoso.

– Lo era. Y su tío -el conde dio el nombre de un ministro del Gobierno- sigue siéndolo. ¿Entiendes?

Entendía más de lo que le hubiera gustado entender.

– Tengo que pedirle otro favor.

– He hecho mucho por ti esta semana, Guido. Sacrificando mis propios intereses.

– No es para mí.

– Guido, los favores siempre son para nosotros. En especial cuando pedimos algo para otras personas. -Brunetti callaba, y el conde preguntó-: ¿De qué se trata?

– Un oficial de carabinieri, Ambrogiani. Acaban de trasladarlo a Sicilia. ¿Podría ocuparse de que no le ocurra nada mientras está allí?

– ¿Ambrogiani? -preguntó el conde, como si le interesara no saber nada más que el nombre.

– Sí.

– Veré qué puedo hacer, Guido.

– Le estaré muy agradecido.

– Y también el maggior Ambrogiani, imagino.

– Gracias.

– De nada, Guido. La semana próxima estaremos en casa.

– Bien. Que tengan felices vacaciones.

– Las tendré, sí. Buenas noches, Guido.

– Buenas noches. -Al colgar el teléfono, Brunetti reparó de pronto en un detalle de la conversación y se quedó como petrificado, mirándose la mano, incapaz de soltar el teléfono. El conde conocía la graduación de Ambrogiani. Él le había hablado de un oficial, pero el conde había dicho «maggior Ambrogiani». El conde conocía a Gamberetto. Tenía negocios con Viscardi. Y, ahora, sabía cuál era la graduación de Ambrogiani. ¿Qué más sabía el conde? ¿Y en qué otros asuntos estaba implicado?

Paola había ocupado su sitio en la terraza. Él abrió el balcón y se puso a su lado, rodeándole los hombros con el brazo. El oeste del cielo despedía la última luz del crepúsculo.

– El día se acorta -dijo ella.

Él le oprimió los hombros y asintió.

Así estuvieron un rato. Empezaron a oírse campanadas; primero, las de San Polo, ligeras; después, desde el otro lado de la ciudad, los canales y los siglos, llegó el son majestuoso y potente de San Marco.

– Guido, me parece que Raffi está enamorado -murmuró ella, confiando en que éste fuera el momento oportuno para hablar de ello.

Brunetti, al lado de la madre de su único hijo varón, pensaba en el amor que los padres sienten por los hijos. Como pasaba el tiempo y no decía nada, ella se volvió a mirarle.

– Guido, ¿por qué lloras?

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